Read El último argumento de los reyes Online
Authors: Joe Abercrombie
Glokta se echó a reír con incredulidad.
—¿Eso es todo?
Mauthis no captó la ironía.
—Por ahora. Es preferible que salga usted por la puerta de atrás. Mis jefes esperan recibir noticias suyas antes de que termine la semana.
Glokta bajaba por la estrecha escalera de la parte de atrás del edificio, andando de lado como un cangrejo y con la frente empapada de sudor, un sudor que no se debía tan sólo al esfuerzo que estaba haciendo.
¿Cómo pudieron saberlo? Primero, que estaba investigando la muerte del Príncipe Raynault, desobedeciendo las órdenes del Archilector, y ahora, que estoy investigando sobre la madre de Su Majestad, por encargo del Archilector. ¿Que dé por sentado que lo saben todo? Pues claro, pero nadie sabe nada si no hay alguien que se lo diga
.
¿Quién... se lo ha dicho?
¿Quién estuvo haciendo preguntas sobre el Príncipe y sobre el Rey? ¿Quién tiene por máxima prioridad el dinero? ¿Quién me delató una vez para salvar el pellejo?
Glokta se detuvo un momento en medio de la escalera y frunció el ceño.
Ayayay. ¿Va a ser esto un «sálvese quién pueda»? ¿Lo ha sido siempre?
La única respuesta que obtuvo fue una punzada de dolor que le subió por su pierna inútil.
West estaba sentado con los brazos cruzados sobre el arzón delantero de la silla de montar, contemplando aturdido el polvoriento valle.
—Hemos ganado —dijo Pike sin ninguna emoción. Con la misma voz con que podía haber dicho «hemos perdido».
Un par de estandartes todavía colgaban sin vida de los mástiles. La gran enseña de Bethod había sido desgarrada y puesta a los pies de los caballos, y ahora, su armazón deshilachado se alzaba retorcido por encima del polvo que comenzaba a asentarse como un esqueleto mondo. Un símbolo adecuado de la súbita caída del Rey de los Hombres del Norte.
Poulder detuvo su caballo junto a West y contempló la carnicería con la misma sonrisa mojigata con la que un maestro de escuela miraría una clase en perfecto orden.
—¿Cómo nos ha ido, general?
—Parece que hemos tenido muchas bajas, señor, sobre todo entre las primeras filas, aun así, en gran medida cogimos al enemigo por sorpresa. Sus mejores tropas estaban comprometidas en el asalto a la fortaleza. ¡Una vez que nuestra caballería los puso en desbandada, los condujimos directamente a las murallas! Arrasamos su campamento —Poulder arrugó la nariz y sus bigotes temblaron de asco—. Pasamos por la espada a varios centenares de esos diabólicos Shanka y a un número aún mayor los obligamos a huir a las montañas del norte, y no creo que les hayan quedado muchas ganas de volver. Hemos hecho una carnicería entre los norteños de la que se hubiera sentido orgulloso hasta el mismísimo Rey Casimir, y los que han quedado han depuesto las armas. Calculamos que debemos haber hecho unos cinco mil prisioneros, señor. El ejército de Bethod ha sido absolutamente aplastado. ¡Aplastado! —se echó a reír—. ¡Nadie pondrá en duda que hoy habéis vengado debidamente la muerte del Príncipe Heredero Ladisla, Lord Mariscal!
West tragó saliva.
—Por supuesto. Debida y verdaderamente vengado.
—La idea de usar a nuestros norteños como cebo fue un golpe maestro. Una maniobra osada y decisiva. ¡Me siento y me sentiré siempre muy honrado de haber tenido la oportunidad de poner mi granito de arena! ¡Un día inolvidable para el ejército de la Unión! ¡El Mariscal Burr se habría sentido orgulloso!
