El último argumento de los reyes (52 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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Miedo.

—¿Dónde... está... el cuerpo principal... del ejército? —le estaba preguntando Vallimir.

—No habla tu lengua, pálido —le espetó Ferro—. Así que gritar no te va a servir de nada.

Vallimir se volvió hacia ella con gesto furioso.

—Quizá deberíamos haber traído con nosotros a alguien que hablara el kantic —dijo con marcada ironía.

—Quizá.

Se produjo un largo silencio durante el cual Vallimir estuvo aguardando a que Ferro dijera algo más. Pero ella no abrió la boca. Por fin, hastiado, el comandante exhaló un suspiro.

—¿Hablas kantic?

—Por supuesto.

—En tal caso, ¿sería mucho pedir que le hicieras unas cuantas preguntas de nuestra parte?

Ferro se repasó los dientes con la lengua. Aquello era una pérdida de tiempo, pero ya que había que hacerlo, más valía hacerlo rápido.

—¿Qué quieres que le pregunte?

—Bueno... a qué distancia se encuentra el ejército gurko, de cuántos hombres dispone, que ruta va a tomar, esas cosas.

—Hummm —Ferro se puso en cuclillas delante del prisionero y le miró directamente a los ojos. El hombre, asustado e indefenso, le devolvió la mirada. Sin duda se preguntaba qué hacía ella con esos pálidos. Lo mismo que se preguntaba ella.

—¿Quién eres tú? —preguntó el prisionero.

Ferro sacó su cuchillo y lo alzó.

—O respondes a mis preguntas o te mato con este cuchillo. Es todo lo que tienes que saber de mí. ¿Dónde está el ejército gurko?

El hombre se chupó los labios.

—Al sur. Como a unos... dos días de marcha.

—¿Cuántos son?

—Más de los que se puedan contar. Muchos miles. Gentes de los desiertos, de las llanuras, de...

—¿Qué ruta van a tomar?

—No lo sé. Lo único que nos dijeron fue que cabalgáramos hasta esta aldea y comprobáramos si estaba vacía —tragó saliva, y la nuez subió y bajó por su garganta—. Quizá mi capitán sepa más...

—¡Chisss! —le chistó Ferro. Su capitán no le iba a contar nada a nadie después de lo que le había hecho a su cabeza—. Son muchos —le espetó a Vallimir en la lengua común—, y vienen muchos más a dos días de marcha. No sabe la ruta. ¿Y ahora qué?

Vallimir se rascó la pelusa de la barbilla.

—Supongo que... habrá que llevarlo al Agriont y ponerlo en manos de la Inquisición.

—No sabe nada. Nos retrasara. Hay que matarlo.

—¡Se ha rendido! Por mucho que estemos en guerra, matarlo así sería un asesinato —Vallimir hizo una seña a uno de los soldados—. No quiero tener eso sobre mi conciencia.

—Lo tendré yo —el cuchillo de Ferro se hundió limpiamente en el corazón del prisionero y volvió a salir. La sangre manó a borbotones a través del tejido rajado y se esparció rápidamente formando un rodal oscuro. El hombre miró boquiabierto la herida y emitió un largo gemido.

—Glug... —la cabeza se le venció hacia atrás y el cuerpo se desmadejó. Ferro se dio la vuelta y se encontró a todos los soldados mirándola con las caras congestionadas de espanto. Seguramente había sido un día bastante ajetreado para ellos. Muchas cosas nuevas que aprender y todo eso. Pero ya se acostumbrarían.

O, si no, morirían a manos de los gurkos.

—Quieren incendiar vuestras granjas, y vuestros pueblos, y vuestras ciudades. Quieren convertir a vuestros hijos en esclavos. Quieren que todo el mundo rece a Dios como lo hacen ellos, con las mismas palabras que ellos usan, y que vuestra tierra sea una provincia más de su Imperio. Os diré una cosa —Ferro limpió la hoja del cuchillo con la manga de la túnica del muerto—. Sólo hay una diferencia entre la guerra y el asesinato: el número de muertos.

