Read El último argumento de los reyes Online
Authors: Joe Abercrombie
Se encontró caído de bruces en el suelo con la boca llena de porquería. Levantó la cabeza y, bamboleándose como un borracho, consiguió ponerse a cuatro patas mientras el viento rugía en sus oídos y la arenilla que volaba por el aire le picoteaba la cara. Estaba tan oscuro como si fuera el anochecer. El torbellino de desperdicios batía contra el suelo, contra los edificios, contra los hombres que, olvidada ya hace tiempo cualquier idea de lucha, se apiñaban como ovejas tirados boca abajo en el suelo, los vivos mezclados con los muertos. La Torre de las Cadenas estaba cubierta de escombros; las pizarras se desprendían de los armazones de madera y luego los propios armazones eran absorbidos por la tormenta. Una viga gigantesca se estampó contra el suelo y salió dando vueltas sobre sus extremos, apartando cadáveres de su camino, para estrellarse finalmente contra el muro de una casa, cuyo tejado se hundió hacia dentro.
West, totalmente indefenso, tembló, y de sus ojos escocidos cayeron lágrimas ardientes. ¿Iba a ser así como llegara su hora? No cubierto de sangre y de gloria encabezando una carga insensata, como el General Poulder. No muriendo en silencio en medio de la noche, como el Mariscal Burr. Ni siquiera encapuchado en el cadalso para pagar por el asesinato del Príncipe Ladisla.
No. Iba a morir aplastado al azar por una viga gigante caída del cielo.
—¡Perdóname! —le susurró a la tempestad.
Vio como el negro perfil de la Torre de las Cadenas oscilaba. Lo vio inclinarse hacia afuera. Una lluvia de piedras cayó sobre el fango del foso y, luego, el edificio entero se tambaleó y comenzó a derrumbarse con absurda lentitud atravesando el azote de la tormenta en dirección a la ciudad.
Al caer se rompió en monstruosos pedazos que se precipitaron sobre las casas, aplastando como hormigas a las aterradas gentes que había dentro y lanzando mortíferos proyectiles en todas direcciones.
Y eso fue todo.
Ya no había edificios alrededor del espacio que ocupara la que hace no mucho aún era la Plaza de los Mariscales. Las burbujeantes fuentes, las majestuosas estatuas de la Vía Regia, los palacios llenos de pálidos.
Todo había quedado borrado de un plumazo.
La cúpula dorada se había desgajado de la Rotonda de los Lores y se había hecho añicos. Los muros del Cuartel General del Ejército eran un montón de ruinas. El resto de los imponentes edificios habían sido arrasados hasta los cimientos y lo único que quedaba de ellos eran unos simples muñones destrozados. Todo se había disuelto ante los ojos llorosos de Ferro. Todo había sido absorbido por la voracidad de aquella informe masa giratoria que aullaba alrededor del Primero de los Magos y que se alzaba desde el suelo al firmamento.
—¡Sí! —por encima del estruendo de la tormenta le llegó la jubilosa carcajada del Mago—. ¡Soy más grande que Juvens! ¡Más grande que el mismísimo Euz!
¿En esto consistía la venganza? ¿Necesitaría mucho más de esto para sentirse plena por dentro? Ferro se preguntó en silencio cuánta gente habría refugiada en todos esos edificios que habían desaparecido. El débil resplandor de la Semilla comenzó a ascender por su hombro, le alcanzó el cuello y luego la absorbió por completo.
El mundo quedó en silencio.
A lo lejos continuaba la destrucción, pero ahora era algo borroso, cuyos ruidos le llegaban muy amortiguados, como a través del agua. Su mano había llegado más allá de los límites del simple frío. Su brazo se había quedado entumecido hasta la altura del hombro. Vio a Bayaz sonriendo con los brazos en alto. El azote del viento, como un muro en constante movimiento, seguía rodeándoles.
Pero ahora dentro de él había formas.
