Read El último argumento de los reyes Online
Authors: Joe Abercrombie
—Bien —graznó Jezal, aunque casi se atraganta al pronunciar la palabra.
Cuando rechazó tan a la ligera las condiciones del General Malzagurt no estaba muy seguro de lo qué esperaba que fuera a pasar. Había tenido la vaga idea de que alguien acudiría en su auxilio. Que se produciría algún tipo de hecho heroico. Pero aquella sangrienta batalla andaba ya bastante avanzada y no había ninguna señal de que se fuera a producir una súbita liberación. Era probable que allá abajo, entre el humo, estuvieran teniendo lugar acciones heroicas. Soldados transportando a los heridos hasta lugares seguros en medio de la oscuridad. Enfermeras cosiendo heridas a la luz de una vela en medio de horribles gritos. Ciudadanos lanzándose al interior de edificios en llamas para rescatar a niños medio asfixiados. Acciones heroicas cotidianas y sin ningún esplendor. De esas que no inciden para nada en el resultado final.
—¿Esos barcos que están en la bahía son nuestros? —preguntó en voz baja, temiéndose ya cuál iba a ser la respuesta.
—Ojalá lo fueran, Majestad. Nunca pensé que iba a decir esto, pero por mar no tenemos nada que hacer. En mi maldita vida había visto tanto barco junto. Ni aun teniendo aquí el grueso de nuestra flota, en lugar de estar transportando al ejército desde Angland, creo que pudiéramos hacer gran cosa. En esta situación, los hombres tendrán que ser desembarcados fuera de la ciudad. Es un maldito inconveniente, pero podría llegar a ser algo mucho peor. Los muelles son uno de nuestros puntos débiles. Más pronto o más tarde intentarán desembarcar allí.
Jezal contempló el agua con nerviosismo. Se imaginó a los gurkos desembarcando en masa de sus naves y accediendo directamente al corazón de la ciudad. La Vía Media atravesaba todo el centro de Adua desde la bahía hasta el Agriont. Una avenida lo bastante ancha para que toda una legión gurka pudiera recorrerla en un abrir y cerrar de ojos. Jezal cerró los suyos e intentó respirar normalmente.
Antes de la llegada de los gurkos apenas si había disfrutado de un minuto de silencio debido al ansia de sus consejeros por manifestarle sus opiniones. Y ahora, que era cuando realmente necesitaba un consejo, resultaba que el torrente se había secado. Sult aparecía pocas veces por el Consejo Cerrado, y cuando acudía era para fulminar a Marovia con la mirada. El propio Juez tampoco parecía tener mucho que ofrecer, aparte de sus lamentaciones por la difícil situación en que se hallaban. Incluso el repertorio de ejemplos históricos de Bayaz parecía haberse extinguido finalmente. Jezal se había quedado solo para cargar con la responsabilidad, y le estaba resultando demasiado pesada. Suponía que la situación era mucho más penosa para los heridos, los que se habían quedado sin techo o los que habían muerto, pero eso tampoco le servía de consuelo.
—¿Cuántos muertos llevamos ya? —preguntó casi sin querer, como un niño que se hurga una costra—. ¿Cuántos hombres hemos perdido?
—La batalla junto a la Muralla de Casamir ha sido dura. Y la lucha en los distritos ocupados todavía más. Los dos bandos han sufrido numerosas bajas. Calculo unos mil muertos de los nuestros.
Jezal ingirió un trago de saliva amarga. Pensó en los desastrados defensores que había visto cerca de la puerta occidental, en una plaza que en esos momentos estaría ya ocupada por las legiones gurkas. Gente normal y corriente que le habían mirado con esperanza y con orgullo. Luego intentó representarse mentalmente la imagen de un millar de cadáveres. Se imaginó cien cadáveres en fila. Y luego diez filas iguales a ésa, amontonadas una encima de otra. Mil. Se mordió la uña del dedo pulgar, que ya estaba casi en carne viva.
