Read El último argumento de los reyes Online
Authors: Joe Abercrombie
Kroy alzó su afilada barbilla y se puso rígido como el hierro cuando el féretro pasó por delante de él.
—Echaremos mucho en falta al Mariscal Burr. Fue un soldado de una lealtad inquebrantable y un comandante lleno de valor.
—Un patriota —abundó Poulder con los labios temblorosos y una mano apretada contra el pecho como si fuera a reventarle de la emoción—. ¡Un patriota que dio la vida por su país! Fue un honor servir a sus órdenes.
West hubiera querido vomitar ante tamaña hipocresía, pero lo cierto es que necesitaba desesperadamente de ambos. El Sabueso y los suyos andaban por los montes, dirigiéndose hacia el norte para tratar de atraer a Bethod hacia una trampa. Si el ejército de la Unión no los seguía, y bien pronto, no tendrían ninguna ayuda cuando el Rey de los Hombres del Norte los diera por fin alcance. Sólo habrían conseguido atraerse a sí mismos su propia tumba.
—Una terrible pérdida —dijo West mientras observaba el lento descenso del ataúd por la ladera de la colina—, pero la mejor manera de honrarle es proseguir con la lucha.
Kroy asintió con un muy reglamentario movimiento de cabeza.
—Bien dicho, coronel. ¡Se lo haremos pagar caro a esos norteños!
—Hemos de hacerlo. Y para ello, tenemos que ponernos en marcha. Ya vamos con retraso y el éxito del plan depende precisamente de...
—¿Cómo? —Poulder le miró fijamente como si sospechara que West había perdido de pronto el juicio—. ¿Ponernos en marcha? ¿Sin órdenes? ¿Sin una cadena de mando bien definida?
Kroy dejó escapar un monumental resoplido.
—Imposible.
Poulder sacudió con violencia la cabeza.
—Eso está totalmente descartado, totalmente descartado.
—Pero si el Mariscal Burr había dado órdenes muy claras al respecto...
—Es evidente que las circunstancias han cambiado —el semblante de Kroy era tan inexpresivo como una losa—. Hasta que no reciba una orden expresa del Consejo Cerrado, mi división no se moverá ni un pelo.
—General Poulder sin duda usted...
—En estas circunstancias no puedo sino mostrarme de acuerdo con el general Kroy. El ejército no puede moverse ni un ápice hasta que el Consejo Abierto haya elegido un nuevo rey y el rey haya nombrado un nuevo Lord Mariscal —Kroy y él se intercambiaron una mirada teñida de odio y desconfianza.
West se había quedado como petrificado, tenía la boca entreabierta y no alcanzaba a dar crédito a lo que acababa de oír. Pasarían varios días antes de que la noticia del fallecimiento de Burr llegara al Agriont, y aun en el caso de que el nuevo rey nombrara de inmediato a su sustituto, las órdenes tardarían varios días en recibirse. West vio mentalmente los interminables kilómetros de caminos forestales que conducían a Uffrith, las interminables leguas de agua salada que había que cruzar para llegar a Adua. Una semana, quizá, si la decisión se tomaba de forma inmediata, cosa harto improbable considerando la caótica situación del gobierno.
Entretanto, el ejército permanecería parado, sin hacer nada, ante unas colinas sin defensa, mientras se concedía a Bethod tiempo de sobra para marchar hacia el norte, masacrar al Sabueso y a sus camaradas y luego regresar a sus posiciones. Unas posiciones, en cuyo asalto, a no dudarlo, caería un número incalculable de sus propios hombres una vez que el ejército dispusiera al fin de un nuevo comandante en jefe. Un derroche de vidas humanas sin la más mínima justificación. Hacía sólo un momento que el féretro de Burr se había perdido de vista, y sin embargo, la impresión era como si aquel hombre no hubiera existido nunca. Una sensación de espanto comenzaba a invadir la garganta de West, amenazando con ahogarle en una oleada de rabia y frustración.
