El último argumento de los reyes (12 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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Pero nadie lo hizo. En aquel caos húmedo, la presencia de otro desconocido más no llamaba la atención, y si había alguien que por casualidad le conociera, seguro que no esperaba encontrárselo allí. Probablemente se había enterado, con gran alegría por su parte, de que había vuelto al barro en un lugar muy lejano. Aun así, no había ningún motivo para quedarse más tiempo del necesario. Se acercó a grandes zancadas a un oficial de la Unión, que tenía cierto aspecto de ostentar algún cargo, se echó para atrás la capucha e intentó sonreír.

Sus esfuerzos no le valieron más que una mirada desdeñosa.

—No tenemos trabajo para ti, si es lo que buscas.

—Ustedes no tienen el trabajo que yo hago —y acto seguido le entregó la carta que le había dado Bayaz.

El hombre la abrió y le echó un vistazo. Frunció el ceño y la leyó por segunda vez. Luego le miró con desconfianza, haciendo movimientos con la boca.

—Está bien. Comprendo —y señaló a un grupo de muchachos de aspecto despistado y nervioso que había a unas zancadas de ellos y que, al arreciar la lluvia, se apretujaron un poco más—. Esta tarde sale un convoy con refuerzos hacia el frente. Puedes viajar con nosotros.

—De acuerdo.

No parecía que aquellos chicos con cara de asustados fueran a servir de mucho refuerzo, pero eso a él no le importaba. Le daba igual con quien iba a viajar, con tal de que el punto de destino fuera Bethod.

Los árboles pasaban traqueteando a ambos lados del camino: verde oscuros, negros, llenos de sombras. Llenos de secretas sorpresas, quizá. Era una forma incómoda de viajar. Incómoda para las manos, que tenían que ir sujetas al riel todo el camino, y más incómoda aún para los culos, que tenían que aguantar los botes y las sacudidas que pegaban en aquel banco duro. Pero se iban acercando, poco a poco, y Logen se dijo que eso era lo principal.

Detrás, avanzando en lenta procesión por el camino, había más carretas cargadas de hombres, víveres, ropas, armas y todo lo que hace falta en una guerra. Cada una llevaba encendida una lámpara cerca de la parte delantera, de modo que el convoy, en la penumbra del atardecer, formaba una hilera de luces oscilantes que descendía por el valle y trepaba por la siguiente ladera, indicando el trayecto que habían recorrido por el bosque.

Logen se volvió a mirar a los muchachos de la Unión que se apiñaban en la parte delantera. Eran nueve y todos saltaban movidos de un lado a otro por los zarandeos de los ejes de las ruedas, a la vez que procuraban mantenerse tan lejos de él como les fuera posible.

—¿Has visto alguna vez a un hombre con unas cicatrices así? —preguntó uno de ellos sin saber que les entendía perfectamente.

—¿Quién será?

—No sé. Seguro que un norteño.

—Ya veo que es un norteño, idiota. ¿Pero qué pinta aquí con nosotros?

—A lo mejor es un explorador.

—Me parece demasiado grande para ser explorador, ¿no crees?

Logen se rió por dentro mientras miraba cómo pasaban los árboles. Sentía en la cara la suave brisa, olía la niebla, la tierra, el aire húmedo y frío. Jamás se hubiera imaginado que se alegraría de volver al Norte, pero se alegraba. Después de haber sido un forastero durante tanto tiempo, era agradable estar en un sitio donde conocía las normas.

Los diez acamparon junto al camino. Otro grupo más de los muchos que se desplegaban a lo largo del bosque al lado de sus carretas. Nueve de los chicos estaban al lado de una hoguera que tenía encima una olla con un estofado en ebullición que rebosaba por el borde y olía que alimentaba. Logen contempló cómo lo removían, mientras hablaban de sus hogares, de lo que les aguardaba, del tiempo que iban a pasar allí.

Al cabo de un rato uno de ellos empezó a llenar tazones con un cazo y a repartirlos. Cuando terminó con sus compañeros, miró a Logen y llenó otro más. Se acercó a él paso a paso como si fuera a entrar en la jaula de un lobo.

