Read El último argumento de los reyes Online
Authors: Joe Abercrombie
—¿El cielo? —se burló ella dándole la espalda—. Quizá el infierno sea mejor sitio para mí. ¿Nunca lo has pensado?
Se encogió de hombros y de pronto resonaron unas pisadas en el vestíbulo. Sintió la furia de Bayaz bastante tiempo antes de que la puerta se abriera de golpe y el viejo pálido calvo entrara en la sala hecho un basilisco.
—¡Ese desgraciado! Después de todo lo que he hecho por él, ¿cómo me lo paga? —Quai y Sulphur entraron detrás de él como dos perros arrastrándose detrás de su amo—. ¡Desafiándome ante el Consejo Cerrado! ¡Diciéndome que no me meta en lo que no me importa! ¡A mí! ¿Qué sabrá ese zopenco de lo que a mí me importa o me deja de importar?
—¿Problemas con el Rey Luthar el Magnífico? —gruñó Ferro.
El mago la miró con los ojos entornados.
—Hace un año no había una cabeza más hueca en todo el Círculo del Mundo. ¡Pero basta que le metas una corona en la cabeza y que un puñado de viejos farsantes le laman el culo unas cuantas semanas para que el muy mierdas se crea que es Stolicus!
Ferro se encogió de hombros. Rey o no rey, Luthar siempre había tenido una alta opinión de sí mismo.
—Debería tener más cuidado a la hora de elegir a quien le pone una corona en la cabeza.
—Lo malo de las coronas es que tienen que ir a parar a la cabeza de alguien. Lo único que se puede hacer es tirárselas a las masas y confiar en que haya buena suerte —Bayaz miró malhumorado a Yulwei—. ¿Y tú qué, hermano? ¿Has estado paseando al otro lado de las murallas?
—Eso he hecho.
—¿Y qué has visto?
—Muerte. He visto mucha muerte. Los soldados del Emperador inundan los distritos occidentales de Adua y sus barcos estrangulan la bahía. Cada día suben más tropas desde el sur y consolidan el dominio gurko sobre la ciudad.
—Eso lo puedo saber por los cretinos del Consejo Cerrado. ¿Qué hay de Manum y sus Cien Palabras?
—¿Manum, el tres veces bendito y tres veces maldito? ¿El portentoso primer aprendiz del rey Khalul, la mano derecha de Dios? Está a la espera. Él, junto con sus hermanos y hermanas, ocupan una enorme tienda en los límites de la ciudad. Rezan por la victoria, escuchan dulces músicas, se bañan en agua perfumada, se tienden desnudos y gozan de los placeres de la carne. Esperan a que los gurkos derriben las murallas. Y se alimentan —alzó los ojos para mirar a Bayaz—. Se alimentan de día y de noche en abierto desafío a la Segunda Ley. Burlándose de la palabra solemne de Euz. Preparándose para el momento en qué vendrán a buscarte. El momento para el que Khalul los creó. También pulen sus armaduras.
—¿Si, eh? —bufó Bayaz—. ¡Malditos sean!
—Ya se han maldecido ellos solos. Pero eso a nosotros no nos sirve de nada.
—Entonces debemos hacer una visita a la Casa del Creador. Ferro levantó la cabeza. Aquella torre enorme y severa tenía algo que la había fascinado desde que llegó a Adua. Sus ojos siempre se sentían arrastrados hacia esa imponente mole que se erguía inalcanzable por encima del humo y la ira.
—¿Para qué? —preguntó Yulwei—. ¿Piensas encerrarte en su interior como hizo Kanedias hace tantos años, cuando vinimos a buscar venganza? ¿Te esconderás acurrucado en la oscuridad, Bayaz? ¿Serás tú esta vez el que se precipite al vacío y se estrelle contra el puente?
El Primero de los Magos resopló.
—Me conoces demasiado bien para decir eso. Cuando vengan a buscarme, los recibiré en campo abierto. Pero todavía quedan armas en la oscuridad. Una sorpresa o dos tomadas de la fragua del Creador para nuestros malditos amigos del otro lado de las murallas.
Yulwei parecía aún más preocupado que antes.
