El último argumento de los reyes (53 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—¡Vaya, vaya, vaya! —le llegó una voz profunda. Logen la reconoció de inmediato. ¿Quién iba a ser sino Bethod?

Lo extraño fue que durante un brevísimo instante se alegró de oírla. Hasta que se acordó del resentimiento que había entre ellos. Hasta que se acordó de lo mucho que se odiaban. Se pueden tener enemigos que nunca te han sido presentados, y Logen tenía muchos de esos. Se puede matar a hombres sin conocerlos de nada, y él lo había hecho multitud de veces. Pero no se puede odiar de verdad a un hombre al que no se haya querido antes, y siempre queda algún rastro de ese afecto.

—Me acerco a mis puertas para echar un vistazo ¿y a quién me encuentro? —le gritó Bethod—. ¡Al Sanguinario en persona! ¿Quién me lo iba a decir? ¡Con gusto prepararía un banquete, si no fuera porque aquí dentro no andamos muy sobrados de comida! —Estaba de pie, junto al parapeto, muy por encima de las puertas, con los puños apoyados en las piedras. No tenía una mueca de desdén. No sonreía. No hacía nada.

—¡Pero si es el Rey de los Hombres del Norte! —gritó Logen mirando hacia arriba—. ¿Cómo es que sigues llevando ese gorro de oro?

Bethod se tocó la diadema que llevaba ceñida a la cabeza, cuya gran joya central refulgía iluminada por la luz del sol poniente.

—¿Y por qué no iba a hacerlo?

—Déjame pensar... —Logen recorrió con la vista la muralla; de izquierda a derecha y de arriba abajo—. ¿Será porque no te queda ni un hombre del que ser Rey?

—Ja. Me parece que los dos nos sentimos un poco solos. ¿Dónde están tus amigos, eh Sanguinario? Esos asesinos de los que te gustaba rodearte. ¿Dónde están Cabeza de Trueno, y Hosco, y el Sabueso, y el cabronazo de Dow el Negro, eh?

—Se quedaron arriba, en las montañas. Muertos. Tan muertos como Skarling. Como Huesecillos, y Goring, y Costado Blanco, y muchos otros más.

Al oír aquello, el semblante de Bethod se ensombreció.

—No es algo de lo que alegrarse, si quieres saber mi opinión. Se mire como se mire, lo único cierto es que muchos hombres útiles han vuelto al barro. Amigos míos unos, amigos tuyos otros. Las cosas nunca acaban bien entre tú y yo, ¿eh? Malos como amigos y peores aún como enemigos. ¿A qué has venido, Nuevededos?

Logen permaneció un rato en silencio, pensando en todas las veces que había hecho lo mismo que se disponía a hacer ahora. En los desafíos que había lanzado, y en sus resultados. Y nada de ello le traía buenos recuerdos. Dígase una cosa de Logen Nuevededos: no las tenía todas consigo. Pero no había otra opción.

—¡He venido a retarte a un duelo! —bramó, y el sonido de su voz rebotó en la oscuridad húmeda de las murallas y murió de muerte lenta en el aire neblinoso.

Bethod echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Una risa sin ninguna alegría, pensó Logen.

—Por los muertos, Nuevededos, ¿es que nunca vas a cambiar? Eres como uno de esos perros viejos a los que no hay forma de hacer que paren de ladrar. ¿Un reto? ¿Es que nos queda algo por lo que pelear?

—Si gano yo, abres las puertas y eres mío. Mi prisionero. Si pierdo, los de la Unión recogen sus cosas, se van y tú quedas libre.

La sonrisa de Bethod se fue desvaneciendo y sus ojos se entornaron con desconfianza. En el pasado, Logen había visto muchas veces ese gesto y sabía lo que significaba. Sopesaba las posibilidades, trataba de desentrañar razones.

—Una propuesta de oro, considerando lo apurado de mi situación. Cuesta trabajo creérsela. ¿Qué sacarían en limpio tus amigos del Sur?

Logen resopló con desdén.

