Read El último argumento de los reyes Online
Authors: Joe Abercrombie
—¡No
!
Ferro agarró a ciegas la tapa.
—¡Que os jodan! —gritó.
Y con su último gramo de fuerza, cerró la caja.
Logen se apoyó en el parapeto de una de las torres que se alzaban a los lados del palacio, y, frunciendo el ceño, se puso de cara al viento. Lo mismo que había hecho, en un tiempo que ahora le parecía infinitamente lejano, en la Torre de las Cadenas, Entonces había contemplado fascinado la interminable ciudad mientras se preguntaba si alguna vez había soñado que existiera una creación humana tan hermosa, tan soberbia, y tan indestructible como el Agriont.
Por los muertos, cómo cambian los tiempos.
Enormes cascotes se diseminaban por el espacio verde del parque, los árboles estaban partidos, la hierba arrancada y la mitad del lago había perdido su agua y se había convertido en una ciénaga. En su extremo occidental todavía se mantenía en pie una fila de edificios blancos, aunque con los vanos de sus ventanas vacíos. Los que se veían un poco más al oeste ya no tenían tejados y las vigas colgaban al descubierto. Y los de un poco más lejos tenían los muros destrozados y apenas eran otra cosa que unos cascarones repletos de escombros.
Más allá, ya no había nada. El gran salón de la cúpula dorada había desaparecido. La plaza donde Logen había visto el Certamen de esgrima había desaparecido. La Torre de las Cadenas, la poderosa muralla que se extendía a sus pies, los magníficos edificios por los que Logen había huido con Ferro. Todo había desaparecido.
El extremo occidental del Agriont era un círculo colosal de destrucción en el que sólo quedaban hectáreas y hectáreas de ruinas y escombros. Más allá, cubierta de negras cicatrices, se extendía la ciudad, desde la que aún se alzaban columnas de humo de incendios no apagados y de los restos de barcos que flotaban a la deriva en la bahía. Por encima de aquel panorama desolador, la adusta mole negra de la Casa del Creador se erguía indiferente e intacta bajo un amenazador mar de nubes.
Mientras permanecía ahí de pie, Logen se rascaba las cicatrices de la cara una y otra vez. Le dolían sus heridas. Y eran muchas. No había ni un solo centímetro de su cuerpo que no estuviera maltrecho y amoratado, rajado y desgarrado. Restos del combate con el Devorador, de la batalla al otro lado del foso, del duelo con el Temible, de los siete días de matanzas en las Altiplanicies. De cientos de combates, escaramuzas y antiguas campañas. Demasiadas cosas para poder recordarlas todas. Se sentía tan cansado, tan dolorido, tan enfermo...
Bajó la vista, y al ver sus manos apoyadas en el parapeto, torció el gesto. La piedra desnuda le devolvía la mirada a través del hueco que había dejado su dedo del medio. Seguía siendo Nuevededos. El Sanguinario. Un hombre hecho de muerte, como dijo Bethod. Ayer había estado a punto de matar al Sabueso, lo sabía. Su más viejo amigo. Su único amigo. Había levantado su espada, y sólo un golpe del destino impidió que lo hiciera.
Se acordó de la vez que estuvo en uno de los costados de la Gran Biblioteca del Norte, contemplando el valle vacío y el lago cristalino que se desplegaba a sus pies como un enorme espejo. Recordó que mientras sentía la caricia del viento en su cara recién afeitada se preguntó si un hombre podía cambiar.
Ahora ya sabía la respuesta.
—¡Maese Nuevededos!
Logen se volvió con rapidez y silbó entre dientes al sentir que le ardían las cicatrices de la cara. El Primero de los Magos apareció en la puerta y salió al aire libre. De alguna manera, había cambiado. Parecía joven. Incluso más joven que cuando Logen le conoció. Sus movimientos eran ahora más ágiles y sus ojos más brillantes. Hasta le pareció distinguir algunos pelos negros en la barba gris que rodeaba su amistosa sonrisa. La primera sonrisa que Logen veía desde hacía mucho tiempo.
