Read El último argumento de los reyes Online
Authors: Joe Abercrombie
—¿Los gurkos? —chilló el Navegante con los ojos desorbitados—. Escuche, por favor, si me suelta yo podría...
—¡Silencio! —bufó Glokta con un tono que no admitía réplica—. Ande, entre ahí —le dijo a Ardee.
—¿Ahí? —Ardee miró con recelo la celda del Navegante.
—No es peligroso. Y creo que se sentirá usted más cómoda aquí que... —y señaló con la cabeza la puerta abierta que había al fondo del pasadizo abovedado— ...allí dentro.
Ardee tragó saliva.
—De acuerdo.
—¡Superior, por favor! —un brazo implorante surgió de la celda de Pielargo—. ¡Dígame cuándo me va a soltar, Superior! ¡Dígamelo, por favor! —Glokta acalló sus ruegos cerrando la puerta con un leve clic.
Ahora tenemos otros asuntos que no admiten demora
.
Frost ya había esposado a la silla de al lado de la mesa a Severard, que seguía inconsciente, y en ese momento estaba encendiendo una a una las antorchas con una vela. La cámara abovedada se fue llenando de luz y el color regresó a los murales que decoraban las paredes curvas. Kanedias, con los brazos extendidos, mirando ceñudo hacia abajo, y detrás de él, las llamas.
Ah, ahí está nuestro viejo amigo el Maestro Creador con su sempiterno gesto desaprobatorio
. Al lado contrario, su hermano Juvens seguía desangrándose escabrosamente en la pared.
Y no sé por qué, pero me huelo que no es la única sangre que se va a derramar esta noche aquí
.
—Ug —gimió Severard sacudiendo su lacia melena. Glokta bajó muy despacio el cuerpo y lo acomodó en el asiento de cuero con un crujido. Severard volvió a emitir un quejido, echó la cabeza hacia atrás y pestañeó. Frost avanzó pesadamente hacia él, alargó una mano, le soltó las hebillas de la máscara, se la quitó de un tirón y luego la arrojó a un rincón de la cámara.
De temible Practicante de la Inquisición a... prácticamente nada
. Severard rebulló en la silla y arrugó la nariz como un niño dormido.
Joven. Débil. Indefenso. Casi daría pena, si uno tuviera corazón. Pero ya pasó la hora del sentimentalismo y la ternura, de la amistad y el perdón. La sombra del alegre y prometedor Coronel Sand dan Glokta lleva demasiado tiempo pegada a mí. Adiós, vieja amiga. Hoy no nos ibas a ser de mucha utilidad. Es hora de que el implacable Superior Glokta haga lo que se le da mejor hacer. Haga la única cosa que sabe hacer bien. Es la hora de las cabezas duras, de los corazones duros, de los filos más duros aún.
Hora de sacar a tajos la verdad.
Frost clavó dos dedos en la tripa de Severard y éste abrió de golpe los ojos. Dio una sacudida en la silla y las esposas tintinearon. Vio a Glokta. Vio a Frost. Echó rápidos vistazos a la sala con los ojos cada vez más abiertos. Cuando al fin comprendió dónde estaba, se le pusieron como platos. Tomaba aire a resoplidos, con el aliento acelerado y bronco del puro terror, y los mechones de su pelo grasiento se zarandeaban por la brusquedad de su esfuerzo.
Bueno, ¿cómo empezamos?
—Lo sé —graznó—. Sé que no debí decirle a esa mujer quién era usted... lo sé..., pero no tenía elección.
Ah, las marrullerías de siempre. Todo hombre se comporta más o menos de la misma manera cuando se ve encadenado a una silla
. ¿Qué iba a hacer? ¡Esa perra me hubiera matado! ¡No tenía elección! Por favor...
—Sé lo que le contaste y sé que no tenías elección.
—Entonces... entonces por qué...