—Están dispuestos a esperar, si no hay más remedio, pero en realidad les importas bien poco, Bethod. A pesar de todas tus bravatas, para ellos no eres nada. Ya te han corrido a patadas por todo el Norte y saben que sea cual sea el resultado te cuidarás muy mucho de volver a molestarles. Si gano, obtendrán tu cabeza. Si pierdo, podrán irse a casa antes.

—¿Así que no soy nada para ellos, eh? —una sonrisa amarga rasgó el semblante de Bethod—. ¿Tanto esfuerzo, tantos sudores y tanto dolor, para eso? Estarás satisfecho, ¿eh, Nuevededos? Satisfecho de ver cómo todo aquello por lo que he luchado se ha convertido en polvo.

—¿Y por qué no habría de estarlo? Tuya ha sido la culpa y de nadie más. Has sido tú quien nos ha traído todos estos males. ¡Acepta mi desafío, Bethod, tal vez así uno de los dos pueda descansar en paz!

El Rey de los Hombres del Norte miró hacia abajo con los ojos muy abiertos.

—¿Mi culpa, y la de nadie más? ¡Qué pronto se olvidan las cosas! —agarró la cadena que colgaba alrededor y la sacudió—. ¿Crees que yo quería esto? ¿Crees que yo pedí algo de esto? Lo único que quería era un poco más de tierra para poder alimentar a mi gente, para impedir que los grandes clanes me asfixiaran. Lo único que quería era obtener unas cuantas victorias de las que poder enorgullecerme para así dejar a mis hijos algo mejor de lo que yo había recibido de mi padre —se inclinó hacia delante aferrándose a la almena—. ¿Quién era el que siempre tenía que ir un paso más allá? ¿Quién era el que nunca me dejaba parar? ¿Quién era el que necesitaba probar el gusto de la sangre, y una vez probado, se emborrachaba con él, se volvía loco y nunca tenía suficiente? —hendió el aire con un dedo y señaló hacia abajo—. ¿Quién sino el Sanguinario?

—Las cosas no fueron así —gruñó Logen.

La áspera carcajada de Bethod resonó atrapada por el viento.

—¿Ah, no? ¡Yo quería hablar con Shama el Despiadado, pero tú tuviste que matarlo! ¡Yo traté de llegar a un acuerdo en Heonan, pero tú tuviste que escalar sus murallas para saldar tus cuentas y dar origen a varias docenas más! ¿Hablamos de paz? ¡En Uffrith te rogué que me dejaras hacer las paces, pero tú tuviste que luchar contra Tresárboles! ¡Te lo rogué de rodillas, pero tú tenías que ser el guerrero más grande de todo el Norte! ¡Y, luego, una vez que le derrotaste, rompiste la palabra que me habías dado y le perdonaste la vida, como si no hubiera nada más importante en lo que pensar que en tu maldito orgullo!

—Las cosas no fueron así —dijo Logen.

—¡No hay ni un solo hombre en el Norte que no sepa que lo que digo es verdad! ¿Paz? ¡Ja! ¿Qué me dices del Atronado, eh? ¡Yo le hubiera devuelto a su hijo a cambio de un rescate y todos nos habríamos vuelto a casa tan contentos, pero no hubo manera! ¿Qué fue lo que me dijiste? ¡Es más fácil detener al Torrente Blanco que al Sanguinario! ¡Y luego tuviste que hacer clavar su cabeza en mi estandarte para que todo el mundo la viera y así no hubiera forma de poner fin a las venganzas! ¡Cada vez que intentaba frenarte, tú tirabas de mí y me hundías más y más en el fango! ¡Hasta que ya no hubo manera de parar! ¡Hasta que todo consistía en matar o morir! ¡Hasta que tuve que someter a todo el Norte! Tú me hiciste Rey, Nuevededos ¿Qué otra opción me dejaste?

—Las cosas no fueron así —susurró Logen. Pero sabía muy bien que era exactamente así como habían sido.

—¡Si eso te hace feliz, cuéntate a ti mismo que yo soy la causa de todos tus males! ¡Cuéntate a ti mismo que soy yo el despiadado, el asesino, que soy yo el que está sediento de sangre, pero pregúntate también de quién lo aprendí! ¡Tuve al mejor de los maestros! Juega a hacerte el buen hombre, si eso te place, el hombre que no tiene elección, pero los dos sabemos quién eres en realidad. ¿Paz? Nunca tendrás paz, Sanguinario. Estás hecho de muerte.