—Y muchos más heridos, naturalmente —añadió Varuz hurgando en la herida—. Apenas disponemos de espacio para ellos. Dos distritos están ya parcialmente ocupados por los gurkos y las bombas incendiarias del enemigo alcanzan casi el centro de la ciudad —la lengua de Jezal rebuscó aquel hueco que tenía en su dentadura y que aún le seguía doliendo. Recordó su propio dolor cuando atravesaba la inacabable llanura bajo un cielo implacable. Las terribles punzadas que le atravesaban la cara mientras las ruedas del carro chirriaban y pegaban sacudidas.
—Que se abra el Agriont a los heridos y a los sin techo. Ahora que no tiene alojado al ejército, hay mucho sitio libre. Los barracones pueden acoger a miles de personas y hay provisiones en abundancia.
Bayaz estaba meneando su calva cabeza.
—Es un riesgo. No podemos saber a quiénes estaríamos dejando entrar. Espías gurkos. Agentes de Khalul. No todo el mundo es lo que parece.
Jezal apretó los dientes.
—Estoy dispuesto a correr ese riesgo. ¿Soy el rey o no soy el rey?
—Lo sois —rezongó Bayaz—. Y haríais bien en comportaros como tal. En estos momentos no estamos para sentimentalismos.
El enemigo se está acercando a la Muralla de Arnault. Es muy posible que algunas de sus posiciones se encuentren ya a menos de dos kilómetros de donde estamos ahora.
—¿Dos kilómetros? —murmuró Jezal volviendo a mirar con nerviosismo hacia el oeste. La línea de la Muralla de Arnault se distinguía con nitidez entre los edificios, una barrera que, vista desde allí, parecía extremadamente frágil y alarmantemente próxima. De repente sintió miedo. No esa preocupación culposa que sentía por aquellas personas hipotéticas que estaban allá abajo, en medio de la humareda, sino un miedo muy real y personal, el miedo de perder su propia vida. El mismo que había sentido entre las piedras, cuando los dos guerreros avanzaron hacia él con miradas asesinas. Tal vez había sido un error no abandonar la ciudad cuando aún estaba a tiempo. Tal vez todavía estuviera de tiempo de...
—¡Resistiré o caeré junto a las gentes de la Unión! —gritó, tan furioso consigo mismo por su cobardía como lo estaba con el Mago—. ¡Si ellos están dispuestos a morir por mí, yo estoy dispuesto a morir por ellos! —giró un hombro hacia Bayaz y se apresuró a apartar la vista—. Abra el Agriont, Mariscal Varuz. Y puede llenar de heridos el palacio, si es preciso.
Varuz miró de soslayo a Bayaz y a continuación hizo una rígida reverencia al Rey.
—Se montarán hospitales en el Agriont, Majestad, y los cuarteles se abrirán al pueblo. Pero creo que quizá sea mejor mantener de momento cerrado el palacio, por si las cosas fueran a peor.
Jezal no podía ni pensar en cómo serían las cosas si fueran a peor.
—Bien, bien. Ocúpese de dar las órdenes pertinentes —cuando se volvió y apartó de la vista la ciudad calcinada para dirigirse a la escalera tuvo que secarse una lágrima. El humo, claro. Había sido por el humo.
La Reina estaba sola, mirando por la ventana de su amplio dormitorio.
La Condesa Shalere seguía rondando por el palacio, pero al menos había aprendido a mantener su desprecio fuera de la vista de Jezal. Terez había devuelto a Estiria al resto de sus damas de honor antes de que los gurkos bloquearan el puerto. A Jezal le hubiera gustado haber devuelto con ellas a la Reina, pero, desgraciadamente, eso no podía hacerlo.
Terez ni miró en su dirección cuando cerró la puerta. Jezal tuvo que reprimir un suspiro mientras atravesaba la habitación, con las botas embarradas a causa de la lluvia y la piel grasienta debido al hollín que flotaba en el aire.
