Read El último argumento de los reyes Online
Authors: Joe Abercrombie
Otro trago de agua, esta vez sin atragantarse.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Ariss. Ariss dan Kaspa.
—Ariss... —pronunció con dificultad West—. Yo conocía a su primo. Le conocía muy bien... era un buen hombre. Siempre nos estaba diciendo que era usted... muy hermosa. Y muy rica también —musitó, vagamente consciente de que no debería haber dicho eso pero sin poder controlar su boca—. Enormemente rica. Murió. En las montañas.
—Lo sé.
—¿Qué hace usted aquí?
—Trato de ayudar a los heridos. Será mejor que duerma ahora, si...
—¿Estoy entero?
Se produjo un breve silencio.
—Sí. Ahora procure dormir.
Su cara en penumbra se desdibujó y West dejó que se le cerraran los ojos. Los ruidos agónicos que se oían a su alrededor se fueron desvaneciendo. Estaba entero. Todo saldría bien.
Había alguien sentado junto a su cama. Ardee. Su hermana. West parpadeó y revolvió en su boca un trago de saliva amarga. Por un instante no estuvo muy seguro de dónde se encontraba.
—¿Estoy soñando? —Ardee estiró una mano y le clavó las uñas en el brazo—. ¡Ay!
—Un sueño muy doloroso, ¿eh?
—No —se vio obligado a reconocer—. Esto es real.
Tenía buen aspecto. Mucho mejor que la última vez que la había visto, sin duda. Por un lado, no tenía la cara manchada de sangre. Por otro, tampoco tenía aquella mirada de odio profundo. Sólo un ceño pensativo. Trató de incorporarse, no lo consiguió y se dejó caer. Ella no se ofreció a ayudarle. Tampoco lo esperaba.
—¿Estoy muy mal? —preguntó.
—Nada serio, en apariencia. Un brazo fracturado, unas cuantas costillas rotas y una pierna llena de magulladuras. Eso es lo que me han dicho. También varios cortes en la cara, que dejaran un par de cicatrices, pero eso tampoco importa, al fin y al cabo la guapa de la familia soy yo.
West soltó una risa ahogada e hizo una mueca de dolor al sentir una punzada en el pecho.
—Muy cierto. Y también la más inteligente.
—No dejes que eso te amargue. He utilizado mi inteligencia para hacer de mi vida el resonante éxito que tienes ante tus ojos. Un logro que para alguien como tú, un mero Lord Mariscal de la Unión, sería un sueño inalcanzable.
—No sigas —siseó, sujetándose las costillas con la mano sana—. Me hace daño.
—No menos del que te mereces.
La risa de West se interrumpió bruscamente y durante unos instantes permanecieron en silencio, mirándose. Incluso eso le costaba trabajo.
—Ardee —dijo con voz afónica—. ¿Me... perdonas?
—Ya lo hice. La primera vez que oí que habías muerto —intentaba sonreír, West se daba cuenta de ello. Pero seguía apreciándose un rictus de rabia en su boca. Probablemente hubiera preferido clavarle las uñas en la cara en lugar de en el brazo. Por un momento, casi se alegró de estar herido. Así, a ella no le quedaba más remedio que tratarle con un poco de dulzura—. Me alegro que no sea así. Que no hayas muerto, quiero decir... —se volvió y miró por encima de su hombro con el ceño fruncido. Había una especie de alboroto al fondo de la larga nave. Voces alzadas y ruidos de pisadas de armaduras.
—¡El Rey! ¡El Rey ha vuelto de nuevo! —quienquiera que fuera el que lo había dicho había soltado un gallo de la emoción.
En las camas de alrededor, los hombres volvieron las cabezas y se incorporaron. Una especie de excitación nerviosa se iba difundiendo de catre en catre.
—¿El Rey? —susurraban con caras ansiosas y expectantes como si fueran a tener el privilegio de asistir a una aparición divina.
