El último argumento de los reyes (13 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—¿Eh?

El tercero estaba sentado y le miraba. Logen se soltó el brazo y sacó la espada.

—¿Pero qué...?

El hombre levantó un brazo instintivamente y la hoja mate de la espada le cortó una mano y después se le hundió en el cráneo, lanzando al aire húmedo una llovizna de sangre oscura y derribándolo hacia atrás.

Pero eso dio tiempo al último para deshacerse de la manta y coger un hacha. Ahora le aguardaba con el cuerpo inclinado y las manos extendidas, una postura que indicaba que era un avezado guerrero. Cuervo. Logen oía el silbido de su aliento y veía las nubes de vaho que se perdían bajo la lluvia.

—¡Debiste empezar por mi! —bufó.

No dejaba de tener razón. Se había concentrado en la tarea de matarlos a todos sin preocuparse mucho por seguir un orden. De todas formas, ya era un poco tarde para hacerlo. Se encogió de hombros.

—No hay mucha diferencia entre ser el primero o el último.

—Ya lo veremos.

Cuervo sopesaba el hacha en el aire nebuloso y se movía lentamente buscando una apertura por donde entrarle. Logen permanecía inmóvil, con la respiración contenida y la mano cerrada con fuerza sobre la empuñadura de su espada. Él nunca había sido de los que se mueven antes de que llegue el momento.

—Dime tu nombre ahora que todavía respiras. Quiero saber a quién mato.

—Ya me conoces, Cuervo —Logen levantó la otra mano y abrió los dedos. La luna iluminó su mano sangrienta y el muñón del dedo que le faltaba—. Luchamos codo con codo en Carleon. No creí que me fueras a olvidar tan pronto. Pero a veces las cosas no salen como esperamos, ¿verdad?

Cuervo dejó de moverse. Logen sólo alcanzaba a ver el tenue brillo de sus ojos en la oscuridad, pero en su postura se leía perfectamente la duda y el miedo.

—No —susurró, sacudiendo la cabeza—. ¡Es imposible! ¡Nuevededos está muerto!

—¿Ah, sí? —Logen respiró hondo y expulsó el aire lentamente hacia la humedad de la noche—. Entonces yo debo de ser su espectro.

Los muchachos de la Unión habían cavado una especie de hoyo para protegerse, con unos cuantos sacos y cajas dispuestos a los lados a modo de barricadas. Logen distinguía de vez en cuando una cabeza que se asomaba y escudriñaba el bosque o el reflejo del parpadeo de la hoguera en la punta de una flecha o de una lanza. Ahí estaban atrincherados, temiendo otra emboscada. Si antes estaban nerviosos, ahora seguramente estarían muertos de miedo. Probablemente uno de ellos se asustaría y le dispararía en cuanto se diera a conocer. Las malditas ballestas de la Unión tenían un disparador que hacía que las flechas, una vez tensas, salieran volando al más mínimo roce. Ya sería mala suerte que le mataran tontamente en medio de la nada, y encima los de su propio bando. Pero no había otra elección. O eso o ir hasta el frente caminando.

Así que se aclaró la garganta y gritó:

—¡Que nadie dispare ni haga nada!

Se oyó el tañido de una cuerda y una flecha se clavó en un árbol a un par de zancadas a su izquierda. Logen se agachó sobre la tierra mojada.

—¡He dicho que nadie dispare! —repitió.

—¿Quién anda ahí?

—Soy yo, Nuevededos —silencio—. ¡El norteño que iba en la carreta!

Se produjo otro largo silencio y luego alguien dijo:

—Está bien, pero sal despacio y con las manos donde las veamos.

—¡De acuerdo!

Se puso en pie y salió de entre los árboles con las manos arriba.

—Pero no disparéis, ¿eh? ¡Esa es vuestra parte del trato!

