El último argumento de los reyes (11 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—Ejem... yo...

No pudo evitar un sonrojo de satisfacción. Un uniforme nuevo, más estrellas, más gente a quien dar órdenes. La gloria y la fama serían escasa recompensa, pero ya había corrido los riesgos y ahora sólo tenía que decir que sí. ¿Acaso no había sufrido? ¿Acaso no se lo merecía?

No tuvo que pensárselo demasiado. De hecho, no tuvo que pensárselo en absoluto. Su idea de pedir la excedencia en el ejército y sentar la cabeza se perdió rápidamente en la distancia.

—Es para mí un honor aceptar este excepcional... ejem...honor.

—Entonces todos contentos —dijo Hoff con acidez.—. Y ahora a lo nuestro. ¿Está al tanto,
coronel
Luthar, de que últimamente ha habido algunos conflictos con el campesinado?

Curiosamente, la noticia no había llegado al dormitorio de Ardee.

—Espero que no sea nada serio, Excelencia.

—Bueno, si usted considera que no es seria una revuelta campesina a gran escala.

—¿Una revuelta? —Jezal tragó saliva.

—¡Ese tipo que se hace llamar el Curtidor —escupió el Lord Chambelán —lleva meses recorriendo el país, promoviendo el descontento, sembrando la semilla de la desobediencia, incitando a los campesinos a cometer crímenes contra sus amos, contra sus señores naturales, contra la corona!

—Nadie sospechó que llegarían a declararse abiertamente en rebelión —Varuz hablaba con auténtica furia—. Pero tras una manifestación cerca de Keln, un grupo de campesinos, instigados por el Curtidor, se ha armado y se niega a disolverse. Obtuvieron una victoria sobre el terrateniente local y la insurrección se ha extendido. Ahora nos hemos enterado de que ayer aplastaron a un contingente nada insignificante mandado por Lord Finster y que acto seguido quemaron su casa solariega y ahorcaron a tres recaudadores de impuestos. Ahora avanzan hacia Adua devastando la campiña.

—¿Devastando? —murmuró Jezal mirando de soslayo la puerta. Una palabra verdaderamente fea, «devastando».

—Es un triste asunto —se lamentó Marovia—. El cincuenta por ciento de ellos son personas honradas y fieles a su rey, que se han visto forzadas a actuar así por la codicia de los terratenientes.

Varuz habló con repugnancia.

—¡No puede haber excusa para la traición! La otra mitad son ladrones, canallas y descontentos. ¡Se merecen ser conducidos al cadalso a latigazos!

—El Consejo Cerrado ha tomado ya una decisión —le interrumpió Hoff—. El Curtidor ha proclamado su intención de presentar una lista de peticiones al Rey. ¡Al Rey! Nuevas libertades. Nuevos derechos. Todos los hombres son iguales como si fueran hermanos y otras sandeces igualmente peligrosas. No tardará en difundirse la noticia de que avanzan hacia aquí y entonces cundirá el pánico. Habrá disturbios en apoyo de los campesinos y disturbios en su contra. Ya andamos en el filo de la navaja. ¡Con dos guerras en marcha y el Rey en mal estado de salud y sin heredero!

Hoff dio un puñetazo en la mesa y Jezal pegó un respingo.

—No se les debe permitir que lleguen a la ciudad.

El Mariscal Varuz se inclinó hacia delante y entrelazó las manos.

—Los dos regimientos de la Guardia Real que quedaron acantonados en Midderland van a ser enviados para atajar esa amenaza. Se ha dispuesto una serie de concesiones —graznó al pronunciar esta palabra—. Si los campesinos aceptan una negociación y regresan a sus casas, se les perdonará la vida. Pero si el Curtidor no atiende a razones, su mal llamado ejército será destruido. Dispersado. Disuelto.

—Aniquilado —dijo Hoff limpiando con el dedo pulgar una mancha de la mesa—. Y los cabecillas serán entregados a la Inquisición de Su Majestad.

