El último argumento de los reyes (15 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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Logen asintió moviendo lentamente la cabeza.

—Nunca serás el único que sueñe con eso.

Sintió entonces otras miradas frías que le contemplaban a través de las llamas. Ceños fruncidos en la oscuridad, caras hurañas iluminadas por la luz parpadeante. Hombres a quienes ni siquiera conocía, aterrados hasta los huesos o que se la tenían guardada. Podía contar con los dedos de una mano las personas que se alegraban de verle vivo. Aun faltándole un dedo. Y eso que se suponía que ése bando era el suyo.

El Sabueso tenía razón. Es mejor no hurgar en algunas heridas. Logen se puso en pie, sintiendo un incómodo hormigueo en los hombros, y regresó a la cabecera de la hoguera, donde esperaba que las conversaciones fueran un poco más fluidas. Estaba seguro de que Escalofríos seguía con las mismas ganas de matarle que siempre, pero eso tampoco representaba una sorpresa.

Hay que ser realista. No había palabras para reparar las cosas que él había hecho.

Deudas incobrables

Superior Glokta:

Aunque creo que nunca hemos sido presentados formalmente, en estas últimas semanas he oído su nombre mencionado con bastante frecuencia. Espero que no se ofenda, pero tengo la impresión de que cada vez que entro en una habitación acaba usted de salir de ella o está a punto de entrar, y cada negociación que emprendo se ve considerablemente dificultada por sus intervenciones.

Si bien es cierto que nuestros jefes tienen puntos de vista encontrados sobre este asunto, no veo motivo alguno para que no nos comportemos como personas civilizadas. Podría ocurrir que usted y yo lográramos llegar a un acuerdo del que saliéramos con menos trabajo y mayores progresos.

Le espero en el patio del matadero que hay junto a las Cuatro Esquinas mañana por la mañana a partir de las seis. Le pido disculpas por haber elegido un lugar tan ruidoso, pero entiendo que es preferible que nuestra conversación se mantenga en privado.

Sé que ni a usted ni a mí nos va a echar atrás un poco de inmundicia bajo nuestros pies.

Harlen Morrow

Secretario del Juez Marovia.

Lo menos que podía decirse era que el sitio apestaba.
Por lo visto, unos centenares de cerdos vivos no huelen tan bien como cabría esperar
. El suelo del oscuro almacén estaba recubierto por sus pestilentes excrementos y en la densa atmósfera atronaban sus ruidos desesperados. Gruñían, chillaban, roncaban y se daban empellones en las atestadas cochiqueras, intuyendo quizá que el cuchillo del carnicero no andaba ya muy lejos. Pero, como había observado Morrow, Glokta no era de los que se echan atrás por unos ruidos, un cuchillo o, puestos a ello, un olor desagradable.
Después de todo me paso la vida chapoteando entre basura metafórica. ¿Por qué no chapotear un poco en la auténtica?
El verdadero problema era lo resbaladizo del suelo. Avanzó dando pasitos, con la pierna ardiendo.
Mira que si llegara a la reunión rebozado en mierda de cerdo. No creo que eso contribuyera precisamente a dar una imagen de terrorífica crueldad
.

Vio a Morrow apoyado en una de las cochiqueras.
Como un granjero admirando su piara de galardonados cerdos
. Glokta se acercó a él cojeando. Sus botas chapoteaban, su cara se contorsionaba con toda clase de muecas y gestos y su espalda chorreaba sudor.

—La verdad, Morrow, hay que reconocer que sabe usted cómo hacer que una chica se sienta que es alguien especial.

El secretario de Marovia, un hombre bajo, de rostro redondo y con gafas, le sonrió.

—Superior Glokta, permítame que empiece por decirle que siento el máximo respeto por sus logros en Gurkhul, por sus métodos de negociación y...

—No he venido aquí a intercambiar cumplidos, Morrow. Si eso es todo lo que tiene que decirme, se me ocurren lugares de encuentro más gratamente perfumados.

