El último argumento de los reyes (45 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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Un segundo después ella se había apartado de él lanzando un grito ahogado y le había cruzado la cara de un bofetón que le dejó medio aturdido.

—¡Bastardo de mierda! ¡Maldito hijo de puta! —le gritó a la cara escupiendo saliva por su boca retorcida—. ¿Cómo te atreves a tocarme? ¡Ladisla sería un cretino, pero en sus venas al menos corría sangre limpia!

Jezal se había quedado boquiabierto del asombro y todo el cuerpo se le había puesto rígido. Se llevó una mano a su dolorida mejilla y adelantó débilmente la otra.

—Pero si yo... ¡Aaah!

El pie de Terez le alcanzó en la entrepierna con inmisericorde puntería. Se le cortó la respiración, se tambaleó durante unos instantes y luego se derrumbó como un castillo de naipes bajo el golpe de un martillo. Cuando cayó sobre la alfombra con ese dolor agónico que sólo puede producir una patada en los testículos, le sirvió de poco consuelo comprender que no se había equivocado.

Su Reina era evidentemente una mujer pasional. Las lágrimas que brotaron a raudales de los ojos de Jezal no fueron sólo fruto del dolor, de la tremenda sorpresa y de la momentánea decepción, sino de un horror cada vez más profundo. Al parecer, se había equivocado seriamente con respecto a los sentimientos de Terez. Había sonreído delante de las multitudes, pero ahora, en privado, todo indicaba que sentía un inmenso despreció por él y por todo lo que él representaba. El hecho de haber nacido bastardo era algo que difícilmente iba a poder cambiar. Así que sospechó que iba a pasar su noche de bodas tirado sobre el real pavimento. La Reina había cruzado ya a toda prisa la cámara nupcial y había echado las cortinas del lecho real dejándolo a él fuera.

El séptimo día

La noche anterior habían vuelto a atacar los orientales. Se habían aproximado furtivamente al amparo de la oscuridad, habían localizado un lugar por donde escalar y habían matado al centinela. Luego habían colocado una escala y, cuando los descubrieron, ya habían conseguido colarse dentro. Los gritos habían despertado al Sabueso, aunque en realidad sólo estaba adormilado, y se había levantado a toda prisa enredándose con la manta. Enemigos dentro de la fortaleza, hombres corriendo y gritando, sombras en la oscuridad, y por todas partes un hedor a pánico y a caos. Hombres luchando a la luz de las estrellas, o de las antorchas, o sin la más mínima luz; aceros que barrían el aire sin saber cuál era su blanco, botas tropezando con las parpadeantes hogueras y arrancándoles lloviznas de chispas con sus patadas.

Al final habían conseguido hacerles retroceder. Los acorralaron contra la muralla, abatieron a gran número de ellos y sólo quedaron tres, que depusieron las armas y se rindieron. Un grave error por su parte, como no tardaron en comprobar. Muchos hombres habían muerto durante aquellos siete días. Cada vez que se ponía el sol, surgían nuevas tumbas. Nadie estaba con un ánimo demasiado compasivo, suponiendo que alguno de ellos hubiera tenido semejante predisposición, lo cual no era el caso. Por eso, cuando capturaron a aquellos tres, Dow el Negro los agarrotó en lo alto de la muralla, en un lugar donde Bethod y los suyos pudieran verlos bien. Los agarrotó bajo el frío azul del amanecer, cuando los primeros rayos de luz rasgaban la oscuridad, y luego los roció con queroseno y los prendió fuego. Uno a uno, para que los otros pudieran ver lo que les esperaba y se pusieran a pegar alaridos mientras les llegaba su turno.