—¿El Divisor?
—Un filo aquí —dijo Quai en voz baja desde su rincón—, y otro en el Otro Lado.
Bayaz, como de costumbre, no le hizo caso.
—¿Atravesará una línea de cien hombres? —preguntó Yulwei.
—Conque atraviese a Manum me conformo.
Yulwei se desdobló en la silla y se puso de pie soltando un suspiro.
—Muy bien, tú guías. Entraré contigo en la Casa del Creador, por última vez.
Ferro se repasó los dientes con la lengua. La idea de entrar era irresistible.
—Yo también voy.
Bayaz la fulminó con la mirada.
—No harás tal cosa. Tú te quedarás aquí, refunfuñando. Ese ha sido siempre tu mayor talento, ¿no? Sentiría negarte la oportunidad de ejercerlo. Tú te vienes —ordenó a Quai—. ¿Y tú ya sabes lo que tienes que hacer, eh, Yoru?
—Sí, Maestro Bayaz.
—Bien —el Primero de los Magos salió de la habitación con Yulwei a su lado y el aprendiz a su espalda. Sulfur no se movió. Ferro le miró furibunda y él la contestó con una sonrisa, mientras mantenía la cabeza apoyada en los paneles de la pared y la barbilla apuntando hacia el techo moldurado.
—¿Las Cien Palabras esas no son también enemigas tuyas? —preguntó Ferro.
—Mis más profundas y acérrimas enemigas.
—¿Entonces por qué no luchas?
—Hay otras formas de luchar que no implican estar ahí fuera revolcándose en el polvo —en aquellos ojos, uno oscuro y el otro claro, había algo que a Ferro no le gustaba nada. Detrás de sus sonrisas se adivinaba algo duro y voraz—. Aunque me gustaría quedarme aquí charlando, tengo que ir a darle otro empujón a esas ruedas —y dio un par de vueltas a uno de sus dedos en el aire—. Las ruedas tienen que seguir girando, ¿eh, Maljinn?
—Pues vete —le dijo—. Yo no te lo impediré.
—Aunque quisieras no podrías. Te desearía que tuvieras un buen día, pero apuesto a que ni sabes lo que es eso —salió andando tranquilamente y cerró la puerta tras de sí.
Ferro se encontraba ya en el otro extremo de la habitación abriendo el cerrojo de la ventana. Ya había hecho una vez lo que Bayaz le había dicho y lo único que había obtenido era un año perdido. Esta vez tomaría sus propias decisiones. Echó a un lado las cortinas y salió a la terraza. Había hojas enroscadas volando por el aire y otras que se arremolinaban en los jardines de abajo en medio de la lluvia.
Una rápida inspección visual, a uno y otro lado del sendero empapado, le permitió comprobar que sólo había un guardia y que además estaba mirando en la dirección opuesta, envuelto en su capa.
A veces hay que saber aprovechar el momento.
Ferro pasó las piernas por encima de la barandilla, se preparó para el salto y luego se lanzó al vacío. Se agarró a una rama resbaladiza, se columpió hasta el tronco y luego se deslizó hasta el suelo y se agachó detrás de un seto.
Oyó unos pasos y luego unas voces. Eran Bayaz y Yulwei hablando en voz muy baja. Mierda, a esos idiotas de Magos les encantaba darle a la lengua.
—¿Y Sulfur? —le llegó la voz de Yulwei—. ¿Sigue estando contigo?
—¿Por qué no iba a estarlo?
—Sus estudios se orientaron... en una dirección bastante peligrosa. Ya te lo dije, hermano.
—Y Khalul no es tan exigente con sus servidores...
Se alejaron y Ferro dejó de oírlos. Manteniéndose agachada, avanzó apresuradamente por detrás del seto para volver a ponerse a su altura.
—...eso de adquirir otras formas, eso de cambiar de piel, no me gusta —era Yulwei quien hablaba—. Es una disciplina maldita. Ya sabes lo que opinaba Juvens al respecto.
—No tengo tiempo para preocuparme por lo que opinaba un hombre que lleva siglos en la tumba. No hay una Tercera Ley, Yulwei.