—Y sin duda, también mejores compañeros. A lo nuestro, pues. Estos son tiempos difíciles.

—Hasta ahí estoy de acuerdo.

—Cambios. Incertidumbre. Descontento entre los campesinos...

—Yo diría que algo más que descontento, ¿no le parece?

—Rebelión entonces. Esperemos que la confianza que ha depositado el Consejo Cerrado en el coronel Luthar esté justificada y que consiga detener a los rebeldes antes de que accedan a la ciudad.

—Yo ni siquiera confiaría en su cadáver para que detuviese una flecha, pero supongo que el Consejo Cerrado tendrá sus razones.

—Siempre las tiene. Aunque, desde luego, no siempre están todos de acuerdo.
Nunca están de acuerdo en nada. Eso es casi una regla de ese maldito organismo
. Pero son sus servidores —y Morrow dirigió una mirada muy elocuente a Glokta por encima de sus gafas— los que han de sufrir las consecuencias de esa falta de acuerdo. Pienso que nosotros, en concreto, hemos estado demasiado tiempo pisándonos mutuamente los pies.

—Ja —se burló Glokta, moviendo sus pies entumecidos dentro de la bota—. Espero que sus pies no hayan salido muy perjudicados. No podría vivir tranquilo si le hubiera procurado una cojera. ¿Tendrá por ventura una solución en mente?

—Por así llamarla —miró con una sonrisa a los cerdos, que gruñían, se retorcían y trataban de encaramarse los unos sobre los otros—. En la granja en que me crié teníamos marranos.
Ay no, la historia de su vida, no
. Yo era el responsable de darles de comer. Tenía que levantarme tan temprano por la mañana, que todavía estaba oscuro y mi respiración se convertía al instante en vaho.
¡Qué retrato más vivido! El joven maese Morrow, hundido hasta las rodillas en mierda, ve cómo se atiborran los cerdos mientras sueña con escapar. ¡Una vida nueva en la deslumbrante ciudad!
—Morrow le sonrió. La tenue luz hizo que en los cristales de sus gafas surgieran algunos destellos—. Estos bichos comen cualquier cosa. Incluso tullidos.

Ah. Con que ésas tenemos.

Fue entonces cuando Glokta se dio cuenta de que un hombre avanzaba furtivamente hacia ellos desde el otro extremo del cobertizo. Un hombre robusto, con una chaqueta raída, que caminaba entre las sombras. Tenía el brazo apretado con fuerza contra su costado y la mano cubierta por la manga.
Como si estuviera escondiendo allí un cuchillo y no se le diera muy bien. Sería mejor que se acercara con una sonrisa en los labios y el cuchillo a plena vista. Hay cien razones para llevar un cuchillo en un matadero. Pero sólo puede haber una razón para intentar esconderlo
.

Miró por encima del hombro e hizo un gesto de dolor al sentir un chasquido en el cuello. Otro hombre, muy parecido al primero, avanzaba con sigilo por el lado contrario.

—¿Matones? ¡Qué poco original!

—Será poco original, pero creo que le van a parecer muy eficaces.

—¿Así que me van a matar en el matadero, eh, Morrow? ¡Descuartizado por los carniceros! ¡Sand dan Glokta, el rompecorazones, un ganador del Certamen, un héroe de la guerra contra los gurkos, reducido a la mierda que despidan los culos de una docena de cerdos! —se echó a reír a carcajadas y tuvo que limpiarse unos cuantos mocos que se le quedaron pegados al labio superior.

—Me alegra que tenga sentido del humor —murmuró Morrow algo desconcertado.

—Sí que lo tengo. Alimento de los cerdos. Resulta tan evidente que puedo decirle con toda sinceridad que no me lo esperaba —exhaló un largo suspiro—. Pero no esperado y no previsto son dos cosas completamente distintas.