—Ejem... —le tendió el tazón con el brazo extendido—. ¿Estofado?— abrió mucho la boca y se la señaló con el brazo que tenía libre.

—Gracias, amigo —dijo Logen mientras cogía el tazón—. Pero ya sé dónde hay que meterlo.

Todos le miraron: un círculo de caras preocupadas, iluminadas por el resplandor amarillento de la hoguera, más recelosas que nunca al ver que hablaba su idioma.

—Hablas nuestro idioma. Te lo tenías muy callado, ¿eh?

—Hay que parecer menos de lo que se es. Lo sé por experiencia.

—Si tú lo dices —dijo el que le había ofrecido la comida—. ¿Cómo te llamas?

Logen se preguntó por un instante si no sería mejor inventarse un nombre. Un nombre vulgar y corriente que a nadie le dijera nada. Pero él era quien era y antes o después alguien le reconocería. Además, nunca se le había dado muy bien mentir.

—Me llaman Logen Nuevededos.

Los chicos no se inmutaron. No habían oído hablar de él. ¿Y por qué tenían que haber oído hablar de él? Eran un grupo de hijos de granjeros procedentes de muy lejos, de la soleada Unión. A juzgar por su aspecto, puede que ni siquiera supieran como se llamaban ellos mismos.

—¿Para qué has venido aquí?

—A lo mismo que vosotros. He venido a matar —al ver que se ponían nerviosos, aclaró—: A vosotros no, no os preocupéis. Tengo algunas cuentas pendientes —y señaló con la cabeza hacia lo alto del camino—. Con Bethod.

Los chicos intercambiaron miradas y uno de ellos se encogió de hombros.

—Bueno. Con tal que estés de nuestro lado —se levantó y sacó una botella de su mochila—. ¿Un trago?

—Pues sí —Logen sonrió y alzó su taza—. A eso nunca he dicho que no —se lo tragó de un golpe y chasqueó los labios al sentir su calor en el gaznate. El chico le rellenó la taza—. Gracias. Pero mejor que no me deis demasiado.

—¿Por qué? ¿Es que entonces nos matarías?

—¿A vosotros? Si tenéis suerte, sí.

—¿Y si no la tenemos?

Logen sonrió desde el borde de su taza.

—Me pondría a cantar.

El muchacho sonrió también y uno de sus compañeros se echó a reír. Un segundo más tarde, una flecha se le hundía con un silbido en el costado. Tosió sangre en la camisa, la botella cayó sobre la hierba y el vino borboteó en la oscuridad. Otro chico tenía una saeta clavada en un muslo. Se quedó inmóvil, helado, mirándola.

—¿De dónde ha...?

Enseguida todos estaban chillando, buscando algo con qué defenderse o tirándose al suelo. Silbaron dos o tres flechas más y una de ellas cayó en la hoguera, provocando una llovizna de chispas.

Logen tiró el estofado, agarró su espada y echó a correr. Tropezó con uno de los chicos, le derribó, resbaló, pegó un traspié, se incorporó y siguió corriendo hacia los árboles de donde habían salido las flechas. Había que elegir entre correr hacia ellos o escapar, y tomó la decisión sin pensarlo. Hay veces en que no importa demasiado qué elección tome uno, siempre que se tome inmediatamente y se lleve hasta sus últimas consecuencias. Al llegar corriendo al bosque vio a uno de los arqueros, el destello de su piel blanca en la oscuridad cuando echó hacia atrás un brazo para sacar otra flecha. Entonces sacó la espada del Creador de su vieja funda y soltó un grito de guerra.

