El último argumento de los reyes (96 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—Sí...

No se sobresaltó. No abrió desmesuradamente los ojos. Sabía de dónde venía esa voz. De todas las partes y de ninguna parte a la vez.

Se acercó a la ventana y la abrió. Saltó al vacío y cayó de pie en la hierba que había doce zancadas más abajo. La noche estaba llena de ruidos, pero ella permanecía en silencio. Avanzó pisando con suavidad la hierba iluminada por la luna, rompiendo con sus pies desnudos las zonas escarchadas. Subió luego por una interminable escalera y accedió a las murallas. Las voces la siguieron.

—Espera.

—¡La Semilla!

—Ferro.

—Déjanos entrar...

Las ignoró. Un hombre enfundado en una armadura escrutaba la noche, mirando hacia la Casa del Creador, cuya silueta se destacaba con un negro más intenso sobre la negrura del cielo. Una cuña de oscuridad clavada en el corazón del Agriont, en cuyo interior no había estrellas, ni nubes iluminadas por la luna, ni el más mínimo atisbo de luz. Ferro se preguntó si Tolomei no seguiría merodeando entre las sombras, arañando sus puertas. Arañando y arañando por toda la eternidad. Ella había desaprovechado su oportunidad de vengarse.

A Ferro no le ocurriría lo mismo.

Caminó silenciosamente por el adarve y rodeó al guarda, que se ciñó un poco más la capa sobre los hombros cuando pasó a su lado. Luego se subió al parapeto, saltó y sintió la exhalación del viento que rozaba su piel. Salvó el foso, arrancando crujidos a la capa de hielo que cubría el agua que tenía bajo sus pies. El suelo adoquinado que se extendía un poco más allá corría a su encuentro. Se subió a él de un salto y rodó y rodó en dirección a los edificios. Se había desgarrado las ropas en la caída, pero no tenía ni una sola marca en la piel. Ni una gota de sangre siquiera.

—No, Ferro.

—¡Vuelve y encuentra la Semilla!

—Está muy cerca de él.

—Bayaz la tiene.

Bayaz. Tal vez cuando hubiera acabado en el Sur regresaría. Cuando hubiera sepultado al gran Uthman-ul-Dosht en las ruinas de su propio palacio. Cuando hubiera enviado a Khalul, a sus Devoradores y a sus sacerdotes al infierno. Quizá entonces regresaría y le daría al Primero de los Magos la lección que se merecía. La lección que Tolomei había querido darle. Pero, fuera o no un mentiroso, lo cierto es que al final había cumplido la palabra que le había dado. Le había proporcionado un medio para su venganza.

Y ahora iba a cobrársela.

Ferro se escabulló entre las ruinas de la ciudad, rauda y silenciosa como la brisa nocturna. Rumbo al Sur, rumbo a los muelles. Ya encontraría la forma de llegar. Rumbo al Sur, hacia la otra orilla del mar, donde estaba Gurkhul. Y cuando llegara...

Las voces la susurraban. Millares de voces. Hablaban de las puertas que Euz había cerrado y de los sellos que Euz había puesto en ellas. Le suplicaban que las abriera. Le decían que las rompiera. Le decían cómo tenía que hacerlo y le ordenaban que lo hiciera.

Pero Ferro se limitaba a sonreír. Que hablaran cuanto quisieran.

Ella no tenía amos.

Té y amenazas

Logen torcía el gesto.

Torcía el gesto mientras miraba el amplio salón con sus relucientes espejos y al nutrido grupo de hombres poderosos que había allí reunidos. Torcía el gesto al fijarse en los grandes lores de la Unión que tenía enfrente. Doscientos o más, una multitud murmurante que se sentaba en el lado contrario de la sala. Su charla falsa, sus sonrisas falsas y sus caras falsas le empalagaban tanto como un atracón de miel. Pero tampoco abrigaba sentimientos más amables por las gentes que se encontraban en su lado del salón, compartiendo estrado con él y con el gran Rey Jezal.