—No me vengas con cuentos, Severard. Sabes muy bien por qué estás aquí —Frost, con la misma impasibilidad de siempre, dio un paso adelante y levantó la tapa de la fastuosa caja de Glokta. Las bandejas interiores se abrieron como una flor exótica, desplegando los mangos pulidos, las agujas relucientes y las brillantes cuchillas de sus instrumentos.
Glokta soltó una bocanada de aire.
—Hoy he tenido un buen día. Me desperté sin haber manchado las sábanas y conseguí ir al baño por mi propio pie. No tuve muchos dolores —enroscó los dedos en el mango de la cuchilla de carnicero—. Un buen día, sí. Y eso es algo digno de celebrar. No tengo muchos así —la sacó de su funda y la hoja relampagueó bajo la cruda luz de las antorchas. Severard, fascinado y aterrado a un tiempo, la seguía con los ojos desorbitados mientras su pálida frente se iba perlando de refulgentes gotas de sudor.
—No —susurró.
Sí
. Frost soltó la esposa que sujetaba la muñeca izquierda de Severard y le levantó el brazo agarrándolo con sus dos manazas. Luego le cogió los dedos y los fue extendiendo uno a uno sobre la mesa que tenía enfrente mientras con el otro brazo rodeaba los hombros de Severard y los sujetaba con fuerza.
—Creo que podemos prescindir del preámbulo —Glokta se balanceó hacia delante, se puso de pie y rodeó lentamente la mesa, arrastrando la pierna tras de sí y golpeteando las baldosas con el bastón, mientras deslizaba sobre el tablero el borde de la cuchilla—. No hace falta que te explique en qué consiste esto. No a ti, que me has asistido con gran pericia en innumerables ocasiones. ¿Quién mejor que tú para saber cuál es el procedimiento que vamos a seguir?
—No —sollozó Severard, haciendo un intento desesperado de sonreír pero sin poder evitar que una lágrima le resbalara por la comisura de uno de sus ojos—. ¡No, no lo hará! ¡A mí, no! ¡No lo hará!
—¿A ti, no? —Glokta le sonrío con tristeza—. Por favor, Practicante Severard... —dejó que la sonrisa se fuera desvaneciendo mientras alzaba la cuchilla—. Parece mentira que digas eso, con lo bien que me conoces.
¡Bang! La gruesa hoja bajó como una centella y se clavó en la mesa, mondando una mínima rodaja de piel de la punta del dedo medio de Severard.
—¡No! —chilló—. ¡No!
¿Qué pasa, es que ya no admiras mi puntería?
—Oh, sí, sí, sí —Glokta dio un tirón al mango liso de la cuchilla y la sacó de la mesa—. ¿Cómo creías que iba a acabar esto? Has estado yéndote de la lengua. Has estado hablando de lo que no debías con unas personas a las que no tenías que decir nada. Me vas a contar lo que has dicho. Me vas a contar a quién se lo has dicho —la cuchilla lanzó un destello al volverla a alzar—. Y más te vale que me lo cuentes pronto.
—¡No! —Severard se retorció y se revolvió en la silla, pero Frost le tenía atrapado como a una mosca en la miel.
Sí
.
La hoja rebanó limpiamente la punta del dedo medio de Severard y se lo amputó a la altura de la primera falange. El extremo del dedo índice salió girando por la superficie de madera. La punta del anular, en cambio, se quedó donde estaba, encajada en una de las junturas del tablero. Con la muñeca aferrada aún por la mano de Frost, la sangre se limitó a manar suavemente de las tres heridas formando regatos que discurrían por las vetas de la madera.
Severard contuvo el aliento.
Una, dos, tres...
Y luego soltó un aullido. Y gimió, y se sacudió, y se estremeció mientras su cara se convulsionaba.
Doloroso, ¿eh? Bienvenido a mi mundo
.
Glokta movió su pie dolorido dentro de la bota.
—¿Quién iba a pensar que nuestra encantadora sociedad, tan grata y provechosa para ambas partes, acabaría así? No fui yo quien lo eligió. No fui yo. Dime con quién has hablado. Dime qué has contado. Si lo haces, esta desagradable situación concluirá. Si no...
