Read El último argumento de los reyes Online
Authors: Joe Abercrombie
—¿Superior Glokta?
Un hombre cuya cara quedaba en sombra se le acercó respetuosamente. Glokta le miró con los ojos entrecerrados.
—¿Le...?
Lo hicieron muy bien, de eso no cabía duda. Ni siquiera advirtió la presencia del otro hombre hasta que se encontró totalmente indefenso, con la cabeza metida en una bolsa y un brazo retorcido a la espalda que hizo que saliera impulsado hacia delante. Tropezó, trató de sujetar su bastón y lo oyó caer sobre el empedrado.
—¡Aaargh! —un tremendo espasmo le cruzó la espalda cuando trató inútilmente de soltarse el brazo, y no le quedó más remedio que dejarse hacer mientras resollaba de dolor dentro de la bolsa. En un momento le ataron las muñecas y sintió que una mano recia se introducía debajo de cada una de sus axilas. Una vez que lo tuvieron agarrado cada uno de un lado, los hombres emprendieron la marcha a toda prisa, transportándole casi en vilo sobre el empedrado de la calle.
Vaya, hacía mucho tiempo que no caminaba tan deprisa
. Le agarraban con fuerza, pero sin hacerle daño.
Profesionales. Unos matones de mucha más categoría que los de Morrow. El que ha ordenado esto no es ningún idiota. Bien, ¿y quién lo ha ordenado? ¿El propio Sult, o uno de sus enemigos? ¿Uno de sus rivales en la carrera por el trono? ¿El Juez Marovia? ¿Lord Brock? ¿Alguien del Consejo Abierto? ¿O quizá los gurkos? Ellos y yo nunca hemos sido muy buenos amigos. ¿La banca Valint y Balk, que al fin ha decidido cobrarse la deuda? ¿No habré juzgado mal al joven Capitán Luthar? ¿O será sencillamente el Superior Goyle, que se ha cansado de compartir su puesto con un tullido?
La lista, ahora que se veía obligado a pensar en ello, era interminable.
Oía el ruido de pisadas cercanas. Caminaban por callejuelas estrechas. No tenía ni idea de la distancia que habían recorrido. Su respiración resonaba dentro del saco, chirriante, gutural.
Los latidos del corazón, la piel irritada a causa del sudor frío. Nervioso. Incluso asustado. ¿Qué querrán de mí? A nadie le raptan en la calle para ascenderle, regalarle unos dulces o darle tiernos besos. Una lástima. Sé muy bien para qué se rapta a alguien en la calle. Pocos lo saben mejor que yo
.
Bajaron unos escalones y la punta de sus botas pasó rozando cada uno de los peldaños. Una pesada puerta se cerró de golpe. Luego los pasos resonaron en un corredor embaldosado. Se cerró otra puerta y un instante después le dejaron caer en una silla.
Y ahora, con toda seguridad, para bien o para mal, vamos a averiguar...
De pronto le arrancaron la bolsa de la cabeza y Glokta parpadeó cegado por una luz intensa. Una habitación blanca, demasiado iluminada para resultar cómoda.
Un tipo de habitación que me es tristemente familiar. Sólo que resulta mucho más desagradable vista desde este lado de la mesa
.
Enfrente de él había alguien sentado.
O la borrosa silueta de alguien
. Cerró un ojo y escudriñó con el otro tratando de ajustar su visión.
—Vaya —murmuró—. Qué sorpresa.
—Placentera, espero.
—Supongo que eso ya se verá.
Carlot dan Eider había cambiado.
Y al parecer el exilio no le ha sentado del todo mal
. Le había vuelto a crecer el pelo, quizá no del todo, pero sí lo suficiente para recuperar su elegancia. Las magulladuras de su cuello habían desaparecido y en las mejillas sólo quedaban unas ligerísimas marcas en los lugares que estuvieron cubiertos de costras. Había cambiado la indumentaria de arpillera propia de los traidores por el vestuario de viaje de una dama adinerada. Y le sentaba extremadamente bien. En sus dedos y alrededor de su cuello refulgían varias joyas. Parecía tan rica y tan distinguida como el día en que se conocieron. Y, por si fuera poco, estaba sonriendo.