El Sabueso no era muy aficionado a ver cómo se prendía fuego a un hombre. No le gustaba oír sus gritos ni el chisporroteo de la grasa al quemarse. No le provocaba ninguna sonrisa llenarse la nariz con el apestoso olor dulzón de la carne quemada. Pero tampoco se le pasó por la cabeza la posibilidad de impedirlo. La moderación tenía su momento, pero aquel no era uno de ellos. La compasión y la debilidad son la misma cosa en una guerra, y no hay premios al buen comportamiento. Lo había aprendido de Bethod hacía mucho tiempo. Es posible que la próxima vez los orientales se lo pensaran dos veces antes de presentarse de noche a frustarles a todos el desayuno.

Y de paso puede que también sirviera para templar un poco los nervios a la propia gente del Sabueso, porque bastantes de ellos andaban ya un poco inquietos. Dos noches antes unos cuantos de sus muchachos habían intentado largarse. Habían abandonado sus posiciones y habían trepado por la muralla en la oscuridad para intentar bajar al valle. Bethod había mandado que colocaran delante del foso sus cabezas ensartadas en lanzas. Doce bultos desfigurados con los cabellos ondeando al viento. Desde la muralla apenas se distinguían sus caras, pero, por alguna razón, daban la impresión de tener un gesto airado y ofendido. Como si fuera culpa del Sabueso el que hubieran acabado así. Maldita sea, bastante tenía ya con los reproches de los vivos.

Contempló con gesto ceñudo el campamento de Bethod, en el que ya empezaban a destacarse de la niebla y la oscuridad las siluetas negras de las tiendas y los estandartes, y se preguntó qué otra cosa podía hacer aparte de seguir esperando. Todos los muchachos parecían pensar que en algún momento se le ocurriría un truco de magia que los sacaría vivos de allí. Pero el Sabueso no tenía ni idea de magia. Un valle, una muralla y ninguna escapatoria. Y que no hubiera escapatoria era precisamente la clave del plan. Se preguntó si serían capaces de resistir un día más. Aunque, bien pensado, esa misma pregunta ya se la había hecho el día anterior.

—¿Qué tendrá Bethod planeado para hoy? —se preguntó en un murmullo—. ¿Qué demonios estará tramando?

—¿Una carnicería? —gruñó Hosco.

El Sabueso le miró con severidad.

—Yo hubiera escogido la palabra «ataque», pero no me extrañaría nada que al final del día seas tú quien tenga razón —entornó los ojos e inspeccionó el valle en sombras con la esperanza de ver lo que llevaban esperando desde hacía siete días: una señal de que venían las tropas de la Unión. Pero no había nada. Por detrás del extenso campamento de Bethod, de sus tiendas, sus estandartes y su enorme contingente de hombres, lo único que se veía era la tierra pelada y vacía, con algunos jirones de niebla aferrados a las hondonadas.

Tul le propinó un leve golpe con su gigantesco codo y se las arregló para esbozar algo parecido a una sonrisa.

—Yo no sé cuál será su plan, pero te diré que el nuestro, eso de esperar a que lleguen las tropas de la Unión, me suena un poco arriesgado. ¿Tengo alguna posibilidad de cambiar de idea ahora?

El Sabueso no se rió. No le quedaba ninguna capacidad de reírse.

—No muchas.

—No, claro —el gigantón exhaló un profundo suspiro—. Ya me lo olía.

Siete días desde que los Shanka atacaron las murallas por primera vez. Siete días que parecían siete meses. A Logen le dolían casi todos los músculos debido al duro esfuerzo al que los había sometido. Tenía el cuerpo cubierto de una legión de moratones, una hueste de arañazos y un ejército de rasguños, golpes y quemaduras. Un largo corte vendado a lo largo de su pierna, las costillas encorsetadas con vendajes para paliar el efecto de las múltiples patadas recibidas, un par de costras de buen tamaño bajo el cabello, los hombros tiesos como la madera por los golpes que le habían propinado con un escudo y los nudillos desgarrados e hinchados por un puñetazo que no dio al oriental al que estaba dirigido sino a una roca. Todo él era una inmensa herida.