Jamás en su vida West hubiera pensado que un día recibiría una alabanza por parte del General Poulder, pero ahora que había llegado el gran momento, descubrió que no le producía ningún placer. No había realizado ningún acto de valor. No había puesto en peligro su propia vida. No había hecho otra cosa que gritar, «¡A la carga!». La silla de montar le había dejado el trasero irritado, le dolían todos los huesos y las mandíbulas le estaban martirizando por haber estado todo el tiempo con los dientes apretados de la preocupación. Hasta hablar le costaba un esfuerzo.
—¿Está Bethod entre los muertos o los prisioneros?
—No podría decirle si entre los prisioneros hay alguno específico. Pero puede que lo tengan nuestros aliados norteños. En cuyo caso, dudo que vaya a estar mucho tiempo entre nosotros, ¿eh, Mariscal? ¿Eh, sargento Pike? —se rió, trazó dos líneas sobre su tripa y chasqueó la lengua.—. Seguro que le espera la cruz de sangre. ¿No es eso lo que hacen esos salvajes? La cruz de sangre, ¿no?
West no le veía la gracia.
—Asegúrese de que nuestros prisioneros reciban comida y agua, así como cualquier tipo de ayuda que estemos en condiciones de proporcionar a sus heridos. En la victoria debemos ser generosos —eran las palabras que se suponía debía pronunciar un líder después de una batalla.
—Desde luego, Lord Mariscal.
Como paradigma de un obediente subalterno, Poulder saludó, dirigió a su caballo hacia un lado y se alejó hincando en él las espuelas.
West se bajó de su caballo, se quedó quieto un momento para hacer acopio de fuerzas y luego comenzó a marchar hacia lo alto del valle. Pike le siguió con la espada desenvainada.
—Toda precaución es poca, señor —dijo.
—Sí —murmuró West—. Supongo que sí.
Había muchos hombres desperdigados por la larga cuesta, unos vivos y otros muertos. Los cadáveres de los jinetes de la Unión estaban en donde habían caído. Los médicos atendían a los heridos con las manos cubiertas de sangre y rostro serio. Había hombres sentados llorando, quizá por un amigo muerto. Otros contemplaban aturdidos sus heridas. Otros gorgoteaban y aullaban y pedían a gritos ayuda o agua. Y otros acudían corriendo para darles ambas cosas. Un último acto compasivo hacia los moribundos. Junto a la pared de roca descendía serpenteando por el valle una procesión de entristecidos prisioneros, estrechamente vigilados por varios jinetes de la Unión. Muy cerca se amontonaban las armas que habían entregado, las cotas de malla, los escudos pintados.
West se internó lentamente en lo que había sido el campamento de Bethod, que, tras media hora de furia, había quedado convertido en una enorme extensión de desechos dispersos sobre la piedra desnuda y la tierra endurecida. Los cuerpos retorcidos de hombres y caballos se mezclaban con pisoteados armazones de tiendas de campaña, lonas rajadas, toneles destripados, cajas rotas y pertrechos de cocina, de costura y de batalla. Todo ello medio hundido en el barro y coronado por las huellas de botas y cascos de caballos.
En medio de aquel caos había extraños islotes de calma, donde todo parecía tranquilo, como debió de estar antes de que West diera la orden de ataque. Un puchero seguía colgado sobre los restos de una fogata con algún potaje que todavía hervía en su interior. Hileras de lanzas perfectamente ordenadas, con una banqueta y una piedra de afilar a su lado, aguardaban para ser utilizadas. Tres esteras, con sus mantas bien dobladas a la cabeza de cada una de ellas, formaban un triángulo perfecto, Un orden exquisito, si no fuera porque encima yacía despatarrado un hombre con el contenido de su cráneo roto vertido sobre la pálida lana.
