El último argumento de los reyes (63 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—Hay que reconocer que están bien organizados —dijo Varuz con voz lúgubre.

—Sí... su organización es... —la voz de Jezal se quebró de pronto como un tablón viejo. Fingirse capaz de afrontar aquello sonaba más a locura que a valor.

Una docena de jinetes salió de entre las filas gurkas y avanzó al trote en dirección a la muralla. Dos banderas alargadas, de seda roja y amarilla, con inscripciones kantics bordadas en hilo de oro, flameaban sobre sus cabezas. Había también una bandera blanca, pero tan pequeña que casi pasaba desapercibida.

—Quieren parlamentar —gruñó el Primero de los Magos mientras sacudía lentamente la cabeza—. Una simple excusa para que unos viejos idiotas a los que les encanta el sonido de su propia voz puedan darse el gusto de parlotear de un acuerdo antes de iniciar la carnicería.

«En materia de viejos idiotas a quienes les encanta el sonido de su propia voz, usted, me imagino, es todo un experto». Eso fue lo que pensó Jezal, pero se guardó muy mucho de expresarlo, y siguió contemplando a los jinetes gurkos que se acercaban sumidos en un ominoso silencio. A su cabeza marchaba un hombre alto, con un casco puntiagudo y una pulida armadura que brillaban al sol, y cuya arrogante postura sobre el caballo revelaba a gritos, incluso a la distancia, su condición de alto mando.

El Mariscal Varuz frunció el entrecejo.

—El General Malzagurt.

—¿Le conoce?

—Mandaba las fuerzas del Emperador en la última guerra. Nos pasamos varios meses enzarzados en un combate sin tregua. Y también parlamentamos más de una vez. Un oponente muy taimado.

—Pero al final le derrotó, ¿eh?

—Al final, sí, Majestad —el rostro de Varuz estaba lejos de mostrar satisfacción—. Pero entonces yo tenía un ejército.

El jefe gurko se acercó por el camino, cabalgando entre los edificios abandonados que había desperdigados al otro lado de la Muralla de Casamir. Detuvo su montura ante las puertas y dirigió hacia arriba una mirada llena de orgullo mientras apoyaba con descuido una mano en la cadera.

—Soy el General Malzagurt —dijo con marcado acento kantic—. El representante elegido por Su Magnificencia Uthman-ul-Dosht, Emperador de Gurkhul.

—Yo soy el Rey Jezal Primero.

—Claro. El bastardo.

No tenía objeto negarlo.

—Exacto. El bastardo. ¿No quiere pasar, general? Así podremos hablar cara a cara, como personas civilizadas.

Los ojos de Malzagurt se posaron en Glokta.

—Disculpadme, pero el trato que da vuestro gobierno a los emisarios desarmados del Emperador no siempre ha sido... civilizado. Creo que permaneceré en el exterior de la muralla. Por ahora.

—Como guste. Al Mariscal Varuz ya le conoce, ¿no?

—Naturalmente. Parece que haya pasado un siglo desde que nos enfrentamos en las tierras secas. Podría decir que le he echado de menos... pero no sería cierto. ¿Cómo está, viejo amigo, o viejo enemigo?

—Bastante bien —refunfuñó Varuz.

Malzagurt señaló con un gesto al ejército que se desplegaba a su espalda.

—Dadas las circunstancias, ¿eh? No conozco a su otro...

—Es Bayaz. El Primero de los Magos —se oyó decir a una voz suave y serena. Salía de los labios de uno de los compañeros de Malzagurt. Un hombre vestido todo de blanco, a la manera de los sacerdotes. No parecía ser mucho mayor que Jezal, y era muy apuesto, con un rostro oscuro de piel muy tersa. No llevaba armadura ni portaba armas. Y en su ropa y en su sencilla silla de montar no se apreciaba ningún tipo de adorno. Sin embargo, los demás componentes del grupo, incluso el mismo Malzagurt, parecían mirarle con mucho respeto. Casi con miedo.