Logen hubiera querido negarlo, pero ya estaba harto de tantas mentiras. Bethod le conocía de verdad. Bethod le comprendía de verdad. Su peor enemigo, sí, pero su mejor amigo también.

—Entonces, ¿por qué no me mataste cuando tuviste la ocasión de hacerlo?

El Rey de los Hombres del Norte frunció el ceño, como si hubiera algo que no alcanzara a entender. Luego empezó otra vez a reírse. A carcajadas.

—¿No sabes por qué? ¿Estuviste a su lado y no lo sabes? ¡No has aprendido nada de mí, Nuevededos! ¡Después de todos estos años sigues dejando que la lluvia te pille cuando le plazca!

—¿De qué me hablas? —gruñó Logen.

—¡De Bayaz!

—¿De Bayaz? ¿Y qué pasa con él?

—¡Yo estaba dispuesto ya para marcarte con la Cruz de Sangre, para hundir tu carroña en una ciénaga, junto con las de todos esos imbéciles inadaptados que tenías por compañeros, y con mucho gusto lo hubiera hecho si no llega a presentarse ese viejo embustero!

—¿Y?

—Tenía una deuda con él, y me pidió que te dejara marchar. ¡Fue la intervención de ese viejo entrometido lo que te salvó, eso y nada más que eso!

—¿Por qué? —gruñó Logen, sin saber muy bien qué pensar, pero sintiéndose bastante molesto por ser siempre el último en enterarse de las cosas.

Pero Bethod se limitó a soltar una risilla socarrona.

—Tal vez porque no me postraba a sus pies tanto como él hubiera querido. Pero es a ti a quien salvó, así que pregúntale tú el por qué, si vives lo suficiente para ello, cosa que dudo. ¡Acepto tu reto! Aquí mismo será. Mañana. Al amanecer —Bethod se frotó las manos—. ¡Hombre contra hombre, con el futuro del Norte pendiente del sangriento resultado! Como hacíamos antes, ¿eh, Logen? ¡Como en los viejos tiempos! ¡En los soleados valles del pasado! Echaremos a rodar los dados una vez más, ¿te parece? —el Rey de los Hombres del Norte retrocedió lentamente, apartándose de las almenas—. Pero algunas cosas han cambiado. ¡Ahora tengo un nuevo campeón! ¡Yo que tú aprovecharía esta noche para despedirme de todo el mundo y prepararme para volver al barro! A fin de cuentas... ¿qué era lo que solías decirme...? —sus carcajadas comenzaron a desvanecerse entre las sombras del ocaso— ...¡Hay que ser realista!

—Buena pieza de carne —dijo Hosco.

Un fuego cálido y una buena pieza de carne eran dos cosas muy de agradecer, y el Sabueso se había tenido que conformar con mucho menos en multitud de ocasiones; sin embargo, ver la sangre gotear de aquel trozo de añojo le producía náuseas. Le recordaba a la sangre que manaba del cuerpo de Shama el Cruel cuando Logen lo partió por la mitad. Cierto que había sido hace muchos años, pero el Sabueso tenía el recuerdo tan fresco como si fuera ayer. Oía los rugidos de los hombres y el entrechocar de los escudos. Olía el hedor del sudor rancio y de la sangre fresca derramada sobre la nieve.

—Por los muertos —gruñó el Sabueso, con la boca pastosa como si estuviera a punto de vomitar—. ¿Cómo podéis pensar en comer en un momento como este?

Dow le sonrió enseñándole los dientes.

—Que pasemos hambre no ayudara a Nuevededos. Nada puede serle de ayuda ahora. Así son los duelos, ¿no? Cosa de un solo hombre —pinchó la carne con su cuchillo y la sangre chisporroteó al caer en las llamas. Luego se recostó con gesto pensativo—. ¿Realmente creéis que puede lograrlo? ¿Es que no os acordáis de cómo era el bicho ese?