Mientras el resto del mundo se volvía cada vez más difuso, las formas iban cobrando por momentos mayor nitidez. Finalmente se congregaron en el perímetro externo del más exterior de los círculos. Sombras. Espectros. Una masa hambrienta.
—Ferro... —le llegaron sus voces susurrantes.
En los jardines se había levantado de pronto una tormenta, más repentina aún que las de las Altiplanicies. La luz se había ido y luego habían empezado a caer cosas del cielo oscurecido. El Sabueso ni sabía de dónde venían ni le importaba. Tenía preocupaciones más graves.
Arrastraron a los heridos hasta una puerta alta. Unos resollaban, otros gemían y algunos, lo que era mucho peor, no decían nada. Fuera quedaron dos hombres que habían vuelto al barro. No tenía sentido malgastar fuerzas con una gente por la que ya no se podía hacer nada.
Logen agarraba a Hosco por las axilas y el Sabueso por las botas. A excepción de una pequeña mancha de sangre que tenía en los labios, su cara estaba blanca como la tiza. Bastaba mirársela para darse cuenta de que estaba muy mal, aunque él no se quejaba. Hosco Harding no era de los que se quejaba. Si lo hubiera hecho, lo más seguro es que el Sabueso ni se lo hubiera creído.
Le tendieron en el suelo, en un rincón en penumbra al otro lado de la puerta. El Sabueso oía el repiqueteo de las cosas que golpeaban en las ventanas, ruidos sordos que llegaban del césped de fuera, traqueteos que parecían provenir del tejado. Trajeron más heridos: hombres con brazos y piernas fracturados y otros con cosas bastante peores. Luego entró Escalofríos, con el hacha tinta en sangre en una mano y el brazo del escudo colgando inerte al costado.
El Sabueso no había visto nunca un vestíbulo así. Tenía un suelo de piedra verde y blanca muy pulimentado y con un brillo cristalino. De las paredes colgaban unos cuadros enormes. El techo estaba recubierto de unas hojas y unas flores tan primorosamente talladas que parecían reales, si no fuera por el oro del que estaban hechas, que refulgía en medio de la penumbra iluminado por la tenue luz que entraba por las ventanas.
Los hombres se inclinaban sobre los compañeros heridos, ofreciéndoles agua y palabras de consuelo, o entablillando algún que otro brazo. Logen y Escalofríos, sin embargo, se limitaban a permanecer de pie mirándose a la cara. No era una mirada de odio exactamente. Pero tampoco de respeto. Al Sabueso le resultaba muy difícil determinar qué había en aquella mirada y en realidad ni siquiera le importaba.
—¿Se puede saber qué demonios haces? —le espetó—. ¡Creía que ahora eras tú el jefe! ¡Vaya un ejemplo!
Logen le devolvió la mirada y sus ojos brillaron en medio de la penumbra.
—Tengo que ayudar a Ferro —musitó casi para sí mismo—. Y también a Jezal.
El Sabueso le miró fijamente.
—¿Qué tienes que ayudar a quién? ¡Aquí dentro hay gente de carne y hueso que necesita ayuda!
—Nunca se me ha dado bien cuidar de los heridos.
—¡No, sólo crearlos! Si tienes que irte, Sanguinario, vete ya de una vez.
El Sabueso vio el gesto de dolor que hizo Logen al oír aquel nombre. Retrocedió de espaldas, con una mano apretada al costado y la otra agarrada con fuerza a la empuñadura ensangrentada de su espada, y luego se dio la vuelta y salió del fastuoso vestíbulo.
—Duele —dijo Hosco cuando el Sabueso se sentó junto a él.
—¿Qué te duele?
La boca ensangrentada de Hosco esbozó una sonrisa.
—Todo.