—¡Ah! —el general levantó la mirada y se acarició con gesto pensativo su corta barba gris—. Así que ese es Bayaz.

El joven asintió con la cabeza.

—Ése es, en efecto. Hace mucho tiempo que no nos veíamos.

—¡No el suficiente, Manum, maldita víbora! —Bayaz se aferró al parapeto, apretando los dientes. El viejo Mago interpretaba tan bien su papel de tío cariñoso, que Jezal había olvidado lo terribles que podían ser sus ataques de furia. Retrocedió asustado un paso e hizo ademán de alzar una mano para protegerse la cara. Los asistentes y los abanderados gurkos se encogieron, y uno de ellos llegó al punto de vomitar ruidosamente. Hasta Malzagurt perdió buena parte de su heroica apostura.

Manum, en cambio, miraba hacia arriba con la misma expresión sosegada que tenía antes.

—Algunos de mis hermanos pensaron que huirías, pero yo sabía que no. Khalul siempre dijo que tu soberbia acabaría contigo, y ésta es la prueba. Ahora me sorprende que una vez te tuviera por un gran hombre. Estás viejo, Bayaz. Has encogido.

—¡Todo lo que se encuentra muy por encima de nosotros nos parece pequeño! —ladró el Primero de los Magos mientras hincaba la punta del bastón en las piedras que tenía bajo los pies. Su voz contenía ahora un aterrador tono de amenaza—. ¡Acércate más, Devorador, y así podrás comprobar mi debilidad mientras el fuego te consume!

—Hubo un tiempo en que me habrías podido destruir con una palabra, no lo dudo. Pero ahora tus palabras no son más que aire. Tu poder se ha ido desvaneciendo con el correr de los años, en cambio, el mío ha ido en aumento. Tengo a mi lado centenares de hermanos y hermanas. ¿Con cuántos aliados cuentas tú, Bayaz? —y sus ojos recorrieron las almenas con una sonrisa burlona—. Sólo con los que te mereces.

—Todavía puedo conseguir aliados que te sorprenderán.

—Lo dudo. Hace mucho que Khalul me dijo cuál sería tu último y desesperado afán. Y el tiempo le dio la razón, como siempre. ¿Así que te fuiste a los Confines del Mundo persiguiendo sombras? Unas sombras muy oscuras para alguien que se hace llamar justo. Sé que fracasaste —el sacerdote mostró dos hileras de dientes perfectos—. La Semilla pasó a la historia hace mucho tiempo. Se halla a cientos de leguas bajo tierra. Hundida en el océano infinito. Y tus ilusiones se hundieron con ella. Sólo te queda una opción. ¿Vendrás voluntariamente con nosotros para que Khalul te juzgue por tu traición? ¿O tendremos que entrar para capturarte?

—¿Osas acusarme a mí de traición? ¿Tú, que traicionaste los más sagrados principios de nuestra Orden y violaste la sagrada ley de Euz? ¿A cuántos has asesinado para llegar a ser tan poderoso?

Manum se limitó a encogerse de hombros.

—A muchos. Y no me siento orgulloso de ello. Sólo nos dejaste la opción de elegir entre varios caminos oscuros, Bayaz. Y nosotros hicimos los sacrificios que debíamos hacer. No tiene objeto seguir discutiendo por el pasado. Después de haber estado tantos siglos en los dos lados opuestos de una profunda línea divisoria, no creo que ninguno de los dos convenza al otro. Los que salgan victoriosos decidirán quién tenía razón, como siempre ha ocurrido, desde mucho antes de los Viejos Tiempos. Sé cuál va a ser tu respuesta, pero el Profeta me ha ordenado que te formule la pregunta. ¿Vendrás a Sarkant a responder de tus crímenes? ¿Te someterás al juicio de Khalul?