En medio del estrépito de los cerdos, no se oyó el ruido de la cuerda del arco. Al principio pareció que el matón resbalaba, dejaba caer su brillante cuchillo y se desplomaba de costado sin motivo aparente. Entonces Glokta vio que tenía una saeta alojada en el costado.
No es que suponga una gran sorpresa, pero siempre me parece cosa de magia
.

Asustado, el matón que estaba al otro extremo del edificio dio un paso hacia atrás sin ver en ningún momento a la practicante Vitari, que trepaba por la barandilla de una cochiquera vacía que tenía a su espalda. El metal refulgió un instante en la oscuridad cuando le cortó los tendones del dorso de una rodilla y le derribó. Luego, su intento de lanzar un grito quedó sofocado de inmediato por la cadena con la que le rodeó el cuello.

Severard se descolgó con soltura desde las vigas del tramo de techo que había a la izquierda de Glokta y aterrizó con un chapoteo sobre la porquería del suelo. Con el arco al hombro, avanzó unos pasos, lanzó el cuchillo a la oscuridad de un puntapié y miró al hombre contra el que había disparado.

—Te debo cinco marcos —gritó a Frost—. No le acerté al corazón, maldita sea. ¿Al hígado a lo mejor?

—Zí, al hígado —gruñó el albino, emergiendo de entre las sombras en el extremo opuesto del almacén. Con ambas manos aferradas a la saeta que le atravesaba el costado y la cara medio cubierta de excrementos, el hombre intentó ponerse de rodillas. Frost alzó su porra y al pasar por su lado le pegó un estacazo en la parte posterior de la cabeza que puso fin a sus gritos y le lanzó de bruces sobre la mierda. Vitari, entretanto, había derribado a su hombre y estaba de rodillas encima de su espalda, tirando de la cadena que le rodeaba el cuello. Los esfuerzos del hombre por liberarse se fueron haciendo cada vez más débiles hasta que al final se detuvieron.
Un poco más de carne muerta en el suelo del matadero
.

Glokta miró a Morrow.

—Qué deprisa pueden cambiar las cosas, ¿eh, Harlen? En un momento todo el mundo quiere conocerte. ¿Y al siguiente? —puso cara de pena y golpeó con su pie inútil la mugrienta punta del bastón. —Estás jodido. Es una dura lección.
Nadie lo sabe mejor que yo
.

El secretario de Marovia retrocedió, metiendo y sacando la lengua de la boca y con una mano extendida al frente.

—Espere un...

—¿Por qué? —el labio inferior de Glokta se superpuso al inferior—. ¿De verdad cree que nuestro amor tiene futuro después de todo esto?

—Quizá podamos llegar a algún...

—No me extraña que intentara matarme. ¿Pero hacerlo de una forma tan chapucera? Somos profesionales, Morrow. Me indigna que haya creído que esto iba a funcionar.

—Yo estoy dolido —murmuró Severard.

—Y yo herida —canturreó Vitari haciendo tintinear la cadena en la oscuridad.

—Moztalmente ofenzido —gruñó Frost mientras iba arrinconando a Morrow contra una de las cochiqueras.

—Debió seguir lamiendo el culo al borracho de Hoff. O, si no, haberse quedado en la granja con sus marranos. Ya sé que es un trabajo duro y que obliga a madrugar. Pero se gana uno la vida.

—Espere! ¡Esp...!

Severard le agarró un hombro por detrás, le clavó el cuchillo a un lado del cuello y le rebanó el pescuezo con la misma naturalidad con que se descabeza un pez.

La sangre manchó las botas de Glokta, que se tambaleó hacia atrás haciendo un gesto de dolor al sentir una punzada en su pierna inútil.

—¡Mierda! —soltó entre sus encías desnudas mientras se agarraba a la desesperada a la valla de al lado, librándose por los pelos de caer de culo sobre los excrementos del suelo—. ¿No te podías haber limitado a estrangularle?

Severard se encogió de hombros.

—El resultado fue el mismo, ¿no?

