Read El último argumento de los reyes Online
Authors: Joe Abercrombie
—¿Está borracha?
—Ya es por la tarde, ¿no? Todos los días intento llegar borracha a estas horas. Una vez que has empezado algo, hay que rematarlo a lo grande. Eso, al menos, solía decir mi padre.
Glokta la miró entornando los ojos y ella le devolvió la mirada por encima de su copa.
Ni un labio tembloroso, ni una expresión trágica, ninguna amarga lágrima cayendo por la mejilla. No parecía menos contenta de lo habitual. O, por lo menos, no más desgraciada. Pero el día de la boda de Jezal dan Luthar no puede ser ocasión de gozo para ella. A nadie le gusta que le dejen plantado, sean cuales sean las circunstancias. A nadie le gusta que le abandonen
.
—Ya sabe que no hace falta que asistamos —hizo una mueca de dolor al intentar, sin éxito, forzar a moverse a su pierna atrofiada, y la propia mueca le produjo un latigazo de dolor en sus labios partidos y en su cara magullada—. Yo, desde luego, no pienso quejarme si no tengo que dar ni un paso más hoy. Podemos quedarnos aquí y charlar de tonterías y de política.
—¿Y perdernos la boda del rey? —repuso Ardee llevándose una mano al pecho con fingido espanto—. ¡Yo tengo que ver el traje de la Princesa Terez! Dicen que es la mujer más hermosa del mundo y hasta una basura como yo necesita tener a alguien a quien admirar —echó la cabeza hacia atrás y tragó el último culín de vino—. Haberse follado al novio no es excusa para perderse una boda.
El buque insignia del Gran Duque Orso de Talins, con sólo una cuarta parte de su velamen desplegado, surcaba las aguas con majestuosa parsimonia mientras en el brillante cielo azul revoloteaban y gritaban infinidad de aves marinas. Era, de largo, el mayor navío que Jezal, o cualquiera de las personas que se amontonaban en los muelles y abarrotaban los tejados y las ventanas de los edificios que rodeaban el puerto, había visto en su vida.
Estaba adornado con sus mejores galas. Sus banderas ondeaban desde el aparejo y sus tres mástiles alojaban el escudo de los Talins y el sol dorado de la Unión, juntos en honor de tan feliz ocasión. Pero no por eso resultaba menos amenazador. Era como Logen Nuevededos con la chaqueta de un dandy. A pesar de sus vistosos ropajes, seguía siendo, inconfundiblemente, un buque de guerra, y aquellas galas, en las que sin duda se sentía muy incómodo, sólo servían para hacer que pareciera aún más fiero. Como medio de transportar a Adua a una sola mujer, una mujer que iba a ser la futura esposa de Jezal, la poderosa nave resultaba muy poco tranquilizadora. Parecía indicar que, como suegro, el Gran Duque Orso podía resultar una presencia un tanto intimidante.
Jezal distinguía ya a los marineros, que pululaban por los aparejos como hormigas en un arbusto, recogiendo con rapidez y eficacia metros y metros de velamen. Dejaron que la poderosa nave avanzara con orgullo impulsada por su propia inercia, mientras su enorme sombra se proyectaba sobre el embarcadero sumergiendo en la oscuridad a la mitad de las personas que habían acudido a darles la bienvenida. Redujo la velocidad y el aire se llenó con los crujidos del maderámen y de las guindalezas. Al fin se detuvo en seco, y su imponente presencia hizo que todos los barcos que permanecían dócilmente amarrados al muelle parecieran en comparación tan minúsculos como un gatito puesto al lado de un tigre. El dorado mascarón de proa, que representaba la figura de una mujer del tamaño de dos mujeres normales con una lanza apuntando al cielo, se irguió amenazador por encima de la cabeza de Jezal.
En el centro del puerto, donde el calado era más hondo, se había levantado para la ocasión un gran embarcadero. Por una pasarela levemente inclinada descendió a Adua el cortejo regio de Talins, como visitantes llegados de una estrella lejana donde todo el mundo era rico, bello y despreocupadamente feliz.