Es posible que el arquero hubiera podido sacar la flecha antes de que Logen le alcanzara, pero habría sido muy difícil y en todo caso no tuvo el valor de quedarse ahí esperando. No son muchos los hombres capaces de calcular sus posibilidades cuando la muerte viene lanzada hacia ellos. Cuando tiró el arco y se dio la vuelta para echar a correr ya era demasiado tarde. Logen le dio un tajo en la espalda antes de que pudiera dar un par de zancadas y el tipo cayó chillando entre los arbustos. A pesar de estar enredado en la maleza, consiguió darse la vuelta y, sin dejar de gritar, se puso a buscar su cuchillo a tientas. Logen levantó la espada para acabar la faena. De la boca del arquero salió un chorro de sangre. Luego pegó un par de sacudidas, cayó hacia atrás y dejó de gritar.

—Sigo vivo —se dijo Logen, agachándose junto al cadáver y escrutando la oscuridad. Probablemente hubiera sido mejor para todos que hubiera echado a correr en sentido contrario, pero ya era un poco tarde para eso. Probablemente hubiera sido mejor quedarse en Adua, pero también era un poco tarde para eso.

—Maldito Norte —susurró. Si dejaba escapar a aquellos cabrones les estarían incordiando hasta que llegaran al frente y la preocupación no le dejaría pegar ojo. Eso, por no mencionar la posibilidad de acabar recibiendo un flechazo en la cara. Mejor ir a por ellos que esperar a que ellos vinieran a por él. Era una lección que había aprendido por propia experiencia.

A través de los arbustos oyó las pisadas de los compañeros de emboscada del muerto y se puso a seguirlas apretando con fuerza la empuñadura de la espada. Se abrió camino entre los troncos de los árboles, procurando mantener las distancias. El resplandor de la hoguera y los gritos de los muchachos de la Unión se fueron apagando a su espalda y pronto se encontró en lo profundo de la espesura, envuelto en un olor a pino y tierra mojada, y con el ruido apresurado de unos pasos como única orientación. A medida que avanzaba se iba fundiendo cada vez más con el bosque, igual que solía hacer en los viejos tiempos. No le supuso ningún esfuerzo. Recuperó su antigua habilidad de forma instantánea, como si hubiera pasado los últimos años moviéndose de noche por los bosques. Resonaron unas voces en la oscuridad y Logen se apretó contra el tronco de un pino y se puso a escuchar en silencio.

—¿Dónde está Narizsucia?

Hubo una pausa.

—Supongo que muerto.

—¿Muerto? ¿Cómo?

—Había alguien con ellos, Cuervo. Un grandullón bastardo.

Cuervo. Logen conocía ese nombre. Y ahora que la oía, reconocía también la voz. Era uno de los hombres de Huesecillos. No podía decirse que Logen y él fueran amigos, pero se conocían y habían luchado codo con codo en las líneas de combate en Carleon. Y ahora aquí estaban otra vez, a sólo unas pocas zancadas, deseando matarse el uno al otro. Hay qué ver las vueltas que da la vida. La distancia que media entre luchar al lado de un hombre y luchar contra él es mínima. Mucho menor que la que existiría entre ellos si no hubiera lucha.

—¿Un norteño, eh? —le llegó la voz de Cuervo.

—Puede que sí. Fuera quien fuera, sabía lo que se hacía. Se nos vino encima como un rayo. No me dio tiempo de disparar.

—¡Maldito! Eso no lo vamos a dejar pasar. Acamparemos aquí y les seguiremos mañana. A ver si cogemos al gigantón ese.

—Sí, le cogeremos al muy cabrón. Puedes estar seguro. Le cortaré el cuello a ese diablo.

—Estupendo. Hasta entonces vigila bien mientras los demás dormimos un poco. A lo mejor la rabia te mantiene más despabilado esta vez, ¿eh?

—Sí, jefe. Tienes razón.

Logen se sentó y se puso a vigilar. Entre los árboles alcanzó a ver cómo cuatro de ellos estiraban sus mantas y se acurrucaban para dormir. El quinto se colocó de espaldas a los demás, mirando en la dirección por dónde habían venido, para hacer guardia. Logen esperó, y pronto oyó que uno roncaba ya. Se puso a llover, y el agua comenzó a repiquetear y a gotear sobre las ramas de los pinos. Al poco empezó a caerle en el pelo, a metérsele por la ropa y a resbalarle por la cara hasta caer al suelo húmedo, gota a gota. Logen permaneció sentado, tan inmóvil y silencioso como una roca.

