El último argumento de los reyes (78 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—A lo mejor es eso. No me malinterpretes, jefe, o Su Augusta Majestad, o lo que sea —e inclinó la cabeza para que quedara claro que no pretendía faltarle al respeto—. He luchado mucho, y muy duro. Mi vida ha pendido siempre del filo de una espada. Es sólo que... bueno, no entiendo por qué tenemos que luchar ahora. Me parece que es eso lo que pensamos todos. Esto no es asunto nuestro, ¿no? Esta no es nuestra guerra.

El Sabueso sacudió la cabeza.

—Los de la Unión van a pensar que somos una panda de cobardes.

—¡Qué piensen lo que quieran! —gritó alguien.

Sombrero Rojo se acercó más a Logen.

—Mira, jefe, me importa un carajo que unos imbéciles piensen que soy un cobarde. He derramado demasiada sangre para que una cosa así me preocupe. Y eso mismo vale para todos nosotros.

—Hummm —gruñó Logen—. De modo que tú votas por que nos quedemos aquí, ¿no es así?

Sombrero Rojo se encogió de hombros.

—Bueno, creo que... —soltó un aullido al recibir en la cara el impacto de la frente de Logen, que le machacó la nariz como si fuera una nuez colocada en un yunque. Se pegó una buena costalada contra el barro y se quedó tirado chorreando sangre por la barbilla.

Logen se dio la vuelta y dejó que las facciones de su cara colgaran hacia un lado, como solía hacer antes. Era la cara del Sanguinario: fría, muerta, indiferente a todo. No le resultaba difícil ponerla. Le quedaba tan bien como un cómodo par de botas viejas. Su mano buscó el tacto frío de la empuñadura de la espada del Creador, y todos los hombres que tenía alrededor retrocedieron murmurando y susurrando.

—¿Algún otro quiere dar su voto?

El muchacho que estaba sentado dejó caer la cantimplora y se levantó de un salto. Logen fue mirando de uno en uno a los que ponían más mala cara, y uno por uno fueron desviando la vista hacia el suelo, hacia los árboles, hacia cualquier lugar menos hacia él. Así, hasta que miró a Escalofríos. Aquel maldito melenudo le sostuvo la mirada. Logen entrecerró los ojos.

—¿Tú?

Escalofríos negó con la cabeza y sus cabellos dieron una sacudida delante de su cara.

—Oh no. Ahora no.

—Entonces, cuando estés listo. Cuando cualquiera de vosotros esté listo. Pero hasta entonces quiero veros trabajar. Coged las armas —gruñó.

En menos que canta un gallo, todo estaba preparado: espadas y hachas, lanzas y escudos. Los hombres iban de un lado para otro, buscando sus puestos, peleándose de súbito por ser los primeros en cargar. Haciendo gestos de dolor, Sombrero Rojo se estaba incorporando con una mano puesta encima de su cara ensangrentada. Logen bajó la vista y se le quedó mirando.

—Si crees que se te ha tratado con demasiada dureza, piensa una cosa. En otros tiempos serían tus entrañas lo que estarías sujetando.

—Sí. Lo sé —rezongó, y acto seguido se limpió la boca. Logen se quedó mirando a Sombrero Rojo, que se dirigía hacia el lugar donde estaba su gente escupiendo sangre. Dígase una cosa de Logen Nuevededos: tenía una endemoniada habilidad para convertir a los amigos en enemigos.

—¿Era necesario eso? —preguntó el Sabueso.

Logen se encogió de hombros. No lo había buscado, pero ahora el jefe era él. Un desastre, sin duda, pero así estaban las cosas, y quien está al mando no puede consentir que sus hombres se pongan a hacer preguntas. Simplemente no puede consentirlo. Si lo hace, primero vendrán con preguntas y luego con cuchillos.

—No veo qué iba a hacer si no. Eso es lo que siempre se ha hecho, ¿no?

—Pensé que los tiempos habían cambiado.