A cada lado desfilaba una fila de barbudos escoltas, ataviados con el mismo uniforme negro y con los cascos pulidos hasta alcanzar un brillo de espejo que resultaba casi doloroso. Entre ellos, en dos filas de a seis, caminaba una docena de damas de honor vestidas con sedas de diversos colores, rojo, rosa y púrpura, cada una de ellas tan esplendorosa como una reina.
Pero nadie de entre la atónita multitud congregada en el puerto pudo abrigar la menor duda sobre quién era el centro de atención cuando la Princesa Terez descendió por la proa. Alta, esbelta, regia, tan grácil como una bailarina circense y tan majestuosa como una legendaria emperatriz. Su vestido, blanco como la nieve, estaba bordado con hilo de oro, su cabello era del color del cobre bruñido y un collar de innumerables diamantes refulgía y titilaba sobre su pecho a la luz del sol. En se momento, la Joya de Talins, el apelativo con que se la conocía, resultaba muy adecuado. Terez parecía tan pura y deslumbrante, tan dura y tan hermosa como una gema sin tacha.
Cuando sus pies tocaron las piedras del suelo la multitud prorrumpió en una salva de aplausos y de los edificios que rodeaban el puerto cayeron cascadas de pétalos y flores. Así caminó hacia Jezal, con magnifica dignidad, la cabeza imperiosa en alto y las manos entrelazadas con orgullo por delante, atravesando una perfumada neblina donde se alternaban el violeta y el rosa.
Calificar su entrada de grandiosa sería quedarse extremadamente corto.
—Augusta Majestad —murmuró con un tono que hizo que Jezal se sintiera un ser inferior mientras hacía una reverencia. A su espalda, las damas de honor la imitaron y los guardaespaldas se inclinaron con impecable coordinación—. Mi padre, el Gran Duque Orso de Talins, os envía sus más sentidas disculpas, pero una misión urgente en Estiria le impide asistir a nuestra boda —y acto seguido se alzó de nuevo, perfectamente erguida, como movida por unas cuerdas invisibles.
—Eres todo lo que necesitamos —dijo Jezal, maldiciéndose interiormente un instante después al darse cuenta de que no se había dirigido a ella con el tratamiento adecuado. Le resultaba un poco difícil pensar con claridad en esas circunstancias. Terez estaba ahora más hermosa que la última vez que la había visto, hacía más o menos un año, cuando se puso a discutir como una salvaje con el Príncipe Ladisla en la fiesta que dieron en su honor. El recuerdo de sus gritos desaforados no decía mucho en favor de ella, pero, a fin de cuentas, a Jezal tampoco le hubiera hecho ninguna gracia tener que casarse con alguien como Ladisla. Aquel tipo había sido un perfecto imbécil. Jezal era una persona completamente distinta y sin duda podía esperar una reacción distinta. O eso esperaba.
—Por favor, Alteza —le tendió la mano y ella descansó sobre ella la suya, que pesaba menos que una pluma.
—Vuestra Majestad me honra en exceso.
Los cascos de los caballos retumbaron sobre el pavimento y las ruedas del carruaje chirriaron suavemente. Flanqueados por una compañía montada de Caballeros de la Escolta en perfecta formación, con sus armas y corazas relucientes, marcharon por la Vía Regia. Cada zancada de la gran avenida estaba ocupada por multitud de plebeyos que los miraban con admiración, y no había ni una sola puerta o ventana que no estuviera llena de sonrientes súbditos. Todos estaban allí para vitorear a su nuevo rey y a la mujer que pronto sería su reina.
Jezal estaba seguro de que al lado de esa mujer debía parecer un perfecto idiota. Un patán torpe, de baja estofa, que no tenía el menor derecho a compartir su carruaje, a no ser, quizá, para servirle de reposapiés. Nunca en su vida se había sentido tan inferior. Casi no podía creer que iba a casarse con esa mujer. Ese mismo día. Le temblaban las manos. Le temblaban a base de bien. Tal vez unas palabras dichas con el corazón les ayudaran a los dos a relajarse.