Tampoco podía decirse que los demás estuvieran mucho mejor. Prácticamente no había ningún hombre en la fortaleza que no tuviera algún tipo de herida. Incluso la hija de Crummock se había hecho un arañazo en algún sitio. Uno de los muchachos de Escalofríos había perdido un dedo anteayer: el meñique de la mano izquierda. Lo tenía envuelto con un trozo de tela mugriento y ensangrentado y lo miraba con una mueca de dolor.

—Quema, ¿verdad? —dijo alzando la vista hacia Logen mientras cerraba los demás dedos y luego los volvía a abrir.

Seguramente Logen debería haber sentido lastima de él. Recordaba muy bien ese dolor, y también el abatimiento, que era aún peor. Costaba trabajo hacerse a la idea de que te ibas a pasar el resto de la vida sin un dedo. Pero no le quedaba compasión para nadie que no fuera él mismo.

—Por supuesto —refunfuñó.

—Siento como si siguiera ahí.

—Ya.

—¿Desaparece esa sensación?

—Con el tiempo.

—¿Cuánto tiempo?

—Más del que tenemos, seguramente.

Siete días, y hasta la fría piedra y la madera húmeda de la fortaleza parecían haber tenido ya suficiente. Los nuevos parapetos se vencían y se desmoronaban; los volvían a recomponer lo mejor que podían, y luego se volvían a desmoronar. Las puertas, picadas como leña podrida y llenas de agujeros por los que se colaba la luz del día, se mantenían en precario equilibrio gracias a las piedras que habían amontonado al otro lado. Un golpe un poco fuerte habría bastado para derrumbarlas. Aunque, dado como se sentía en aquel momento, un golpe un poco fuerte también hubiera bastado para derribar a Logen.

Tomó un trago de agua amarga de su petaca. Ya estaban cogiendo las porciones rancias del fondo de los toneles. También estaban mal de alimentos, y de todo lo demás. De esperanza, en concreto, andaban muy escasos.

—Sigo vivo —se dijo para sus adentros, pero no se apreciaba excesiva satisfacción en su tono de voz.

Es posible que la civilización no hubiera sido muy de su agrado, pero en ese momento un lecho blando, un extraño lugar en donde orinar y un poco de desdén por parte de unos imbéciles flacuchos no le parecía una opción tan mala. Andaba preguntándose por enésima vez por qué había regresado, cuando oyó la voz de Crummock-i-Phail a su espalda.

—Pero, hombre, Sanguinario, ¿qué te pasa?

Logen alzó la vista y le miró con gesto ceñudo. La verborrea de aquel montañés chiflado comenzaba a crisparle los nervios.

—No sé si te habrás dado cuenta, pero el trabajo de estos últimos días ha sido bastante duro.

—Claro que sí, y también yo he recibido lo mío. ¿No es así, preciosidades?

Los tres niños se miraron.

Crummock bajó la vista y los miró frunciendo las cejas.

—Ya no os hace tanta gracia el juego este, ¿eh? ¿Y tú que me dices, Sanguinario? ¿Te parece que la luna ha dejado de sonreírnos? Tienes miedo, ¿eh?

Logen dirigió a aquel gordo bastardo una mirada asesina.

—Lo que estoy es cansado, Crummock. Cansado de tu fortaleza, de tu comida y, por encima de todo, cansado de tu puta cháchara. No a todo el mundo le encanta tanto como a ti el ruido que hacen tus gruesos labios al abrirse y cerrarse. ¿Por qué no te vas al carajo y miras a ver si te puedes meter la luna por el culo?

Una sonrisa rasgó el rostro de Crummock y una hilera curva de dientes amarillentos se destacó sobre su barba castaña.

—Este de aquí es el hombre al que amo —uno de sus hijos, el que llevaba la lanza, le estaba tirando de la camisa—. ¿Qué quieres, niño?

—¿Qué pasa si perdemos, papá?