Morrow cayó de rodillas; sus gafas colgaban al sesgo delante de su cara y con una mano se sujetaba el gaznate mientras la sangre se le iba colando a borbotones por el cuello de la camisa.

Glokta vio cómo el funcionario caía de espaldas y una de sus piernas se ponía a dar sacudidas, abriendo un surco en la hedionda mugre del suelo con el talón.
Ay, pobres marranos de la granja. Ya nunca verán a su amo, el joven Morrow, regresar por las colinas echando vaho por la boca en el frescor de la mañana tras su triunfal paso por la rutilante ciudad
.

Las convulsiones del funcionario se fueron espaciando cada vez más hasta que por fin cesaron.
¿Cuándo, exactamente, me convertí en... esto? Poco a poco, supongo. Las acciones se suceden una tras otra y van trazando un camino que no tenemos más remedio que recorrer porque siempre encontramos alguna razón para seguir adelante. Hacemos lo que hay que hacer, lo que nos mandan, lo que nos resulta más fácil. ¿Qué otra cosa podemos hacer si no ir resolviendo uno por uno nuestros sórdidos problemas? Y llega un día en que, al levantar la vista, descubrimos que somos... esto
.

Contempló la brillante mancha de sangre de su bota, arrugó la nariz y se la limpió restregándola contra la pernera del pantalón de Morrow.
En fin, me encantaría seguir filosofando un rato más, pero tengo funcionarios que sobornar, aristócratas que chantajear, votos que comprar, secretarios que asesinar y amantes que amenazar. Un montón de cuchillos con los que hacer juegos malabares. Y cuando uno cae ruidosamente a la mugre del suelo, otro tiene que ir para arriba y ponerse a dar vueltas sobre nuestras cabezas con una hoja tan afilada como la de una navaja barbera. No es nada fácil, la verdad
.

—Nuestros amigos los magos están de vuelta en la ciudad.

Severard se levantó un poco la máscara para rascarse.

—¿Los magos?

—El primero de esos cabrones, nada menos, y sus heroicos acompañantes. Él, su escurridizo aprendiz y la mujer esa. Ah, y también el Navegante. Vigílalos, a ver si podemos separar a alguno de esos cochinillos de la piara. Es hora de averiguar qué se traen entre manos. ¿Todavía conservas tu encantadora casa junto al mar?

—Por supuesto.

—Estupendo. A ver si por una vez conseguimos ganarles la partida para que cuando Su Eminencia nos exija respuestas las tengamos.
Y yo me pueda ganar por fin una palmadita en la cabeza de manos de mi dueño y señor.

—¿Qué hacemos con éstos? —preguntó Vitari, señalando a los cadáveres con su cabeza pinchuda.

Glokta suspiró.

—Por lo visto los cerdos comen de todo.

La ciudad se iba oscureciendo mientras Glokta arrastraba su pierna tullida por las calles ya casi desiertas en dirección al Agriont. Las tiendas cerraban, los dueños de las casas encendían sus lámparas y la luz de las candelas se vertía sobre las sombrías callejuelas por las rendijas de las contraventanas.
Familias felices preparándose para cenas felices, no cabe duda. Amantes padres con sus encantadoras esposas, sus hijos adorables y sus vidas plenas de significado. Mi más sincera enhorabuena
.

El esfuerzo que tenía que hacer para mantener el ritmo le obligaba a apretar los dientes que le quedaban contra sus encías irritadas, el sudor empezaba a empaparle la camisa y a cada renqueante paso que daba la pierna le dolía cada vez más.
Pero este cacho de carne muerta no conseguirá detenerme
. El dolor iba del tobillo a la rodilla, de la rodilla a la cadera, y luego ascendía por su columna retorcida hasta llegar por fin al cráneo.
Todo este esfuerzo para matar a un administrativo de nivel medio, que encima trabajaba a unas pocas manzanas del Pabellón de los Interrogatorios. Una maldita pérdida de tiempo, eso es lo que es. Una maldita...

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