El último Dickens (27 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

BOOK: El último Dickens
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Pero un instante después el hombre estaba detrás de él y la multitud seguía siendo demasiado densa para moverse.

Con una formidable maniobra de evasión, antes de que se diera cuenta de lo que estaba pasando, Osgood se encaramó en los hombros de dos personas. Al soltarse de ellos, casi cayó sobre la cabeza de su segundo acosador, mientras se aferraba desesperadamente a la recién adquirida fuente de pie. Osgood se colocó el objeto a salvo bajo el brazo y salió corriendo, pero al escapar de la multitud perdió el equilibrio y tropezó justo cuando cruzaba el umbral de la antesala. La fuente salió volando.

—¡No! —gritó Osgood sin poder hacer otra cosa que esperar el momento en que se hiciera trizas.

Un hombre surgió de las sombras y atrapó la fuente antes de que cayera al suelo.

Osgood respiró aliviado. La fuente había sobrevivido. El hombre que le miraba desde debajo de un sombrero de ala ancha tenía unos ojos inteligentes y resueltos. En el ojal de su solapa lucía una carnosa flor violeta.

—¡Todavía están detrás de usted! —dijo—. Sígame.

19

El rescatador condujo a Osgood a través de un pasillo de servicio de Christie's hasta el sótano y de allí a la calle. Ambos salieron a un estrecho callejón que les llevó al anonimato de las bulliciosas aglomeraciones de Londres.

—¿Qué ha hecho usted para resultarles tan incondicionalmente interesante? —preguntó el hombre después de que miraran a su alrededor y comprobaran que no les seguía nadie.

—Sinceramente, no lo sé —respondió Osgood—. Le pregunté al subastador por un objeto que había olvidado, el lote ochenta y cinco. Está aquí, en el catálogo. Me había fijado en él en Gadshill el día que estuvo usted allí… Incluso vi cómo lo embalaban los trabajadores de la subasta al día siguiente —Osgood le entregó el catálogo.

El hombre asintió con la cabeza mientras cruzaban la animada plazoleta de edificios de ladrillo y mortero. Todos los peatones de Londres, hasta los más pobres vendedores de periódicos, llevaban una flor en la solapa, pero ninguno lucía una amapola de opio.

—Si vio usted sacar de la casa esa figura de escayola y está impresa en el catálogo, sabemos que llegó hasta las dependencias de la casa de subastas. Entonces ¿por qué iba a olvidarla? Sólo queda una suposición posible. Que fuera robada en las dependencias de Christie's cuando el catálogo ya estaba impreso y sin tiempo suficiente para corregirlo, o sea, poco antes de la una en punto. Eso explicaría que fueran detrás de usted.

—¿Quiere decir que creyeron que yo había robado la figura? —exclamó Osgood.

—¡Poco probable! Pero usted estaba llamando la atención sobre el hecho de su desaparición. Piénselo desde su punto de vista. Si apareciera en los periódicos un robo en la casa Christie's se enterarían todos los mejores marchantes de Londres. También repararían en que había ocurrido en una subasta importante como la de Dickens. ¿Cuántos clientes les abandonarían en favor de las casas de subastas competidoras?

Osgood se quedó pensándolo. Recordó lo que le había dicho el señor Wakefield en el
Samaria
sobre utilizar Christie's para sus negocios de té y decidió que le escribiría para pedirle que indagara sobre lo que había pasado con la figurita. Por el momento, Osgood se dedicó a estudiar el porte y los modales equilibrados del hombre que de un modo tan irracional se había comportado en el chalet de Gadshill.

—Quería hablar con usted, señor —dijo Osgood cautelosamente.

—Lo sé —respondió su compañero de paseo sin perder el paso.

—¿Lo sabe?

—Me ha estado buscando en la abadía.

—¿O sea, que vio que volvíamos allí? ¡Nos ha estado siguiendo! —exclamó Osgood.

—No, no ha hecho falta la menor investigación. Sin embargo, se aprenden muchas cosas con sólo tener los ojos abiertos, amigo mío.

—¿Como qué? —preguntó Osgood con auténtica curiosidad, pero también como prueba la cordura del hombre.

—En primer lugar, le vi profundamente interesado en mi flor cuando coincidimos en el Rincón de los Poetas.

—La amapola de opio.

Él asintió.

—Luego, otro día, comprobé que alguien se había llevado una de mis flores. Supuse que lo más probable era que hubiera sido la misma persona que con tanta atención la contempló la primera vez: usted.

—Supongo que eso tiene lógica.

—¿Ha recibido alguna respuesta sobre mí de sus cartas a los expertos en mesmerismo?

—¿Cómo? —Osgood se quedó boquiabierto—. ¡Pero si he dejado a mi asistente en el hostal escribiendo las cartas de las que hablamos! Le he pedido que se encargara de ello esta misma mañana, pensando que, al faltar el señor Dickens, tal vez hubiera usted buscado dichos servicios en otro lugar. ¿Cómo es posible que lo sepa?

