Read El último argumento de los reyes Online
Authors: Joe Abercrombie
Esa era la misión que le había encomendado el Sabueso: vigilar el flanco derecho para asegurarse de que los muchachos de Bethod no se presentaran de improviso mientras avanzaban en fila por aquel camino de cabras. A Logen le venía a la perfección. Le mantenía apartado en un lugar donde ninguno de los de su propio bando podría caer en la tentación de intentar matarlo.
Ver hombres moviéndose en silencio a través de los árboles, hablando en voz baja y con las armas listas, le traía todo un aluvión de recuerdos. Unos buenos y otros malos. En su mayoría malos, a decir verdad. De pronto, Logen vio que uno de los hombres se separaba del resto y comenzaba a avanzar hacia él entre los árboles. Sonreía de la forma más amistosa que quepa imaginar, pero eso no significaba nada. Logen había conocido multitud de hombres capaces de sonreír mientras se preparaban para matarte. Él mismo lo había hecho en más de una ocasión.
Ladeó un ápice el cuerpo, deslizó una mano hacia abajo para que no fuera visible y la enroscó en torno a la empuñadura de un cuchillo. Nunca se tienen suficientes cuchillos, le había dicho su padre, y era una advertencia bien categórica. Sin prisas, con toda tranquilidad, echó un vistazo alrededor para asegurarse de que no había nadie a su espalda, pero lo único que vio fueron árboles. En vista de ello, cambió la posición de los pies para tener mejor equilibrio y permaneció sentado con aparente despreocupación, aunque en realidad todos sus músculos estaban en tensión y listos para saltar como un resorte.
—Me llamo Sombrero Rojo —sin dejar de sonreír en ningún momento, el tipo se detuvo a no más de una zancada, con una mano posada en la empuñadura de la espada y la otra colgando al costado.
Logen se apresuró a repasar mentalmente la lista de todos los hombres a los que había ofendido, causado algún daño o con los que aún tenía cuentas pendientes. La de los que seguían con vida, al menos. Sombrero Rojo. No conseguía ubicarlo en ninguna parte, pero aun así no se sentía tranquilo. Diez hombres provistos de diez libros enormes no habrían bastado para llevar un recuento de los enemigos que se había granjeado, y de los amigos, familiares y aliados de esos enemigos. Y eso sin contar con la posibilidad de que alguien quisiera matarlo sin otro motivo que el deseo de hacerse un nombre.
—No puedo decir que me suene el nombre.
Sombrero Rojo se encogió de hombros.
—Ni hay razón para ello. Luché con el viejo Yawl, hace mucho tiempo. Buen hombre ese Yawl, un hombre al que se podía respetar.
—Cierto —dijo Logen, atento aún a cualquier movimiento brusco.
—Pero cuando regresó al barro me fui con Huesecillos.
—Huesecillos y yo nunca estuvimos de acuerdo en nada, ni siquiera cuando luchábamos en el mismo bando.
—La verdad es que a mí me pasaba lo mismo. Ese tipo es un maldito cabrón. Y encima anda todo hinchado por las victorias que Bethod obtuvo para él. No me sentía a gusto teniéndole de jefe. Por eso, cuando me enteré de que Tresárboles estaba de este lado, me cambié de bando —sorbió por la nariz y clavó la vista en el suelo—. Alguien tiene que hacer algo con el cabrón del Temible.
—Eso me han dicho —de un tiempo a esta parte, Logen había oído hablar bastante del Temible ese, y nada de lo que había oído era bueno. Aun así, se necesitaba algo más que unas cuantas palabras en la buena dirección para hacer que soltara la empuñadura de su cuchillo.
—El Sabueso, en cambio, me parece un buen jefe. De los mejores que he tenido. Conoce el oficio. Va con cuidado. Se piensa las cosas.
—Sí. Siempre pensé que lo sería.
—¿Crees que Bethod nos sigue?
Logen no apartaba sus ojos de los de Sombrero Rojo.