—Es lamentable —murmuró Jezal sin pensarlo y sintiendo un escalofrío al oír el nombre de aquella institución.

—Pero necesario —dijo Marovia sacudiendo apesadumbrado la cabeza.

—Y nada sencillo —desde el lado opuesto de la mesa, Varuz miró a Jezal con el ceño fruncido—. En todos los pueblos, ciudades y granjas por las que han pasado han reclutado más hombres. El campo esta infestado de descontentos. Indisciplinados, desde luego, y mal equipados, pero según nuestros últimos cálculos son unos cuarenta mil.

—¿Cuarenta... mil? —Jezal rebulló nervioso en el asiento. Había pensado que se trataría de unos pocos centenares, y además descalzos. Aquí, por supuesto, protegido tras las murallas del Agriont y de la ciudad, no había peligro. Pero cuarenta mil hombres iracundos eran muchos hombres iracundos. Por muy campesinos que fueran.

—La Guardia Real ya está haciendo los preparativos. Un regimiento de a caballo y uno de a pie. Lo único que falta ahora es el jefe de la expedición.

—Hummm —gruñó Jezal. No envidiaba al desgraciado que tuviera que ponerse al mando de una fuerza en clara inferioridad numérica para enfrentarse a un puñado de salvajes enardecidos por una causa que creían justa y por sus pequeñas victorias, borrachos de odio a la nobleza y a la monarquía, sedientos de sangre y botín...

Sus ojos se abrieron todavía más.

—¿Yo?

—Usted.

Se esforzó por encontrar palabras con las que expresarse.

—No quisiera parecerles desagradecido, pero supongo que, en fin, que habrá hombres más preparados para esa misión. Lord Mariscal, usted mismo me ha...

—Estamos viviendo momentos difíciles —Hoff miró a Jezal con severidad por debajo de sus pobladas cejas—. Momentos muy difíciles. Necesitamos alguien sin... afiliaciones. Necesitamos alguien con un historial impecable. Usted cumple admirablemente esos requisitos.

—Pero... negociar con campesinos, Excelencia, Eminencia, Lord Mariscal, ¡yo no entiendo de estos asuntos! ¡No entiendo de leyes!

—No somos ciegos a sus limitaciones —dijo Hoff—. Por eso estará acompañado por un representante del Consejo Cerrado. Alguien que tiene una gran experiencia en ese terreno.

Una mano pesada cayó de pronto sobre el hombro de Jezal.

—¡Ya le dije que sería más pronto que tarde, muchacho!

Jezal volvió lentamente la cabeza, sintiendo un espantoso abatimiento que le subía desde el estómago, y ahí estaba el Primero de los Magos, riéndose en su cara a no más de 30 centímetros de distancia y bien presente después de todo. En realidad no le cogió por sorpresa que el viejo calvo entrometido estuviera involucrado en el asunto. Todo tipo de extraños y dolorosos acontecimientos parecían seguir sus pasos, como perros callejeros ladrando detrás del carro del carnicero.

—El ejército de los campesinos, si podemos llamarlo así, está acampado a cuatro días de marcha lenta de la ciudad, desplegado por el campo aprovisionándose —Varuz se inclinó hacia delante y clavó un dedo en la mesa—. Procederá inmediatamente a interceptarlos. Todas nuestras esperanzas están depositadas en usted, coronel Luthar. ¿Ha comprendido las órdenes?

—Sí, señor —musitó, intentando, y fracasando estrepitosamente, sonar entusiasmado.

—¿Usted y yo otra vez juntos? —rió Bayaz—. Ya pueden echar a correr, ¿eh, muchacho?

—Desde luego —murmuró Jezal con abatimiento.

Había tenido la posibilidad de escapar, la ocasión de iniciar una nueva vida, y había renunciado a ella por una o dos estrellas más en la bocamanga. Se dio cuenta de su garrafal error demasiado tarde. La mano de Bayaz aumentó la presión sobre su hombro y le acercó a una paternal distancia, sin dar ninguna muestra de tener la intención de soltarle. No tenía escapatoria.

