El último argumento de los reyes (99 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—Quiero que tú te quedes aquí.

El Sabueso alzó la vista.

—¿Eh?

—Alguien tiene que hablar con los sureños para intentar llegar a un acuerdo con ellos. De todos los hombres que he conocido, eres al que mejor se le da hablar. Dejando a un lado a Bethod, quizá, pero... me parece que esa opción está descartada, ¿no?

—¿Qué clase de acuerdo?

—Puede que en algún momento necesitemos su ayuda. En el Norte habrá un montón de gente a la que no le haga demasiada gracia cómo han quedado las cosas. Gente que no querrá para nada un rey, o al menos, no el rey que tienen ahora. Tener a la Unión de nuestra parte nos vendrá muy bien. Y tampoco nos vendría nada mal que de paso te trajeras unas cuantas armas cuando vuelvas.

El Sabueso torció el gesto.

—¿Armas, dices?

—Mejor será tenerlas y no quererlas, que necesitarlas y...

—Ya me sé lo que sigue. ¿Qué ha pasado con eso de que éste sería nuestro último combate y que luego lo dejaríamos para siempre? ¿Qué ha sido de la idea de plantar cosas y verlas crecer?

—Por el momento me parece que van a tener que crecer solas. Escucha, Sabueso, yo no quería buscar pelea, lo sabes, pero hay que ser...

—Ni... te... molestes... en seguir.

—Estoy intentando ser un hombre mejor, Sabueso.

—Pues no parece que estés poniendo mucho empeño. ¿Fuiste tú quien mató a Tul?

Logen entrecerró los ojos.

—Dow ha estado hablando, ¿eh?

—Da igual el que lo haya dicho. ¿Mataste o no a Cabeza de Trueno? No es una pregunta muy difícil de responder, basta con un simple sí o no.

Logen soltó una especie de resoplido, como si fuera a ponerse a reír o a llorar, pero no hizo ni una cosa ni la otra.

—No sé lo que hice.

—¿No lo sabes? ¿Y a quién le sirve un «no lo sé»? ¿Es eso lo que dirás después de haberme apuñalado por la espalda mientras yo intentaba salvar tu inútil vida?

Logen hizo una mueca de dolor y clavó la vista en la hierba mojada.

—Puede ser. No lo sé —volvió los ojos hacia el Sabueso y allí los dejó con una mirada dura como el pedernal—. Pero ese es el precio que hay que pagar, ¿no? Tú sabes cómo soy. Podrías haber decidido seguir a un hombre que fuera de otra manera.

Mientras Logen se alejaba, el Sabueso se le quedó mirando, sin saber qué decir, ni qué pensar siquiera; simplemente permaneció ahí quieto entre las tumbas, calándose hasta los huesos. Entonces notó que alguien se ponía a su lado. Sombrero Rojo escrutaba a través de la lluvia la negra figura de Logen, que se iba perdiendo en la distancia. De pronto, sacudió la cabeza y apretó con fuerza los labios.

—Nunca creí las historias que se contaban sobre él. Todo el asunto ese del Sanguinario me parecía una patraña. Pero ahora las creo. He oído decir que mató al chico de Crummock en la batalla de las montañas. Que le hizo pedazos con la misma indiferencia con que se aplasta a un escarabajo, sin tener ninguna razón para ello. A ese hombre todo le da igual. No creo que haya habido nunca en el Norte nadie peor que él. Ni siquiera Bethod. Un malvado hijo de puta donde los haya.

—¿Ah, sí? —el Sabueso, casi sin darse cuenta, se encontró gritándole a la cara a Sombrero Rojo—. ¡Pues vete a tomar por culo, maldito imbécil! ¿Quién demonios eres tú para hacer de juez?

—No es más que una opinión —Sombrero Rojo le miró fijamente—. Pensé que tú también pensabas lo mismo.

