El último argumento de los reyes (71 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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Jezal tragó saliva. Había bastado que aquella magnífica ciudad, erigida gracias al trabajo de tantos pares de manos a lo largo de los siglos, recibiera sus amorosas atenciones durante unas pocas semanas para verse convertida en un amasijo de escombros calcinados. Sus orgullosos habitantes habían quedado reducidos en su mayor parte a la condición de mendigos apestosos, heridos aullantes y dolientes gemebundos. Eso, los que no se habían visto reducidos a la condición de cadáveres. Era la más lamentable caricatura de rey que jamás había generado la Unión. Si ni siquiera era capaz de llevar un poco de felicidad a esa amarga parodia que era su vida conyugal, cómo iba a conseguirlo con toda una nación. Su reputación descansaba por completo en unas mentiras que no había tenido el valor de negar. Era un cero a la izquierda, un gusano impotente e indefenso.

—¿Qué lugar es éste? —masculló cuando accedieron a un amplio espacio azotado por el viento.

—Majestad, pero si son las Cuatro Esquinas.

—¿Esto? ¿No es posible que esto...? —no pudo seguir. El lugar se le había hecho reconocible de pronto con toda la violencia de un bofetón.

Del edificio que en tiempos ocupara la sede del Gremio de los Sederos sólo quedaban en pie dos muros, cuyos vanos vacíos parecían mirar con el mismo gesto acongojado de unos cadáveres petrificados en el momento de su muerte. El pavimento donde solían colocarse cientos de alegres puestecillos estaba agrietado y cubierto por un hollín pegajoso. Los jardines eran simples parcelas peladas llenas de barro y maleza chamuscada. En el aire deberían haber resonado los pregones de los comerciantes, el cotorreo de los sirvientes, las risas de los niños. Pero en lugar de ello reinaba un silencio que tan sólo alteraba el ulular de un viento gélido que soplaba entre los escombros y desperdigaba oleadas de polvo negro por el corazón de la ciudad.

Jezal tiró de las riendas, y su séquito, compuesto por unos veinte Caballeros de la Escolta Regia, cinco caballeros Mensajeros, una docena de miembros del Estado Mayor de Varuz y uno o dos pajes de aspecto nervioso, se detuvo con un traqueteo en torno a él. Gorst echó un vistazo al cielo con gesto ceñudo.

—Majestad, debemos seguir. Este lugar no es seguro. No sabemos cuándo iniciaran los gurkos el siguiente bombardeo.

Jezal no le hizo caso. Descabalgó y se internó entre los escombros. Costaba trabajo creer que ese fuera el mismo lugar al que él solía acudir para aprovisionarse de vino, comprar abalorios o tomarse medidas para un uniforme nuevo. A menos de cien zancadas de distancia, justo al otro lado de una hilera de ruinas humeantes, se alzaba la estatua de Harod el Grande. Allí fue donde tuvo la cita nocturna con Ardee, un hecho que ahora le parecía que había tenido lugar hacía cientos de años.

Ahora, cerca de ahí, había un grupo de personas en un estado lamentable que se apretujaban al borde de los restos pisoteados de un jardín. Mujeres y niños en su mayor parte, y también algún anciano. Sucios, desesperados, algunos con muletas o con vendas ensangrentadas, aferrados a los pocos enseres que habían conseguido rescatar del desastre. Gentes que habían perdido sus casas en los incendios o en los combates de la noche anterior. De pronto, a Jezal se le cortó la respiración. Una de las personas del grupo era Ardee. Estaba sentada en una piedra, con un vestido fino, temblando y mirando al suelo, con su cabellera negra cubriéndole la mitad de la cara. Se acercó a ella con una sonrisa; la primera que le salía desde hacía varias semanas.

—Ardee —la muchacha se volvió con los ojos muy abiertos y Jezal se quedó de piedra. No era ella, sino una chica más joven y bastante menos atractiva. La muchacha le miró parpadeando mientras se balanceaba de atrás adelante. Jezal hizo un gesto torpe con las manos y masculló unas cuantas palabras incoherentes. Todos le estaban mirando. No podía irse así, sin más—. Por favor, quédate con esto —busco a tientas uno de los cierres dorados de su manto carmesí, lo soltó y se lo tendió.