—¿Si qué? —gruñó Crummock, y acto seguido le dio al chico un cachete que le tiró de bruces al suelo—. ¡De pie! ¡Aquí nadie va a perder, muchacho!

—No mientras gocemos del favor de la luna —dijo su hermana, aunque no muy alto.

Logen observó cómo el chico se levantaba con dificultad, tapándose la boca ensangrentada con una mano y con evidentes ganas de ponerse a llorar. Entendía cómo se sentía. Tal vez no hubiera estado de más decir algo sobre esa forma de tratar a los niños. Y quizá lo hubiera hecho el primer día, o el segundo. Pero ya no. Estaba demasiado cansado, demasiado dolorido y demasiado asustado para preocuparse por cosas como esa.

Dow el Negro se aproximaba a ellos con algo bastante parecido a una sonrisa en la cara. Era el único hombre en todo el campamento del que se podía decir que estaba de mejor humor que de costumbre, y que a Dow le diera por sonreír era una señal de que las cosas andaban francamente mal.

—Nuevededos —gruñó.

—¿Qué pasa, Dow, es que ya te has quedado sin gente para quemar?

—Supongo que Bethod no tardará mucho en mandarme más —y señaló la muralla con la cabeza—. ¿Qué crees que nos enviará hoy?

—Después de la que se llevaron anoche, no creo que a esos cabrones del Crinna les queden muchas ganas de repetir.

—Malditos salvajes. No, tampoco yo lo creo.

—Y hace algún tiempo que no hay noticias de los Shanka.

—Cuatro días han pasado desde la última vez que nos mandaron a los Cabezas Planas.

Logen entrecerró los ojos y miró al cielo, que comenzaba a clarear.

—Parece que hoy hará buen tiempo. Buen tiempo para las armaduras y las espadas, para los hombres que marchan hombro con hombro. Buen tiempo para tratar de acabar con nosotros de una vez por todas. No me sorprendería que hoy nos enviara a los Caris.

—Ni a mí.

—Sus mejores hombres —dijo Logen—. Los que están con él desde el principio. No me sorprendería ver a Costado Blanco, a Goring, a Pálido como la Nieve, al maldito Huesecillos y a todos los demás dando un paseo hasta las puertas después del desayuno.

Dow resopló con desdén.

—¿Sus mejores hombres? Lo que esos son es un hatajo de imbéciles —giró la cabeza y escupió un gargajo al barro.

—No te lo discutiré.

—¿Ah, no? ¿Acaso no luchaste a su lado durante un montón de años manchados de sangre?

—Lo hice. Pero nunca me cayeron demasiado bien.

—Bueno, si te sirve de consuelo, dudo mucho que ellos tengan muy buena opinión de ti ahora —Dow le miró fijamente a los ojos—. ¿Cuándo dejó de ser de tu agrado Bethod, eh, Nuevededos?

Logen le sostuvo la mirada.

—No estoy muy seguro. Supongo que ocurrió poco a poco. Puede que con el tiempo él se fuera volviendo cada vez más hijo de puta. Y yo cada vez menos.

—O puede que no haya lugar en un mismo bando para dos hijos de puta tan grandes como vosotros dos.

—Pues yo no lo tengo tan claro —Logen se levantó—. A ti y a mí nos va muy bien juntos —y se alejó de Dow, pensando en lo fácil que había sido en comparación el trato con Malacus Quai y con Ferro Maljinn, e incluso con Jezal dan Luthar Siete días, y ya andaban tirándose a la yugular. Todos irritados, todos cansados. Siete días. El único consuelo era que ya no podían quedar muchos más.

—Ahí vienen.

Los ojos del Sabueso giraron hacia un lado. Como solía ocurrir con la mayoría de los escasos comentarios que hacía Hosco, hubiera dado lo mismo si se lo hubiera ahorrado. Todos podían verlo con la misma claridad con que veían salir el sol. Los Caris de Bethod se habían puesto en marcha.

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