—¡Pero el Sabueso y sus norteños, nuestros aliados... aguardan nuestra ayuda!
—Una pena —observó Kroy.
—Algo lamentable —masculló Poulder, con una inhalación brusca—, pero debe comprender, coronel West, que la resolución de un asunto como éste no está en nuestras manos.
Kroy asintió con un movimiento rígido de la cabeza.
—En efecto, no está en nuestras manos. Y no hay más que hablar.
West los miró fijamente, y una terrible sensación de impotencia se abatió sobre él. La misma sensación que tuvo cuando el Príncipe Ladisla decidió cruzar el río, o cuando decidió ordenar la carga. La misma sensación que tuvo cuando se encontró dando tumbos entre la niebla, con los ojos llenos de sangre, sabiendo que el día se había perdido. La sensación de no ser más que un mero observador de los acontecimientos. Una sensación que se había prometido no volver a experimentar en la vida. Culpa suya, tal vez.
Un hombre sólo debe hacer una promesa si está seguro de poder cumplirla.
Hacía un día caluroso y el sol entraba a chorro por los grandes vitrales, sembrando de coloridos motivos el enlosado de la Rotonda de los Lores. El vasto espacio solía ser un lugar fresco y ventilado, incluso en verano. Aquel día, sin embargo, la atmósfera parecía viciada y el calor resultaba molesto. Jezal tenía que darse tirones al cuello sudado de su guerrera para ver si así conseguía que le entrara un poco de aire en el uniforme.
La última vez que había estado en ese mismo lugar, dando la espalda a la pared curva, fue el día en que se disolvió el Gremio de los Sederos. Habían ocurrido tantas cosas desde entonces que costaba trabajo imaginar que sólo hubiera pasado poco más de un año. En aquella ocasión había pensado que era imposible que la Rotonda de los Lores fuera a estar alguna vez más atestada, más tensa, más alborotada. Qué equivocado estaba.
Los nobles más poderosos de la Unión llenaban a rebosar las gradas de escaños que ocupaban la mayor parte de la cámara y el aire estaba denso con sus murmullos expectantes, ansiosos, temerosos. El Consejo Abierto al completo asistía a la sesión con la respiración contenida, los hombros ribeteados con pieles se apretujaban unos contra otros y cada hombre lucía la cadena que le señalaba, en plata o en oro, como el cabeza de su linaje. Es posible que Jezal supiera menos de política que un champiñón, pero incluso él se sentía excitado por la importancia del acontecimiento: la elección del Monarca Supremo de la Unión por votación directa. Sólo de pensarlo sentía una especie de temblor nervioso en la garganta. Puestos a pensar en acontecimientos, resultaba difícil imaginar uno más señalado que ese.
La población de Adua sin duda era consciente de ello. Al otro lado de las murallas, en las calles y las plazas de la ciudad, aguardaba con ansia la noticia de la decisión del Consejo Abierto. Aguardaba el momento de vitorear al nuevo monarca, o tal vez de abuchearlo. Cruzadas las altas puertas de la Rotonda de los Lores, la Plaza de los Mariscales era una masa compacta de gentes, hombres y mujeres residentes en el Agriont, cuyo mayor deseo era ser los primeros en recibir noticias de lo que ocurría en el interior de la cámara. Dependiendo de cuál fuera el resultado, se decidirían futuros, se saldarían deudas, se ganarían o perderían fortunas. Sólo a unos pocos privilegiados se les había permitido acceder a la galería del público, pero aun así el número de espectadores era lo bastante grande como para que se apretujaran en torno al balcón, con inminente peligro de recibir un empujón que los lanzara al enlosado.
