Read El último argumento de los reyes Online
Authors: Joe Abercrombie
Brint detuvo su caballo junto a él, arrojando al aire gélido una llovizna de arenilla. Descabalgó e hizo un enérgico saludo militar.
—La caballería del General Kroy ha tomado posiciones en el flanco derecho y se encuentra lista para cargar en cuanto lo ordene.
—Gracias, capitán. ¿Y la infantería?
—A medio desplegar aún. Todavía quedan algunas compañías en los caminos.
—¿Todavía?
—Hay mucho barro, señor.
—Hummm —los ejércitos dejaban barro a su paso igual que las babosas dejaban babas—. ¿Qué hay de Poulder?
—También está en posición, por lo que sé —dijo Brint—. ¿No se ha recibido ninguna comunicación suya?
Jalenhorm negó con la cabeza.
—El General Poulder no parece estar muy comunicativo esta mañana.
West miró hacia la ciudad, una lejana línea gris tendida al fondo de los campos.
—Será pronto —se mordió el labio, que sus constantes preocupaciones habían dejado casi en carne viva—. Muy pronto. Pero no debemos lanzar el ataque con las tropas todavía a medio desplegar. En cuanto lleguen unos cuantos cuerpos de infantería más...
Brint miraba hacia el sur con el ceño fruncido.
—Señor, ¿no es eso...? —West siguió la dirección que señalaba su dedo. En el flanco izquierdo, donde se había concentrado la división de Poulder, la caballería empezaba a avanzar a paso rápido.
West contempló atónito cómo los jinetes iban cobrando más velocidad.
—Pero qué...
Dos regimientos enteros de caballería pesada rompieron de pronto a galopar de forma majestuosa. Fluían a miles por los campos de cultivo y rodeaban a oleadas los árboles y las granjas que se desperdigaban por el paisaje, levantando una fenomenal humareda de polvo. West oía ya el retumbar de los cascos de los caballos, como un trueno lejano, y casi le parecía sentir que la tierra vibraba bajo sus botas. El sol se reflejaba en las espadas y las lanzas, en los escudos y en las armaduras. Los estandartes fluían como un torrente y flameaban al viento. Era todo un despliegue de esplendor marcial. Una estampa extraída de algún libraco de cuentos, protagonizado por un héroe musculoso, en el que se repiten profusamente palabras carentes de significado como «causa justa» y «honor».
—Mierda —gruñó West entre dientes mientras volvía a sentir detrás de los ojos las viejas palpitaciones de siempre. Durante todo el periplo del Norte, el General Poulder se había visto obligado a refrenar sus ganas de lanzar una de sus famosas cargas de caballería. Allí, la dureza del terreno, o la dureza del clima, o la dureza de las circunstancias se lo habían impedido. Pero ahora que se daban las condiciones idóneas, no había podido aguantarse más.
Jalenhorm sacudió lentamente la cabeza.
—Maldito Poulder.
West soltó un rugido de frustración y alzó el catalejo con la intención de estrellarlo contra el suelo. Pero en el último momento se contuvo, respiró hondo y lo cerró de golpe con un gesto de furia. En un día como ese no podía permitirse el lujo de dejarse llevar por la rabia.
—Bien, lo hecho, hecho está, ¿no? ¡Den la orden de cargar en todo el frente!
—¡Toque de carga! —rugió Pike—. ¡Toque de carga!
El estridente cornetín resonó atronador en la fría atmósfera, algo que no contribuyó precisamente a aliviar el punzante dolor de cabeza de West. Clavó su bota embarrada en el estribo y se aupó con fastidio a la silla. Estaba destrozado después de haberse pasado toda la noche cabalgando.
—Parece que no nos va a quedar más remedio que seguir al General Poulder en su camino hacia la gloria. Aunque, tal vez, a una respetuosa distancia. Todavía hace falta alguien que se ocupe de poner un poco de orden en este desbarajuste —la respuesta de los cornetines distribuidos a lo largo del frente llegó flotando por el aire y en el flanco derecho la caballería de Kroy se puso al trote.
—Comandante Jalenhorm, dé órdenes de que la infantería nos siga en cuanto llegue —West apretó los dientes—. Desordenadamente, si es preciso.
—Por supuesto, Lord Mariscal —el grandullón ya había dado la vuelta a su caballo para dar las órdenes.
—La guerra —masculló West—. La más noble de las empresas.
—¿Señor? —preguntó Pike.
—Nada.
Jezal subió los últimos escalones de dos en dos. Pegados a él como si fueran su sombra subían ruidosamente Gorst y una docena de sus Caballeros. Pasó imperiosamente al lado del guardia y salió a la brillante luz del día en lo alto de la Torre de las Cadenas, muy por encima de la ciudad devastada. El Lord Mariscal Varuz se encontraba ya en el parapeto, rodeado de una bandada de oficiales de su Estado Mayor. Todos miraban furiosos la amplia extensión de Adua. El viejo soldado se mantenía muy rígido, con las manos entrelazadas a la espalda, igual que solía hacer en los tiempos, ya lejanos, de las prácticas de esgrima. Lo que no recordaba Jezal, sin embargo, es que entonces le temblaran las manos. Ahora sí que le temblaban, y mucho. A su lado estaba el Juez Marovia, con su larga toga negra levemente agitada por la brisa.
