Read El último argumento de los reyes Online
Authors: Joe Abercrombie
—¿Y en el mar, qué? ¿Qué hace Reutzer?
—Por lo que sé, ya ha entablado combate con la flota gurka, pero no tengo ni idea de... —el olor a sal podrida y a madera quemada se intensificó cuando salieron de la zona edificada y accedieron al puerto—. ¡Me cago en la...!
La elegante curva que dibujaban los muelles de Adua era el escenario de una auténtica carnicería. Muy cerca de ellos, el embarcadero era una superficie negra y devastada por la que se desperdigaban gran cantidad de pertrechos y cadáveres destrozados. Un poco más lejos, grandes masas de hombres combatían en desorganizados grupos erizados de picas que apuntaban en todas direcciones, como las púas de un puercoespín, llenando el aire con su fragor. Las banderas de combate de la Unión y los estandartes gurkos se agitaban como espantapájaros al viento. La épica batalla cubría casi todo el espacio que abarcaba la línea de la costa. Había varios almacenes en llamas de los que se desprendía una neblina reverberante y calurosa que confería una apariencia espectral a los cientos de hombres que luchaban tras ellos. Enormes manchas de un sofocante humo negro, gris y blanco emanaban de los edificios y se extendían hacia la bahía. Y allí, en las agitadas aguas del puerto, gran cantidad de navíos entablaban su particular y desesperado combate.
Las naves surcaban a toda vela las aguas, arrojando al aire nubes de espuma, mientras maniobraban y viraban a uno y otro lado. Las catapultas lanzaban proyectiles incendiarios, los arqueros disparaban flechas en llamas desde cubierta, los marineros trepaban por la telaraña de jarcias. Otros barcos estaban enganchados mediante garfios y cabos formando desmañadas parejas, como perros de pelea que se lanzaran dentelladas. Los rayos del sol mostraban sus cubiertas repletas de hombres enzarzados en un tumultuoso combate. Los buques heridos de muerte navegaban a la deriva, con las velas desgarradas y los aparejos colgando. Algunos ardían y enviaban hacia el cielo columnas de humo que convertían el sol bajo del atardecer en un borrón sucio.
En el agua espumeante flotaban toneles, cajones, trozos de madera y marineros muertos.
West reconocía los barcos de la Unión, con sus velas bordadas con el sol dorado, y se podía imaginar cuáles eran las naves gurkas. Pero también había otros: unos navíos alargados y esbeltos, unos auténticos depredadores de casco negro y velas blancas, cada uno de los cuales llevaba una cruz negra. Uno en concreto descollaba por encima de todos los demás bajeles que había en el puerto, y en ese preciso momento estaba amarrando en uno de los pocos embarcaderos que seguían intactos.
—De Talins nunca llega nada bueno —masculló Pike.
—¿Qué demonios hacen aquí unos barcos de Estiria?
El antiguo prisionero señaló a uno que en aquel momento estaba embistiendo en un costado a una nave gurka.
—Por lo que parece, luchan contra los gurkos.
—Señor —preguntó alguien—, ¿qué hacemos?
La eterna pregunta. West abrió la boca, pero de ella no salió nada. ¿Cómo podía nadie ejercer el más mínimo control sobre aquel monumental caos que tenía ante los ojos? Se acordó de Varuz en el desierto, avanzando seguido de su nutrido Estado Mayor. Se acordó de Burr, estudiando sus mapas y moviendo el dedo índice. La mayor responsabilidad del que manda no es mandar, sino dar la impresión de que sabe hacerlo. Pasó su dolorida pierna sobre la silla de montar y se deslizó sobre los pegajosos adoquines del suelo.
—Instalaremos aquí nuestro cuartel general, por el momento. ¿Comandante Jalenhorm?
—¿Señor?
—Busque al General Kroy y dígale que siga presionando por el norte y el oeste hacia el Agriont.
—Sí, señor.
—Que alguien reúna a unos cuantos hombres y que empiecen a retirar de los muelles toda esta basura. Los nuestros tienen que poder avanzar lo más rápido posible.
—Sí, señor.
—¡Y que alguien encuentre al General Poulder, maldita sea! ¡Todo el mundo tiene que cumplir con su obligación!
—¿Y ahora qué es esto? —gruñó Pike.
Una extraña procesión avanzaba hacia ellos por los embarcaderos devastados. Estaba tan fuera de lugar en medio de aquellas ruinas que casi parecía formar parte de un sueño. Una docena de escoltas con armaduras negras flanqueaban a un único hombre. Tenía el cabello negro, entreverado con algunas canas, y lucía una barba puntiaguda y perfectamente cuidada. Llevaba botas negras, una coraza estriada de acero negro y una capa de terciopelo negro que colgaba majestuosa de uno de sus hombros. Vestía, en suma, como podría hacerlo el sepulturero más rico del mundo. Sin embargo, su forma de caminar mostraba ese envarado engreimiento que es prerrogativa exclusiva de los miembros de la más alta realeza. Avanzaba directamente hacia West, con la vista clavada al frente, mientras los atónitos escoltas y los miembros del Estado Mayor, impresionados por su porte dominante, se apartaban de forma espontánea como limaduras de hierro separadas por un efecto de repulsión magnética.