—¿Está herido?
Logen sorbió con amargura entre dientes.
—No es la primera vez.
—Pero eso no hace que sea menos doloroso —Bayaz posó sus manos carnosas en la piedra al lado de las de Logen y contempló alegremente el paisaje. Como si en lugar de un campo de ruinas fuera un campo de flores—. No esperaba volver a verle tan pronto. Ni habiendo prosperado tanto. Tengo entendido que por fin saldó sus viejas cuentas. Derrotó a Bethod y, según he oído, le arrojó desde lo alto de su propia muralla. Un exquisito detalle. Siempre pensando en la canción que se cantará luego, ¿eh? Y no contento con eso, después ocupó su puesto. El Sanguinario, Rey de los Hombres del Norte. Quién lo iba a imaginar.
Logen frunció el ceño.
—No fue así como ocurrió.
—Bueno, qué importan los detalles. El resultado es el mismo, ¿no? Por fin reina la paz en el Norte. Ocurriera lo que ocurriera, le felicito.
—Bethod me estuvo contando algunas cosas.
—¿Ah, sí? —dijo Bayaz con tono despreocupado—. A mí su conversación siempre me resultó un tanto aburrida. Siempre hablaba de sí mismo, de sus planes, de sus logros. Es muy cansado que un hombre nunca piense en los demás. Y muy descortés.
—Me dijo que si no me mató fue por usted. Que negoció con él para salvarme la vida.
—Cierto, he de confesarlo. Me debía un favor y su vida fue el precio que le exigí. Me gusta ser previsor. Ya entonces sabía que un día podía necesitar a un hombre capaz de hablar con los espíritus. Que ese hombre resultara ser además un estupendo compañero de viaje fue un inesperado premio.
Logen se dio cuenta de que estaba hablando con los dientes apretados.
—No hubiera estado mal haberlo sabido.
—Nunca me lo preguntó, Maese Nuevededos. Si no recuerdo mal, usted no quiso conocer mis planes, y yo, por mi parte, no quería que se sintiera en deuda conmigo. No me parece que decirle a un hombre que le has salvado la vida sea una buena manera de iniciar una amistad.
Como siempre ocurría con Bayaz, todo lo que decía resultaba bastante razonable, pero haber sido canjeado, como si fuera un cebón, le dejaba un regusto amargo.
—¿Dónde está Quai? Me gustaría...
—Muerto —Bayaz pronunció la palabra con un tono acerado y afilado como un cuchillo—. Una pérdida que ambos sin duda lamentamos.
—¿De vuelta al barro? —Logen recordó el esfuerzo que había hecho por salvarle la vida. Los kilómetros que había recorrido bajo la lluvia para intentar actuar correctamente. Todo inútil. Quizá debió de sentirlo más. Pero era difícil con tanta muerte por todas partes. Logen se sentía insensibilizado. O a lo mejor es que en realidad le importaba un carajo. No era fácil saberlo—. De vuelta al barro —dijo de nuevo, en voz baja—. Pero eso no le impide a usted seguir adelante, ¿no?
—Por supuesto que no.
—En eso consiste sobrevivir. Se recuerda a los muertos, se dicen unas palabras en su memoria y luego se sigue adelante confiando en que las cosas vayan a mejor.
—Cierto.
—Hay que ser realista.
—Sin duda.
Logen se frotó el costado dolorido con una mano a ver si así conseguía sentir algo. Pero sentir tan sólo un poco más de dolor no servía de nada.
—Ayer perdí a un amigo.
—Fue una jornada sangrienta. Pero victoriosa.