—¡Pues no! ¡Hace falta tener un cerebro un poco más grande que un guisante para pensar, y tú, maldito idiota, no lo tienes! ¡No distinguirías a un hombre bueno de uno malo ni aunque se te orinara encima!

Sombrero Rojo parpadeó.

—Vale, vale. Ya veo que estaba equivocado —retrocedió una zancada y luego se alejó bajo la llovizna, sacudiendo la cabeza.

El Sabueso se le quedó mirando con los dientes apretados. Tenía unas ganas enormes de pegarle a alguien, pero no sabía muy bien a quién. Ahí ya sólo quedaba él. Él y los muertos. A lo mejor, cuando termina la batalla, a los hombres que sólo saben luchar les ocurre eso. Que tienen que ponerse a luchar contra sí mismos.

Aspiró una bocanada de aire gélido y húmedo, miró con gesto ceñudo la tumba de Hosco y se preguntó sí aún era capaz de distinguir a un hombre bueno de uno malo. Se preguntó cuál era exactamente la diferencia.

Una mañana fría y gris en unos jardines mojados. Y ahí estaba el Sabueso, pensando en tiempos mejores.

No es lo que uno esperaba

Glokta se despertó al sentir el roce de un haz de luz, lleno de danzantes motas de polvo en suspensión, que se colaba por entre los cortinajes y atravesaba las arrugadas sábanas de su lecho. Intentó darse la vuelta, y torció el gesto al sentir un chasquido en el cuello.
Ah, el primer espasmo del día
. El segundo vino poco después. Le recorrió como una exhalación la cadera izquierda, mientras forcejeaba para intentar ponerse de espaldas, y le cortó la respiración. El dolor le bajó lentamente por la columna, se asentó en su pierna y ahí se quedó.

—Ay —gruñó. Poniendo mucho cuidado, intentó girar el tobillo y mover un poco la rodilla. El dolor aumentó de forma instantánea—. ¡Barnam! —apartó las sábanas y, como en tantas otras ocasiones, sus fosas nasales se llenaron de una peste a excrementos.
No hay mejor preludio de una mañana productiva que el hedor de las propias heces
.

—¡Agh, Barnam! —gimoteó, babeó y sujetó con fuerza su muslo marchito, pero no obtuvo ningún alivio. El dolor cada vez iba a más. Las fibras musculares se destacaban sobre su carne atrofiada como cables de metal y su pie mutilado daba grotescas sacudidas sin que pudiera hacer nada para controlarlo.

—¡Barnam! —chilló—. ¡Barnam, maldito bastardo! ¡La puerta! —su boca desdentada chorreaba babas, las lágrimas corrían por su cara convulsa, sus manos lanzaban zarpazos y aferraban puñados de sábanas teñidas de una coloración marronácea.

Oyó unos pasos apresurados por el pasillo y luego sonó un ruido en la cerradura.

—¡Está cerrada con llave, maldito idiota! —chilló a través de sus encías, henchido de dolor y de rabia. Para su sorpresa, el picaporte giró y se abrió la puerta.
Qué demo...

Ardee corrió hacia la cama.

—¡Fuera! —bufó Glokta, cubriéndose absurdamente el rostro con una mano y aferrando la ropa de la cama con la otra—. ¡Fuera!

—No —Ardee apartó de un tirón las sábanas, y Glokta contrajo el rostro esperando ver cómo se ponía pálida, cómo retrocedía con paso tambaleante, cubriéndose la boca con una mano y con los ojos desorbitados por el horror y el asco.
¿Estoy casada con... un monstruo embadurnado de mierda?
Pero ella se limitó a mirar hacia abajo con gesto ceñudo durante un instante y luego le agarró su maltrecho muslo y presionó sus pulgares contra él.

Glokta resoplaba, manoteaba y se retorcía para intentar soltarse, pero ella le tenía bien cogido y sus dedos eran dos puntos de dolor clavados en medio de sus tendones contraídos.