El Sabueso volvió a sentir un amago del miedo enfermizo que tuvo en la niebla, y se estremeció hasta las botas. Era bastante probable que jamás pudiera borrar de su mente la imagen de aquel gigante surgiendo de las tinieblas, la imagen de su puño tatuado al alzarse, el ruido que produjo cuando se estrelló contra las costillas de Tresárboles y le arrancó la vida.

—Si alguien puede hacerlo —gruñó entre dientes—, ese es Logen.

—Ajá —apostilló Hosco.

—Ya. ¿Pero crees que lo conseguirá? Esa es mi pregunta. Esa, y esta otra. ¿Qué ocurrirá si no lo consigue? —era una pregunta en cuya respuesta el Sabueso no quería ni pensar. Lo primero sería que Logen moriría. Y luego, que no habría asedio a Carleon. Después de lo de las montañas, al Sabueso no le quedaban hombres ni para cercar un orinal, así que menos aún para asediar la ciudad mejor amurallada del Norte. Bethod estaría en condiciones de hacer lo que le viniera en gana: buscar ayuda, encontrar nuevos aliados y volver otra vez a la lucha. No había nadie más duro que él cuando se sentía arrinconado.

—Logen puede hacerlo —susurró, y al apretar un puño contra el otro sintió la quemazón de la herida que le recorría el brazo—. Tiene que hacerlo.

Estuvo a punto de caerse al fuego cuando una manaza se le estampó en la espalda.

—¡Por los muertos, nunca había visto tantas caras largas alrededor de un fuego! —el Sabueso hizo una mueca de dolor. Ver la figura sonriente del montañés loco surgir de la oscuridad de la noche, con sus hijos detrás cargando a hombros con sus descomunales armas, no era precisamente lo que necesitaba para levantarle el ánimo.

A Crummock sólo le quedaban dos hijos, después de que a uno de ellos lo mataran en las montañas; aunque, a decir verdad, no parecía que le hubiera afectado mucho. Se había quedado también sin su lanza, que, como no se cansaba de decir, estaba metida en el cuerpo de un oriental, así que no tenía que molestarse en cargar con ella. Ninguno de sus dos hijos había dicho gran cosa desde que tuvo lugar la batalla, al menos, no en presencia del Sabueso. Se habían acabado las charlas sobre cuántos hombres podía matar este o aquel tipo. Ver las cosas de cerca puede hacer que el entusiasmo que uno siente por la guerra se enfríe de forma drástica. Bien lo sabía el Sabueso.

Crummock, en cambio, mantenía intacto su buen humor —¿Adónde se ha ido Nuevededos?

—A estar solo. Siempre lo hace antes de un duelo.

—Hummm —Crummock acarició los huesos de su collar—. Apuesto a que está hablando con la luna.

—Me parece más probable que se esté cagando por la pata baja.

—Bueno, mientras lo de cagar lo haga antes de la batalla no veo que haya ningún problema —el montañés sonrió de oreja a oreja—. ¡No hay nadie a quien la luna ame tanto como al Sanguinario, podéis creerme! ¡Nadie en todo el Círculo del Mundo! Si la pelea es limpia tiene alguna posibilidad de ganarla, y eso ya es mucho cuando se trata de luchar contra ese ser diabólico. Sólo hay un problema.

—¿Sólo uno?

—No habrá una pelea limpia mientras siga con vida esa maldita bruja.

El Sabueso sintió que los hombros se le hundían un poco más.

—¿Qué quieres decir?

Crummock se puso a dar vueltas a uno de los amuletos de madera de su collar.

—No sé tú, pero yo no veo a esa bruja permitiendo que Bethod pierda, y ella con él. ¿Una bruja tan astuta como esa? Ni por casualidad. Recurrirá a todo tipo de magia. A todo tipo de bendiciones y maldiciones. Esa bruja hará lo que sea para que la balanza se incline a su favor, como si no lo estuviera ya bastante.

—¿Eh?

—Lo que quiero decir es esto: hay que pararle los pies.

El Sabueso no se imaginaba que pudiera sentirse más abatido de lo que ya estaba. Se había equivocado.

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