Comenzó a andar en dirección a la hoguera con las manos en alto, haciendo muecas de dolor ante el temor de que de un momento a otro se viera con una flecha alojada en el pecho. Reconoció las caras de los chicos de antes y al oficial que estaba a cargo de la columna de suministros. Un par de ellos le siguieron apuntando con sus arcos hasta que pasó por encima de la improvisada barricada y se metió en la trinchera. La habían cavado frente a la hoguera, pero no la habían hecho demasiado bien, y el suelo estaba encharcado.

—¿A dónde rayos habías ido? —preguntó furioso el oficial.

—A buscar a los que nos tendieron antes una emboscada.

—¿Los cogiste? —preguntó uno de los muchachos.

—Pues sí, los cogí.

—¿Y?

—Muertos.

Logen señaló el charco que inundaba la trinchera.

—Así que no hace falta que esta noche durmáis en el agua. ¿Queda algo de ese estofado?

—¿Cuántos eran? —preguntó el oficial.

Logen rebuscó entre las cenizas de la hoguera, pero la olla estaba vacía. Mala suerte, otra vez.

—Cinco.

—¿Tú solo contra cinco?

—Al principio eran seis, pero acabé con uno enseguida. Está por ahí, entre los árboles —Logen sacó un pedazo de pan de su mochila y rebañó el fondo de la olla a ver si al menos quedaba un poco de la grasa de la carne—. Esperé hasta que se durmieron, así que sólo tuve que luchar con uno cuerpo a cuerpo. En eso siempre he tenido suerte, creo —pero en realidad no se sentía tan afortunado. Contempló su mano a la luz de la hoguera y vio que seguía manchada de sangre. Sangre oscura debajo de las uñas, sangre seca en las rayas de la mano—. Siempre he tenido suerte.

El oficial no parecía muy convencido.

—¿Cómo sabemos que tú no eres uno de ellos? ¿Qué no nos estuviste espiando? ¿Qué no están ahí fuera esperando que les hagas una señal cuando seamos vulnerables?

—Habéis sido vulnerables desde el principio —resopló Logen—, pero es una buena pregunta. Ya suponía que la haríais —y se quitó la bolsa de lona que llevaba a la cintura—. Por eso he traído esto.

El oficial cogió la bolsa, la abrió y miró con desconfianza su interior.

—Como decía, eran cinco. Así que ahí tienes diez pulgares. ¿Satisfecho?

Más que satisfecho, el oficial parecía estar a punto de vomitar, sin embargo, asintió con la cabeza, apretó los labios y extendió el brazo para devolvérsela.

Logen negó con la cabeza.

—Quédatela. A mí el que me falta es otro dedo. Tengo todos los pulgares que necesito.

El convoy se paró en seco. Habían hecho los últimos dos o tres kilómetros casi a paso de tortuga. Ahora el camino, si podía llamarse camino a un mar de barro, estaba abarrotado de hombres que avanzaban a trompicones. Iban chapoteando de un punto casi sólido a otro, bajo una persistente llovizna, entre carros enfangados y tristes caballos, pilas de cajas y barriles y tiendas de campaña mal montadas. Logen contempló a un grupo de muchachos recubiertos de lodo que empujaban sin mucho éxito un carro que había quedado atrapado hasta los ejes en el barrizal. Era como estar contemplando el hundimiento de un ejército en una ciénaga. Un naufragio en tierra. Los compañeros de viaje de Logen habían quedado reducidos a siete muchachos encorvados y demacrados, que parecían completamente exhaustos tras las noches pasadas sin dormir y el mal tiempo que habían tenido a lo largo de todo el trayecto. De los dos que faltaban, uno había muerto y el otro estaba ya en Uffrith, con una flecha alojada en una pierna. No era una buena forma de empezar su estancia en el Norte, pero Logen dudaba mucho que las cosas les fueran a ir a mejor a partir de ahora. Se bajó trabajosamente por la parte de atrás de la carreta, hundió las botas en el barrizal lleno de surcos, arqueó la espalda, estiró sus piernas doloridas y luego bajó su petate.