La muchacha no dijo nada al cogerlo, simplemente se le quedó mirando. Había sido un gesto ridículo, de una hipocresía hiriente. Pero, al parecer, los demás civiles sin techo no eran de la misma opinión.

—¡Viva el Rey Jezal! —gritó alguien, y todos prorrumpieron en un clamor.

Había un muchacho apoyado en una muleta que le miraba con unos ojos de luna teñidos de desesperación. Un soldado con un ojo vendado y el otro bordeado con un prominente ribete acuoso. Una madre que aferraba a un bebé envuelto en un trapo que guardaba un espeluznante parecido con un jirón de una bandera de la Unión. Era como si la escena hubiera sido cuidadosamente planeada para crear el máximo impacto emocional posible. Un grupo de modelos posando para una torpe y escabrosa representación pictórica de los horrores de la guerra.

—¡Viva el Rey Jezal! —volvió a gritar alguien, que de inmediato fue secundado por unos cuantos «vivas» apagados.

Su adulación era puro veneno en sus oídos. Sólo servía para que sintiera con más fuerza aún el peso de su responsabilidad. Se dio la vuelta y se alejó de allí. Se sentía incapaz de mantener ni un solo segundo más la caricatura de sonrisa que lucía en su cara.

—¿Qué he hecho? —susurró retorciéndose las manos—. ¿Qué he hecho? —y aguijoneado por la culpa, se subió trabajosamente a la silla—. Conducidme a las proximidades de la Muralla de Arnault.

—Majestad, no creo que sea...

—¡Ya me ha oído! Vamos adonde se combate. Quiero verlo.

Varuz torció el gesto.

—Está bien —volvió su montura y condujo a Jezal y a su escolta en dirección a Los Arcos, siguiendo una ruta bien conocida pero que ahora estaba horriblemente cambiada. Tras unos minutos de trayecto preñado de inquietud, el Lord Mariscal detuvo su montura y señaló una calle desierta que había hacía el oeste. Luego habló en voz baja, como si tuviera miedo de que el enemigo pudiera oírlos.

—La Muralla de Arnault se encuentra a menos de trescientas zancadas en esa dirección, y justo detrás se agolpan las tropas gurkas. Realmente creo que deberíamos...

Jezal sintió una leve vibración que le llegaba a través de la silla de montar, su caballo respingó y una nube de polvo cayó de los tejados de las casas de uno de los lados de la calle.

Se disponía a abrir la boca para preguntar qué había sido eso cuando un ruido atronador rasgó el aire. Un muro de sonido aplastante y pavoroso que hizo que los oídos de Jezal zumbaran. Los hombres miraban boquiabiertos y exhalaban gritos ahogados. Los caballos se arremolinaban, coceaban y revolvían los ojos con terror. La montura de Varuz se empinó y arrojó al viejo soldado al suelo sin ningún miramiento.

Jezal no le prestó ninguna atención. Acometido por una intensa curiosidad, estaba espoleando su montura hacia el lugar donde se había producido la explosión. Había empezado a caer una lluvia de piedrecillas, que rebotaban en los tejados y caían repicando al suelo como si fueran granizo, y en el horizonte, al oeste, se alzaba una gran nube de polvo marrón.

—¡Majestad! —se oyó gritar a Gorst con tono lastimero—. ¡Deberíamos volver! —pero Jezal no le hizo ni caso.

Llegó cabalgando a una amplia plaza, cuyo pavimento estaba sembrado de cascotes, algunos de ellos tan grandes como una leñera. Mientras el polvo asfixiante se iba posando en medio de un silencio antinatural, Jezal se dio cuenta de que conocía aquel lugar. En el lado norte había una taberna que él solía frecuentar, sin embargo, había algo que no era como él lo recordaba. El lugar parecía como más despejado y... la mandíbula se le desencajó y se quedó con la boca abierta. Un extenso lienzo de la Muralla de Arnault ceñía el límite septentrional de la plaza. Pero ahora, en su lugar, lo que había era un inmenso cráter.