—Lo estáis ensuciando todo —dijo Terez sin volver la vista, pero con el mismo tono gélido de costumbre.
—La guerra es una cosa muy sucia, amor mío —vio como un lado de su cara hacía una mueca de asco cuando él pronunció esas dos últimas palabras y no supo si echarse a reír o a llorar. Se dejó caer pesadamente en la silla que había frente a su esposa, sin tocar sus botas, sabiendo de antemano que aquello la enfurecería. Nada de lo que hiciera él dejaría de enfurecerla.
—¿Es necesario que os acerquéis a mí en ese estado? —le chilló.
—¡Es que no puedo estar en otro sitio! Después de todo, sois mi mujer.
—No por mi gusto.
—Yo tampoco me casé por mi gusto, pero estoy dispuesto a poner al mal tiempo buena cara. ¡Tal vez no lo creáis, pero hubiera preferido casarme con alguien que no me detestara! —Jezal se metió una mano entre el pelo y, aunque con cierta dificultad, consiguió controlar su ira—. Pero no nos peleemos, os lo ruego. Bastante tengo ya con luchar ahí afuera. ¡Es más de de lo que uno puede soportar! ¿No podríamos por lo menos... tratarnos con un poco de cortesía?
Ella le contempló, pensativa, unos instantes.
—¿Cómo podéis? —preguntó.
—¿Cómo puedo el qué?
—Seguir intentándolo.
Jezal se aventuró a esbozar una sonrisa.
—Ya que no otra cosa, esperaba que al menos pudierais admirar mi constancia —ella no sonrió, pero a Jezal le pareció advertir que el rictus de sus labios se suavizaba un poco. No se atrevía a suponer que por fin su mujer estaba empezando a descongelarse, pero estaba dispuesto a agarrarse al menor atisbo de esperanza.
Aunque no fueran tiempos en los que abundara precisamente la esperanza. Se inclinó hacia ella y la miró fijamente a los ojos—. Habéis dejado bien claro que me tenéis en muy poca estima, y supongo que tenéis razón. Yo también me tengo en muy poca, creedme. Pero estoy intentando... intentando con todas mis fuerzas... ser un hombre mejor.
En la boca de Terez se dibujó una especie de sonrisa triste, pero sonrisa al fin y al cabo. Para gran sorpresa de Jezal, extendió un brazo y posó tiernamente una mano en su mejilla. Se le cortó la respiración y sintió un hormigueo en el trozo de piel en que ella tenía posados los dedos.
—¿Por qué no os dais cuenta de que os desprecio? —le preguntó. Jezal sintió que le envolvía una oleada de frío—. Lo desprecio todo en vos. Vuestro aspecto, vuestro tacto, el sonido de vuestra voz. Desprecio este lugar y a sus gentes. Cuanto antes acabe quemado hasta los cimientos por los gurkos, más me alegraré —apartó la mano, se volvió a la ventana y la luz espejeó sobre su perfecto perfil.
Jezal se puso lentamente de pie.
—Voy a buscar otra habitación donde dormir esta noche. En esta hace demasiado frío.
—Por fin.
Puede ser una terrible maldición para un hombre conseguir lo que siempre ha soñado. Si el deslumbrante premio resulta ser al final una insulsa baratija, ni siquiera le quedará el consuelo de sus propios sueños. Todo lo que Jezal había creído desear: fama, poder, el boato de la grandeza... no eran más que polvo. Lo único que ahora deseaba era que las cosas fueran como habían sido antes de que le pertenecieran. Pero ya no había marcha atrás. Ni la habría nunca.
Realmente no tenía nada más que decir. Dio media vuelta con rigidez y se dirigió con paso fatigado hacia la puerta.
Cuando el combate acaba, si sigues con vida, te pones a cavar. A cavar las tumbas de tus camaradas muertos. Una última muestra de respeto, aunque a lo mejor no se lo tuvieras en vida. Cavas todo lo hondo que te apetezca, los tiras dentro, y allí se pudren y son olvidados. Es lo que siempre se ha hecho.