—¿Ah, sí? ¿Para quién? —veía a la gente que pululaba como insectos entre las ruinas buscando supervivientes y encontrando muertos. Dudaba que ninguno de ellos se sintiera victorioso en este momento. Él, desde luego, no se sentía así—. Debería estar con los míos —dijo en voz baja. Pero no se movió—. Ayudando a enterrar a los muertos. Ayudando a los heridos.
—Y sin embargo está aquí, mirando desde arriba —la mirada de los ojos verdes de Bayaz tenía la dureza de una piedra. Una dureza que Logen había advertido desde el primer momento pero de la que se había olvidado. Como si, por alguna razón, hubiera optado por no tenerla en cuenta—. Comprendo muy bien cómo se siente. Pero la capacidad de curar es cosa de jóvenes. Con la edad uno descubre que cada vez tiene menos paciencia con los heridos —enarcó las cejas y se volvió para contemplar el terrible panorama—. Yo ya soy muy viejo.
Levantó un puño para llamar con los nudillos, pero se detuvo, y nervioso, se frotó la palma de la mano con los dedos.
Recordaba su olor agridulce, la fuerza de sus manos, la forma de sus cejas a la luz del fuego. Recordaba su calor, cuando se apretaba de noche contra él. Sabía que entre ellos había habido algo bueno, aunque todas las palabras que dijeron hubieran sido duras. Hay personas a las que no les salen las palabras suaves, por mucho que lo intenten. No se hacía demasiadas ilusiones, por supuesto. Un hombre como él estaba mejor sin ellas. Pero no puedes sacar algo de donde no has metido nada.
De modo que Logen apretó los dientes y llamó. No hubo respuesta. Se mordió el labio y volvió a llamar. Nada. Frunció el ceño, inquieto, y perdiendo la paciencia de pronto, retorció el pomo y abrió la puerta de un empujón.
Ferro se dio la vuelta. Su ropa estaba arrugada y sucia, incluso más que de costumbre. Tenía los ojos muy abiertos, casi desorbitados, y los puños apretados. Pero su cara expresó desilusión al comprobar quién era, y a él se le cayó el alma a los pies.
—Soy yo, Logen.
—Hummm —gruñó ella, y con un gesto brusco volvió la cabeza y se puso a mirar por la ventana con el ceño fruncido. Logen se acercó un par de pasos y ella se volvió de golpe.
—¡Allí!
—¿Allí qué? —preguntó Logen desconcertado.
—¿No oyes?
—¿Si no oigo qué?
—¡A ellos, idiota! —y se acercó a una pared y se pegó a ella.
Logen no había estado muy seguro de cómo iba a ir la visita. Con ella nunca se podía estar seguro de nada, eso ya lo sabía. Pero no se había esperado esto. En fin, habría que seguir tirando del carro. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Ahora soy Rey —soltó con un resoplido—. Rey de los Hombres del Norte, ¿te lo puedes creer? —pensó que se iba a reír, pero ella siguió escuchando pegada a la pared—. Luthar y yo. Los dos somos reyes. ¿Se te ocurren dos cabrones más inútiles para ponerles una corona? —ninguna respuesta.
Logen se humedeció los labios. Al parecer, no le iba a quedar más remedio que ir directamente al grano.
—Ferro, las cosas entre nosotros acabaron de una manera que... bueno... —dio un paso hacia ella. Luego otro—. Ojalá no hubiera... No sé... —le puso una mano en el hombro—. Ferro... estoy intentando decirte...
Ella se volvió de golpe y le cerró la boca con la mano.
—Chisss —acto seguido le agarró de la camisa y tiró de ella hacia abajo hasta ponerle de rodillas. Luego, Ferro pegó una oreja a las baldosas y empezó a mover los ojos de un lado para otro como si estuviera escuchando algo—. ¿Oyes eso? —le soltó y luego se arrastró hasta un rincón—. ¡Allí? ¿No los oyes?