—Los tiempos nunca cambian. Hay que ser realista, Sabueso.

—Claro. Aunque es una pena.

El mundo estaba lleno de cosas que eran una pena. Pero hacía mucho tiempo que Logen había renunciado a intentar enderezarlas. Desenvainó la espada del Creador y la alzó.

—¡Adelante, pues! ¡Y esta vez quiero que le echemos más ímpetu! —se puso a correr entre los árboles y oyó cómo los demás le seguían. Salieron a campo abierto y ante ellos aparecieron las murallas de Adua, un imponente acantilado de piedra gris salpicado de torres circulares. Había bastantes cadáveres desparramados por el terreno. Suficientes para que incluso un Carl curtido en mil batallas sintiera un leve escalofrío. Cadáveres gurkos en su mayoría, a juzgar por el color de su piel, que yacían aplastados contra el barro y pisoteados por los cascos de caballos en medio de gran cantidad de pertrechos rotos.

—¡Cuidado ahora! —gritó Logen mientras corría entre ellos—. ¡Cuidado! —vio algo un poco más adelante, una barrera de estacas afiladas, de una de las cuales colgaba un caballo muerto. Detrás de las estacas vio a unos hombres moviéndose. Unos hombres provistos de arcos.

—¡Cubríos! —se oyó un zumbido y unas cuantas flechas cayeron sobre ellos. Una se alojó con un ruido seco en el escudo de Escalofríos y un par más se clavaron en el suelo alrededor de los pies de Logen. Un Carl que estaba a menos de una zancada de él recibió una en el pecho y se desplomó hacia atrás.

Logen siguió corriendo. La imagen oscilante de la barrera se le acercaba, pero no tan rápido como hubiera querido. Entre dos de las estacas vio a un tipo moreno con un peto reluciente y una pluma roja coronando un casco puntiagudo. Arengaba a un grupo que estaba detrás de él mientras agitaba en el aire una espada curva. Un oficial gurko, quizá. Un objetivo tan bueno como cualquier otro para cargar contra él. Las botas de Logen atronaban sobre la tierra removida. Otro par de flechas, disparadas sin mucha precisión, pasaron a su lado. Los ojos del oficial se abrieron espantados. Vaciló, dio un paso hacia atrás y alzó la espada.

Logen se echó hacia la izquierda, y la hoja curva se hundió en la turba junto a sus pies. Soltó un gruñido al lanzar un mandoble con la espada del Creador, y la larga hoja metálica se estrelló con estrépito contra el reluciente peto del oficial dejándole una profunda abolladura. El tipo pegó un chillido y trastabilló hacia delante doblado en dos, sin apenas poder respirar. El sable se le cayó de las manos y Logen le propinó un golpe en la nuca que le espachurró el casco y le lanzó al barro hecho un guiñapo.

Logen miró a los otros, pero ninguno de ellos se había movido. Componían un grupo bastante desarrapado, como una especie de versión de piel morena del tipo de Siervo más débil. En cualquier caso, nada que ver con los hombres implacables que había esperado encontrarse después de haber oído hablar a Ferro de los gurkos. Estaban apiñados, con las lanzas apuntando unas a un lado y otras a otro. Incluso había un par de ellos con flechas ya encajadas en los arcos que seguramente habrían podido haberle dejado como un erizo. Pero el caso es que no lo habían hecho. De todos modos, abalanzarse sobre ellos podría bastar para despertarlos. Logen sabía lo que era recibir un par de flechazos y no tenía ganas de repetir la experiencia.

Así pues, en vez de arremeter contra ellos, se irguió cuan alto era y soltó un rugido. Un grito de guerra como el que lanzó mientras cargaba cuesta abajo en Carleon muchos años atrás, cuando aún tenía todos sus dedos y conservaba intactas todas sus esperanzas. Notó que el Sabueso llegaba a su lado, alzaba la espada y lanzaba su propia versión de un grito de guerra. Luego apareció Escalofríos bramando como un toro y golpeando el hacha contra el escudo. Después vino Sombrero Rojo, con su cara ensangrentada, y Hosco, y todos los demás vociferando como posesos.