Al otro extremo de la sala se veían varias figuras que se movían entre sombras. West forzó la vista para tratar de distinguir algo, pero lo único que consiguió ver fue el brillo del metal en la penumbra. La figura que venía primero se detuvo junto a un herido que había unas camas más abajo.
—¿Te tratan bien? —una voz extrañamente familiar, a la par que extrañamente desconocida.
—Sí, señor.
—¿Necesitas algo?
—El beso de una buena mujer.
—Me encantaría poder complacerte, pero me temo que no soy más que un simple rey. Somos bastante más comunes que las buenas mujeres —varios hombres se rieron aunque el comentario, desde luego, no tenía demasiada gracia. West supuso que uno de los privilegios de la realeza debía de ser que la gente se riera de sus chistes malos—. ¿Alguna otra cosa?
—Tal vez... tal vez otra manta, señor. De noche hace un poco de frío.
—Por supuesto —la figura hizo un gesto brusco con el pulgar a un hombre que venía detrás de él. West advirtió entonces que se trataba de Lord Hoff, que seguía los pasos del Rey a una respetuosa distancia—. Una manta más para todos los hombres que hay aquí.
El Lord Chambelán, el terror de la sala de audiencias, inclinó humildemente la cabeza como un niño dócil. El Rey avanzó hacia la luz.
Jezal dan Luthar, desde luego, y, sin embargo, costaba trabajo creer que fuera el mismo hombre, y no sólo a causa del lujoso manto de piel y de la diadema de oro que adornaba su frente. Se le veía más alto. Bien parecido aún, pero sin rasgos juveniles. Una honda cicatriz que cruzaba su mandíbula barbada le confería un aire de fortaleza. El rictus arrogante se había convertido en un ceño imperioso. El contoneo despreocupado de sus andares había sido reemplazado por un paso largo y decidido. Avanzaba lentamente entre las filas de catres, hablando con cada uno de los hombres, estrechándoles las manos, dándoles las gracias, prometiéndoles ayuda. Nadie era pasado por alto.
—¡Tres vivas por el Rey! —alcanzó a barbotar alguien apretando los dientes.
—No, no. ¡Los vítores han de ser para vosotros, mis valientes camaradas! Para vosotros que habéis hecho grandes sacrificios por mi persona. Os lo debo todo. Sin vuestra ayuda no habríamos conseguido derrotar a los gurkos. Sólo gracias a vuestra ayuda se ha salvado la Unión. ¡Nunca olvidaré la deuda que tengo contraída con vosotros, os lo prometo!
West le miraba fijamente. Fuera quien fuera aquella aparición que tanto se parecía a Jezal dan Luthar, lo único cierto era que hablaba como un verdadero monarca. West casi sentía un absurdo deseo de salir a rastras de su cama y arrodillarse. En ese momento otro herido trataba de hacer precisamente eso al pasar el Rey junto a su cama. Jezal se lo impidió posándole con suavidad una mano en el pecho. Luego le sonrió y le palmeó el hombro, como si se hubiera pasado toda la vida ofreciendo consuelo a los heridos en lugar de emborrachándose en algún antro inmundo con los demás oficiales mientras se quejaba de la insignificancia de las tareas que se le encomendaban.
Se acercó un poco más y de pronto vio a West. La cara se le iluminó con una sonrisa a la que le faltaba un diente.
—¡Collem West! —exclamó avivando el paso—. Con toda sinceridad, jamás me había alegrado tanto de ver tu cara.
—Esto... —West movió un poco la boca, pero la verdad es que no sabía qué decir.
Jezal se volvió hacia su hermana.
—Ardee... Espero que estés bien.
—Sí —se limitó a decir ella. Se quedaron mirándose sin hablar durante un prolongado y embarazoso momento.
Lord Hoff miró con gesto ceñudo al Rey, luego a West, y finalmente a Ardee. A continuación, se entremetió entre ellos dos.
—Majestad, creo que deberíamos...
Bastó que Jezal alzara una mano para que se callara.