Logen alargó despacio una mano, se la puso en la parte de atrás del cuello y pasó las ásperas yemas de sus dedos por su piel. Ferro se desembarazó de él sacudiendo los hombros y Logen torció el gesto. Quizá la idea de que entre ellos hubo una vez algo bueno había estado sólo en su mente y no en la de ella. Quizá lo había deseado tanto que al final había acabado por imaginarse que era cierto.
Se puso de pie y se aclaró su garganta reseca.
—Vale. Volveré más tarde. Quizá.
Ella seguía de rodillas, con la cabeza pegada al suelo. Ni siquiera le miró cuando se fue.
La muerte no era ninguna desconocida para Logen Nuevededos. Había caminado a su lado durante toda su vida. Había visto cuerpos ardiendo por veintenas después de la batalla de Carleon, en un pasado ya remoto. Había visto cómo los enterraban a centenares en el valle sin nombre de las Altiplanicies. Había caminado por una montaña de huesos humanos en la arrasada Aulcus.
Pero ni siquiera el Sanguinario, ni siquiera el hombre más temido del Norte, había visto jamás algo parecido a aquello.
Los cuerpos se apilaban a lo largo de la amplia avenida en montones que llegaban a la altura del pecho. Una sucesión interminable de inestables montañas de cadáveres. Cientos y cientos. Demasiados para poder calcular su número. Los habían intentado cubrir, pero sin esforzarse demasiado. Después de todo, los muertos no lo agradecen. Unas sábanas desgarradas, con unos cuantos maderos encima para que no se volaran, aleteaban movidas por la brisa, mientras por debajo de ellas asomaban manos y pies sin vida.
En ese extremo de la calle aún quedaban en pie unas cuantas estatuas. Reyes otrora orgullosos, acompañados de sus consejeros, cuyos rostros y cuerpos de piedra, picados y cubiertos de cicatrices, miraban con desolación los despojos ensangrentados que se amontonaban a sus pies. Bastaba su presencia para que Logen reconociera que se encontraba en la Vía Regia y que no había ido a parar sin darse cuenta al país de los muertos.
Unos pasos más allá ya sólo quedaban pedestales vacíos, algunos de los cuales aún conservaban las piernas rotas de sus estatuas. Un extraño grupo se arremolinaba a su alrededor. Unas gentes de aspecto consumido. Medio vivos o medio muertos. Un hombre que estaba sentado sobre un bloque de piedra se arrancaba el pelo a puñados con gesto ausente. Otro tosía y escupía en un trapo ensangrentado. Una mujer y un hombre estaban tendidos juntos en el suelo mirando al infinito con las cabezas reducidas casi a simples calaveras. Ella respiraba con jadeos secos y breves. Él no respiraba.
Otros cien pasos y fue como si Logen caminara sobre un infierno en ruinas. No había señales de que nunca hubiera habido allí estatuas, ni edificios, ni ninguna otra cosa. Lo único que había eran unas colinas enmarañadas formadas por todo tipo de desechos. Piedra rota, madera astillada, metal retorcido, papel, cristal, todo junto y apelmazado entre toneladas de polvo y de barro. Algunos objetos se destacaban, curiosamente intactos: una puerta, una silla, una alfombra, un plato pintado, la cara sonriente de una estatua.
Por todas partes se veían hombres y mujeres cubiertos de mugre, que bregaban en medio de aquel caos: rebuscando entre la inmundicia, arrojándola a un lado, tratando de abrir caminos transitables. ¿Gentes ocupadas en tareas de rescate, operarios, saqueadores? ¿Quién sabe lo que eran? Logen pasó junto a una fogata tan alta como un hombre y sintió en su mejilla el beso de su calor. Junto a ella había un soldado con la armadura tiznada de hollín.
—¡Si encontráis algún trozo de metal blanco, o cualquier cosa parecida, tiradlo al fuego! —gritaba a los que rebuscaban entre los escombros—. Los trozos de carne humana con metal blanco también. ¡Órdenes del Consejo Cerrado!