Permanecían en pie formando una larga hilera, agitando sus armas, entrechocándolas, rugiendo, chillando y aullando a todo pulmón como si fueran una legión de demonios que saludaran la apertura de las puertas del infierno. Los morenos temblaban mientras les miraban abriendo mucho los ojos y las bocas. Logen supuso que era la primera vez que habían visto algo así.

Uno de ellos dejó caer su lanza. Tal vez no tuviera intención de hacerlo; lo más probable es que la visión y el ruido de aquellos locos melenudos le tuviera tan aterrorizado que se le hubieran abierto los dedos sin querer. Tuviera o no la intención, el caso es que el arma fue a parar al suelo, y, acto seguido, todos los demás se apresuraron a imitarlo y comenzaron a desprenderse de todo su equipo de combate. Parecía una soberana tontería seguir gritando, así que los gritos de guerra cesaron y los dos grupos de hombres se quedaron mirándose en silencio, separados por un trecho de terreno embarrado cubierto de estacas dobladas y cadáveres retorcidos.

—Qué batalla más rara —masculló Escalofríos.

El Sabueso se inclinó hacia Logen.

—¿Y ahora qué hacemos con ellos?

—No podemos quedarnos aquí sentados vigilándolos.

—Ajá —terció Hosco.

Logen se mordió el labio y se puso a darle vueltas al puño con el que sujetaba la espada mientras trataba de pensar cuál sería la mejor manera de salir de aquel embrollo. No veía ninguna —Tal vez podemos dejar que se vayan —y giró bruscamente la cabeza para señalar hacia el norte. Nadie se movió, así que volvió a probar, esta vez señalando con su espada. Cuando la levantó, los gurkos se encogieron, se pusieron a intercambiar murmullos e incluso hubo uno que se cayó al barro—. ¡Que os larguéis, venga! —y volvió a dar una estocada al aire con la espada.

Por fin uno de ellos pareció captar la idea y se apartó con cautela del grupo. Al ver que nadie lo fulminaba de un golpe, se puso a correr. Los otros no tardaron en seguirle. El Sabueso se quedó mirando cómo se largaba el último de ellos dando trompicones por el barro. Luego se encogió de hombros.

—Bueno, pues que les vaya bien.

—Sí —musitó Logen—. Que les vaya bien —y luego, en voz muy baja para que nadie pudiera oírle—: Sigo vivo, sigo vivo, sigo vivo...

Glokta atravesaba la pestilente oscuridad cojeando por una fétida pasarela de media zancada de ancho. Mientras avanzaba, retorcía la lengua sobre sus encías desnudas debido al esfuerzo que tenía que hacer para no perder el equilibrio, gesticulaba sin parar a causa del dolor de su pierna, que cada vez iba a peor, y procuraba por todos los medios no respirar por la nariz.
Cuando yacía inmovilizado en una cama a mi regreso de Gurkhul pensé que ya no podría caer más bajo. Cuando ejercí el brutal gobierno de un apestoso penal de Angland, volví a pensar lo mismo. Cuando hice que mataran salvajemente a un secretario en un matadero pensé que había tocado fondo. Qué equivocado estaba
.

Glokta marchaba en el centro de la fila que formaban Cosca y sus mercenarios. Las maldiciones, las quejas y el sonido de sus pasos resonaban de un extremo a otro del túnel abovedado y el bamboleo de la luz de los faroles proyectaba sombras oscilantes sobre la piedra húmeda. Las pútridas aguas goteaban desde el techo, caían formando hilillos por las paredes recubiertas de musgo, borbotaban en viscosos canalones y discurrían formando remolinos por el apestoso canal que tenía a su lado. Ardee iba detrás de él, con la caja del instrumental metida debajo del brazo. Había renunciado a cualquier intento de levantarse el dobladillo del vestido y el tejido estaba embadurnado de cieno. Alzó la vista, miró a Glokta a través de los mechones mojados que colgaban sobre su cara e hizo un amago de sonrisa.