—Bueno, pues suerte —les dijo.

Ninguno de ellos contestó. Desde la noche de la emboscada apenas le habían dirigido la palabra. Probablemente la cuestión de los pulgares les había dejado un tanto preocupados. Pero si eso era lo peor que habían visto desde que estaban aquí, ya podían darse con un canto en los dientes, pensó Logen. Se encogió de hombros, se volvió y comenzó a caminar penosamente por el barro.

Justo delante de él, el oficial a cargo de los suministros estaba recibiendo una severa reprimenda por parte de un hombre alto y de semblante adusto que vestía uniforme rojo y parecía ser lo más parecido que tenían a una persona con autoridad en medio de aquel caos. Tardó un minuto en reconocerle. Habían estado juntos en una fiesta, en un marco muy distinto, y en esa ocasión habían charlado sobre la guerra. Ahora parecía mayor, más delgado, más duro. Tenía una expresión severa en la cara y muchas canas en su pelo empapado; sin embargo, al ver a Logen, sonrió y se acercó a él con la mano extendida.

—Por los muertos, vaya unas bromas que nos gasta el destino —dijo en buen norteño—. Yo te conozco.

—Y yo a ti.

—¿Nuevededos, verdad?

—Verdad. Y tú eres West. De Angland.

—Así es. Siento no poder darte una bienvenida mejor, pero el ejército llegó aquí hace un día o dos y, como ves, las cosas todavía no están en orden. ¡Por ahí no, so idiota! —rugió a un conductor que intentaba meter su carro entre otros dos, cuando estaba claro que no cabía de ninguna de las maneras—. ¿Es que no tenéis algo que se parezca al verano en este maldito país?

—Lo tienes delante de ti. ¿No viste cómo era el invierno?

—Hummm. Tienes razón. Pero, bueno, ¿qué te trae por aquí?

Logen le entregó la carta. West se inclinó para protegerla de la lluvia y la leyó con el ceño fruncido.

—Firmada por el Lord Chambelán Hoff, ¿eh?

—¿Eso es bueno?

West frunció los labios y le devolvió la carta.

—Supongo que eso depende. Significa que tienes amigos poderosos. O enemigos poderosos.

—Quizá un poco de cada.

West sonrió.

—Yo he descubierto que suelen ir juntos. ¿Has venido a luchar?

—A eso he venido.

—Bien. Siempre es útil un hombre con experiencia —miró a los reclutas que saltaban de sus carros y exhaló un hondo suspiro—. Bastante tenemos ya que éstos no tienen ninguna. Deberías unirte al resto de los norteños.

—¿Tenéis norteños?

—Sí. Y todos los días se nos unen más. Parece que muchos no están muy de acuerdo con la forma en que está actuando el Rey. Concretamente con el trato que ha hecho con los Shanka.

—¿Un trato? ¿Con los Shanka? —Logen frunció el ceño. Nunca hubiera pensado que ni siquiera Bethod pudiera caer tan bajo, pero tampoco era la primera vez que se llevaba una decepción—. ¿Tiene Cabezas Planas combatiendo a su lado?

—Desde luego. Él tiene Cabezas Planas y nosotros tenemos norteños. Este mundo es muy raro.

—Vaya si lo es —dijo Logen moviendo la cabeza—. ¿Cuántos tenéis vosotros?

—Yo diría que unos trescientos, según la última cuenta que hemos echado, aunque la verdad es no les hace mucha gracia que se los cuente.

—Entonces yo sería el trescientos uno, si me aceptáis.

—Están acampados allí arriba, en el flanco izquierdo —dijo señalando la negra silueta de unos árboles que se recortaban sobre el cielo del atardecer.

—Muy bien. ¿Quién es el jefe?

—Uno que llaman el Sabueso. Logen le miró fijamente durante un largo momento. —¿Uno que llaman el qué? —El Sabueso. ¿Le conoces?