—Puede que sí y puede que no. Me imagino que no nos enteraremos hasta que estemos en lo alto de las montañas y le oigamos llamar a la puerta.
—¿Crees que los de la Unión cumplirán con su parte?
—No veo por qué no iban a hacerlo. Por lo que he visto, el tal Burr parece saber lo que se hace, y también ese muchacho, Furioso. Si han dicho que vienen, me imagino que vendrán. Sea como sea, tampoco veo que nosotros podamos hacer mucho al respecto ahora, ¿no crees?
Sombrero Rojo se limpió el sudor de la frente mientras desviaba la vista hacia el bosque.
—Supongo que tienes razón. De todos modos, lo que quería decirte era que estuve en la batalla de Ineward. En el bando opuesto al tuyo. Pero te vi luchar y puedo asegurarte que procuré mantenerme lo más alejado de ti que pude —sacudió la cabeza y sonrió—. Jamás había visto nada igual, y tampoco he vuelto a verlo desde entonces. En fin, lo que quiero decir es que estoy muy contento de que estés de nuestro lado. Muy contento.
—¿De veras? —Logen pestañeó—. Pues qué bien. Perfecto.
Sombrero Rojo asintió con la cabeza.
—Bueno, eso era todo. Nos veremos cuando empiece el combate, supongo.
—Claro. Cuando empiece el combate —Logen se lo quedó mirando mientras se alejaba a grandes zancadas entre los árboles. Pero ni siquiera cuando le perdió de vista del todo consiguió obligar a su mano a soltar la empuñadura del cuchillo: no podía desprenderse de la sensación de que tenía que vigilar sus espaldas.
Al parecer, había dejado que se le olvidara cómo eran las cosas en el Norte. O tal vez había querido creer que podían ser diferentes. Ahora comprendía su error. Hacía muchos años que había caído en una trampa que él mismo se había tendido. Se había ido fabricando una gruesa cadena, sangriento eslabón a sangriento eslabón, y se la había amarrado al cuerpo. Aunque no entendía muy bien por qué, le habían ofrecido la posibilidad de liberarse, una posibilidad que no se merecía en absoluto, y, en lugar de aceptarla, había vuelto a dar con sus huesos en aquel lugar y ahora lo más seguro es que volviera a correr la sangre.
Lo sentía aproximarse. Una masa de muerte se cernía sobre él como la sombra de una montaña que se le viniera encima. De algún modo, cada vez que pronunciaba una palabra, o daba un paso, incluso cada vez que tenía un pensamiento, parecía contribuir a acercarlo un poco más. Se lo tragaba con cada bocado que daba, lo sorbía con cada respiración. Encorvó los hombros, agachó la cabeza y se quedó mirando una franja luminosa que atravesaba la punta de sus botas. Nunca debería haber dejado marchar a Ferro. Tenía que haberse agarrado a ella como un niño a su madre.
¿Cuántas veces le había ofrecido la vida algo que fuera ni la mitad de bueno? Y sin embargo, lo había rechazado y había decidido regresar al Norte para ajustar cuentas. Se relamió los dientes y lanzó al suelo un escupitajo. Debería haberlo sabido. La venganza nunca es ni la mitad de simple ni la mitad de dulce de lo que uno se cree.
—A que ya te has arrepentido de haber vuelto, ¿eh?
Logen alzó bruscamente la cabeza y estuvo a punto de sacar el cuchillo. Pero al ver que era simplemente Tul, que estaba de pie a su lado, soltó el puñal y dejo caer las manos.
—Te diré una cosa. Esa idea se me ha pasado por la cabeza.
Tul se puso en cuclillas junto a él.
—A veces me cuesta cargar con el peso de mi nombre. No quiero ni pensar lo que debe pesar un nombre como el tuyo.
—Puede ser un fardo muy pesado, en efecto.
—Seguro que sí —Tul echó un vistazo a los hombres que avanzaban en fila por la polvorienta senda—. No te preocupes por ellos. Acabarán por acostumbrarse a ti. Y si las cosas se tuercen, siempre puedes buscar consuelo en la sonrisa de Dow el Negro, ¿eh?