¡Bang! El extremo del meñique, ahora, y tres trozos más de los otros. El dedo medio estaba ya amputado casi hasta la altura del nudillo. Severard miraba con los ojos dilatados de espanto mientras respiraba con un resuello entrecortado.
Conmoción, asombro, terror anonadante
. Glokta se inclinó junto a su oído.
—Espero que no tuvieras pensado aprender a tocar el violín, Severard. Bastante afortunado serás si puedes tocar el gong cuando hayamos acabado contigo —alzó de nuevo la cuchilla y su rostro se contrajo con una mueca de dolor al sentir un espasmo en el cuello.
—¡Pare! —sollozó Severard —¡Pare! ¡Valint y Balk! ¡Los banqueros! Se lo conté a ellos... A ellos...
Lo sabía.
—¿Qué les contaste?
—¡Que usted había seguido buscando al asesino de Raynault a pesar de que ya habían ahorcado al emisario del Emperador! —los ojos de Glokta se cruzaron con los de Frost, y el albino le devolvió una mirada inexpresiva.
Y ya tenemos otro secreto que sale pataleando a la luz del día. Qué frustrante es acertar siempre. Nunca dejará de sorprenderme la rapidez con que se solucionan los problemas en cuanto uno se pone a cortar en pedazos a la gente
—. Y... y... les conté que estaba usted haciendo averiguaciones sobre nuestro monarca bastardo, y sobre Bayaz, y también que no estaba investigando a Sult, como ellos le pidieron que hiciera. Y también que... que...
Severard se interrumpió con un tartamudeo y se quedó mirando los trozos de dedo que había desperdigados por la mesa sobre un charco de sangre que se iba extendiendo poco a poco.
Esa mezcla de dolor insufrible, de sensación de pérdida más insufrible todavía, y de la más absoluta incredulidad. ¿Estoy soñando? ¿O es verdad que he perdido la mitad de mis dedos, para siempre?
Glokta apremió a Severard dándole un pequeño golpe con el mango de la cuchilla.
—¿Qué más?
—Les conté todo lo que pude. Les conté... cualquier cosa que supiera... —las palabras brotaron de sus labios contraídos acompañadas de babas y escupitajos—. No tenía elección. Estaba endeudado hasta las cejas y... se ofrecieron a pagarlas. ¡No tenía elección!
Valint y Balk. Deudas, chantajes y traiciones. Qué insoportablemente banal es todo esto. Eso es lo malo de las respuestas. Que de algún modo nunca resultan tan apasionantes como las preguntas
. Los labios de Glokta palpitaron y esbozaron una especie de sonrisa triste.
—No tenías elección. Sé muy bien lo que es eso —y acto seguido alzó de nuevo la cuchilla.
—Pero...
¡Bang! La pesada hoja raspó el tablero mientras Glokta barría cuatro nuevas rebanadas de carne para quitarlas de en medio. Severard chilló, jadeó y volvió a gritar. Unos gritos babeantes y desesperados, proferidos con el rostro arrugado.
Igual que las ciruelas que a veces tomo para desayunar
. Aún le quedaba la mitad del meñique, pero los otros tres dedos no eran más que unos muñones rezumantes.
Aun así, no podemos detenernos ahora, no después de haber llegado tan lejos. No podemos detenernos bajo ningún concepto, ¿no es así? Tenemos que saberlo todo
.
—¿Qué me dices del Archilector? —inquirió Glokta estirando el cuello hacia un lado y desentumeciendo los hombros—. ¿Cómo se enteró de lo que pasó en Dagoska? ¿Qué le contaste?
—Cómo se... pero... Yo no le he contado nada... nada.
¡Bang! El pulgar de Severard salió disparado y rodó por la mesa dejando a su paso una espiral de sangre. Glokta movió las caderas de atrás adelante para tratar de aliviar el dolor que le recorría la pierna y le subía por la espalda.