Uno de ellos era aquel tullido desdeñoso que le había hecho un montón de preguntas cuando estuvo alojado en la torre y que ahora iba vestido de blanco. Luego estaba un tipo grueso con la cara llena de venas que tenía todo el aspecto de empezar siempre el día abriendo una botella. También había un tipo alto y delgado, enfundado en un peto negro cubierto de filigrana de oro, con una sonrisa acaramelada y unos ojillos de mirada dura. Logen no recordaba haber visto nunca tal cantidad de embusteros y bellacos reunidos en un mismo lugar. Y sin embargo, había uno que era peor que todos los demás juntos.

Bayaz se sentaba con una sonrisa relajada en los labios, como si todo hubiera salido exactamente tal y como él lo había planeado. Y quizá fuera así. Maldito hechicero. Logen tenía que haberse olido que uno no se debe fiar nunca de un tipo que no tiene pelo. Los espíritus le habían advertido que los Magos iban siempre a lo suyo, pero él no había hecho caso y, como de costumbre, se había metido de cabeza en aquel embrollo confiando en que todo saldría bien.

Sus ojos se volvieron hacia el lado contrario, que era donde estaba Jezal. Se le veía bastante cómodo en sus regias vestiduras, con una corona de reluciente oro en la cabeza y una silla dorada más grande aún que la de Logen. A su lado se sentaba su esposa. Toda ella desprendía altanería y frialdad, pero la verdad es que no le sentaba mal. Era tan bella como una mañana de invierno. Y además tenía una forma de mirar a Jezal bastante peculiar. Una mirada feroz, como si apenas pudiera controlar el deseo de emprenderla a mordiscos con él. Aquel cabronazo siempre se las arreglaba para salir con bien de todo. A Logen no le hubiera importado que le diera también a él un mordisquillo, ¿pero qué mujer en su sano juicio iba a querer hacer eso?

No obstante, el gesto más torcido se lo reservaba para sí mismo cuando se veía en los espejos de enfrente sentado en aquel estrado junto a Jezal y la reina. Al lado de la apuesta pareja parecía un monstruo inquietante, huraño y temible con la cara llena de cicatrices. Un hombre hecho para el asesinato al que se había envuelto en un lujoso tejido de vivos colores y en exóticas pieles blancas, todo ello decorado con pulidos tachones y brillantes hebillas, y al que, como remate, se le había colgado una gruesa cadena dorada de los hombros. La misma cadena que había llevado Bethod. Por los ribetes de piel de las mangas sobresalían sus manos, unas manos brutales, escoriadas y con un dedo menos, que se aferraban a los reposabrazos de su silla dorada. La vestimenta podría ser la de un rey, pero las manos eran las de un asesino. Parecía el ogro de un viejo cuento infantil. El cruel guerrero que había alcanzado el poder a sangre y fuego. Que se había subido al trono aupándose sobre una pila de cadáveres. Sí, es posible que él fuera ese hombre.

Se retorció incómodo. Tenía la piel sudada y los nuevos ropajes le picaban. Había recorrido un largo camino desde que salió a rastras de un río con poco más que un par de botas. Desde que fue arrastrándose por las Altiplanicies con un cazo por toda compañía. Había recorrido un largo camino, pero no estaba muy seguro de que no le gustara más la persona que era antes. Cuando se enteró de que Bethod se hacía llamar rey se había reído a carcajadas. Y ahora, ahí estaba él, haciendo lo mismo, a pesar de estar bastante peor preparado para ejercer semejante oficio. Dígase una cosa de Logen Nuevededos: era un maldito imbécil. Así de simple. Y eso no es algo que a un hombre le guste reconocer.

El borracho, Hoff, era el que llevaba la voz cantante.