La sonrisa del jugador que tiene todos los triunfos. ¿Por qué no aprenderé nunca? Nunca le hagas un favor a nadie. Y menos a una mujer
.
Delante de ella, a su alcance, había unas tijeritas de las que usan las mujeres ricas para cortarse las uñas.
Pero que lo mismo pueden servir para despellejar las plantas de los pies de un hombre, para ensancharle los orificios nasales, para cortarle las orejas poco a poco...
A Glokta le costó trabajo apartar la vista de aquellas hojas afiladas que brillaban a la luz de las lámparas.
—Creí haberle dicho que no volviera nunca —pero a su voz le faltaba su acostumbrado tono autoritario.
—Así es. Pero un día pensé... ¿Y por qué no? Tengo bienes en la ciudad a los que no estaba dispuesta a renunciar y posibilidades de negocio que me interesa aprovechar —cogió las tijeritas, recortó un trocito minúsculo del borde de la uña perfectamente cuidada de uno de sus dedos pulgares y contempló el resultado frunciendo el ceño—. Ahora ya no hay motivo para revelar a nadie que estoy aquí, ¿verdad?
—Mi preocupación por su seguridad está ya olvidada —repuso Glokta.
Pero mi preocupación por la mía aumenta a cada momento. Nadie está tan absolutamente incapacitado que no pueda estarlo un poco más
. ¿De verdad necesitaba tomarse tanto trabajo sólo para compartir conmigo sus planes de viaje?
El comentario hizo que la sonrisa de Eider se ensanchara aún más si cabe.
—Espero que mis hombres no le hayan hecho daño. Les dije que le trataran con delicadeza. Al menos por el momento.
—Pero un secuestro, por muy gentil que sea, siempre es un secuestro, ¿no le parece?
—La palabra secuestro es muy fea. ¿Por qué no lo considera como una invitación difícil de resistir? Por lo menos le he permitido seguir vestido, ¿no?
—Ese favor en concreto es beneficioso para los dos, créame. ¿Una invitación a qué, si se me permite preguntar? ¿A ser maltratado y a sostener una breve conversación?
—Me duele que necesite algo más. Pero ya que lo dice, había otra cosa —recortó alguna otra esquirla de uña y le miró a los ojos—. Una pequeña deuda impagada desde Dagoska. Me temo que no voy a dormir tranquila hasta que esté saldada.
¿Unas semanas en una celda sin luz y luego un lento estrangulamiento hasta la muerte? ¿Qué clase de ganancia obtendría yo con un pago como ese?
—Por favor —siseó entre sus encías mientras miraba parpadeando el tijereteo de las dos hojillas metálicas—. No puedo soportar el suspense.
—Vienen los gurkos.
Desconcertado, Glokta hizo una pausa.
—¿Vienen aquí?
—Sí. A Midderland. A Adua. A usted. Han construido una flota en secreto. Empezaron a construirla después de la última guerra y ahora ya la tienen completa. Con unos barcos que rivalizan con los mejores de la Unión —soltó las tijeras sobre la mesa y exhaló un largo y profundo suspiro—. Eso es lo que he oído, al menos.
La flota gurka, como ya me dijo Yulwei, mi visitante de medianoche. Rumores y fantasmas tal vez. Pero los rumores no siempre son mentiras.
—¿Cuándo llegarán?
—La verdad es que no lo sé. Organizar una expedición de esas dimensiones supone un esfuerzo colosal. Pero los gurkos siempre se han organizado mucho mejor que nosotros. Por eso es un placer hacer negocios con ellos.
Mis tratos con ellos no han sido tan placenteros, pero bueno.
—¿Qué contingente mandarán?
—Me imagino que uno muy grande.
Glokta soltó un resoplido.