Está visto que no hay manera de sacudírselo de encima. Cada posición que pruebo es un poco peor que la anterior
.
—¿Qué le dijiste a Sult?
—Yo... yo... —Severard alzó la vista y le miró. De su boca abierta colgaba un largo hilo de babas—. Yo...
Glokta torció el gesto.
Eso no es una respuesta
.
—Desátale la otra muñeca y prepara la mano. En ésta ya no tenemos material para seguir trabajando.
—¡No! ¡No! Por favor... yo no... por favor...
Qué harto estoy de tanto ruego. Las palabras «no» y «por favor» pierden todo significado después de haberlas estado repitiendo durante media hora. Empiezan a sonar como el balido de una oveja. Al final eso es lo que somos todos, corderos camino del matadero
. Miró los trozos de dedo que había esparcidos por la mesa ensangrentada.
Materia prima para el carnicero
. La sala estaba tan iluminada que le producía dolor de cabeza. Dejó la cuchilla en la mesa y se frotó los ojos.
Extenuante trabajo este de mutilar a tus amigos
. Se dio cuenta de que se había manchado los párpados de sangre.
Maldita sea
.
Frost ya había amarrado la otra muñeca de Severard con un torniquete y había esposado los restos sanguinolentos de la mano izquierda al respaldo de la silla. Luego le soltó la mano derecha y se la llevó con mucho cuidado hasta la mesa. Glokta le observaba.
Preciso, profesional e implacablemente eficiente. ¿Le remorderá la conciencia al caer la noche? Lo dudo. A fin de cuentas, soy yo quien da las órdenes. Y actúo así por orden de Sult, siguiendo los consejos de Marovia y atendiendo a las demandas de los señores Valint y Balk. ¿Acaso tenemos elección? Qué demonios, casi ni hay que buscar excusas
.
Frost, con la cara salpicada de sangre, extendió la mano derecha de Severard sobre la mesa hasta colocarla justo en el mismo lugar donde había estado antes la izquierda. Esta vez ni siquiera se resistió.
Al cabo de un tiempo se pierde la voluntad de resistir. Lo recuerdo
.
—Por favor... —susurró Severard.
Qué agradable sería parar. Lo más probable es que los gurkos prendan fuego a la ciudad y nos maten a todos, y entonces, ¿a quién le importara lo que tal persona le contara a tal otra? Y si por algún milagro no lo consiguieran, ahí estaría Sult para acabar conmigo, o Valint y Balk, que sin duda se cobrarían la deuda con mi sangre. ¿Qué importancia tendrá que algunas preguntas hayan quedado sin respuesta, cuando esté flotando boca abajo junto a los muelles? Entonces, ¿por qué lo hago? ¿Por qué?
La sangre llegó al borde de la mesa y empezó a gotear sobre el suelo: plip, plop, plip, plop. No hubo más respuesta. Una sucesión de palpitaciones sacudió uno de los lados de la cara de Glokta, que volvió a coger la cuchilla.
—Mira eso —y señaló los trozos de carne ensangrentada esparcidos por la mesa—. Mira lo que has perdido ya. Todo por no querer decirme lo que yo necesito saber. ¿Es que no das ningún valor a tus dedos? Ya no te sirven de nada, ¿verdad? Como tampoco me sirven a mí, puedes estar seguro. A nadie le sirven, como no sea a un par de perros hambrientos —Glokta le enseñó el enorme agujero de sus dientes delanteros y hundió la punta de la cuchilla entre los dedos extendidos de Severard—. Una vez más —y articuló las palabras con gélida claridad—. ¿Qué... le has... contado... a Su Eminencia?
—¡No... no... no le he contado nada! —las lágrimas resbalaron por las mejillas chupadas de Severard y su pecho se estremeció con sus sollozos—. ¡No le he contado nada! ¡Con Valint y Balk no tenía elección! ¡Pero no he hablado con Sult en mi maldita vida! ¡Ni una sola palabra! ¡Nunca!