—¿Someterme
yo
al juicio de
él
, de ese viejo asesino engreído? —lanzó una carcajada desde lo alto de la muralla—. ¡Ven a cogerme si te atreves, Manum, te estaré esperando!

—Perfecto, iremos —murmuró el primer aprendiz de Khalul juntando sus finas cejas negras—. Llevamos muchos años preparándonos para ello.

Los dos hombres se miraron con furia asesina y Jezal unió su ceño al de ellos. De pronto se había sentido acometido por la molesta sensación de que todo ese asunto era de alguna forma un enfrentamiento entre Bayaz y ese sacerdote, y que él, pese a ser el Rey, era como un niño que escuchaba a escondidas una discusión entre sus padres sin poder incidir para nada en su resultado.

—¡Formule sus condiciones, General! —gritó desde arriba.

Malzagurt se aclaró la garganta.

—Primera. Si rendís la ciudad de Adua, el Emperador está dispuesto a manteneros en el trono, en calidad de súbdito por supuesto, a cambio del pago regular de un tributo.

—¡Cuánta generosidad! ¿Y qué pasa con el traidor de Lord Brock? Tengo entendido que se le ha prometido el trono de la Unión.

—No nos hemos comprometido a nada con Lord Brock. Al fin y al cabo no es él quien tiene la ciudad en sus manos. Sois vos.

—Y no sentimos demasiado respeto por los que se vuelven contra sus señores —añadió Manum, lanzando una siniestra mirada Bayaz.

—Segunda. Se permitirá a los ciudadanos de la Unión que sigan viviendo según sus leyes y costumbres. Seguirán viviendo en libertad. O al menos con la escasa libertad con que han vivido hasta ahora.

—Su generosidad me asombra —Jezal había tenido la intención de conferir a su voz un tono irónico, pero la verdad es que no se notó demasiado.

—Tercera —dijo a gritos el general mientras lanzaba una mirada nerviosa en dirección a Manum—. Nos será entregado atado de pies y manos el hombre al que se conoce como Bayaz, el Primero de los Magos, para ser conducido al Templo de Sarkant donde será sometido al juicio de Khalul. Estas son nuestras condiciones. Rechazadlas, y siguiendo las órdenes del Emperador, Midderland será tratada como cualquier otra provincia conquistada. Muchos morirán y muchos más serán tomados como esclavos. Se instauraran gobernadores gurkos, el Agriont será convertido en un templo y vuestros actuales mandatarios... serán confinados en celdas bajo el palacio del Emperador.

El primer impulso de Jezal fue rechazarlas. Pero se contuvo. Sin duda Harod el Grande hubiera escupido su desprecio y probablemente hubiera rematado el asunto orinándose encima del emisario. Y lo cierto es que la simple idea de negociar con los gurkos iba en contra sus más arraigados principios.

Pero, pensándolo bien, las condiciones eran mucho más generosas de lo que se había esperado. Seguramente Jezal hubiera gozado de mucha más autoridad como súbdito de Uthman-ul-Dosht que con Bayaz asomándosele por encima del hombro a cada momento del día. Podía salvar muchas vidas pronunciando una sola palabra. Vidas reales de gente real. Levantó una mano y se acarició la cicatriz de su labio con la punta de los dedos. Había sufrido demasiado en las interminables llanuras del Viejo Imperio como para no pensárselo bien antes de infligir tanto dolor a tanta gente, y sobre todo a sí mismo. Lo de las celdas bajo el palacio del Emperador, en concreto, le había dado mucho que pensar.

Resultaba francamente extraño que una decisión tan vital recayera sobre él. Sobre un hombre que hacía menos de un año había declarado con orgullo que no entendía de nada y que además le traía al fresco que fuera así. Claro que, en realidad, empezaba a dudar seriamente que cualquiera de las personas que ostentaba una posición de gran autoridad supiera lo que se hacía. Lo más a lo que se podía aspirar era a mantener una mínima ilusión de que tal vez se supiera algo. Y quizá, de vez en cuando, intentar propinar al ciego discurrir de los acontecimientos un pequeño empujón en una u otra dirección, confiando en que resultara ser la más correcta ¿Pero cuál era la correcta?