—Debo reconocer que sabe usted escoger los mejores lugares para llevar a una chica.

—Por supuesto. Mi habilidad para encontrar entornos románticos es una de las razones que explican mi éxito con el sexo débil —Glokta contrajo el rostro al sentir una punzada—. A pesar de ser un monstruo tullido. ¿En qué dirección vamos ahora?

Pielargo marchaba a la cabeza, atado con una cuerda a uno de los mercenarios.

—¡Hacia el norte! Directamente hacia el norte, seguro. Estamos al lado de la Vía Media.

—Hummm.
Encima nuestro, a menos de diez zancadas, se encuentran algunos de los domicilios más elegantes de la ciudad. Los esplendorosos palacios y este río de mierda están bastante más próximos de lo que a muchos les gustaría pensar. Toda cosa bella tiene su lado oscuro, y algunos de nosotros tenemos que residir en él para que otros puedan reír a la luz del sol
—su risa desdeñosa se trocó en un grito de pánico cuando su pie mutilado resbaló sobre la escurridiza pasarela. Trató de apoyarse en el muro con la mano que tenía libre y se le cayó el bastón, que se estrelló con estrépito contra las piedras viscosas. Ardee le sujetó del hombro antes de que se cayera y le puso derecho de un tirón. Glokta no pudo evitar que entre los huecos de su dentadura se escapara un gimoteo infantil.

—No lo está pasando muy bien, ¿verdad? —le dijo Ardee.

—He conocido tiempos mejores —se dio un coscorrón contra el muro mientras Ardee se agachaba para recogerle el bastón—. Los dos me han traicionado —se descubrió a sí mismo mascullando—. Eso duele. Incluso a mí. Uno, me lo hubiera esperado. Uno, hubiera podido asumirlo. Pero... ¿los dos? ¿Por qué?

—Porque es usted un rufián cruel, intrigante, amargado, retorcido y lleno de compasión por sí mismo —Glokta la miró fijamente, y ella se encogió de hombros—. No haber preguntado —y reemprendieron la marcha por la nauseabunda oscuridad.

—Sólo era una pregunta retórica.

—¿Retórica aquí, en una cloaca?

—¡Alto! —Cosca alzó una mano y la refunfuñante procesión volvió a detenerse. Desde arriba se filtraba un ruido, leve al principio y luego más alto: el rítmico retumbar de innumerables pisadas que, por alguna extraña razón, parecían venir de todas partes a la vez. Cosca se apretó contra la pegajosa superficie del muro. Unas franjas de luz que venían de una rejilla que tenía encima se dibujaban en su cara y la larga pluma de su sombrero estaba fláccida debido al limo que se le había ido acumulando. Se distinguieron unas voces que flotaban en medio de las tinieblas.
Voces kantic
. Cosca sonrió y señaló hacia arriba con un dedo—. Nuestros viejos amigos los gurkos. Parece que los muy cabrones no se dan por vencidos, ¿eh?

—Han avanzado muy rápido —gruñó Glokta mientras trataba de recuperar el aliento.

—Me imagino que ya no quedará mucha gente combatiendo en las calles. Se habrán retirado todos al Agriont, o se habrán rendido.

Rendirse a los gurkos
. Glokta hizo una mueca de dolor al estirar la pierna.
No suele ser una buena idea, al menos no una de esas ideas que un hombre se plantea por segunda vez
.

—En tal caso, más vale que nos demos prisa. ¡Adelante, Hermano Pielargo!

El Navegante reemprendió su tambaleante marcha.

—¡Ya no queda mucho! ¡No les he guiado mal, no señor! Eso no sería propio de mí. Estamos cerca del foso, muy cerca. Si hay alguna forma de acceder al recinto amurallado la encontraré, pueden estar seguros. Les llevaré intramuros en menos que...

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