—Confío en que pronto te unirás a mí en el Consejo Cerrado, West. Te aseguro que no me vendrá nada mal contar con una cara amiga. Por no hablar de tu consejo. Siempre fuiste una mina de buenos consejos. Y nunca te di las gracias por ello. Bueno, ahora puedo dártelas.
—Jezal... quiero decir, Majestad...
—No, no. Para ti espero ser siempre Jezal. Tendrás una habitación en palacio. Y al médico real. Todo cuanto necesites. Haga el favor de ocuparse de eso, Hoff.
El Lord Chambelán hizo una inclinación.
—Por supuesto, Majestad. Se hará lo que digáis.
—Bueno, bueno. Me alegra ver que estás bien. No puedo permitirme el lujo de perderte —el Rey se despidió de él y de su hermana con un movimiento de cabeza y luego se dio la vuelta y continuó estrechando manos y distribuyendo palabras de consuelo. Una especie de charco de esperanza parecía extenderse a su paso. Pero la desesperación volvía a enseñorearse de inmediato de los lugares que había dejado atrás. Las sonrisas se desvanecían al poco de alejarse. Los hombres volvían a dejar caer sus cabezas y en sus caras se dibujaba de nuevo el dolor.
—Parece que ha mejorado con la responsabilidad —musitó West—. Está casi irreconocible.
—¿Cuánto crees que durará?
—Me gustaría pensar que puede seguir así siempre, pero, bueno, yo siempre he pecado de optimista.
—Me alegro... —Ardee vio cómo el majestuoso Rey de la Unión se alejaba entre heridos que se esforzaban por rozar su manto desde sus catres— ...que al menos uno de los dos lo sea.
—¡Mariscal West!
—Jalenhorm. Cuánto me alegro de verte —West se quitó de encima la manta con la mano buena, pasó las piernas sobre el borde de la cama y, aunque con gran esfuerzo, consiguió sentarse. El grandullón le estrechó la mano y le dio una palmada en el hombro.
—¡Tienes buen aspecto!
West consiguió esbozar una sonrisa.
—Cada día estoy mejor, comandante. ¿Y mi ejército, cómo está?
—A ciegas sin ti. Kroy está intentando mantener un poco de orden. No es mala gente el general, una vez que te acostumbras a él.
—Si tú lo dices. ¿Cuántas bajas tuvimos?
—Todavía no es fácil de saber. Las cosas están un poco caóticas. Hay compañías enteras que han desaparecido y algunas unidades han emprendido por su cuenta la persecución de los gurkos que aún andan rezagados por la campiña. Creo que pasará algún tiempo hasta que podamos disponer de cifras. A decir verdad, ni siquiera estoy seguro de que lleguemos a tenerlas alguna vez. Ninguna unidad se ha librado, pero el Noveno Regimiento, que fue el que luchó en el extremo occidental del Agriont... bueno, fue el que se llevó la peor parte de... —trató de dar con las palabras exactas—... eso.
West hizo una mueca de angustia. Se acordó de aquel torbellino de materia oscura que ascendía desde la tierra torturada hacia las nubes que giraban en el cielo. Y también de la lluvia de escombros que azotaba su piel y del viento que le rodeaba.
—¿Qué... qué fue eso?
—¡Que me aspen si lo sé! —Jalenhorm sacudió la cabeza—. ¡Que me aspen si lo sabe alguien! Pero corren rumores de que el tal Bayaz tuvo algo que ver en ello. La mitad del Agriont está en ruinas y apenas si han empezado a retirar los escombros. Te aseguro que nunca has visto nada igual. Hay un montón de muertos ahí debajo. Los cadáveres se apilan al aire libre y... —Jalenhorm tomó aire—. ..y cada día mueren más. Hay mucha gente enferma —se estremeció—. Esta... enfermedad es algo...
—Las guerras siempre traen enfermedades.