—Bueno, pues... —el Sabueso le levantó la camisa. Tenía hundida la mitad del pecho y un gran moraron azul y negro se extendía sobre su cuerpo como una mancha de alquitrán. Costaba trabajo creer que un hombre pudiera seguir respirando con una herida así—. Ah... —masculló sin la menor idea de por dónde empezar.
—Creo que... se acabó.
—¿Cómo? ¿Por esto? —el Sabueso intentó sonreír, pero le fue imposible—. Pero si no es más que un simple arañazo.
—¿Un arañazo, eh? —Hosco intentó levantar la cabeza, hizo un gesto de dolor y la dejó caer casi sin aliento. Luego abrió mucho los ojos—. Ese techo es una maravilla.
El Sabueso tragó saliva.
—Sí, supongo.
—Debí morir hace mucho tiempo, cuando luché con Nuevededos. Lo demás ha sido una propina. Pero me alegro de que fuera así, Sabueso... Siempre disfruté con... nuestras charlas.
Cerró los ojos y dejó de respirar. Hosco Harding nunca había hablado mucho. Era famoso por ello. Ahora quedaría en silencio para siempre. Una muerte absurda, muy lejos de su tierra. No había muerto por nada en lo que creyera, o que entendiera, o que le pudiera reportar algún beneficio. Una pérdida inútil. Pero el Sabueso había visto a mucha gente volver al barro y nunca había visto nada bueno en ello. Respiró hondo y clavó la vista en el suelo.
El solitario farol proyectaba inquietantes sombras sobre la dura piedra y el yeso descascarillado del vestíbulo. Reducía las figuras de los mercenarios a siniestros perfiles y convertía las caras de Cosca y de Ardee en máscaras desconocidas. La oscuridad parecía condensarse en las pesadas piedras del arco y alrededor de la puerta que enmarcaba: antigua, nudosa, granulada y tachonada con remaches de hierro.
—¿Qué es lo que le hace gracia, Superior?
—Ya había estado aquí antes —murmuró Glokta—. Justo en este mismo lugar. Con Silber —extendió la mano y acarició con las yemas de los dedos el picaporte de hierro—. Tuve la mano posada sobre el cerrojo... pero no entré.
Qué ironía. Nos pasamos siglos buscando las respuestas en los lugares más lejanos y resulta que al final casi siempre las tenemos junto a la punta de los dedos
.
Un escalofrío recorrió su espalda contrahecha cuando se inclinó sobre la puerta. Oía algo a lo lejos, una voz apagada que hablaba en una lengua para él desconocida,
¿El Adepto Demoníaco invocando a los moradores del abismo?
Se humedeció los labios; aún seguía muy fresca en su memoria la imagen de los restos congelados del Juez Marovia.
Por muchas ganas que tengamos de conceder a nuestras preguntas un merecido descanso, sería precipitado lanzarse de cabeza. Muy precipitado
.
—Superior Goyle, ya que nos ha conducido hasta aquí, ¿tendría la bondad de ir por delante?
—¿Glub? —balbuceó Goyle a través de la mordaza, abriendo todavía más sus ojos saltones.
Cosca agarró del cuello al Superior de Adua, cogió el picaporte de hierro con la otra mano, abrió de golpe la puerta y aplicó una bota a las posaderas de Goyle, que se precipitó hacia delante profiriendo unos sonidos ininteligibles. Desde el otro lado de la puerta, junto a la salmodia, que ahora sonaba más alta y más áspera, surgió el chasquido metálico de una ballesta.
¿Qué hubiera dicho el Coronel Glokta? ¿Adelante, muchachos, hacia la victoria?
Glokta traspasó la puerta, estuvo a punto de tropezar con su propio pie en el umbral y luego se quedó quieto mirando sorprendido a su alrededor. Ante sus ojos tenía un enorme salón circular abovedado, cuyas paredes en penumbra estaban decoradas con un enorme y muy detallado mural.
