El último argumento de los reyes (46 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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No tenían prisa. Avanzaban muy firmes y con paso regular, con los escudos pintados alzados por delante y los ojos clavados en las puertas de la fortaleza. Por encima de sus cabezas, ondeaban los estandartes. Unas enseñas que el Sabueso reconocía de otros tiempos. Se preguntó con cuántos de los hombres que había allá abajo habría luchado codo con codo. A cuántas de esas caras podía ponerles un nombre. A cuántos hombres con los que había compartido bebida, comida y risas iba a tener que hacer todo lo posible para mandarlos de vuelta al barro. Respiró hondo. No hay lugar para el sentimentalismo en los campos de batalla. Se lo había dicho una vez Tresárboles, y se lo había tomado muy en serio.

—¡Atención! —alzó una mano, y los hombres que tenía a su alrededor en la torre prepararon sus arcos—. ¡Esperad aún un minuto!

Los Caris marchaban pesadamente sobre el barro y las rocas quebradas del estrechamiento del valle, entre cadáveres de orientales y Shanka que yacían retorcidos en el suelo: despedazados, aplastados o cubiertos de flechas rotas. En ningún momento se los veía vacilar o perder el paso; el muro de escudos oscilaba un poco al avanzar, pero no llegaba a romperse nunca. No dejaban ni un solo hueco.

—Bien prietos marchan —masculló Tul.

—Sí. Demasiado prietos. Los muy desgraciados.

Ya estaban bastante cerca. Lo bastante como para que el Sabueso probara a lanzarles unas flechas.

—¡Bien, muchachos! ¡Apuntad alto para que caigan de arriba!

La primera andanada surcó el aire con un zumbido, trazó una parábola y empezó a caer sobre la compacta columna de los Caris, que, al verlas venir, cambiaron la posición de sus escudos. Las flechas se hundían con un ruido sordo en la madera pintada, salían dando vueltas tras impactar en los cascos o rebotaban en las cotas de malla. Unas cuantas dieron en el blanco y se oyeron algunos gritos. Acá y allá surgieron unos pocos huecos, pero los demás pasaron sobre ellos y prosiguieron su pesado avance hacia la muralla.

El Sabueso miró ceñudo los toneles donde se guardaban las flechas. Estaban llenos sólo hasta una cuarta parte y la mayoría de las flechas que quedaban eran de las que habían arrancado a los muertos.

—¡Con cuidado ahora! ¡Elegid bien vuestros blancos, muchachos!

—Ajá —soltó Hosco mientras apuntaba hacia abajo. Un nutrido grupo de hombres, ataviados con corazas de cuero rígido y cascos de acero, salió correteando del foso. Formaron unas cuantas filas regulares, se arrodillaron y prepararon sus armas. Ballestas, como las que usaba la Unión.

—¡A cubierto! —gritó el Sabueso.

Las malditas ballestas repiquetearon y escupieron su carga. Para entonces, la mayoría de los muchachos de la torre se encontraban ya protegidos debajo del parapeto, pero a un optimista que se había quedado asomado le entró una saeta por la boca y, tras tambalearse, se desplomó hacia delante y cayó en silencio desde la torre.

Otro recibió una en el pecho y soltó un gemido ahogado que recordaba al sonido del viento al atravesar un pino agrietado.

—¡Muy bien! ¡Vamos a devolvérsela!

Se levantaron todos a una. Las cuerdas zumbaron y acribillaron a aquellos malditos con un diluvio de flechas. Es posible que sus arcos no tuvieran tanto mordiente, pero la altura hacía que las flechas cayeran con mucha fuerza y los ballesteros de Bethod no tenían ningún sitio donde resguardarse. Varios cayeron de espaldas o empezaron a alejarse a rastras, soltando gritos y aullidos; pero la fila de atrás se adelantó con paso firme, se puso de rodillas y apuntó sus ballestas.