—¡Dadme vuestra respuesta! —gritó Malzagurt—. ¡Tengo muchas cosas que hacer!

Jezal frunció el ceño. Estaba harto de que Bayaz le mangoneara. Pero a fin de cuentas el viejo mago había jugado un cierto papel en su ascenso al trono. Estaba harto de que Terez le ninguneara. Pero a fin de cuentas era su mujer. Y aparte de cualquier otra consideración, su paciencia estaba a punto de agotarse. Sencillamente no estaba por la labor de que un prepotente general gurko y un sacerdote chalado le dieran órdenes a punta de espada.

—¡Rechazo sus condiciones! —rugió desde lo alto de la muralla—. ¡Las rechazo con toda contundencia! No tengo por costumbre entregar a mis consejeros, o mis ciudades, o mi soberanía por el simple hecho de que vengan a pedírmelo. Y menos a una jauría de perros gurkos carentes de modales y con la inteligencia de un mosquito. Usted no está ahora en Gurkhul, general, y aquí su arrogancia resulta tan ridícula como ese casco que lleva. Me parece que va a recibir una buena lección antes de abandonar estas costas. Y, antes de que se escabulla, permítame añadir que le animo a usted y a su sacerdote a que se follen mutuamente. ¿Quién sabe? ¡A lo mejor consiguen convencer al gran Uthman-ul-Dosht y al sabelotodo ése del Profeta Khalul para que se les unan!

El General Malzagurt frunció el ceño y consultó rápidamente con uno de sus ayudantes. Era evidente que no había captado del todo la miga de sus últimas frases. Cuando al fin se lo explicaron levantó con ira su mano morena y ladró una orden en kantic. Jezal vio a unos hombres moverse entre los edificios que había fuera de las murallas portando unas antorchas. El general gurko echó una última mirada a la barbacana —¡Malditos pálidos! —bramó—. ¡Bestias inmundas! —y acto seguido dio un tirón a las riendas de su montura y salió disparado, seguido de sus oficiales.

Manum, el sacerdote, se quedó un momento más, con una expresión de tristeza dibujada en su rostro perfecto.

—Sea. Vestiremos nuestras armaduras. Que Dios te perdone, Bayaz.

—¡Tú necesitas más su perdón que yo, Manum! ¡Reza por ti!

—Así lo hago. Todos los días. Pero nunca me ha parecido que Dios sea de los que perdonan —Manum dio la vuelta a su caballo y cabalgó despacio hacia las líneas gurkas entre los edificios abandonados, que ya empezaban a ser pasto de las llamas.

Jezal casi se atraganta al fijarse de nuevo en las masas de hombres que se movían por los campos. Maldita lengua la suya, siempre le estaba metiendo en líos. Pero ya era un poco tarde para pensárselo mejor. Sintió en el hombro el roce de la mano de Bayaz, ese ademán paternalista que se le había hecho tan insoportable a lo largo de las últimas semanas. Tuvo que apretar los dientes para no apartarle de un empellón.

—Haríais bien en dirigiros a vuestro pueblo —dijo el Mago.

—¿Qué?

—Unas palabras en este momento estarían muy indicadas. Harod el Grande era capaz de improvisar un discurso siempre que fuera necesario. ¿No os conté la vez que...?

—¡Está bien! —le cortó Jezal—. Ya voy.

Se dirigió al parapeto opuesto, con el entusiasmo de un condenado que caminara hacia la horca. La multitud se extendía a sus pies en toda su perturbadora variedad. Jezal tuvo que hacer un esfuerzo para dejar de toquetearse la hebilla del cinturón. No sabía por qué, pero temía que se le cayeran los pantalones delante de toda esa gente. Una idea ridícula. Se aclaró la garganta. Alguien le vio y le señaló.

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