Al llegar a su altura, extendió una mano revestida con un guantelete negro.
—Soy el Gran Duque Orso de Talins.
Quizá esperara que West se arrodillara y la besara la mano. Pero, en lugar de eso, lo que hizo fue agarrarla con la suya y estrecharla con fuerza.
—Excelencia, es un honor —no tenía la menor idea de si aquel era el tratamiento que debía darle. Lo último que se esperaba era encontrarse con uno de los hombres más poderosos del mundo en medio de una sangrienta batalla en los muelles de Adua—. Yo soy el Lord Mariscal West, jefe supremo del ejército de Su Majestad. No quisiera pareceros desagradecido, pero estáis muy lejos de vuestra tierra y...
—Mi hija es vuestra Reina. El pueblo de Talins está dispuesto a hacer cualquier sacrificio por ella. En cuanto supe de los... —enarcó una ceja negra y contempló el puerto incendiado—. ..disturbios que había por aquí, preparé una expedición. Los barcos de mi flota, así como diez mil de mis mejores hombres, están a vuestra disposición. —West no sabía muy bien cómo reaccionar—. Me he tomado la libertad de desembarcarlos. En este momento están desalojando a los gurkos del distrito sudoeste de la ciudad. Las Tres Granjas creo que se llama, ¿no?
—Mmm... Sí.
El Duque Orso esbozó una minúscula sonrisa.
—Pintoresco nombre para una zona urbana. Bien, ya no tenéis que preocuparos por vuestro flanco occidental. Os deseo el mayor de los éxitos en vuestro esfuerzo, Lord Mariscal. Si el destino así lo dispone, nos veremos después. Victoriosos.
Y con una ceremoniosa inclinación, se alejó de allí.
West le miró con los ojos como platos. Sabía que en realidad debía estar agradecido por la repentina aparición de diez mil soldados estirios, pero no podía reprimir la desagradable sensación de que le habría hecho más feliz que el Gran Duque Orso no se hubiera presentado. Pero, por el momento, tenía preocupaciones más acuciantes.
—Lord Mariscal —era Brint, que se acercaba deprisa a la cabeza de un grupo de oficiales. Una de sus mejillas estaba tiznada de ceniza—. Lord Mariscal, el General Poulder...
—¡Ya era hora, maldita sea! —le interrumpió West—. A ver si por fin nos enteramos de algo. ¿Dónde demonios está ese cabrón? —apartó a Brint y se quedó inmóvil. Poulder yacía en una camilla sostenida por cuatro enlodados y compungidos miembros de su Estado Mayor. Tenía tal aspecto de estar plácidamente dormido que a West no le habría extrañado oírle roncar. Pero una enorme herida en el pecho hizo que de inmediato se borrara aquella ilusión.
—El General Poulder se puso al frente de la carga —dijo uno de los oficiales tragándose las lágrimas—. Un noble sacrificio...
West miró hacia abajo. ¿Cuántas veces había deseado la muerte de ese hombre? Se llevó una mano a la cara al sentir una súbita náusea.
—Maldita sea —dijo en voz muy baja.
—¡Maldita sea! —bufó Glokta mientras retorcía su tembloroso tobillo sobre el último escalón, librándose por muy poco de caerse de bruces al suelo. Un huesudo Inquisidor que llegaba en sentido contrario se le quedó mirando—. ¿Algún problema? —le gruñó. El hombre bajó la cabeza y se apresuró a alejarse sin decir una palabra.
Golpe, toque y dolor
. El mortecino pasillo se deslizaba a su lado con angustiosa lentitud. Aunque cada paso era un tormento para él, se obligaba a seguir andando. Las piernas le ardían, el pie le palpitaba, el cuello le martirizaba y por debajo de la ropa el sudor le chorreaba por su espalda contrahecha, pero en su cara mantenía en todo momento un desdentado rictus de despreocupación. Con cada punzada, con cada espasmo, esperaba ver aparecer por las puertas una turba de Practicantes que al instante le despedazarían a él y a sus mal disimulados mercenarios como a cebones.
Pero las pocas personas con las que se cruzaron parecían tan nerviosas que apenas si alzaron la vista al pasar junto a ellos.
El miedo ha hecho que se vuelvan descuidados. El mundo se tambalea al borde del precipicio. Nadie se atreve a dar un paso por miedo a que su pie se encuentre con el vacío. El instinto de conservación. Algo que puede destruir la eficacia de cualquiera
.
Cruzó las puertas abiertas y pasó a la antesala contigua al despacho del Archilector. La cabeza del secretario se alzó indignada.
—¡Superior Glokta! No puede usted... —se le atropellaron las palabras cuando los mercenarios comenzaron a entrar en la estrecha habitación—. Quiero decir... que... usted no puede...
—¡Silencio! Cumplo órdenes estrictas del Rey.
Bueno, todo el mundo miente. La diferencia entre un héroe y un villano es si alguien le cree
. ¡Apartaos o ateneos a las consecuencias! —ordenó a los dos Practicantes que flanqueaban la puerta.