—A lo mejor debería haberla. Robar un rostro ajeno... son trucos propios de Glustrod y de sus criaturas de sangre demoníaca. Artes tomadas del Otro Lado...
—Tenemos que usar cualquier arma que podamos encontrar. No siento ninguna simpatía por Manum, pero tiene razón. Se llaman las Cien Palabras porque son cien. Nosotros sólo somos dos y el tiempo no ha sido muy amable con nosotros.
—¿Entonces por qué esperan?
—Ya conoces a Khalul, hermano. Siempre tan minucioso, tan precavido, tan reflexivo. No arriesgará a sus hijos hasta que tenga que...
Por entre los huecos de las ramas desnudas, Ferro vio pasar a los tres hombres entre los guardianes y salir por el portón que se abría en los muros del palacio. Les concedió unos momentos y luego comenzó a seguirlos, con los hombros echados hacia atrás, como si tuviera un asunto muy importante entre manos. Sintió las miradas de los hombres armados que flanqueaban la entrada, pero ya estaban acostumbrados a sus idas y venidas. Por una vez, guardaron silencio.
Entre los grandes edificios, alrededor de las estatuas, a través de los descoloridos jardines, siguió a los tres Magos y al Aprendiz por el centro del Agriont. Mantuvo la distancia ocultándose en portales, bajo un árbol, pegándose a las pocas personas que caminaban con premura por las ventosas calles. A veces, sobre los edificios de una plaza o al final de una avenida, atisbaba la cúspide de la mole de piedra de la Casa del Creador. Al principio no era más que una nebulosa silueta gris que se adivinaba a través de la llovizna, pero con cada paso que daba se volvía más oscura, más grande, más perfilada.
Los tres hombres la condujeron a un edificio destartalado con unas torretas medio derruidas que se alzaban sobre un tejado rehundido. Ferro se arrodilló y los vigiló desde una esquina, mientras Bayaz llamaba a una puerta desvencijada con la punta de su cayado.
—Me alegra que no encontraras la Semilla, hermano —dijo Yulwei mientras esperaban—. Está mejor bajo tierra.
—¿Pensarás lo mismo cuando las Cien Palabras inunden las calles del Agriont pidiendo a gritos nuestra sangre?
—Creo que Dios me perdonará. Hay peores cosas que los Devoradores de Khalul.
A Ferro se le clavaron las uñas en las palmas de las manos. En una de las mugrientas ventanas había una figura de pie que miraba a Yulwei y a Bayaz. Una figura flaca y larguirucha, con una máscara negra y el pelo corto. La misma mujer que, hacía mucho tiempo, les había seguido a Nuevededos y a ella. La mano de Ferro se dirigió por instinto hacia su espada, pero recordó que la había dejado en el palacio y se maldijo por ser tan imbécil. Nuevededos tenía razón. Nunca se tienen suficientes cuchillos.
La puerta se abrió con un temblequeo, se oyeron unos murmullos, y los dos ancianos pasaron adentro, seguidos de Quai, que caminaba con la cabeza agachada. La mujer enmascarada siguió mirándoles un momento y después se alejó de la ventana y se perdió en la oscuridad. Ferro saltó por encima de un seto mientras la puerta comenzaba a cerrarse, hizo palanca con el pie, se coló dentro de lado y se deslizó entre las sombras. Las bisagras chirriaron y la puerta se cerró.
Un largo pasillo, con cuadros polvorientos en una pared y ventanas polvorientas en la otra. Mientras caminaba, Ferro sentía un cosquilleo en la espalda. En cualquier momento esperaba oír un estrépito al que seguiría la aparición de un montón de enmascarados surgidos de entre las sombras. Pero no se oía nada excepto el eco de las pisadas de los hombres que marchaban por delante y la incauta charla de los dos ancianos.
—Este sitio ha cambiado mucho desde el día en que luchamos contra Kanedias —estaba diciendo Yulwei—. El día en que terminaron los Viejos Tiempos. Entonces llovía.
—Lo recuerdo.