—Perdóneme si considero las palabras de una traidora confesa con un cierto escepticismo, sobre todo dada la parquedad de datos.
—Como quiera Le he traído aquí para prevenirle, no para convencerle. Creo que se lo debo por haberme salvado la vida.
Qué maravillosamente anticuada es usted.
—¿Y eso era todo?
Eider extendió las manos.
—¿No puede una señora arreglarse las uñas sin ofender?
—¿No podía haberse limitado a escribirme y haberme ahorrado que se me irritaran los sobacos? —espetó Glokta.
—Oh, vamos. Nunca le he tenido por un hombre que se irrite por haber sufrido unas ligeras molestias. Además, esto nos ha dado la oportunidad de renovar una deliciosa amistad. Tiene que concederme mi pequeño momento de triunfo, después de todo lo que me hizo pasar.
Supongo que tiene razón. He recibido amenazas bastante menos encantadoras y al menos no tiene el mal gusto de concertar una entrevista en un matadero de cerdos.
—¿Entonces me puedo ir tranquilamente?
—¿Alguien le ha amenazado con una estaca? —ninguno de los dos habló. Eider sonrió satisfecha, exhibiendo ante Glokta sus perfectos dientes blancos—. Ya puede irse arrastrando ese cuerpo que tiene. ¿Qué tal le suena eso?
Mejor que a flotar en la superficie del canal tras haber pasado unos días en el fondo, hinchado como un globo y oliendo peor que todas las tumbas de la ciudad juntas.
—Supongo que a gloria. ¿Pero qué me impide hacer que mis Practicantes sigan el rastro de su valioso perfume, cuando hayamos terminado con esto, y rematen la faena que habían dejado sin acabar?
—Muy típico de usted decir eso —repuso ella con un suspiro—. Permítame comunicarle que un antiguo y leal socio mío tiene en sus manos una carta sellada. Si yo muero, la enviará al Archilector, que de esa forma conocerá con exactitud la naturaleza de mi condena en Dagoska.
Glokta se lamió las encías.
Lo que me faltaba. Otro cuchillo con el que hacer juegos malabares
.
—¿Y qué pasará si, sin tener yo la culpa de nada, sucumbe a una peste? ¿O se le cae encima una cornisa? ¿O se ahoga al tragar una espina de pescado?
Eider abrió los ojos de par en par, como si fuera algo en lo que no había pensado hasta ese momento.
—En cualquiera de esas circunstancias... supongo que... la carta se enviaría de todas formas, a pesar de su inocencia —se echó a reír—. La vida no es tan justa como a una le gustaría que fuera. Y estoy segura de que los nativos de Dagoska, los mercenarios esclavizados y los soldados de la Unión que fueron masacrados porque usted les obligó a luchar por una causa perdida, estarían de acuerdo con el resultado —sonrió con dulzura, como si estuvieran hablando de jardinería—. Después de todo —añadió—, probablemente habría hecho mejor en estrangularme.
—Me lee el pensamiento.
Pero ahora es demasiado tarde. Hice una cosa buena y, por supuesto, hay que pagar un precio
.
—Y ahora, antes de que nuestros caminos vuelvan a separarse de forma definitiva, como sin duda deseamos los dos, dígame, ¿anda metido en el asunto ese de las elecciones?
Glokta sintió que su párpado se ponía a palpitar.
—Mis obligaciones, al parecer, abarcan parcialmente esa cuestión.
En realidad me ocupa todas las horas del día
.
Carlot dan Eider se inclinó hacia él, hincó los codos en la mesa, se sujetó la barbilla entre las manos y le habló en tono conspirativo.
—¿Quién cree que será el próximo rey de la Unión? ¿Brock? ¿Isher? ¿O quizá otra persona?
—Es pronto para decirlo. Estoy en ello.
—Muy bien, pues entonces ya puede ponerse a cojear —dijo adelantando el labio inferior—. Ah, por cierto, tal vez sea preferible que no mencione nuestra reunión a Su Eminencia —hizo una seña con la cabeza y Glokta volvió a sentir la áspera tela de la bolsa sobre su cara.