Habría que cavar mucho cuando terminara la batalla. Mucho por ambas partes.
Habían pasado doce días desde que empezó a caer fuego. Desde que la ira de Dios empezó a llover sobre aquellos arrogantes pálidos y convirtió su orgullosa ciudad en unas ruinas calcinadas. Doce días desde que empezaron las matanzas: en las murallas, en las calles, en las casas. Durante doce días, a la fría luz del sol, bajo los salivazos de la lluvia, entre el huno asfixiante, y durante otras doce noches, a la luz oscilante de los fuegos, Ferro había estado metida en lo más reñido del combate.
Sus botas restallaban sobre las pulidas baldosas, dejando a su paso huellas negras en el inmaculado vestíbulo. Ceniza. Los dos distritos en donde se combatía con furor estaban ahora cubiertos de ella. Se había mezclado con la lluvia y había formado una pasta pegajosa, como una especie de pegamento negro. Los edificios que seguían en pie, los esqueletos calcinados de los que habían caído, las personas que mataban o las que habían muerto, todo estaba recubierto de aquella pasta.
Los ceñudos guardias y los acogotados sirvientes ponían mala cara al fijarse en ella y en las marcas que iba dejando, pero nunca le había importado lo que pensaran y no iba a empezar a importarle ahora. Pronto iban a tener tanta ceniza que no iban a saber qué hacer con ella. Toda la ciudad sería ceniza, si los gurkos se salían con la suya.
Y cada vez parecía más probable que fuera así. Todos los días y todas las noches, por mucho que se esforzaran los defensores, por muchos muertos que quedaran entre las ruinas, las tropas del Emperador se internaban un poco más en la ciudad.
En dirección al Agriont.
Cuando llegó ella, Yulwei estaba sentado en la espaciosa cámara, encogido en una silla que había en un rincón, con las pulseras caídas al extremo de sus brazos, que colgaban fláccidos a los lados. La calma que siempre parecía envolverle como una manta vieja había desaparecido. Se le veía preocupado y fatigado; sus ojos estaban rehundidos en sus órbitas. Un hombre que miraba a la derrota a la cara. Un aspecto con el que Ferro había empezado a familiarizarse en el curso de los últimos días.
—Ferro Maljinn vuelve del frente. Siempre dije que matarías al mundo entero si pudieras, y ahora has tenido la oportunidad. ¿Te gusta la guerra, Ferro?
—Lo suficiente —arrojó el arco sobre una mesa impoluta, se sacó la espada del cinto y se desprendió de la aljaba sacudiendo un hombro. Sólo le quedaban unas pocas flechas. Había dejado la mayor parte de las que faltaban incrustadas en cuerpos gurkos en las ruinas ennegrecidas de las afueras de la ciudad.
Pero Ferro no conseguía que le saliera una sonrisa.
Matar gurkos era como comer miel. Basta con probar un poco para ansiar más. Pero si comías en exceso acababas empachada. Los cadáveres siempre le habían parecido una recompensa muy pobre en comparación con el esfuerzo que costaba hacer que un hombre se convirtiera en eso. Pero ahora ya no se podía parar.
—¿Estás herida?
Ferro apretó la mugrienta venda que le rodeaba el brazo y vio cómo la sangre empapaba el tejido gris. No le dolía.
—No —repuso.
—Todavía estás a tiempo, Ferro. No tienes por qué morir en este lugar. Lo mismo que te traje, te puedo volver a sacar de aquí. Yo voy donde quiero y me llevo conmigo a quien quiero. Si dejas de matar ya, ¿quién sabe? A lo mejor Dios guarda todavía un lugar para ti en el cielo.
Ferro se estaba empezando a cansar de las prédicas de Yulwei. Ella y Bayaz podían no fiarse ni un ápice el uno del otro, pero al menos se entendían. Yulwei no entendía nada.