Las puertas de taracea que había al fondo de la gran sala se abrieron con un resonante estrépito que rebotó contra el techo y retumbó por el amplio espacio. Se oyó un sonoro frufrú al volverse todos los consejeros en sus asientos para mirar hacia la entrada, y luego el redoblar de las pisadas de los miembros del Consejo Cerrado, que descendían con paso firme por uno de los pasillos abiertos entre las filas de escaños. Detrás de ellos se apresuraba una bandada de secretarios, escribientes y adláteres que aferraban con avidez cartapacios y papeles. El Lord Chambelán Hoff marchaba a la cabeza con gesto adusto. Detrás de él, con unas caras igual de solemnes, venían Sult, todo de blanco, y Marovia, todo de negro. Los seguían Varuz, Halleck y... a Jezal se le demudó el semblante. Ni más ni menos que el Primero de los Magos, ataviado de nuevo con aquel ridículo manto de hechicero, con su aprendiz caminando furtivamente a su lado. Bayaz tenía una sonrisa de oreja a oreja, como si no estuviera haciendo otra cosa que asistir a una función teatral. Sus miradas se cruzaron y el Mago tuvo la desfachatez de guiñarle un ojo. A Jezal no le hizo ni pizca de gracia.
En medio de un creciente coro de murmullos, los venerables ancianos tomaron asiento en sus sitiales, detrás de una larga mesa curva situada frente a las gradas de escaños ocupadas por los grandes nobles del reino. Sus ayudantes se acomodaron en unas sillas más bajas y de inmediato se pusieron a desplegar documentos, a abrir cartapacios y a intercambiar susurros con sus señores. La tensión en la sala subió un peldaño más hasta casi bordear la histeria.
Jezal sintió que un escalofrío sudoroso le subía por la espalda. Allí, junto al Archilector, estaba Glokta, y la presencia de aquel rostro familiar no tenía nada de tranquilizadora. Jezal había estado esa misma mañana en casa de Ardee, después de pasar allí la noche. Huelga decir que ni había renunciado a ella ni la había pedido la mano. Estaba mareado de tanto darle vueltas al asunto. Cuanto más tiempo pasaba con ella, más imposible le resultaba tomar una decisión.
Los febriles ojos de Glokta giraron hacia él, le sostuvieron la mirada un instante y luego se desviaron. Jezal tragó saliva, aunque no sin cierta dificultad. Estaba metido en un lío endemoniado. ¿Qué podía hacer?
Glokta había dirigido a Luthar una mirada hostil.
Sólo para recordarle cuáles son nuestros respectivos lugares
. Luego se giró sobre su asiento, hizo una mueca de dolor al estirar su pierna palpitante y apretó con fuerza la lengua contra sus encías desnudas al sentir el chasquido de su rodilla.
Pero ahora tenemos que ocuparnos de asuntos más importantes que Jezal dan Luthar. Mucho más importantes
.
Por un día, el poder está en manos del Consejo Abierto, no del Cerrado. En manos de los nobles, no de los burócratas. En manos de muchos, no de unos pocos
. Glokta recorrió la mesa con la mirada y contempló los rostros de los grandes hombres que llevaban guiando los destinos de la Unión desde hacía más de doce años. Sult, Hoff, Marovia, Varuz y todos los demás. Sólo uno de los miembros del Consejo Cerrado sonreía.
Su más reciente y menos deseada incorporación
.
Bayaz se sentaba en uno de los sitiales, con su aprendiz, Malacus Quai, por toda compañía.
Y bien escasa compañía que sería para cualquiera
. Aquella tensión que amenazaba con provocar un ataque de nervios a muchos de los presentes parecía encantar al Primero de los Magos casi en la misma medida en que horrorizaba a sus colegas. Su sonrisa desentonaba vivamente en medio de tanto gesto ceñudo. Semblantes preocupados. Frentes sudorosas. Nerviosos cuchicheos con sus adláteres.