Vallimir bajó la vista y se quedó unos instantes mirando el cadáver de su prisionero con los labios fruncidos como si estuviera cavilando. Ferro se preguntó si no tendría más fibra de lo que ella creía. Finalmente, se volvió hacia ella.

—¿Qué sugieres tú que hagamos?

—Podríamos esperar aquí a que llegaran más. Puede que la próxima vez nos toquen gurkos de verdad. Pero eso supondría que seríamos unos pocos contra muchos.

—¿Entonces?

—Marchar al este, o al norte, y montar otra trampa como ésta.

—¿Para derrotar al ejército del Emperador matando doce hombres cada vez? Un paso muy lento, me parece.

Ferro se encogió de hombros.

—Lento, pero en la buena dirección. Aunque a lo mejor ya habéis tenido suficiente y queréis volver a refugiaros detrás de vuestras murallas.

Vallimir la miró detenidamente con gesto ceñudo y luego se volvió hacia uno de sus hombres, un veterano que tenía una cicatriz en la mejilla.

—Hay otro pueblo un poco más al este, ¿no es así, sargento Forest?

—Sí, señor. Marlhof. Está a menos de diez kilómetros de distancia.

—¿Te vale ese? —inquirió Vallimir mirando a Ferro con una ceja alzada.

—Matar gurkos es lo que a mí me vale. Con eso me conformo.

Hojas en el agua

—Carleon —dijo Logen.

—Sí —asintió el Sabueso.

Ahí estaba, acurrucada en la bifurcación del río bajo unas nubes amenazantes. En lo alto, sobre el risco que en tiempos ocupara el gran salón de Skarling, cuyas paredes de piedra caían verticales sobre las rápidas aguas del río, se destacaban las siluetas de elevadas torres y murallas. Tejados de pizarra y edificios de piedra se apiñaban en la larga pendiente, arracimándose alrededor de los pies de la peña, que quedaba ceñida por otra línea de murallas; todo ello bañado por una especie de lustre frío producto de la lluvia que había estado cayendo hasta hacía poco. No puede decirse que al Sabueso le alegrara demasiado volver a ver aquel lugar. Todas las visitas que allí había hecho habían acabado mal.

—Mucho ha cambiado desde los tiempos de la batalla —Logen se estaba mirando la mano y moviendo de un lado a otro el muñón del dedo que le faltaba.

—Entonces no tenía unas murallas como esas.

—No. Pero tampoco tenía al ejército de la Unión cercándolas.

El Sabueso no podía negar que era un hecho bastante reconfortante. Los soldados de la Unión patrullaban los campos vacíos que había alrededor de la ciudad, y tras una línea irregular de trincheras, estacas y vallas, se veía maniobrar a gran cantidad de hombres, a los que un sol mortecino arrancaba de vez en cuando algún destello metálico. Un ejército formado por miles de hombres bien armados y sedientos de venganza tenía acorralado a Bethod.

—¿Estás seguro de que está ahí dentro?

—No veo dónde iba a estar si no. En las montañas perdió a la mayor parte de sus muchachos. No creo que le queden demasiados amigos.

—Todos tenemos menos que antes —masculló el Sabueso—. Bueno, ahora toca esperar sentados. A fin de cuentas, tenemos tiempo. Tiempo de sobra. Nos quedaremos aquí sentados viendo crecer la hierba mientras esperamos a que Bethod se rinda.

—Sí —pero Logen no parecía demasiado convencido.

—Sí —repitió el Sabueso. Pero rendirse así, sin más, no era algo que encajara con el Bethod que ellos habían conocido.

Volvió la cabeza al oír el ruido de unos cascos de caballo que se acercaban a toda velocidad, y, de pronto, un corcel empapado de sudor montado por uno de esos mensajeros que llevaban un casco que parecía un pollo furioso surgió del bosque y enfiló como una exhalación hacia la tienda de West. Se detuvo en seco dando un desmañado tirón a las riendas, desmontó con tanta prisa que estuvo a punto de caerse de la silla, superó con paso tambaleante a un grupo de oficiales que le miraban asombrados y entró en la tienda.