Los gurkos debían de haber excavado bajo la muralla una mina, que luego habrían rellenado con su maldito polvo explosivo. El sol eligió ese preciso momento para asomarse entre las nubes y Jezal pudo contemplar a través de la grieta abierta un extenso trecho del asolado distrito de Los Arcos. Al fondo, descendiendo por una ladera de escombros con sus armaduras reluciendo al sol y las puntas de sus lanzas oscilando sobre sus cabezas, había un nutrido contingente de soldados gurkos.

Los más adelantados ascendían ya por las paredes del cráter para acceder a los restos de la destartalada plaza. Algunos defensores se arrastraban aturdidos por el polvo, tosiendo y escupiendo. Otros ni siquiera se movían. Por lo que Jezal alcanzaba a ver, no había nadie para repeler el ataque gurko. Nadie, excepto él. En ese momento se preguntó qué habría hecho Harod el Grande en una situación como esa.

No resultaba difícil imaginar la respuesta.

El valor puede obtenerse de muchos lugares, y estar compuesto de muchos elementos diversos, de tal modo que en un momento determinado es posible que el cobarde de ayer se convierta en el héroe de mañana. La vertiginosa oleada de valor que experimentó Jezal en ese momento estaba compuesta en su mayor parte de vergüenza y miedo, de la vergüenza que le daba sentir miedo; todo ello incrementado a su vez por la irritante frustración que le producía el hecho de que las cosas nunca le salieran como él deseaba y por la súbita y un tanto vaga certeza de que su muerte podría solucionar toda una serie de enojosos problemas para los que él no veía solución alguna. Unos ingredientes nada nobles, a decir verdad. Pero nadie le pregunta al panadero qué ha metido en la empanada si lo que le da a probar está bueno.

Desenvainó la espada y la alzó a la luz del sol.

—¡Caballeros de la Escolta! —rugió—. ¡Seguidme!

Gorst hizo un intento desesperado de agarrarle las riendas.

—¡Majestad! ¡No podéis poneros en...!

Jezal picó espuelas. El animal salió disparado con un vigor imprevisto, que lanzó bruscamente la cabeza de su jinete hacia atrás y estuvo a punto de hacerle perder las riendas. Se bamboleaba sobre la silla mientras las pezuñas del caballo martilleaban el sucio pavimento, que pasaba por debajo como una exhalación. Jezal tenía la vaga impresión de que su escolta le seguía un poco más atrás, pero toda su atención se concentraba en los soldados gurkos que tenía delante, cuyo número no paraba de crecer.

Con una velocidad mareante, su montura le condujo directamente al hombre que iba al frente, un portaestandartes que llevaba una larga asta repleta de relucientes signos dorados. Mala suerte para aquel hombre que le hubieran conferido tan prominente puesto, pensó Jezal. Al ver que se le venía encima un caballo gigantesco, el hombre puso los ojos como platos, tiró el estandarte e intentó echarse a un lado. El filo del acero de Jezal se le clavó en el hombro con toda la fuerza de la carga, le produjo un desgarrón y le tiró al suelo de espaldas. Al impactar contra la masa, varios hombres más cayeron bajo las patas de su montura, aunque Jezal, desde luego, no habría sabido decir cuántos exactamente.

Luego fue el caos. Se encontró sentado encima de una masa de rostros morenos que le enseñaban los dientes, en medio de un mar de armaduras centelleantes y de lanzas que pegaban sacudidas. La madera crujía, resonaba el metal y los hombres gritaban palabras incomprensibles mientras él soltaba tajos a diestro y siniestro, aullando maldiciones. Vio una mano que trataba de cogerle las riendas y la pegó un tajo que le amputó un par de dedos. Sintió un golpe brutal en el costado y estuvo a punto de salir despedido de la silla. Luego su espada se hundió en un casco con un ruido hueco y el tipo que lo llevaba se hundió bajo la marea humana.