El puesto de mando de Jezal, si es que se puede aplicar semejante denominación a un hombre que se sentía tan confuso y desorientado como él, se encontraba en lo alto de una pronunciada pendiente. Desde allí se le ofrecía una espléndida vista del valle que se abría a sus pies. Al menos debió ser una espléndida vista en tiempos mejores. Tal como estaban las cosas ahora, había que reconocer que el espectáculo estaba lejos de ser agradable.
El cuerpo principal de los rebeldes cubría por completo unos prados enormes que se extendían abajo en el valle y tenía el aspecto de una infección grave, sucia y negra, salpicada acá y allá de manchas de acero brillante. Herramientas y aperos de labranza, seguramente, pero bien afilados.
Incluso a esa distancia se apreciaban perturbadores indicios de que estaban perfectamente organizados. Entre sus filas se abrían unos pasillos rectos y regulares para permitir el paso de mensajeros y suministros. Estaba claro, incluso para alguien tan poco experimentado como Jezal, que aquello tenía más de ejército que de turba y que allá abajo había alguien que sabía a la perfección lo que tenía entre manos. Probablemente mucho mejor que él.
Más lejos aún, diseminados por el paisaje, se veían grupos de rebeldes menos organizados. Hombres que salían en busca de agua y comida, dejando la campiña limpia de todo cuanto producía. Aquella masa negra sobre los campos verdes recordó a Jezal una horda de hormigas negras arrastrándose sobre un montón de peladuras de manzana. No tenía ni idea de cuántos podían ser, pero a aquella distancia daba la impresión de que la cifra de cuarenta mil que le habían dado se quedaba muy corta.
Detrás de la masa principal de los rebeldes, en el pueblo que había al fondo del valle, ardían varios fuegos. No se distinguía bien si lo que ardía eran fogatas o edificios, pero Jezal se temía que serían más bien lo segundo. Tres elevadas columnas de humo se alzaban y se separaban a gran altura, impregnando la atmósfera con un leve pero inquietante olor a fuego.
Un comandante en jefe tenía el deber de dar un ejemplo de valentía que sus subordinados no podían sino imitar. Jezal, por supuesto, lo sabía. Y sin embargo, contemplando aquel campo en pendiente que tenía ante sí, no tuvo más remedio que reflexionar sobre el gran número de hombres que tenían el mismo ominoso objetivo que los suyos. No podía evitar echar la vista atrás cada dos por tres para mirar sus propias filas, que le parecían escasas, finas, inseguras. Como tampoco podía evitar gesticular con incomodidad y darse tirones al cuello de la guerrera. El muy maldito le seguía apretando demasiado.
—¿Cómo quiere que se despliegue el regimiento, señor? —le preguntó el Comandante Opker, dirigiéndole una mirada que conseguía ser aduladora y condescendiente a un tiempo.
—¿Cómo quiero que...? Bueno pues...
Se devanó los sesos para encontrar algo vagamente apropiado, y no digamos ya correcto, que decir. Había descubierto al principio de su carrera militar que si se tiene por encima un oficial eficaz y con experiencia y por debajo unos soldados eficaces y con experiencia, uno no necesita hacer ni saber nada. Esta estrategia le había resultado extremadamente útil durante los tranquilos años de paz, pero ahora se ponía de manifiesto su principal defecto. Si, por puro milagro, uno llegaba al grado más alto, el sistema se colapsaba por completo —Dé orden de que la infantería se despliegue... —gruñó, frunciendo el ceño e intentando dar la impresión de que estudiaba el terreno, aunque no tenía más que una vaga idea de lo que eso significaba—. ..en doble fila —se aventuró a decir, recordando el fragmento de una historia que una vez le había contado Collem West—. Detrás de aquellos setos —y con gesto solemne, dio una barrida al paisaje con el bastón de mando. Por lo menos era un experto en el uso del bastón. No en vano, lo había ensayado innumerables veces delante del espejo.