Otra bandada de saetas emprendió el vuelo. Los hombres de la torre se agacharon o se tiraron al suelo. Una pasó rozando la cabeza del Sabueso e impacto con un chasquido en la pared de roca que tenía detrás. Por pura suerte no le acertó. Dos de sus compañeros no tuvieron tanta suerte. Un muchacho yacía sobre su espalda, contemplando dos saetas que tenía clavadas en el pecho mientras mascullaba una y otra vez la palabra, «mierda».

—¡Cabrones!

—¡Devolvédsela!

Las saetas y las flechas volaban de un campo a otro y los hombres gritaban, apretaban los dientes y tensaban sus arcos.

—¡Apuntad con cuidado! —gritaba el Sabueso—. ¡Con cuidado! —pero casi nadie le oía ya. Contando con el impulso extra que les daba la altura y con la protección del parapeto, los muchachos del Sabueso no tardaron en llevarse el gato al agua. Los ballesteros de Bethod empezaron a retroceder en desorden. Un par de ellos tiraron sus ballestas para salir corriendo y uno recibió un flechazo en la espalda. Por fin, los demás rompieron a correr hacia el foso, dejando a sus heridos arrastrándose por el barro.

—Ajá —soltó de nuevo Hosco.

Mientras ellos estaban ocupados con aquel intercambio de saetas, los Caris habían conseguido alcanzar la puerta, protegiéndose con los escudos de las flechas y las rocas que les lanzaban los montañeses. Uno o dos días antes ya habían rellenado el foso, y en ese momento la columna se estaba abriendo por el centro para dejar pasar a unos hombres con cotas de malla que parecían cargar con algo. El Sabueso alcanzó a ver lo que era. Un tronco de árbol, fino y alargado, que habían talado para usarlo de ariete, dejando algunas de las ramas cortas para que los hombres pudieran balancearlo con fuerza. El Sabueso oyó el primer estampido que produjo al estrellarse contra su lamentable remedo de puerta.

—Mierda —masculló.

Varios grupos de Siervos, provistos de armas y corazas ligeras, se lanzaron al ataque cargados con escalas, confiando en que su velocidad les permitiría alcanzar las murallas. Muchos cayeron, ensartados por numerosas flechas y lanzas o aplastados por las rocas, y algunas de las escalas fueron echadas hacia atrás a empujones. Pero eran rápidos y tenían agallas, así que no cejaron en su empeño. Pronto hubo unos cuantos grupos en lo alto de la muralla, mientras muchos más presionaban por detrás en las escalas, combatiendo con los hombres de Crummock y llevándose la mejor parte por hallarse más frescos y contar con una clara superioridad numérica.

De pronto se oyó un enorme crujido: las puertas empezaban a ceder. El Sabueso vio balancearse el tronco una última vez y un instante después una de las hojas se hundió hacia dentro. Mientras alguna que otra piedra caía sobre sus escudos y salía rebotada, los Caris arremetieron contra la otra hoja y consiguieron abrirla arrancándola de su sitio. Los que iban al frente empezaron a franquearla.

—Mierda— soltó Hosco.

—Ya están dentro —exhaló el Sabueso mientras veía cómo la marea de cotas de malla de los Caris de Bethod irrumpía por el estrecho hueco, aplastando las puertas destrozadas con sus pesadas botas y apartando de su camino las rocas que se apilaban por detrás, mientras sostenían en alto sus escudos de colores chillones y blandían sus armas. A ambos lados, los Siervos ascendían en masa por las escalas y desembocaban en la muralla, obligando a los montañeses de Crummock a recular por el adarve. Como un río crecido que revienta una presa, la hueste de Bethod fluía hacia el interior de la fortaleza, primero como un goteo y luego como una auténtica inundación.

—¡Me voy para abajo! —dijo Tul entre dientes mientras desenvainaba su interminable espada.

Por un momento, el Sabueso pensó en detenerle, pero luego se limitó a asentir con gesto fatigado y se quedó mirando mientras Cabeza de Trueno bajaba corriendo los escalones, seguido de unos cuantos hombres. De nada servía interponerse en su camino. Todo indicaba que había llegado el momento.