No muy lejos, un oficial de la Unión estaba arrodillado en el barro, acunando a otro. West sintió un escalofrío al reconocerlos. El que estaba arrodillado era su viejo amigo el teniente Brint. El que yacía inerte, su viejo amigo el teniente Kaspa. Por alguna razón, West sintió una abrumadora necesidad de alejarse de allí sin detenerse y hacer como si no los hubiera visto. Mientras se forzaba a sí mismo a acercarse a ellos la boca se le fue llenando de saliva amarga.
Brint levantó la mirada con la cara llena de lágrimas.
—Una flecha perdida —susurró—. Ni siquiera había sacado la espada.
—Mala suerte —gruñó Pike—. Mala suerte.
West bajó la mirada. Mala suerte, en efecto. Consiguió atisbar el asta rota de una flecha clavada bajo la barba, pero lo más sorprendente era que apenas había sangre. De hecho, casi no había ninguna mancha de nada. Un resto de barro en una de las mangas del uniforme, eso era todo. Aunque estaban bizqueando y no miraban a ninguna parte en concreto, West no pudo evitar sentir que los ojos de Kaspa miraban directamente a los suyos. Que sus labios dibujaban un gesto de rencor, que sus cejas estaban fruncidas en una expresión acusadora. West casi tuvo ganas de pedirle una explicación, de exigirle que le dijera a qué venía eso. Pero luego se recordó a sí mismo que aquel hombre estaba muerto.
—Una carta —murmuró West entrelazando los dedos—. A su familia.
Brint, apenado, dio un sorbetón por la nariz, cosa que a West, por la razón que fuera, le resultó bastante irritante.
—Sí, una carta.
—Eso es. Sargento Pike, sigamos.
West no aguantaba allí un minuto más. Se apartó de sus amigos, el vivo y el muerto, y siguió subiendo por el valle. Hizo lo posible por no seguir pensando que si él no hubiera dado la orden de ataque uno de los hombres más agradables e inofensivos que jamás había conocido seguiría con vida. Quizá no se puede ser un jefe sin un cierto grado de crueldad. Pero ser cruel no siempre es fácil.
Pike y él superaron un talud de piedra derruido y luego una zanja muy pisoteada. El valle se iba estrechando cada vez más, ceñido por los altos farallones de roca que lo bordeaban. Allí había más cadáveres. Desperdigados abundantemente por el suelo se veían norteños, salvajes como los que habían encontrado en Dunbrec, y también Shanka. West veía ya la muralla de la fortaleza, poco más que un montículo de piedras mohosas en el paisaje, con más muerte desparramada a sus pies.
—¿Resistieron ahí siete días? —musitó Pike.
—Eso parece.
La única entrada era una tosca arcada que se abría en el centro, con las puertas arrancadas y destrozadas a sus pies. En su interior le pareció distinguir tres formas extrañas. Cuando se acercó, West descubrió con desagrado lo que eran. Tres hombres colgados de unas sogas que caían desde lo alto de la muralla y cuyas botas se mecían suavemente más o menos a la altura de su pecho. A su alrededor se habían reunido numerosos norteños que contemplaban los cadáveres colgantes con una cierta satisfacción. Uno en concreto dirigió a West y a Pike una cruel sonrisa cuando se acercaron.
—Vaya, vaya, vaya, pero si es mi viejo amigo Furioso —dijo Dow—. Llegas tarde a la cita, ¿eh? Siempre fuiste muy lento, muchacho.
—Ha habido algunos problemas. El Mariscal Burr ha muerto.
—De vuelta al barro, ¿eh? Ahora al menos está en buena compañía. Muchos hombres buenos han hecho lo mismo estos últimos días. ¿Quién es ahora tu jefe?
West respiró hondo.
—Mi jefe soy yo.
Dow se echó a reír, y West, mientras le veía reír, sentía ganas de vomitar.