—Ya lo creo —dijo Logen en voz baja mientras una sonrisa se extendía por toda su cara—. Ya lo creo que le conozco.

El crepúsculo avanzaba rápido, trayendo a la noche pegada a sus talones, y cuando llegó Logen al campamento acababan de encender la gran hoguera. Vio las formas de los Caris que iban ocupando sus sitios, negras siluetas de cabezas y hombros que se recortaban sobre las llamas. Oyó sus voces y sus risas, que ahora que había escampado, resonaban en la quietud del anochecer.

Hacía mucho tiempo que no oía a un nutrido grupo de hombres hablando todos en norteño, y le sonó extraño, aunque fuera su propio idioma. Le traía muy malos recuerdos. Multitudes de hombres vociferando a su favor o en su contra. Multitudes de hombres entrando en combate, celebrando a gritos sus victorias, llorando a sus muertos. Entonces, desde algún lugar, le llegó un olor a carne cocinada. Un olor dulzón y espeso que le produjo un cosquilleo en la nariz e hizo que le sonaran las tripas.

A un lado del camino había un poste con una antorcha encendida y debajo de él un muchacho de pie, con pinta de aburrido y una lanza en la mano. Al ver a Logen acercarse, le miró con cara de pocos amigos. Debía de haberle tocado en suerte hacer la guardia mientras los otros comían y no parecía que la cosa le hiciera muy feliz.

—¿Qué quieres? —gruñó.

—¿Está ahí el Sabueso?

—Sí, ¿y qué?

—Necesito hablar con él.

—¿Ah, sí?

Un hombre ya entrado en años, con una mata de pelo gris y la cara arrugada, se acercó a ellos.

—¿Quién es éste?

—Otro recluta —gruñó el chico—. Quiere ver al jefe.

El viejo escrutó a Logen con gesto ceñudo y preguntó:

—¿Te conozco, amigo?

Logen levantó la cabeza para que le iluminara la antorcha. Más vale mirar a un hombre a los ojos y permitir que él te mire para demostrarle que no le tienes miedo. Eso se lo había enseñado su padre.

—No sé. ¿Lo sabes tú?

—¿De dónde has salido? Eres uno de los muchachos de Costado Blanco, ¿verdad?

—No, yo trabajo solo.

—¿Sólo? Vamos a ver... Me parece reconocer... —los ojos del viejo se abrieron de par en par, la mandíbula se le vino abajo y la cara se volvió blanca como la cal—. ¡Por todos los malditos muertos! —susurró dando un tambaleante paso atrás—. ¡Es el Sanguinario!

Es posible que Logen esperara que no le reconociera nadie. Que todos le hubieran olvidado. Que tuvieran otras preocupaciones y que él no fuera más que un hombre como cualquier otro. Pero, ahora, al ver la cara del viejo, esa cara de estar muriéndose de miedo, supo lo que iba a pasar. Todo sería igual que siempre. Y lo peor era que, ahora que ya le habían reconocido, y veía ese miedo, ese horror y ese respeto, no estaba seguro de que no le gustara. A fin de cuentas, se lo había ganado, ¿no? Los hechos son los hechos.

Él era el Sanguinario.

El chico no parecía haberlo comprendido aún.

—Me estáis tomando el pelo, ¿verdad? Dentro de nada me vais a decir que el próximo en venir va a ser el mismísimo Bethod.

Pero nadie se rió. Entonces Logen levantó la mano y miró por el hueco donde antes había estado su dedo medio. Los ojos del chico pasaron del muñón al tembloroso viejo y luego volvieron a mirar el muñón.

—Mierda —susurró.

—¿Dónde está tu jefe, muchacho?

La voz de Logen le asustó incluso a él. Plana, muerta y fría como el invierno.

—Está... está...—el chico extendió un dedo tembloroso señalando las hogueras.

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