—Terez... —ella siguió saludando imperiosamente con la mano a la muchedumbre—. Ya sé... que no nos conocemos en absoluto el uno al otro... —un ligero movimiento de los labios fue la única señal de que le había oído—. Sé que esto ha sido un golpe para vos, igual que para mí. Si puedo hacer algo para facilitar las cosas... espero ser...
—Mi padre piensa que este matrimonio es lo mejor para los intereses del país y el deber de una hija es obedecer. Los que hemos nacido para ocupar una alta posición, hace tiempo que estamos preparados para hacer sacrificios.
Su cabeza perfecta giró suavemente sobre su cuello perfecto y le sonrió. Quizá la sonrisa fuera algo forzada, pero no por eso fue menos radiante. Costaba creer que un rostro tan inmaculado estuviera hecho de carne, como el de los demás mortales. Parecía de porcelana, o de piedra pulimentada. Verlo en movimiento era una mágica e inagotable fuente de placer. Jezal se preguntó si sus labios estarían fríos o cálidos. Le habría gustado mucho comprobarlo. Ella se aproximó y descansó gentilmente su mano sobre la de él. Cálida, indudablemente cálida, y suave. E indudablemente, de carne.
—Deberíais saludar —le susurró con su cantarín acento estirio.
—Ah, sí —dijo Jezal con la boca seca—. Sí, claro.
Glokta, de pie junto a Ardee, contemplaba con gesto ceñudo las puertas de la Rotonda de los Lores. Detrás de aquellos enormes portones, en el gran salón circular, estaba teniendo lugar la ceremonia.
¡Oh glorioso, glorioso día!
Las sabias exhortaciones del Juez Marovia aún resonarían en la cúpula dorada y la feliz pareja estaría pronunciando sus promesas con el ánimo alegre. Sólo unos pocos afortunados habían sido invitados a ser testigos de los esponsales.
Los demás tenemos que conformarnos con adorarlos de lejos
. Y para hacer exactamente eso se había congregado aquella multitud. La Gran Plaza de los Mariscales rebosaba de gente. Los oídos de Glokta estaban casi ensordecidos por su alborotado murmullo.
Un gentío servil, ansioso de que aparezcan sus Divinas Majestades
.
Se columpió suavemente de atrás a adelante y de lado a lado, haciendo muecas y resoplando para ver si así conseguía que la sangre fluyera por sus doloridas piernas y que cesaran sus calambres.
Pero estar de pie tanto tiempo en un mismo sitio es, por decirlo con pocas palabras, una tortura
.
—¿Cuánto puede durar una boda?
Ardee enarcó una de sus cejas oscuras.
—A lo mejor es que estaban impacientes por ponerse mutuamente las manos encima y están consumando su matrimonio en el suelo de la Rotonda de los Lores.
—Bien, ¿y cuánto puede durar una maldita consumación?
—Apóyese en mí, si le hace falta —dijo ofreciéndole un codo.
—¿El tullido buscando apoyo en la borracha? —Glokta torció el gesto—. Vaya pareja.
—Pues cáigase si lo prefiere y rómpase los dientes que le quedan. Yo por eso no voy a perder el sueño.
Quizá deba aceptar su ofrecimiento, aunque sólo sea por un momento. Después de todo, ¿qué importaría?
Pero entonces las primeras aclamaciones comenzaron a alzarse y a ellas se fueron uniendo más y más hasta que un jubiloso rugido hizo que el aire vibrara. Por fin se abrieron las puertas de la Rotonda y los Augustos Reyes de la Unión salieron a la luz del día con las manos enlazadas.
Hasta Glokta tenía que reconocer que era una pareja deslumbrante. Ahí estaban, como unos auténticos monarcas de leyenda, vestidos de un blanco resplandeciente ribeteado de centelleante encaje y con dos soles gemelos bordados en la parte de atrás del largo vestido nupcial de ella y de la larga toga de él, que brillaron cuando se volvieron hacia la multitud. Los dos altos y esbeltos con sus coronas de oro, cada una adornada con un único y refulgente diamante.