El momento de elegir dónde se quería morir.

Logen los vio cruzar la puerta, subir la rampa y acceder a la fortaleza. El tiempo parecía moverse con extrema lentitud. Vio el dibujo de cada uno de los escudos resaltado con nitidez bajo la intensa luz matinal: un árbol negro, un puente rojo, dos lobos sobre un campo verde, tres caballos sobre otro amarillo. Las piezas metálicas refulgían: los bordes de los escudos, las anillas de las cotas de mallas, las puntas de las lanzas, las hojas de las espadas. Ahí venían, profiriendo agudos gritos de guerra, como llevaban haciendo desde hacía tantísimos años. El aire entraba y salía lentamente por la nariz de Logen. Los ruidos de la lucha que sostenían los Siervos y los montañeses en la muralla sonaban apagados y amortiguados, como si el combate estuviera teniendo lugar por debajo del agua. Mientras observaba la irrupción de los Caris, las palmas de las manos le sudaban, le hormigueaban, le picaban. Casi no podía creerse que tuviera que abalanzarse sobre esos desgraciados y matar a todos los que pudiera. Qué idea más absurda.

Como solía ocurrirle en esas ocasiones, sintió una apremiante necesidad de darse la vuelta y salir corriendo. A su alrededor sentía el miedo de los demás, sus pasos vacilantes que retrocedían poco a poco. Un instinto muy razonable, si no fuera porque no había ningún sitio adónde huir. Ningún sitio que no fuera hacia adelante, hacia el grueso de las filas enemigas, con la esperanza de poder echarlos fuera antes de que consiguieran afianzarse en el interior de la fortaleza. No había nada que pensar. Era su única oportunidad.

Así pues, Logen alzó la espada del Creador, chilló algo incomprensible y se puso a correr. Oyó gritos a su alrededor, sintió el movimiento de los hombres que le seguían, el ruidoso zarandeo de las armas. El terreno, la muralla y los Caris hacia los que corría daban botes y se bamboleaban. Sus botas aporreaban el suelo, su aliento acelerado bufaba y resoplaba contra el viento.

Vio cómo los Caris se apresuraban a formar una pared con sus escudos, cómo preparaban sus lanzas y sus demás armas. Pero se habían desorganizado bastante al atravesar la estrecha abertura y la masa de hombres vociferantes que se les venía encima no hacía sino contribuir más aún a su confusión. Los gritos de guerra se les helaron en la garganta y la expresión de sus caras pasó de la euforia al terror. Dos que estaban en los extremos comenzaron a tener sus dudas, titubearon, retrocedieron unos pasos, y en ese momento Logen y los demás cayeron sobre ellos.

Consiguió esquivar la punta oscilante de una lanza y aprovechar el impulso de su carga para soltarle un buen golpe a un escudo, cuyo dueño cayó despatarrado al barro. Mientras trataba de levantarse, Logen le lanzó un tajo a la pierna; la hoja atravesó la cota de mallas, abriendo una profunda herida en la carne, y el hombre volvió a caer soltando un berrido. Logen lanzó un mandoble contra otro Carl, oyó el chirrido de la espada del Creador al rozar el borde de metal del escudo y luego sintió cómo se hundía en la carne. El tipo soltó un borboteó y acto seguido vomitó sangre sobre la pechera de la cota de mallas.

Logen vio un hacha golpear un casco y dejarle una abolladura del tamaño de un puño. Esquivo de un giro la trayectoria de una lanza que luego se clavó en las costillas de un hombre que tenía a su lado. Una espada se clavó en un escudo y una lluvia de astillas saltó a los ojos de Logen. Parpadeó, se echó deprisa a un lado, resbaló en el barro, lanzó un tajo a una mano que le tiraba de la zamarra, sintió cómo se partía y luego la vio colgando de la manga de la cota de mallas. Unos ojos se pusieron en blanco en un rostro ensangrentado. Recibió un empujón por la espalda y estuvo a punto de caerse sobre una espada.