—¡Ay! Maldita... maldita... —el músculo agarrotado se relajó y, con él, también se relajó Glokta, que se dejó caer sobre el colchón.
Y así, el hecho de estar embadurnado con mi propia mierda resulta mínimamente menos embarazoso
.

Permaneció tumbado, embargado de una intensa sensación de impotencia.

—No quería que me viera... así.

—Ya es un poco tarde para eso. Se casó conmigo, ¿recuerda? Ahora somos un solo cuerpo.

—Me parece que he sido yo el que ha salido ganando con el trato.

—No se crea. Yo he conservado la vida.

—Una vida muy distinta de la que suelen anhelar la mayoría de las jóvenes —mientras hablaba, observaba la cara en penumbra de Ardee, por la que entraba y salía el haz de luz—. Sé que no es esto lo que esperaba... de un marido.

—Mi sueño siempre fue un hombre con el que pudiera bailar —alzó la vista y le sostuvo la mirada—. Pero a lo mejor me conviene más alguien como usted. Los sueños son cosa de niños. Nosotros somos adultos.

—Aun así, ya ve que lo de no poder bailar es lo de menos. No tiene por qué... hacer esto.

—Quiero hacerlo —le agarró la cara con las manos y se la torció, haciéndole un poco de daño, para que la mirara a la cara—. Quiero sentirme útil. Quiero tener a alguien que me necesite. ¿Puede entenderlo?

Glokta tragó saliva.

—Sí.
Pocos lo entenderían mejor que yo
. ¿Dónde está Barnam?

—Le dije que podía tomarse las mañanas libres, porque a partir de ahora yo me encargaría de esto. También le he dicho que pase mi cama a este cuarto.

—Pero...

—¿Pretende decirme que no puedo dormir en la misma habitación que mi marido? —sus manos, firmes y suaves a la vez, se deslizaron sobre su carne ajada y se pusieron a masajear su piel herida, sus músculos atrofiados.
¿Cuánto hará? ¿Cuánto hará desde la última vez que estuve con una mujer que no me mirara con espanto? ¿Cuándo hará desde la última vez que estuve con una mujer que no me tocara con violencia?
Yacía con los ojos cerrados y la boca abierta, segregando lágrimas que resbalaban por un lado de la cara y caían en la almohada.
Casi me siento cómodo. Casi...

—No me merezco esto —exhaló.

—Nadie tiene lo que se merece.

Cuando Glokta entró renqueando en el soleado salón, la Reina Terez le dirigió una mirada altiva sin hacer el más mínimo esfuerzo por disimular el desprecio y el asco que le producía su persona.
Como si una cucaracha acabara de hacer acto de presencia ante su regia persona. Pero ya veremos. Después de todo, el camino ya lo conocemos. Nosotros mismos lo hemos recorrido, y hemos arrastrado por él a muchas otras personas. Primero se va el orgullo. Luego llega el dolor. Inmediatamente después viene la humildad. Y al poco ya está ahí la obediencia
.

—Soy Glokta, el nuevo Archilector de su Majestad.

—Ah, el tullido —soltó con desdén.
Una franqueza reconfortante
. ¿Se puede saber por qué viene a estropearme la tarde? Aquí no encontrara ningún delincuente.
Sólo arpías estirias
.

Glokta miró de soslayo a una mujer que se erguía tiesa como un palo junto a una de las ventanas.

—Se trata de un asunto que sería preferible tratar en privado.

—La condesa Shalere y yo somos amigas desde que nacimos. No hay nada que usted pueda decirme que no pueda oír ella —la condesa miró a Glokta con un desdén casi igual de hiriente que el de la reina.

—Muy bien.
No es un tema que se pueda abordar con delicadeza. Claro que tampoco me parece que la delicadeza vaya a servir de mucho en este caso
. He sido informado de que no cumplís con vuestros deberes conyugales.

La indignación de Terez hizo que su cuello pareciera más fino y alargado de lo que ya era.