Jezal traspasó a toda prisa la puerta de sus aposentos, profiriendo todo tipo de maldiciones mientras arrastraba su baúl. Era muy desagradable verse obligado a acarrear su propio equipaje, pero el tiempo era acuciante si tenía que salvar a la Unión de la locura de su propio pueblo. Había considerado brevemente la idea de correr a los muelles y sacar un pasaje para la lejana Suljuk, pero había acabado rechazándola con furia. Había aceptado los dos ascensos con los ojos abiertos y suponía que ahora no tenía más remedio que atenerse a las consecuencias. Puestos a hacer algo, más valía no demorarlo que vivir temiéndolo, y tal y cual. Dio la vuelta a la llave en la cerradura, se volvió y retrocedió horrorizado soltando un gritito. Había alguien entre las sombras, en el lado contrario al de la puerta, y la sensación de espanto aumentó aún más al comprobar quién era.

Glokta, el lisiado, estaba pegado a la pared, apoyado pesadamente en el bastón mirándole con su desdentada y repulsiva sonrisa.

—Quisiera hablar con usted, coronel Luthar.

—Si es por el asunto de los campesinos, está controlado —fue incapaz de borrar totalmente de su cara la repugnancia que sentía—. No tiene de qué preocuparse...

—No me refiero a ese asunto.

—¿A qué se refiere?

—A Ardee West.

De pronto el corredor le pareció muy vacío, muy silencioso. Los soldados, los oficiales, los asistentes, todos estaban en Angland. Que él supiera, estaban los dos solos en el cuartel.

—No sé muy bien de qué modo le incumbe ese...

—Su hermano, nuestro común amigo Collem West, ¿le recuerda? Un tipo de cara preocupada e incipiente calvicie. Con un poco de mal genio —Jezal se sonrojó invadido de un sentimiento de culpabilidad. Se acordaba muy bien de aquel hombre, por supuesto. Y muy en concreto de su mal genio—. Poco antes de partir para la guerra de Angland fue a verme. Me pidió que me ocupara de su hermana mientras él estaba fuera, jugándose la vida. Y yo le prometí hacerlo.

Glokta se acercó un poco más, y a Jezal se le puso la carne de gallina.

—Responsabilidad que yo, se lo aseguro, me tomo tan en serio como cualquier misión que el Archilector tenga a bien asignarme.

—Ya.

Eso explicaba la presencia del tullido el otro día en su casa, cosa que hasta entonces le había causado cierta confusión. Pero eso no le hizo sentirse más tranquilo, sino considerablemente menos.

—No creo que a Collem West le agradara mucho saber lo que ha estado ocurriendo estos últimos días, ¿verdad?

Jezal se balanceó incómodo sobre uno y otro pie.

—Confieso que he ido a visitarla...

—Sus visitas —le interrumpió Glokta— no son buenas para la reputación de esa joven. Tenemos tres opciones. Primera, y ésta es mi favorita, usted se marcha, finge que no la conoce y no la vuelve a ver.

—Inaceptable —Jezal se sorprendió del tono insolente que había empleado.

—Segunda, se casa con ella y todo queda olvidado Eso era algo que Jezal ya había considerado, pero maldita sea si iba a obligarle a ello esa contrahecha piltrafa humana.

—¿Y tercera? —inquirió con lo que le pareció un adecuado desprecio.

—¿Tercera? —en el lado izquierdo de la cara de Glokta se produjo una serie de repulsivas palpitaciones—. No creo que quiera saber mucho acerca de la tercera. Digamos únicamente que incluye una larga noche de pasión con un horno y un juego de cuchillos, así como una mañana, todavía más larga, con un saco, un yunque y el fondo del canal. Descubrirá que cualquiera de las otras dos opciones le conviene más.

Sin saber lo que hacía, Jezal había dado un paso adelante, obligando a Glokta a echarse hacia la pared con una mueca de dolor.

—¡Yo no tengo por qué darle explicaciones! ¡Mis visitas sólo incumben a la señorita en cuestión y a mí, pero, para que lo sepa, hace mucho tiempo que decidí casarme con ella y sencillamente estoy esperando el momento adecuado!