Que me resulta desagradablemente familiar
. Una representación de Kanedias, el Maestro Creador, de un tamaño cinco veces superior al natural, se erguía sobre la cámara con los brazos en cruz y unas llamas carmesíes, anaranjadas y blancas a su espalda. En la pared contraria, su hermano Juvens yacía en la hierba bajo un frondoso árbol, desangrándose a través de sus múltiples heridas. Entre los dos hombres, los magos, seis a un lado y cinco al otro, marchaban camino de su venganza con el calvo Bayaz a la cabeza.
Sangre, fuego, muerte, venganza. Nada más indicado, dadas las circunstancias
.
Toda la extensión del suelo estaba cubierta por un intrincado diseño que parecía haber sido trazado con obsesiva meticulosidad. Círculos insertos en otros círculos, extrañas formas y símbolos que configuraban un motivo de enorme complejidad dibujado con nítidas líneas de polvo blanco.
Sal, si no me equivoco
. A una o dos zancadas de la puerta, junto al borde del círculo más externo, Goyle yacía de bruces en el suelo con las manos atadas por detrás. Por debajo de él brotaba sangre y la punta de una flecha asomaba por su espalda.
Dónde debería estar su corazón. Órgano que yo nunca hubiera considerado su punto débil
.
Cuatro de los Adeptos de la Universidad estaban de pie con unos gestos que reflejaban diversos grados de estupefacción. Tres de ellos, Chayle, Denka y Kandelau, sostenían en ambas manos unas velas cuyas mechas chisporroteantes despedían un fétido olor a muerto. Saurizin, el Adepto Químico, agarraba una ballesta descargada. Las caras de los ancianos, iluminadas desde abajo con un bilioso color amarillento, eran una auténtica caricatura del miedo.
En el otro extremo de la habitación, de pie detrás de un atril, Silber miraba con intensa concentración un voluminoso libro a la luz de una sola lámpara. Uno de sus dedos recorría la página produciendo un leve silbido y sus finos labios se movían sin cesar. Incluso a esa distancia, y a pesar de que la habitación estaba helada, Glokta advirtió que por su cara resbalaban gruesas gotas de sudor. A su lado, enfundado en su inmaculada capa blanca, dolorosamente tieso y lanzando puñaladas hacia el fondo de la sala con sus acerados ojos azules, estaba el Archilector Sult.
—¡Glokta, maldito tullido de mierda! —bramó—. ¿Qué rayos hace usted aquí?
—Yo podría hacerle la misma pregunta, Eminencia —y señaló con el bastón la escena que tenía delante—. Aunque las velas, los libros antiguos, las salmodias y los círculos de sal dejan bastante a las claras de qué va el juego, ¿no?
Un juego que de repente me resulta un tanto infantil. Durante todo este tiempo, mientras yo me abría paso torturando sederos, mientras yo me jugaba la vida en Dagoska, mientras yo hacía chantaje para conseguir votos en su nombre, ¿usted se dedicaba... a esto?
Sult, no obstante, parecía tomárselo muy en serio.
—¡Lárguese de aquí, maldito idiota! ¡Ésta es nuestra última oportunidad!
—¿Esto? ¿De veras? —Cosca estaba entrando ya por la puerta, seguido por sus mercenarios enmascarados. Los ojos de Silber seguían fijos en el libro, sus labios seguían moviéndose y su cara estaba cada vez más bañada de sudor. Glokta frunció el ceño—. Que alguien le haga callar.
—¡No! —gritó Chayle con el horror reflejado en su minúsculo rostro—. ¡No interrumpa el conjuro! ¡Es una operación muy peligrosa! Las consecuencias podrían ser... podrían ser...
—¡Catastróficas! —chilló Kandelau. A pesar de todo, uno de los mercenarios dio un paso adelante para dirigirse al centro de la sala.
—¡No pise la sal! —aulló Denka mientras la vela que sostenía su mano temblorosa arrojaba cera al suelo—. ¡Por lo que más quiera, no la pise!