La paciencia puede ser un arma temible. Un arma que pocos hombres aprenden a utilizar. Es difícil seguir pensando en matar cuando ya estás fuera de peligro y se te ha enfriado la sangre. Pero Logen siempre había sabido hacerlo. Así que siguió sentado y dejó que el tiempo se deslizara despacio, y estuvo pensando en el pasado hasta que la luna estuvo bien alta y una leve claridad se filtró entre los árboles y el gotear de la lluvia. Una claridad suficiente para permitirle a él ver dónde estaban sus objetivos.

Se puso de pie y empezó a abrirse paso entre los pinos, plantando los pies con suavidad en la maleza. La lluvia era su aliada. Su incesante repiqueteo enmascaraba el leve ruido que hacían sus botas mientras rodeaba por detrás al centinela.

Al sacar el cuchillo, su hoja mojada relumbró a la luz de la luna. Luego salió de los árboles y atravesó el campamento entre los hombres dormidos, pasando tan cerca de ellos que incluso habría podido tocarlos. Tan cerca de ellos como un hermano. El centinela, que estaba empapado, sorbió por la nariz, se revolvió incómodo y se ciñó un poco más la manta sobre los hombros. Logen se detuvo y esperó. Miró la pálida cara de uno de los durmientes. Estaba tumbado de lado con los ojos cerrados, arrojando por su boca abierta unas nubecillas de vaho que se perdían en la viscosa oscuridad de la noche.

El centinela ya estaba quieto, y Logen se deslizó hacia él conteniendo la respiración. Extendió el brazo izquierdo y movió los dedos en el aire neblinoso, esperando el momento. Después extendió el brazo derecho sosteniendo firmemente el cuchillo con el puño. Sintió que sus labios se alejaban de sus dientes apretados. Ese era el momento, y cuando llega el momento, se golpea sin mirar atrás.

Tapó la boca del centinela con una mano y con la otra le rebanó rápidamente el pescuezo, con un tajo tan profundo que pudo sentir cómo la hoja raspaba los huesos del cuello. El tipo dio una sacudida y forcejeó un poco, pero Logen le sujetaba con fuerza, con la fuerza de un amante, y lo único que se oyó fue un levísimo gorgoteo. Logen sintió en las manos el tacto cálido y pegajoso de la sangre. Los demás todavía no le preocupaban. Si uno de ellos se despertaba sólo vería el perfil de un hombre en la oscuridad, y eso era lo único que esperaba ver.

Al cabo de un rato, el cuerpo del centinela quedó inerte, y Logen lo depositó de costado en el suelo, con la cabeza colgando a un lado. Los cuatro bultos seguían acostados bajo sus mantas mojadas, totalmente indefensos. Puede que hubiera un tiempo en que Logen habría tenido que estar bastante más encendido para llevar a cabo una misión como ésa. Un tiempo en el que habría tenido que pensar por qué aquello era lo que tenía que hacer. Pero si lo hubo, fue hace mucho. En el Norte, el tiempo que emplees en pensar, será el mismo tiempo que empleen otros en matarte. Ya sólo le quedaban cuatro trabajos.

Se arrastró hasta el primero, levantó el cuchillo ensangrentado y se lo clavó directamente en el corazón atravesándole la zamarra. Al morir fue más silencioso que al dormir. Logen se acercó al segundo, dispuesto a hacer lo mismo. Su bota tropezó con un objeto metálico. Una cantimplora, quizá. Fuera lo que fuera, metió mucho ruido. Los ojos del que dormía se abrieron lentamente y comenzó a incorporarse. Logen le clavó el cuchillo en el vientre y lo empujó hasta rajárselo de arriba abajo. El tipo soltó una especie de resuello, mientras le miraba con los ojos y la boca muy abiertos, y luego se aferró al brazo de Logen.

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