El Sabueso sintió en las tripas la característica opresión de la inquietud.

—Eso huele a malas noticias.

—¿Qué otras hay?

Ahí abajo empezaba a formarse un pequeño alboroto: los soldados se habían puesto a dar gritos y a hacer aspavientos.

—Será mejor ir a ver qué pasa —masculló el Sabueso, aunque hubiera preferido darse la vuelta y caminar en dirección opuesta. Crummock se encontraba al lado de la tienda, observando el revuelo con gesto ceñudo.

—Algo pasa —dijo el montañés—. Pero no entiendo nada de lo que hacen o dicen estos tipos de la Unión. Para mí que están todos dementes.

Y fue, en efecto, una algarabía demencial lo que surgió de la tienda cuando el Sabueso apartó la solapa. Había una montonera de oficiales armando un buen follón, y en medio de ellos, con el rostro más blanco que la leche fresca y los puños apretados, se encontraba West.

—¡Furioso! —el Sabueso le agarró del brazo—. ¿Qué diablos pasa?

—Los gurkos han invadido Midderland —West se soltó el brazo y se puso a dar órdenes a gritos.

—¿Quién ha invadido el qué? —masculló Crummock.

—Los gurkos —un pronunciado ceño se había dibujado en la frente de Logen—. Gentes morenas del lejano Sur. Unos tipos bastante duros, a decir de todos.

Pike se les acercó. En su cara abrasada se adivinaba un gesto sombrío.

—Han desembarcado un ejército. Es posible que ya hayan llegado a Adua.

—Un momento —el Sabueso no sabía nada de los gurkos, ni de Adua, ni de Midderland, pero su inquietud se iba acentuando más a cada segundo que pasaba—. ¿Qué quiere decir eso exactamente?

—Hemos recibido órdenes de volver. De inmediato.

El Sabueso se quedó con la mirada perdida. Debería haber sabido desde el principio que las cosas no serían tan sencillas. Volvió a agarrar a West del brazo y señaló Carleon con un dedo sucio.

—¡Si se van ahora es imposible que nosotros solos mantengamos el asedio!

—Lo sé —repuso West—, y lo siento de veras. Pero no puedo hacer nada. ¡Vaya a donde está el general Poulder! —le soltó a un joven que tenía una bizquera—. ¡Dígale que su división debe estar lista para partir cuanto antes hacia la costa!

El Sabueso, con el estómago ya completamente revuelto, pestañeaba sin parar.

—¿Quiere eso decir que hemos estado combatiendo siete días en las Altiplanicies para nada? ¿Qué la muerte de Tul, y la de quién sabe cuántos otros, no ha servido para nada? —nunca dejaba de sorprenderle la rapidez con que se desbarataban los planes en cuanto uno decidía apoyarse en ellos—. Perfecto. Volveremos a los bosques y al frío, a pasarnos todo el tiempo huyendo y matando. ¿Es que no se acabará nunca esto?

—Puede que haya otra solución —dijo Crummock.

—¿Qué solución?

En el rostro del jefe de los montañeses se dibujo una sonrisa aviesa.

—Tú sabes en lo que estoy pensando, ¿verdad que sí, Sanguinario?

—Lo sé, sí —Logen tenía el aspecto de un hombre a punto de ser ahorcado que estuviera contemplando el árbol de donde le iban a colgar—. ¿Cuándo tiene que partir, Furioso?

West frunció el ceño.

—Tenemos muchos hombres y muy pocos caminos. La división de Poulder mañana mismo, me imagino, y la de Kroy al día siguiente.

La sonrisa de Crummock se ensanchó un poco más.

—De modo que durante todo el día de mañana esto seguirá estando lleno de hombres asediando a Bethod y con aspecto de no tener intención de irse nunca de aquí, ¿no?

—Supongo que sí.

—Deme el día de mañana —dijo Logen—. Sólo ese día, y tal vez pueda solucionar el asunto. Luego, si sigo con vida, le acompañaré al sur con aquellos que quieran venir conmigo. Tiene mi palabra. Les ayudaremos a luchar contra los gurkos.