Cada vez había menos espacio para blandir la espada y pronto ya no lo hubo en absoluto. La fuerza ciega con que empujaban por detrás los hombres que intentaban traspasar las puertas no hacía sino contribuir aún más al apelotonamiento que se había formado en el centro. Logen estaba completamente apretujado. Los hombres jadeaban y gruñían, se daban codazos, se lanzaban puñaladas, trataban de arrancarse los ojos unos a otros. Le pareció ver a Huesecillos en medio del apelotonamiento: enseñaba los dientes, sus largos cabellos grises sobresalían desordenados por debajo de un casco decorado con volutas de oro teñidas de sangre y gritaba hasta quedarse ronco. Logen trató de abrirse paso hasta él, pero las ciegas corrientes de la batalla le arrastraron en otra dirección.

Apuñaló a alguien por debajo del borde del escudo y de pronto torció el gesto al sentir que algo se le estaba hundiendo en la cadera. Era como una quemazón lenta y prolongada que cada vez iba a peor. No le estaban clavando una espada ni lanzándole un tajo, la hoja le estaba cortando por el simple hecho de estar apretujado contra ella. Se revolvió con los codos y con la cabeza, consiguió sacudirse de encima el dolor y sintió la humedad de la sangre que corría por su pierna. De pronto se encontró con espacio suficiente para mover la mano de la espada. Lanzó un golpe contra un escudo, abrió una cabeza con el movimiento de retroceso y luego se vio arrojado contra ella y sintió en la cara el tacto cálido de unos sesos.

Por el rabillo del ojo vio un escudo que salía lanzado hacia él. El borde se le clavó en la garganta, justo por debajo del mentón, le echó la cabeza hacia atrás y su cráneo se llenó de una luz cegadora. Casi sin darse cuenta, se encontró tosiendo y rodando por la inmundicia bajo un mar de botas.

Se arrastró hacia ninguna parte, aferrándose a la mugre y escupiendo sangre, mientras las botas chapoteaban y pateaban en el barro a su alrededor. Reptó por entre aquel oscuro y terrorífico bosque de botas en constante movimiento, oyendo los gritos de dolor y de rabia que se filtraban desde arriba entre haces de luz parpadeante. Los pies le pateaban, le pisoteaban, le machacaban todas las partes del cuerpo. Hizo un esfuerzo por levantarse y una bota se le metió en la boca y le volvió a aplastar contra el suelo. Rodó sobre sí, jadeando, y vio a un Carl que se encontraba en su misma situación y trataba de levantarse del barro. Imposible saber si pertenecía o no a su bando. Sus miradas se cruzaron durante un instante, pero, de pronto, surgió un destello y una lanza se abatió sobre él desde arriba y se clavó en su cuerpo una, dos, tres veces. El Carl quedó inerte y un chorro de sangre corrió por su barba. Había cuerpos por todas partes; de cara y de lado, caídos entre pertrechos rotos, zarandeados como muñecos por una lluvia constante de patadas y pisotones. Algunos de ellos aún se movían y gruñían.

Logen pegó un chillido. Una bota le había aplastado la mano, estrujándole los dedos contra el lodo. Buscó a ciegas el puñal que llevaba en la parte delantera del cinto y, apretando sus dientes ensangrentados, se puso a lanzar débiles cuchilladas contra la pierna a la que pertenecía la bota. Entonces, algo le golpeó en la cabeza y volvió a arrojarle de bruces contra el barro.

El mundo entero era un torbellino de ruidos, una mancha dolorosa, una masa de pies y de furia. No sabía en qué dirección estaba mirando, qué era arriba y qué era abajo. Su boca sedienta tenía un regusto a metal. Sus ojos estaban manchados de barro y de sangre, la cabeza le retumbaba, tenía ganas de vomitar.

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