Logen sonrió.
—Cierto. Toda una sonrisa la de ese hombre. De esas que iluminan el mundo entero, ¿verdad?
—Como el sol en un día nublado —Tul se sentó en una roca que tenía al lado, le quitó el tapón a su cantimplora y se la tendió—. Perdónanos.
—¿Perdonaros? ¿Por qué?
—Por no haber intentado buscarte después de que te cayeras por el precipicio aquel. Pensamos que habías muerto.
—Mentiría si dijera que os guardo rencor por eso. Yo también estaba casi seguro de que me había muerto. Me imagino que soy yo el que debería haber intentado buscaros a vosotros.
—Bueno, puede que lo suyo hubiera sido que nos hubiéramos buscado los unos a los otros. No sé, supongo que con el tiempo uno acaba por perder las esperanzas. La vida te enseña a esperar siempre lo peor, ¿no?
—Conviene ser realista.
—Conviene, sí. Pero, bueno, al final todo ha salido bien. Has vuelto con nosotros, ¿no?
—Sí —Logen suspiró—. He vuelto a la guerra, a la mala comida y a las interminables caminatas por los bosques.
—Ah, los bosques —rezongó Tul, y acto seguido su boca dibujó una sonrisa burlona—. ¿Me cansaré alguna vez de ellos?
Logen echó un trago de la cantimplora y luego se la devolvió a Tul, que también bebió. Durante un minuto permanecieron sentados en silencio.
—No era esto lo que yo quería, ¿sabes Tul?
—Claro que no. Ninguno lo queríamos. Aunque eso tampoco quiere decir que no nos lo merezcamos, ¿eh? —Tul palmeó a Logen en el hombro con una de sus manazas—. Si alguna vez te apetece hablar de ello, aquí me tienes.
Logen se le quedó mirando mientras se alejaba. Era buena gente, el Cabeza de Trueno. Un hombre en el que se podía confiar. Aún quedaban unos pocos como él. Tul, Hosco, el Sabueso. Incluso Dow el Negro, a su manera. Casi le infundió un poco de esperanza. Casi hizo que se alegrara de haber tomado la decisión de regresar al Norte. Pero luego volvió la vista hacia la fila de hombres y vio a Escalofríos observándole. A Logen le hubiera gustado desviar la mirada, pero desviar la mirada no era algo que pudiera hacer el Sanguinario. De modo que ahí siguió, sentado en la roca, mirándole fijamente y sintiendo la puñalada del odio de Escalofríos hasta que su figura se perdió entre los árboles. Volvió a sacudir la cabeza, volvió a relamerse los dientes y lanzó un escupitajo.
Nunca se tienen suficientes cuchillos, eso le había dicho su padre. A no ser que estén todos apuntando hacia ti y quienes los tengan sean unos tipos a los que no les resultes nada simpático.
—Toc, toc.
—¡Ahora no! —vociferó el Coronel Glokta—. ¡Tengo mucho trabajo! —debía de tener lo menos un millar de pliegos de confesiones que firmar. El escritorio gemía bajo el peso de montañas de papeles y la punta de la pluma se había quedado blanda como la mantequilla. Por si fuera poco, al estar utilizando tinta roja, las firmas parecían oscuras manchas de sangre vertidas sobre la blancura del papel—. ¡Maldita sea! —rugió al volcar de un codazo el tintero, que derramó un montón de tinta sobre el escritorio, empapó las pilas de papeles y empezó a gotear sobre el suelo con un monótono toc, toc, toc.
—Ya habrá tiempo más adelante para su propia confesión. Tiempo de sobra.
El coronel frunció el entrecejo. De pronto el aire se había vuelto muy frío.
—¡Usted otra vez! ¡Siempre en el peor momento!
—¿Entonces, me recuerda?
—Creo que nos vimos en... —a decir verdad, al coronel le estaba costando mucho trabajo recordar dónde. La figura que había en el rincón parecía ser una mujer, pero no conseguía verle la cara.