De pronto, su caballo lanzó un relincho muy agudo, se puso de manos y se retorció. Mientras se caía de la silla y el mundo se ponía del revés, Jezal sintió una acometida de pavor. Un instante después chocó contra el suelo y la boca y los ojos se le llenaron de polvo. Tosió, se revolvió y consiguió ponerse de rodillas. Los cascos de los caballos se estrellaban contra el pavimento agrietado. Las botas resbalaban y daban pisotones. Se llevó las manos al pelo y buscó a tientas su aro, pero debía de habérsele caído en alguna parte. ¿Cómo se sabría ahora que era un rey? ¿Pero seguía siendo un rey? Tenía la cabeza toda pegajosa. No habría sido mala idea haberse traído un casco, claro que ahora ya era un poco tarde para eso. Se puso a hurgar entre los escombros sin apenas fuerzas y dio la vuelta a una piedra plana. La verdad es que no estaba muy seguro de lo que estaba buscando. Trató de levantarse y algo le tiró del pie, se lo arrancó dolosamente del suelo y le hizo caer de bruces otra vez. Pensaba que le habían roto la crisma, pero no era más que su estribo, que seguía enganchado al imponente cadáver de su caballo. Se quitó una bota, trató de coger aire y dio un par de pasos de borracho bajo el peso de su armadura, con la espada colgándole de una mano.

Alguien alzó una hoja curva ante él y Jezal le lanzó una estocada al pecho. El tipo le echó un vómito de sangre a la cara y, al caer, le arrancó la espada de las manos. Entonces un golpe seco en el peto le arrojó de lado sobre un soldado gurko que llevaba una lanza. El soldado la dejó caer y los dos se enzarzaron en un forcejeo mientras daban tumbos de un lado a otro. Jezal empezaba a sentir un inmenso cansancio. La cabeza le estallaba. El simple hecho de tomar aire le suponía un enorme esfuerzo. La heroica idea de lanzarse a la carga le parecía ahora un craso error. Lo único que deseaba era tumbarse.

El soldado gurko consiguió soltarse una mano y la levantó en alto blandiendo un puñal. Un instante después la mano salía volando, rebanada a la altura de la muñeca, seguida de un chorro de sangre. El tipo se puso a gemir y comenzó a resbalar hacia el suelo mientras miraba fijamente el muñón.

—¡El Rey! —se oyó gritar a la vocecilla aflautada de Gorst—. ¡El Rey!

Su acero largo trazó un amplio arco y decapitó al soldado gemebundo. Entonces otro se abalanzó hacia él, blandiendo una cimitarra. Antes de que tuviera tiempo de completar una zancada, el pesado acero de Gorst le partió el cráneo en dos. Un hacha se estrelló contra su hombro acorazado; se la quitó de encima como si fuera una mosca y acto seguido derribó de un tajo al hombre que la manejaba, salpicándolo todo de sangre. Un cuarto recibió en el cuello una estocada de su acero corto y se tambaleó hacia delante con los ojos desorbitados y una mano ensangrentada aferrada a la garganta.

Mientras se bamboleaba aturdido, Jezal casi se compadecía de los gurkos. Vistos desde la distancia, su número impresionaba, pero de cerca resultaba evidente que se trataba de soldados pertenecientes a los cuerpos auxiliares, a los que se había lanzado contra el cráter para probar suerte. Un montón de hombres escuálidos, sucios y faltos de organización, provistos de armamento ligero y casi sin armaduras. Muchos de ellos, advirtió Jezal, parecían estar muertos de miedo. Gorst, sin inmutarse, se abría paso entre ellos a mandobles, como un toro en medio de un rebaño de ovejas, soltando gruñidos mientras la guadaña de sus aceros abría las carnes de sus enemigos produciendo unos ruidos que ponían la carne de gallina. Otras figuras con armaduras aparecieron detrás de él, empujando con sus escudos y soltando tajos con sus brillantes espadas, hasta que por fin consiguieron abrir en las masas gurkas un amplio espacio bañado de sangre.

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