Todos ellos están sentados en el filo de una navaja. Y yo también, por supuesto. ¡No nos olvidemos del pobre Sand dan Glokta, abnegado funcionario público! Tratamos de aferrarnos al poder con las uñas, pero resbalamos, resbalamos. Somos como acusados sometidos a un proceso. Sabemos que dentro de poco se producirá el fallo. ¿Será un inmerecido indulto? Glokta sintió que se le dibujaba una sonrisa en la comisura de los labios. ¿O una sentencia bastante más sanguinaria? ¿Qué dicen los señores del jurado?
Repasó con una mirada fugaz los rostros de los miembros del Consejo Abierto que se sentaban en sus escaños.
Trescientos veinte rostros
. Glokta convocó mentalmente la imagen de los papeles que había clavados en el despacho del Archilector y los fue emparejando con los hombres que tenía sentados enfrente.
Los secretos, las mentiras, las lealtades. ¿Cuál será finalmente el sentido de su voto?
Vio a algunos cuyo apoyo él mismo se había ocupado de garantizar.
En la medida en que se puede garantizar algo en unos tiempos tan inciertos como estos
. Al fondo, entre la multitud, avistó el rostro rosado de Ingelstad, que al darse cuenta de que le miraba tragó saliva y desvió la vista.
Puedes mirar adónde te dé la gana, siempre y cuando votes por nosotros
. Unas filas más atrás, distinguió los fláccidos rasgos de Wetterlant, y el hombre le hizo una seña casi imperceptible con la cabeza.
Vaya, parece que nuestra última oferta le resultó satisfactoria. ¿Cuatro votos más para el Archilector? ¿Bastará para inclinar la balanza en nuestro favor, bastará para que conservemos nuestros empleos, para que conservemos la vida?
Glokta sintió que su sonrisa hueca se ensanchaba.
Pronto lo veremos...
En el centro de la primera fila, entre los más grandes y más antiguos linajes de la nobleza de Midderland, estaba sentado Lord Brock, cruzado de brazos y con una mirada de voraz expectación.
El máximo favorito, presto a saltar desde el cajón de salida
. No lejos de él se encontraba la anciana y señorial figura de Lord Isher.
El segundo de los favoritos, con todas sus posibilidades aún intactas
. También cerca, apretujados el uno contra el otro en incómoda proximidad, se encontraban Barezin y Heugen, que de vez en cuando se miraban de soslayo con un deje de animosidad.
¿Quién sabe? Un esprint final y a lo mejor se hacen con el trono
. El Lord Gobernador Skald se sentaba en el extremo izquierdo, encabezando la delegación de Angland y Starikland.
Los hombres nuevos, de las provincias. Pero un voto es un voto, y no se le puede hacer ascos
. En el extremo opuesto se sentaban doce regidores de Westport, cuya condición de meros comparsas quedaba atestiguada por el corte de sus ropas y el color de su piel.
Aun así, una docena de votos, y, por si fuera poco, sin una afiliación clara
.
Aquel día no había ningún representante de Dagoska.
No queda ninguno, ay de mí. El Lord Gobernador Vurms fue relevado de su cargo. Su hijo perdió la cabeza y no ha podido asistir. Y en cuanto al resto de la ciudad... Bueno, fue conquistada por los gurkos. En fin, la inevitable tasa de absentismo. Nos las arreglaremos sin ellos. El tablero está desplegado y las piezas ya están listas para empezar a moverse, ¿Quién suponemos que ganará este sórdido jueguecito? Pronto lo veremos...
El heraldo avanzó hasta el centro del enlosado circular, alzó el bastón por encima de la cabeza y luego lo golpeó varias veces contra el suelo, produciendo un estrépito que resonó en las pulidas paredes de mármol. Cesó el parloteo y los magnates, con el rostro tenso, se volvieron para ponerse de cara al enlosado. La atestada sala quedó sumida en un silencio expectante y Glokta se sintió acometido por unas palpitaciones que ascendieron por su lado izquierdo e hicieron que su párpado se pusiera a temblar.