—¿Cómo se atreve? ¡Eso no es de su incumbencia!

—Me temo que sí. Ya sabéis. El Rey necesita herederos. El futuro de la corona. Esas cosas.

—¡Esto es intolerable! —la reina se había puesto pálida de ira.
La joya de Talins echa auténticas chispas
—. ¡Me veo obligada a ingerir su repugnante comida, a aguantar su insoportable clima, a recibir con una sonrisa las balbucientes divagaciones del idiota de su Rey! ¡Y ahora encima tengo que rendir cuentas ante sus deformes subordinados! ¡Esto es una cárcel!

Glokta recorrió con la vista la magnífica sala. Opulentos cortinajes. Muebles dorados. Espléndidos cuadros. Dos hermosas mujeres ataviadas con maravillosos vestidos. Y hundió con amargura un diente en la parte inferior de su lengua.

—Creedme. Este no es el aspecto que suelen tener las cárceles.

—¡Hay muchos tipos de cárcel!

—He aprendido a vivir con cosas peores, como también lo han hecho otros.
Tendría que ver la que le ha caído a mi esposa
.

—¿Compartir lecho con un repugnante bastardo, con el hijo de una cualquiera, tener que aguantar que un ser peludo, apestoso y lleno de cicatrices me ponga las manos encima por la noche! —la reina se estremeció de asco—. ¡No pienso soportarlo!

Las lágrimas asomaron a sus ojos. Produciendo un sonoro frufrú con su vestido, la dama de honor corrió a su lado, se arrodilló junto a ella y trató de consolarla posando una mano sobre su hombro. Terez levantó un brazo y apretó la mano de la condesa. La acompañante de la reina se volvió hacia Glokta con una mirada de odio ciego.

—¡Largo de aquí! ¡Largo de aquí y no vuelva nunca más, maldito tullido! ¡Ha disgustado a Su Majestad!

—Tengo un don especial para eso —masculló Glokta—. Una de las razones por las que tanta gente me odia... —se interrumpió, frunció el ceño y miró fijamente las dos manos que había posadas sobre el hombro de Terez. Había algo raro en la forma en que se tocaban.
Un toque que intenta procurar consuelo, alivio, protección. El toque de la amiga leal, la fiel confidente, la fraternal compañera. Pero, no sé, me parece que ahí hay algo más. Se advierte demasiada familiaridad. Demasiada ternura. Casi como si fuera el toque de... Ajá
.

—Los hombres no os dicen gran cosa, ¿no es así?

Las dos mujeres alzaron la vista a la vez para mirarle y Shalere retiró de inmediato la mano del hombro de la reina.

—¡Exijo una explicación! —ladró Terez. Pero le salió una voz chirriante en la que se adivinaba un deje de pánico.

—Me parece que sobran las explicaciones.
Y de esta forma mi misión se simplifica considerablemente
. ¡A mí! —y acto seguido dos corpulentos Practicantes irrumpieron en la sala.
Y en un abrir y cerrar de ojos, la situación cambia. Es increíble el jugo que aporta a una conversación la presencia de dos hombres fornidos. Algunos tipos de poder no son más que engaños de nuestra mente. Una lección que tengo bien aprendida desde mi paso por las mazmorras del Emperador. Y las enseñanzas de mi nuevo amo no han hecho sino reafirmarla
.

—¡Ni se atrevan! —chilló Terez mirando con los ojos como platos a los dos enmascarados—. ¡Ni se atrevan a ponerme las manos encima!

—La suerte ha querido que sea innecesario, aunque, ya veremos —y señaló a la condesa—. Detengan a esa mujer.

Los dos enmascarados avanzaron pesadamente por la gruesa alfombra. Uno de ellos se detuvo un instante para apartar con sumo cuidado una silla que se interponía en su camino.

—¡No! —la reina se levantó de un salto y aferró la mano de Shalere—. ¡No!

—Sí —dijo Glokta.

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