—Pero no como ésta. Ya hay cientos de casos. Algunos mueren en un solo día, a ojos vista. Otros duran un poco más. Se quedan en los huesos. Hay recintos enteros llenos de ellos. Unos lugares apestosos donde no existe la esperanza. Pero, bueno, tú de eso no te preocupes ahora —Jalenhorm se sacudió—. En fin, tengo que irme.
—¿Ya?
—Sólo tenía tiempo para una visita relámpago. ¿Querrás creer que estoy ayudando con los preparativos del funeral de Poulder? Va a ser enterrado con todos los honores, por orden expresa del Rey... bueno, de Jezal. Jezal dan Luthar —soltó un resoplido—. Extraño asunto.
—De lo más extraño.
—Pensar que durante un montón de tiempo hemos tenido sentado entre nosotros al hijo de un rey. Bueno, ya decía yo que tenía que haber alguna razón que explicara por qué era tan endemoniadamente bueno jugando a las cartas —volvió a palmear a West en la espalda—. Me alegró de verte bien. ¡Sabía que no conseguirían mantenerte postrado por mucho tiempo!
—No te metas en líos —gritó West cuando Jalenhorm se dirigía ya hacia la puerta.
—Descuida —el grandullón se volvió para dedicarle una sonrisa y luego cerró tras de sí.
West agarró el bastón que había apoyado al lado de la cama, apretó los dientes y, apoyándose en él, se puso de pie. Recorrió el tramo de suelo ajedrezado que le separaba de la ventana, plantando un pie detrás del otro con el máximo cuidado, y finalmente miró deslumbrado el sol matinal.
Viendo ahí abajo los jardines de palacio, costaba trabajo creer que había habido una guerra, que había acres y acres de ruinas y montones de muertos. El césped estaba perfectamente recortado, la grava bien rastrillada. Las últimas hojas secas habían caído de los árboles dejando su madera lisa y desnuda.
Era otoño cuando partió para Angland. ¿Realmente era posible que sólo hubiera pasado un año? Había vivido cuatro grandes batallas, un asedio, una emboscada, un tumulto sangriento. Había sido testigo de un duelo a muerte. Había sobrevivido a una caminata de cientos de kilómetros en medio del crudo invierno de Angland. Había encontrado nuevos camaradas en los lugares más inesperados y había visto morir a varios amigos. Burr, Kaspa, Cathill, Tresárboles, todos de vuelta al barro, como decían los norteños. Se había enfrentado a la muerte y se la había dado a otros. Movió el brazo en el cabestrillo, intentado dar con una postura más cómoda. Había asesinado con sus propias manos al heredero al trono de la Unión. Se había visto encumbrado, por una simple casualidad que rozaba lo imposible, a uno de los cargos más importantes de la nación.
Un año muy ajetreado.
Y ahora llegaba a su conclusión. Con una especie de paz. La ciudad estaba en ruinas, y todo el mundo tendría que arrimar el hombro, pero él se debía a sí mismo un descanso. Sin duda nadie se lo reprocharía. Tal vez pudiera solicitar que le pusieran a Kariss dan Kaspa de enfermera. Una enfermera guapa y rica era justo lo que necesitaba...
—No deberías estar levantado —Ardee estaba en la puerta.
La sonrió. Le alegraba verla. Durante los últimos días habían estado muy unidos. Casi como antiguamente, cuando eran niños.
—No te preocupes. Cada día me siento más fuerte.
Ardee se acercó a la ventana.
—Oh, sí. Dentro de unas semanas estarás tan fuerte como una niña pequeña. A la cama —deslizó su brazo bajo el suyo, le quitó el bastón de la mano y le fue guiando hacia el otro lado de la habitación. West no opuso resistencia. Tenía que reconocer que empezaba a sentirse un poco fatigado—. No quiero correr ningún riesgo —decía ella—. Lo siento mucho, pero eres lo único que tengo. Bueno, sin contar a ese otro tullido, mi buen amigo Sand dan Glokta.