—La Rotonda de los Lores, ay, está en ruinas. Así pues, por el momento, y en tanto no se haya erigido un edificio digno de tan noble institución, una nueva Rotonda de los Lores más grande y lujosa que la anterior, se ha tomado la decisión de suspender las actividades del Consejo Abierto.

Se produjo un silencio.

—¿Suspensión de actividades?—masculló alguien.

—¿Y entonces cómo haremos oír nuestra voz?

—¿Dónde tendrá voz la nobleza?

—Los nobles tendrán voz a través del Consejo Cerrado —Hoff hablaba con el tono que emplea un adulto para dirigirse a un niño—. O se dirigirán al Subsecretario de Audiencias para solicitar que el Rey los reciba.

—¡Pero eso también lo puede hacer un simple campesino!

Hoff alzó las cejas.

—Cierto.

Una oleada de furia se extendió entre los nobles que tenía sentados enfrente. Es posible que Logen no entendiera mucho de política, pero sabía cuándo un grupo de hombres estaba pisoteando a otro grupo de hombres. Nunca resulta agradable verse metido en una situación como esa, pero al menos en esta ocasión parecía que le había tocado en el bando de los que pisoteaban y no en el de los pisoteados.

—¡El Rey y la nación son una misma cosa! —la áspera voz de Bayaz resonó por encima del murmullo general—. Ustedes no son más que usufructuarios de sus tierras. Nuestro monarca lamenta mucho tener que pedir que se le devuelva una porción de ellas, pero la actual situación lo requiere.

—Una cuarta parte —el tullido se chupó sus encías desnudas produciendo un leve ruido de succión—. De cada uno.

—¡Esto es intolerable! —gritó un iracundo anciano de la primera fila.

—¿Eso cree, Lord Isher? —Bayaz se limitó a sonreírle—. Todos los que piensen así pueden ir a hacer compañía a Lord Brock en su polvoriento exilio y entregar a la corona la totalidad de sus tierras en lugar de sólo una parte.

—¡Esto es un ultraje! —gritó otro hombre—. El Rey siempre ha sido un miembro más de la nobleza, el primero entre iguales, pero nunca ha estado por encima de ella. Fueron nuestros votos los que le elevaron al trono y nos negamos a...

—Está usted bailando muy pegado a la raya, Lord Heugen —unos repulsivos espasmos sacudían la cara del tullido mientras miraba con gesto ceñudo al otro lado de la sala—. Estoy seguro de que prefiere quedarse de este lado, donde se respira calidez, seguridad y lealtad. El otro lado, creo, no le resultaría tan grato —un alargado lagrimón surgió de su parpadeante ojo izquierdo y le resbaló por la mejilla—. El Agrimensor Real tasará sus propiedades en los meses venideros. Harán bien en prestarle toda la ayuda que necesite.

Muchos hombres se habían puesto ya en pie y agitaban los puños con gesto airado.

—¡Esto es inaudito!

—¡Inaceptable!

—¡No conseguirán intimidarnos!

Jezal se levantó de un salto del trono, alzó su espada enjoyada y se puso a golpear el estrado con el extremo de la vaina, llenando la sala de ecos retumbantes.

—¡Yo soy el Rey! —bramó dirigiéndose a la cámara, que se había quedado en silencio—. ¡No estoy ofreciendo una opción, sino dictando un decreto real! ¡Adua será reconstruida con mayor esplendor aún del que tenía! ¡Y este es el precio! ¡Señores, os habéis acostumbrado a una corona débil! ¡Creedme si os digo que esos tiempos han quedado atrás!

Bayaz se inclinó hacia un lado para hablarle a Logen al oído.

—Se le da increíblemente bien, ¿no cree?

Los lores refunfuñaron pero volvieron a tomar asiento mientras Jezal seguía hablando, llenando con su voz firme y resonante la sala y manteniendo el puño cerrado sobre la empuñadura de la espada desenvainada.