—Deme el parte.
La lengua del Lord Mariscal entró y salió con nerviosismo de su boca.
—Los gurkos lanzaron un ataque antes del amanecer. Los defensores de la Muralla de Arnault se vieron arrollados. Poco después consiguieron desembarcar un contingente de hombres en los muelles. Un contingente muy nutrido. Hemos opuesto una resistencia encarnizada pero... bueno...
No hacía falta decir nada más. Al acercarse más al parapeto, Jezal tuvo ante sus ojos la vista de la maltrecha ciudad y pudo ver cómo la marea gurka fluía por la Vía Media enarbolando los minúsculos estandartes dorados de las legiones del Emperador, que flotaban sobre aquella masa humana como restos de un naufragio sobre un mar centelleante. Era como descubrir de pronto una hormiga en la alfombra y luego darse cuenta poco a poco de que en realidad había miles desparramadas por todo el salón. Jezal empezó a advertir un movimiento en alguna otra parte y luego en todas. El centro de la ciudad estaba infestado de soldados gurkos.
—Una resistencia encarnizada... con resultados desiguales —concluyó Varuz sin mucha convicción.
Abajo, unos cuantos hombres salieron a la carrera de los edificios que bordeaban la puerta occidental del Agriont y cruzaron la plaza adoquinada que había frente al foso para dirigirse hacia el puente.
—¿Gurkos? —preguntó alguien con voz chillona.
—No —masculló el Lord Mariscal—. Son de los nuestros. —Unos hombres que hacían lo posible por escapar de la carnicería que sin lugar a dudas estaba teniendo lugar entre las ruinas de la ciudad. Jezal se había enfrentado suficientes veces a la muerte como para imaginarse muy bien lo que estaban sintiendo.
—De órdenes de que se rescate a esos hombres —dijo con la voz un poco quebrada.
—Verá, Majestad..., me temo que las puertas ya están herméticamente cerradas.
—¡Pues que las abran!
Los ojos acuosos de Varuz se volvieron nerviosos hacia Marovia.
—Eso no sería muy... sensato.
Ya había cerca de una docena en el puente y estaban gritando y haciendo aspavientos. No se alcanzaba a entender lo que decían, pero el tono de indefensión y absoluto terror era inconfundible.
—Debemos hacer algo —las manos de Jezal se aferraban al parapeto—. ¡Tenemos que hacer algo! ¡Ahí fuera habrá otros, muchos más!
Varuz se aclaró la garganta.
—Majestad...
—¡No! Que ensillen mi caballo y reúnan a la Escolta Regia. Me niego a...
El Juez Marovia se había desplazado a la puerta que daba a las escaleras con objeto de bloquear la salida, y ahora miraba a Jezal a la cara con una expresión triste y sosegada.
—Si se abrieran ahora las puertas se pondría en peligro a todas las personas que hay refugiadas en el Agriont. Miles de ciudadanos que esperan que vos los protejáis. Aquí podemos mantenerlos a salvo, al menos por el momento. Tenemos que mantenerlos a salvo —sus ojos se desviaron hacia las calles. Unos ojos de distintos colores, advirtió Jezal; uno azul y el otro verde—. Hemos de escoger el mal menor.
—El mal menor —Jezal volvió la vista hacia el Agriont. En las murallas se alineaban los bravos defensores de la ciudadela, dispuestos, bien lo sabía, a dar su vida por su rey, por muy indigno que fuera de ello. Se imaginó a los civiles correteando por las callejuelas en busca de refugio. Hombres, mujeres y niños, viejos y jóvenes, que huían de sus hogares en ruinas. Unas gentes a las que había prometido su protección. Sus ojos recorrieron los altos edificios blancos que bordeaban el verdor del parque, la espaciosa plaza de los Mariscales, la extensa Vía Regia con sus grandes estatuas. Todos esos lugares estaban llenos, lo sabía, de gentes indefensas y necesitadas. Gentes que habían tenido la mala suerte de no tener nadie mejor en quien confiar que en ese impostor sin agallas llamado Jezal dan Luthar.
La idea se le atragantaba, pero sabía que el viejo burócrata tenía razón. No podía hacer nada. Había tenido la increíble suerte de salir vivo de su espléndida carga a caballo y ya era demasiado tarde para lanzar otra. Fuera del Agriont, los soldados gurkos empezaban a irrumpir en masa en la plaza que había enfrente de las puertas de la ciudadela. Unos cuantos echaron una rodilla a tierra, apuntaron con sus arcos y lanzaron una andanada de flechas que trazaron una parábola en el aire y cayeron en el puente. Unas figuras minúsculas se tambalearon y cayeron a las aguas del foso. Y unos gritos minúsculos ascendieron por el aire hasta lo alto de la Torre de las Cadenas.