—El gran jefe Furioso, ¿qué te parece? —se puso de pie en posición de firmes, haciendo mofa del saludo de la Unión, mientras los cadáveres se columpiaban a sus espaldas—. Te presentaré a mis amigos. Estos tres también son grandes hombres, no te creas. Éste de aquí es Grendel Goring, que llevaba luchando para Bethod desde hacía un montón de tiempo —levantó una mano, empujó uno de los cuerpos y se quedó mirando cómo se balanceaba—. Éste es Costado Blanco. Y en ninguna parte se encontraría un hombre al que se le diera mejor asesinar personas y robarles sus tierras —dio al siguiente ahorcado otro empellón y le dejó dando vueltas a un lado y a otro, con las piernas y los brazos colgando fláccidos—. Y éste es Huesecillos. Un cabrón cómo no he ahorcado a ningún otro —el último había sido reducido casi a carnaza; su dorada armadura estaba hecha pedazos, tenía una enorme herida en el pecho y su larga melena gris estaba empapada de sangre. Le habían cortado una pierna a la altura de la rodilla y un charco de sangre seca manchaba la tierra a sus pies.
—¿Qué le pasó? —preguntó West.
—¿A Huesecillos? —el grueso montañés, Crummock-i-Phail, era uno de los del grupo—. Lo liquidaron durante la batalla. Más o menos por ahí. Luchó hasta la muerte.
—Pues sí —dijo Dow, dedicando a West una sonrisa más grande incluso de lo habitual en él—. Pero supongo que ese no es motivo para no colgarle.
Crummock-i-Phail se echó a reír.
—¡Qué va a ser motivo! —y volvió a sonreír mirando a los tres cuerpos que daban vueltas y vueltas haciendo que crujieran las sogas—. Bonita estampa, ¿verdad?, ahí colgados. Dicen que se puede descubrir toda la belleza que hay en el mundo mirando la forma en que se columpia un ahorcado.
—¿Quién lo dice? —preguntó West.
Crummock encogió sus grandes hombros.
—Ellos.
—¿Ellos, eh? —West se tragó sus nauseas y se abrió paso entre los cadáveres para acceder al interior de la fortaleza—. Esta gente son unos verdaderos carniceros.
El Sabueso bebió otro trago de la botella. Se estaba emborrachando a conciencia.
—Bueno. Vamos a ello.
Cuando Hosco le clavó la aguja, hizo una mueca de dolor, apretó los labios y bufó entre dientes. Nada como un buen pinchazo para acompañar el lacerante dolor que ya sentía. La aguja le atravesó la piel, llevándose el hilo tras de sí, y el brazo del Sabueso empezó a arder más y más.
Se echó otro trago y se balanceó de atrás adelante. No sirvió de nada.
—Mierda —dijo—. ¡Mierda, mierda!
Hosco levantó la vista.
—Mejor no mires.
El Sabueso volvió la cabeza, y el uniforme de la Unión se le metió por los ojos. Un tejido rojo, de pronto, en medio de tanta mugre parda.
—¡Furioso! —gritó, notando que su boca conseguía dibujar una sonrisa a pesar del dolor—. ¡Me alegro mucho de que llegara a tiempo! ¡Me alegro muchísimo!
—Más vale llegar tarde que nunca.
—Eso ni se lo discuto. Se lo aseguro.
Al ver a Hosco cosiéndole el brazo, West frunció el ceño.
—¿Está bien?
—Bueno, verá... Tul ha muerto.
—¿Muerto? —West se le quedó mirando—. ¿Cómo?
—Fue una batalla, ¿no? Que haya muertos es la razón de que se practique este maldito juego —el Sabueso señaló a su alrededor con la botella—. Llevo un buen rato aquí sentado pensando si no podría haber hecho algo que cambiara las cosas. No haberle dejado que bajara esos escalones, o haber bajado con él para ayudarle, o haber hecho que el cielo se nos cayera encima, y no sé cuántas tonterías más, ninguna de las cuales puede servir de ayuda ni a los vivos ni a los muertos. Pero el caso es que no puedo dejar de pensar.
West clavó la vista en los surcos del suelo.
—Puede que éste sea un juego sin ganadores.