Jezal quedó mudo en la oscuridad, casi sin poder creer lo que se había oído decir. ¡Maldita lengua la suya! ¡Le seguía metiendo en toda clase de líos!

El ojo izquierdo de Glokta parpadeó.

—¡Afortunada criatura!

Sin apenas darse cuenta de lo que hacía, Jezal avanzó hacia delante hasta casi chocar con la cara del lisiado y aplastarle indefenso contra la pared.

—¡Efectivamente! ¡Conque ya se puede meter sus amenazas en su culo tullido!

Incluso aplastado contra la pared, la sorpresa de Glokta sólo duró un instante. Enseguida volvió a asomar su sonrisa desdentada, su ojo izquierdo parpadeó y una larga lágrima descendió por su mejilla chupada.

—Coronel Luthar, me resulta muy difícil concentrarme teniéndole tan cerca.

Acarició la solapa del uniforme de Jezal con el dorso de la mano.

—Sobre todo dado su inesperado interés por mi culo.

Jezal se echó hacia atrás de golpe, con la boca invadida de un regusto repugnante.

—Parece que Bayaz tuvo éxito donde Varuz fracasó, ¿eh? Le ha enseñado lo que es tener valor. Mi felicitación por su próxima boda. Pero creo que seguiré teniendo a mano mis cuchillos por si no cumple usted su palabra. Me alegra haber tenido esta ocasión de charlar con usted.

Y Glokta renqueó hasta las escaleras, golpeando los escalones con el bastón y raspando el suelo con la bota izquierda.

—¡También yo! —le gritó Jezal. Pero nada podía estar más lejos de la verdad.

Fantasmas

Uffrith no se parecía mucho a como era antes. Claro que hacía años desde la última vez que la vio Logen, por la noche, después del asedio. Entonces había masas de Caris de Bethod por las calles: bailando, cantando, bebiendo. Buscando gente a quien robar y violar, buscando cualquier cosa que pudiera arder. Logen se vio a sí mismo tumbado en una habitación después de que Tresárboles le pegara una paliza y le dejara llorando y borbotando por el dolor que inundaba todo su cuerpo. Se vio a sí mismo mirando con gesto ceñudo la ventana, viendo el resplandor de las llamas, oyendo los gritos que atronaban por toda la ciudad y deseando estar allí fuera haciendo daño, al tiempo que se preguntaba si podría volver a ponerse de pie alguna vez.

Ahora, con la Unión a favor, las cosas eran distintas, aunque tampoco podía decirse que la organización fuera mucho mejor. El puerto gris estaba abarrotado de barcos demasiado grandes para los embarcaderos. Las calles estaban llenas de soldados que dejaban pertrechos por todas partes. De carros, mulas y caballos cargados hasta los topes, que apenas podían abrirse paso entre la multitud. De heridos que cojeaban con muletas, camino de los muelles, o que eran transportados en camillas bajo la llovizna, envueltos en unas vendas sanguinolentas que los jóvenes soldados que venían en dirección contraria miraban con los ojos muy abiertos. Acá y allá, sorprendidos por aquella marea de forasteros que inundaba su ciudad, se veía a algunos norteños asomados a los portales. Mujeres, niños y viejos, en su mayoría.

Logen andaba deprisa por las calles en cuesta, abriéndose camino entre la muchedumbre con la cabeza baja y la capucha puesta. Mantenía los puños cerrados a lo largo del cuerpo para que nadie viera el muñón del dedo que le faltaba. A su espalda, envuelta en una manta y oculta debajo de su mochila para que nadie se pusiera nervioso, llevaba la espada que le había dado Bayaz. Pero eso no impedía que sintiera un hormigueo en los hombros a cada paso que daba. En cualquier momento esperaba oír a alguien gritar: «¡Es el Sanguinario!», y que acto seguido la gente se pusiera a correr, a chillar y a arrojarle todo tipo de desperdicios con cara de espanto.

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