Se miraron el uno al otro y, después, según fueron apareciendo más hombres de Cosca, levantaron las manos y se dejaron desarmar.
El instinto de conservación. Decididamente una desventaja
.
Glokta se detuvo ante la puerta.
Estoy donde tantas veces me he encogido ante Su Eminencia
. Tocó la madera y sintió un hormigueo en los dedos
¿Es posible que sea tan fácil? ¿Se viene tranquilamente aquí a plena luz del día, se arresta al hombre más poderoso de la Unión y ya está?
Tuvo que contener una sonrisilla de suficiencia.
Lástima que no se me ocurriera antes
. Hizo girar el pomo de la puerta y cruzó el umbral.
El despacho de Sult estaba igual que siempre. Los ventanales con vistas a la Universidad, la gran mesa redonda con su enjoyado mapa de la Unión, las sillas recargadas y los adustos retratos. Pero no era Sult quien estaba sentado en un sillón. Era ni más ni menos que su perro faldero favorito, el Superior Goyle.
Probando el tamaño del gran asiento, ¿eh? Me temo que te viene grande
.
La primera reacción de Goyle fue de indignación.
¿Cómo se atreve nadie a entrar aquí de esa manera?
La segunda fue de desconcierto.
¿Quién puede atreverse a entrar aquí de esa manera?
La tercera fue de conmoción.
¿El tullido? ¿Pero cómo?
La cuarta, al ver que detrás de Glokta entraban Cosca y cuatro de sus hombres, fue de horror.
Bueno, esto ya empieza a funcionar.
—¡Usted! —bufó—. ¡Pero si le habían...!
—¿Descuartizado? Cambio de planes, lo siento. ¿Y Sult?
Los ojos de Goyle se fijaron en el mercenario enano, el que tenía un brazo acabado en un garfio, luego en el de los forúnculos repulsivos y finalmente en Cosca, que andaba contoneándose por el borde de la sala con la mano apoyada en el mango de su espada.
—¡Le pagaré! ¡El doble de lo que vaya a pagar él!
Cosca le tendió una mano abierta.
—Yo prefiero el dinero al contado.
—¿Ahora? No lo tengo... ¡No tengo dinero encima!
—Es una lástima, porque yo trabajo con los mismos criterios que una prostituta. Con promesas no vas a comprar diversión, amigo. Ninguna diversión.
—¡Espere! —Goyle se levantó tambaleándose y dio un paso atrás mientras extendía sus manos temblorosas.
No tienes otra salida que la ventana. Eso es lo malo de la ambición. Cundo siempre estás mirando hacia arriba, se olvida fácilmente que la única manera de bajar de las alturas es con una larga caída
.
—Siéntese, Goyle —ordenó Glokta.
Cosca le agarró por la muñeca, le retorció salvajemente el brazo a la espalda hasta que le hizo soltar un chillido y luego le volvió a sentar en la silla, le echó la otra mano a la nuca y le estrelló la cabeza contra el hermoso mapa de la Unión. La nariz se rompió con un crujido seco y la sangre se extendió por la parte occidental de Midderland.
Nada sutil, pero el tiempo de las sutilezas ha quedado atrás. La confesión del Archilector o de alguien próximo a él. Hubiera sido preferible la de Sult, pero ya que no tenemos al cerebro, habrá que contentarse con el tonto del culo.
—¿Dónde está la chica con mis instrumentos? —Ardee entró cautelosamente en la habitación, se acercó despacio a la mesa y depositó la caja encima.
Glokta dio un papirotazo con los dedos e hizo una indicación. El mercenario gordo se acercó, agarró con fuerza el brazo libre de Goyle y lo arrastró por la superficie de la mesa.
—Supongo que se cree todo un experto en materia de torturas, ¿eh, Goyle? Pero, créame, en realidad no se sabe nada hasta que se pasa algún tiempo a los dos lados de la mesa.
—¡Maldito loco cabrón! —el Superior se retorció, manchando con la cara toda la superficie de la Unión—. ¡Ha traspasado la línea!
—¿La línea? —Glokta se partió de risa—. ¿Me he pasado la noche cortando los dedos a uno de mis amigos y matando a otro, y usted se atreve a hablarme de
líneas
?—abrió la tapa de la caja y los instrumentos quedaron a la vista—. La única línea que existe es la que separa a los fuertes de los débiles. Al hombre que hace las preguntas del hombre que las contesta. No hay otras líneas —se inclinó y presionó con un dedo sobre el cráneo de Goyle—. Todo eso sólo está en su cabeza. Las esposas, por favor.
—¿Eh? —Cosca miró al mercenario gordo, que se encogió de hombros haciendo que los tatuajes azules de su cuello se contorsionaran.
—Pufff —soltó el enano. El de los forúnculos guardó silencio. El manco se había bajado la máscara y estaba muy ocupado limpiándose la nariz con la punta del garfio. Glokta arqueó la espalda y suspiró.
Desde luego, no es fácil encontrar sustitutos para los buenos especialistas
.