—Aquellos que me prestaron un apoyo incondicional durante la reciente crisis quedarán exentos. Pero esa lista, para vergüenza de muchos de los aquí presentes, es extremadamente corta. ¡Han sido amigos llegados desde más allá de las fronteras de la Unión los que nos han apoyado cuando más lo necesitábamos!

El hombre de negro se levantó majestuosamente de su silla.

—¡Yo, Orso de Talins, me mantendré siempre del lado de mis regios hijos! —y cogió la cara de Jezal y le plantó un beso en cada mejilla. Luego hizo lo mismo con su hija—. Sus amigos son mis amigos —añadió con una sonrisa, pero estaba bastante claro lo que quería decir—. ¿Y sus enemigos? ¡Ah! Ustedes son hombres inteligentes. Ya pueden adivinar el resto.

—Os doy las gracias por el papel que jugasteis en nuestra liberación —dijo Jezal—. Contáis con nuestra gratitud. La guerra entre el Norte y la Unión ha concluido. El tirano Bethod ha muerto y se ha instaurado un orden nuevo. ¡Es para mí un orgullo llamar ahora al hombre que lo derrocó, mi amigo Logen Nuevededos, Rey de los Hombres del Norte! —sonrió de oreja a oreja y alargó una mano—. Lo que corresponde ahora es que avancemos juntos hacia tan esperanzador futuro como dos pueblos hermanos.

—Sí —dijo Logen levantándose trabajosamente de su asiento—. Claro —abrazó a Jezal y le dio en la espalda una palmada que resonó por toda la cámara—. Me parece que de ahora en adelante nos vamos a mantener a nuestro lado del Torrente Blanco. A no ser que mi hermano tenga problemas por aquí, claro está —y paseó una mirada tétrica por la primera fila de ancianos de rostro cejijunto—. Más vale que no me obliguen a volver —y dicho aquello, se sentó de nuevo mirándoles con cara de muy pocos amigos. Es posible que el Sanguinario no entendiera mucho de política, pero sabía muy bien cómo se lanza una amenaza.

—¡Ganamos la guerra! —Jezal agitó la empuñadura dorada de su espada y luego la volvió a meter en el pasador de su cinto—. ¡Ganemos ahora la paz!

—¡Bien dicho, Majestad, bien dicho! —el borracho de la cara rubicunda se había puesto de pie, dispuesto a impedir que nadie más metiera baza—. Ya sólo queda por tratar un punto del orden del día antes de que queden suspendidas las actividades del Consejo Abierto —se dio la vuelta luciendo una sonrisa empalagosa e hizo una pronunciada inclinación de cabeza—. ¡Expresemos todos nuestro agradecimiento a Lord Bayaz, el Primero de los Magos, que con sus sabios consejos y el poder de su Arte, expulsó al invasor y salvó la Unión! —acto seguido empezó a aplaudir. El tullido Glokta se le unió y luego el Duque Orso.

Un corpulento Lord de la primera fila se puso de pie de un salto.

—¡Viva Lord Bayaz! —rugió aplaudiendo frenéticamente con sus manazas. Pronto toda la sala resonaba con una desganada ovación. Hasta el propio Heugen se unió. Incluso Isher, aunque por la expresión de su rostro parecía como si estuviera aplaudiendo en su propio entierro. Las manos de Logen se quedaron donde estaban. Si quería ser honesto tenía que reconocer que le estaba empezando a poner enfermo el mero hecho de hallarse allí. Enfermo y muy enfadado. Se arrellanó en su silla y siguió contemplando la escena con gesto torcido.

Jezal observó cómo todos los grandes magnates de la Unión enfilaban abatidos hacia la salida de la Cámara de los Espejos. Grandes hombres todos ellos. Isher, Barezin, Heugen, y todos los demás. Unos hombres cuya simple visión le había dejado boquiabierto hasta hace no mucho. Apenas si podía borrar la sonrisa de su cara mientras los veía retirarse mascullando inútilmente su descontento. Durante unos instantes se sintió un verdadero rey. Pero entonces vio a su reina.

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