—¿Qué va a poder hacer en un solo día? —preguntó West.

—Eso —masculló el Sabueso —, ¿qué vas a poder hacer?—. Lo malo era que ya se imaginaba cuál era la respuesta.

Bajo el viejo puente corría un hilo de agua que se alejaba de los bosques y descendía por las verdes laderas de la colina. Camino de Carleon, Logen se fijó en unas hojas amarillentas que giraban arrastradas por la corriente y se alejaban de las piedras musgosas. Le hubiera gustado poder irse flotando a algún lugar lejano, pero no parecía muy probable que pudiera hacerlo.

—Aquí fue donde luchamos —dijo el Sabueso—.Tresárboles, Tul, Dow, Hosco y yo. Forley está enterrado en algún lugar de estos bosques.

—¿Quieres subir a hacerle una visita? —preguntó Logen—. Ver si...

—¿Para qué? Dudo que esa visita me hiciera algún bien y estoy seguro de que a él tampoco le serviría de nada. Nada le sirve ya. En eso consiste estar muerto. ¿Estás seguro de lo que vas a hacer?

—¿Se te ocurre alguna otra opción? Los de la Unión lo van a dejar. Así que puede que sea nuestra última oportunidad de acabar con Bethod. Tampoco se pierde nada, ¿no?

—Tu vida.

Logen respiró hondo.

—No se me ocurren demasiadas personas que la tengan en demasiada estima. ¿Vienes?

El Sabueso negó con la cabeza.

—Creo que me quedaré aquí arriba. Ya estoy bastante empachado de Bethod.

—Vale. Como quieras —era como si todos los momentos de la vida de Logen, todas las cosas que había dicho o hecho, unas elecciones de las que ya ni siquiera se acordaba, le hubieran conducido a aquello. Y ahora ya no tenía elección. Quizá no la tuvo nunca. Él era como esas hojas que había visto flotando en el agua: la corriente le transportaba hacia Carleon y él no podía hacer nada para impedirlo. Espoleó su montura y bajó por la ladera solo, siguiendo el camino que bordeaba rumoroso el río.

A medida que el día iba declinando tenía la impresión de que todo se destacaba con una nitidez mayor de lo normal. Cabalgó por delante de unos árboles cuyas hojas mojadas estaban ya listas para caer: amarillos dorados, naranjas encendidos, púrpuras intensos; todos los colores del fuego. Descendió hacia el fondo del valle, atravesando una atmósfera densa, con un leve toque de bruma otoñal, que le producía una sensación áspera en la garganta. Todos los sonidos le llegaban amortiguados: el crujir de la silla de montar, el traqueteo del arnés, el golpeteo de los cascos del caballo sobre la tierra blanda... Cruzó al trote los prados vacíos, superficies de barro revuelto salpicadas de malas hierbas, y atravesó las posiciones que ocupaban las tropas de la Unión, una zanja y una línea de estacas situada a tres tiros de ballesta de distancia de las murallas. Al pasar junto a ellos, los soldados, con sus petos tachonados y sus cascos de acero, le miraron con el ceño fruncido.

Tiró de las riendas y puso su montura al paso. Cruzó traqueteando un puente de madera, uno de los nuevos que había mandado construir Bethod, sobre un río que bajaba crecido por las lluvias otoñales. Luego ascendió por una suave pendiente, al fondo de la cual se alzaba imponente la muralla. Alta, vertical, oscura y sólida. Una auténtica muralla. No se veían hombres en las troneras de las almenas, pero ya se imaginaba que estaban ahí. Tragó saliva y le costó bastante trabajo hacerla bajar por la garganta. Luego se sentó más erguido para que no se notara que tenía el cuerpo machacado tras los siete días de combate en las montañas. Se preguntaba si no estaría a punto de oír el chasquido de una ballesta, de sentir una punzada de dolor y caer muerto al barro. Un final así sólo daría para una canción bastante penosa.

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