En las murallas se oyó un tableteo y una descarga de saetas de ballesta cayó sobre las filas gurkas. Algunos hombres se desplomaron, otros titubearon un instante y luego retrocedieron, dejando unos cuantos cadáveres desperdigados por los adoquines del suelo. Corrieron a refugiarse en los edificios que bordeaban la plaza, repletos ya de hombres que avanzaban de un bloque a otro corriendo entre las sombras. Un soldado de la Unión saltó desde el puente y dio unas cuantas brazadas en el foso antes de hundirse. No volvió a salir a flote. A su espalda, los últimos defensores, abandonados a su suerte, aún se movían de un lado para otro mientras agitaban los brazos con desesperación. No era probable que la idea del mal menor les sirviera de consuelo cuando exhalaran su último aliento. Jezal cerró con fuerza los ojos y volvió la cabeza.
—¡Allí! ¡Por el este!
Varuz y unos cuantos miembros de su Estado Mayor se apiñaban en el otro extremo del parapeto, mirando en dirección a los lejanos campos que se extendían fuera de la ciudad por detrás de la silueta de la Casa del Creador. Más allá de la gran muralla del Agriont, más allá de las centelleantes aguas del río y de la amplia curva de la ciudad, Jezal creyó atisbar algo que se movía. Una amplia semicircunferencia en movimiento que marchaba lentamente hacia Adua.
Uno de los oficiales bajó el catalejo.
—¡Es la caballería! ¡La caballería de la Unión!
—¿Está seguro?
—¡El ejército!
—Llega un poco tarde a la fiesta, pero no por ello deja de ser bienvenido —musitó Varuz.
—¡Viva el Mariscal West!
—¡Estamos salvados!
Jezal no estaba de humor para ponerse a dar gritos de alegría. Tener esperanza estaba muy bien, por supuesto, y en los últimos tiempos no habían andado muy sobrados de ella, pero las celebraciones eran prematuras. Cruzó al otro lado de la torre y miró hacia abajo frunciendo el ceño.
Más y más gurkos accedían en tropel a la plaza que había frente a la ciudadela, y esta vez venían bien preparados. Avanzaban empujando unos carros sobre los que iban montadas unas pantallas de madera lo bastante grandes para que se ocultaran detrás más de veinte gurkos. La que iba más adelantada estaba erizada de saetas de ballesta, pero aun así proseguía con su lento avance hacia el puente. Las flechas volaban en ambas direcciones. Los heridos caían y hacían lo posible para arrastrarse hacia la retaguardia. Uno de los edificios de la plaza había empezado a arder y las llamas lamían voraces los aleros del tejado.
—¡El ejército! —chilló alguien desde las almenas del lado opuesto—. ¡El mariscal West!
—El ejército, sí —dijo Marovia en medio del creciente fragor de la batalla mientras contemplaba con el ceño fruncido la carnicería que tenía lugar a los pies de la muralla—. Confiemos en que no haya llegado demasiado tarde.
El ruido de la batalla se iba filtrando a través del frescor de la mañana. Golpes, chasquidos, ecos de voces. Logen miró a izquierda y derecha y se fijó en los hombres que trotaban a su lado: la respiración acelerada y silbante, el equipo de combate cascabeleando, los gestos rudos y las armas afiladas.
No resultaba muy alentador volver a formar parte de todo eso.
La triste realidad era que Logen había sentido mayor calidez y más confianza mutua en compañía de Ferro y Jezal, de Bayaz y Quai, que ahora que estaba entre los suyos, los cuales, cada uno a su manera, formaban un grupo de gente muy difícil de tratar. No se trataba de que hubiera llegado a comprenderlos, ni siquiera podía decir que le gustara mucho cómo eran. Pero él sí que se había gustado cuando estuvo con ellos. En las desoladas tierras del occidente del Mundo había sido una persona en la que se podía confiar, el mismo tipo de persona que había sido su padre. Un hombre que no tenía una sangrienta historia echándole el aliento en el cogote, ni una reputación más negra que el infierno, ni la necesidad de estar siempre guardándose las espaldas. Un hombre que podía abrigar la esperanza de un futuro mejor.
La idea de verlos de nuevo, la posibilidad de volver a ser ese hombre le aguijoneaba y le hacía apretar el paso para tratar de llegar cuanto antes a las grises murallas de Adua. Le parecía, en ese momento al menos, que tal vez fuera posible mantener al Sanguinario al margen de todo aquello.
Pero el resto de los norteños no parecía compartir su entusiasmo. Aquello tenía más de paseo que de carga. Al alcanzar una pequeña arboleda, de la que salieron espantados unos cuantos pájaros, se pararon. Nadie dijo nada. Incluso hubo uno que se recostó en un árbol y se puso a beber agua de la cantimplora.
Logen le miró fijamente.
—Por los muertos, no recuerdo haber visto en mi maldita vida una carga más floja que esta. ¿Qué pasa, es que os habéis dejado las agallas en el Norte?
Se levantó un murmullo y hubo alguna que otra mirada furtiva. Sombrero Rojo le miró de soslayo, encajando la lengua en el labio inferior.