—Yo yacía herido en el puente, bajo la lluvia. Les vi caer, al Creador y a su hija. Cayeron dando vueltas desde muy alto. Ahora me cuesta creer que yo sonriera al verlos. La venganza es una emoción muy pasajera. Las dudas, en cambio, nos las llevamos a la tumba.
—El tiempo nos ha traído a los dos muchas cosas de las que lamentarnos —murmuró Bayaz.
—Y con cada año que pasa son más. Pero hay algo extraño. Yo hubiera jurado que el primero en caer fue Kanedias y luego Tolomei.
—La memoria a veces nos engaña, sobre todo a los que han vivido tanto como nosotros. El Creador tiró a su hija y luego yo le tiré a él. Y así terminaron los Viejos Tiempos.
—En efecto —murmuró Yulwei—. Tanto fue lo que se perdió. Y ahora hemos llegado a esto...
Quai volvió la cabeza y Ferro se aplastó contra la pared detrás de una vitrina inclinada. Se quedó un momento mirando hacia donde estaba ella con el ceño fruncido y luego se dio la vuelta y siguió a los otros. Ferro contuvo la respiración y esperó hasta que los tres doblaron una esquina y desaparecieron de su vista.
Volvió a encontrarlos en un patio en ruinas, sofocado de hierbajos secos y sembrado de trozos de pizarra caídos desde los tejados. Un hombre con la camisa llena de manchas los estaba guiando por una larga escalera que conducía a un arco oscuro abierto en lo más alto de la muralla del Agriont. En una de sus manos nudosas tintineaba un manojo de llaves y mientras andaba musitaba algo sobre unos huevos. Una vez que entraron en la arcada, Ferro les siguió por el espacio abierto, subió las escaleras y se detuvo un poco antes de llegar arriba del todo.
—Volveremos enseguida —oyó decir a Bayaz con un gruñido—. Deje la puerta entreabierta.
—Siempre se queda cerrada con llave —contestó una voz—. Son las normas. Durante toda mi vida se ha quedado cerrada y ahora no pienso...
—¡Pues espere aquí a que volvamos! ¡Y ni se le ocurra irse a ninguna parte! ¡Tengo mejores cosas que hacer que esperar sentado en el lado equivocado de su dichosa puerta! —Giraron llaves y crujieron viejos goznes. Los dedos de Ferro agarraron una piedra suelta y la apretaron con fuerza.
El hombre de la camisa sucia ya estaba tirando de las puertas para cerrarlas cuando ella llegó a lo alto de las escaleras. El manojo de llaves tintineaba mientras lo revolvía mascullando maldiciones. Luego se oyó el golpe seco de la piedra al impactar contra su coronilla calva. El hombre gimió y se tambaleó hacia adelante. Ferro cogió el cuerpo inerte por los sobacos y lo depositó con mucho cuidado en el suelo.
Luego dejó la piedra en el suelo y, haciendo un gancho con un dedo, le quitó las llaves.
Cuando Ferro levantó la mano para empujar la puerta, le invadió una sensación extraña. Como una brisa fresca en un día de calor, un poco chocante al principio y después deliciosa. Un estremecimiento nada desagradable le recorrió la espina dorsal y le cortó el aliento. Posó una mano sobre la vetusta madera y sintió el roce cálido y acogedor de su grano. Abrió la puerta una rendija y echó un vistazo a lo que había detrás.
De la muralla del Agriont salía un puente estrecho, de no más de un paso de anchura, sin parapeto ni barandilla. Al final desembocaba en uno de los costados de la Casa del Creador, una pared vertical de roca desnuda que relucía con un brillo negro debido a la lluvia. Bayaz, Yulwei y Quai estaban de pie junto a una puerta en el otro extremo de la pasarela de piedra. Una puerta de metal oscuro en cuyo centro había grabados unos círculos brillantes. Anillos de letras que Ferro no entendía. Vio que Bayaz se sacaba algo del cuello de la camisa. Vio que los círculos empezaban a moverse, a girar cada vez más deprisa, y sintió en sus orejas los latidos de su corazón. Al cabo de un momento, las puertas se abrían sin hacer ningún ruido. Muy despacio, casi de mala gana, los tres hombres entraron en aquel cuadrado de oscuridad y desaparecieron.