—El Creador cayó en llamas... Se estrelló contra el puente que había debajo... —aquellas palabras le sonaban de algo, aunque Glokta no habría sabido decir de qué. Viejas historias, paparruchadas. Hizo una mueca de dolor. Maldita sea, cómo le dolía la pierna.
—Creo que... —su habitual aplomo empezaba a abandonarle. Ahora hacía un frío tan helador que echaba vaho por la boca al respirar. La inoportuna visita comenzó a acercarse a él, y Glokta, con la pierna cada vez más dolorida, se levantó a trancas y barrancas de la silla—. ¿Qué es lo que quiere? —alcanzó a preguntar con voz ronca.
El rostro entró en la zona iluminada. No era otro que Mauthis, el empleado de la banca Valint y Balk.
—La Semilla, coronel —y le obsequió con una sonrisa carente de alegría—. Quiero la Semilla.
—Yo... yo... —Glokta dio con su espalda en la pared. No podía retroceder más.
—¡La Semilla! —ahora era el rostro de Goyle, y ahora el de Sult, y ahora el de Severard, pero todos planteaban la misma exigencia—. ¡La Semilla! ¡Mi paciencia se agota!
—Bayaz —susurró Glokta apretando los ojos hasta que las lágrimas le resbalaron por debajo de los párpados—. Bayaz lo sabe...
—Toc, toc, torturador —era otra vez la voz sibilante de la mujer. La punta de un dedo se le clavó en una de las sienes hasta hacerle daño—. Si ese viejo embustero lo supiera ya sería mía. No, tú la encontrarás —Glokta estaba tan asustado que no podía articular palabra—. Tú la encontrarás o, si no, me cobraré el precio en trozos de tu carne contrahecha. Y ahora, toc, toc, hora de despertarse —el dedo volvió a clavársele en el cráneo, hundiéndose en su sien como si fuera la hoja de una daga—. ¡Toc, toc, lisiado! —le siseó la horripilante voz al oído con un aliento tan frío que pareció como si le quemara la piel de la mejilla—. ¡Toc, toc!
Toc, toc.
Por un instante Glokta no tuvo una idea muy clara de dónde estaba. Se incorporó dando una sacudida, bregando con las sábanas, mirando las amenazadoras sombras que le rodeaban, oyendo su propio aliento silbante en el interior de su cabeza. Pero de golpe todas las piezas encajaron.
Mis nuevos aposentos
. Había una ventana abierta por la que se colaba una plácida brisa que mecía las cortinas y aliviaba el calor pegajoso de la noche. Glokta vio su sombra oscilando sobre el enlucido de la pared. Se cerraba dando un leve golpe contra el marco y luego se volvía a abrir.
Toc, toc.
Cerró los ojos y exhaló un largo suspiro. Con una mueca de dolor, se dejó caer hacia atrás en la cama. Estiró las piernas y, para evitar posibles calambres, movió los dedos de los pies.
Los que me dejaron los gurkos, al menos. Otra vez ha sido un sueño. Todo está en mi...
Entonces se acordó y abrió los ojos de golpe.
El Rey ha muerto. Mañana se elige al nuevo monarca
.
Los trescientos veinte papeles colgaban inertes de los rieles. En el transcurso de las últimas semanas se habían ido poniendo cada vez más arrugados, más desgastados, más grasientos, más sucios.
Conforme todo este asunto se iba hundiendo cada vez más en la inmundicia
. Muchos estaban emborronados de tinta, llenos de notas garabateadas con furia, de breves sumarios, de tachaduras.
Conforme los hombres iban siendo comprados o vendidos, intimidados o chantajeados, sobornados o embaucados
. Muchos estaban desgarrados en los lugares en donde los sellos de cera habían sido retirados, añadidos o reemplazados por alguno de otro color.
Conforme cambiaban las lealtades y se rompían promesas, conforme la balanza se inclinaba hacia uno u otro lado
.