Los dos tan jóvenes y tan bellos, con toda una vida feliz, rica y poderosa por delante. ¡Viva! ¡Vivan los novios! ¡Esa marchita boñiga que tengo por corazón se consume de gozo!
Glokta apoyó una mano en el codo de Ardee, se inclinó hacia ella y la obsequió con su sonrisa más retorcida, desdentada y grotesca.
—¿De verdad que nuestro Rey es más guapo que yo?
—¡Qué tontería, ni mucho menos! —hinchó el pecho, sacudió la cabeza y le miró con desdeñosa sorna—. ¡Y yo resplandezco mil veces más que la Joya de Talins!
—Claro que sí, querida mía, claro que sí. ¡Comparados con nosotros son unos mendigos!
—¡Escoria!
—¡Tullidos!
Los dos rieron juntos mientras la pareja real cruzaba majestuosamente la Plaza, vigilados por una veintena de Caballeros de la Escolta. El Consejo Cerrado en pleno los seguía a respetuosa distancia, once augustos vejestorios, uno de ellos Bayaz, que iba ataviado con su arcana vestimenta y sonreía casi tanto como la esplendorosa pareja.
—A mí en realidad no me gustaba —dijo Ardee en voz baja—. De verdad.
Pues ya somos dos
.
—No se merece que llore por él. Es usted demasiado lista para conformarse con un zopenco como ése.
Ardee respiró hondo.
—Seguramente tiene razón. Pero estaba tan aburrida, tan sola, tan cansada...
Y seguro que tan borracha
. —Ardee se encogió de hombros con resignación—. Hacía que no me sintiera una carga. Hacía que me sintiera... deseada.
¿Y qué te hace pensar que eso me interesa?
—¿Deseada, dice? Eso es maravilloso. ¿Y ahora?
Ardee miró al suelo con tristeza y Glokta sintió un levísimo atisbo de culpa.
Pero la culpa sólo hace verdadero daño cuando no se tiene ninguna otra preocupación
.
—No creo que fuera verdadero amor —Glokta vio que los tendones del cuello de Ardee se movían al tragar—. Pero de alguna manera siempre pensé que sería yo quien le haría quedar como un tonto.
—Hummm.
Qué pocas veces conseguimos lo que esperamos
.
El cortejo real se fue perdiendo de vista poco a poco, seguido por los espléndidos cortesanos y las relucientes figuras de los escoltas. El eco de los aplausos extasiados se fue desplazando hacia la zona de palacio.
Hacia su esplendoroso futuro, y nosotros, secretos culpables, no hemos sido invitados
.
—Bueno, aquí estamos los que sobran —dijo Ardee.
—Los repulsivos residuos.
—Los tallos podridos.
—Yo que usted no me preocuparía demasiado —Glokta suspiró—. Sigue siendo usted una mujer joven, inteligente y pasablemente guapa.
—Gracias por tan colosal cumplido.
—Bueno, al menos conserva los dientes y las dos piernas. Eso ya supone una notable ventaja sobre algunos de nosotros. Pronto encontrará a algún otro idiota de alta cuna al que atrapar, y aquí no ha pasado nada.
Ardee se apartó de él con un encogimiento de hombros y Glokta adivinó que se estaba mordiendo los labios. Hizo una mueca de dolor y levantó una mano para ponérsela en un hombro.
La misma mano que cortó en rodajas los dedos de Sepp dan Teufel, que arrancó los pezones al Inquisidor Harker, que hizo pedazos a un emisario de los gurkos y quemó vivo a otro, que mandó a hombres inocentes a pudrirse en Angland y etcétera, etcétera, etcétera..
. Apartó la mano y la dejó caer.
Mejor llorar todas las lágrimas del mundo que ser tocada por esa mano. El consuelo se encuentra en otras fuentes y fluye hacia otros destinos
. Se quedó contemplando la plaza con el ceño fruncido y dejó a Ardee a solas con su tristeza.