—¡Ah, no lo sabia! También eso era una simple suposición, lo que es una manera mucho más cómoda de recabar información que conocerla de verdad.

Osgood estaba impresionado.

—¿Ha ido a ver a otros mesmerizadores?

—El señor Dickens me curó por completo. No lo necesito.

—Señor, le debo mi agradecimiento por lo que podía haber pasado hoy en la casa de subastas. Me llamo James Ripley Osgood.

El hombre se volvió hacia el editor con aire militar. En esta ocasión, su lacio pelo blanco estaba peinado con un cuidado meticuloso, aunque la ropa estaba desaliñada y floja. Sus rasgos curtidos por el sol eran atractivos, grandes y cincelados. A Osgood no le sorprendía que Dickens hubiera aceptado en su casa a aquel granjero; su empeño en ayudar a los trabajadores pobres era tan grande como su empeño en escribir, porque recordaba su propia infancia humilde.

—Creo que ya está usted preparado, Ripley —dijo el hombre con una enigmática sonrisa de dientes torcidos tras adoptar sin dudarlo un apodo para el editor.

—Dijo usted lo mismo en el chalet. Pero ¿preparado para qué?

—Hombre, para descubrir la verdad sobre Edwin Drood.

Osgood tuvo mucho cuidado de no mostrar su excitación, ni siquiera sorpresa ante aquella extraordinaria declaración.

—¿Puedo tomarme la libertad de preguntarle su nombre, señor? —respondió Osgood.

—Le pido disculpas. Estaba en una de mis fases alteradas cuando me vio en Gadshill y no me comportaba con corrección. No me presenté. ¡Qué pensará de mí! —sacudió la cabeza como reprochándoselo a sí mismo—. Me llamo Dick Datchery. Ahora que ya sabe quién soy, podemos hablar con libertad.

20

Rebecca recibió aviso por una nota que le llevó un mensajero de que esperara a Osgood en la sala de café del Falstaff. Cuando llegó, ella aguardó pacientemente sentada a que él dejara el sombrero y la chaqueta ligera en el colgador y depositara su cartera y un paquete cuidadosamente envuelto en papel encima de la mesa. Parecía encontrarse en un estado de excitación e impaciencia contenidas. Le relató todo lo sucedido en la subasta, su huida y lo que había descubierto en su reunión con el paciente hipnotizado.

—O sea, que sí está loco —declaró Rebecca levantando las manos—. Supongo que esto lo deja claro. No nos va a servir de gran ayuda para recordar lo que escuchó decir al señor Dickens.

Osgood hizo un gesto ambiguo.

—Señor Osgood —prosiguió ella—, ¿no me acaba usted de explicar durante un cuarto de hora que este pobre granjero se cree que es Dick Datchery, uno de los personajes de la novela inacabada?

Osgood cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Qué relación puede tener hasta qué punto está completada la novela con su cordura, señorita Sand?

Rebecca observó a su patrón con un aire decididamente práctico, pero su voz, por lo general firme, temblaba de agitación.

—De algún modo, resultaría más razonable creerse un personaje de una novela terminada. Al menos, uno podría saber si su destino final es aciago o grandioso.

Osgood sonrió ante su desazón.

—Señorita Sand, admito que su escepticismo está bien fundado, por supuesto. Este hombre que se llama a sí mismo Dick Datchery ha sufrido algún tipo de trastorno mental, como vimos con nuestros propios ojos en Gadshill. Al parecer, no recuerda nada que pasara antes de empezar con sus sesiones, ni de dónde vino. Pero, sólo piense en ello, ¿y si las sesiones de mesmerismo a las que le sometió Dickens hubieran tenido algún efecto imprevisto en su ya maltrecha constitución, un efecto que pudiera sernos de utilidad? ¿Y si en el proceso de hipnosis Dickens hubiera transferido, mediante una profunda intervención, las habilidades para la investigación desplegadas por el personaje de ficción de Datchery a este hombre? ¡Ese hombre incluso hablaba como Dick Datchery! Fíjese en esto.

Rebecca observó desconfiada cómo Osgood sacaba de la cartera unos libros que dijo había adquirido en Paternoster Row de regreso al hotel. Cada uno de los volúmenes trataba un aspecto del espiritismo o el mesmerismo.

—Este libro habla del fluido de la vida que nos recorre. De la capacidad de ahuyentar el dolor y reparar los nervios a través de las fuerzas magnéticas…

Rebecca, que escuchaba incrédula la terminología de su patrón, dejó de golpe la taza que acababa de llevarse a los labios.

—¿Qué le pasa, señorita Sand?

—Algunos de esos títulos son los mismos que había en la biblioteca de Gadshill.

—¡Sí, es cierto!

—Señor Osgood, usted no quiso que examinara esos libros en la biblioteca de Gadshill. Entonces dijo que no creía ni un poquito en esos fenómenos.

—Y no he cambiado de idea. Pero Mamie Dickens y su hermana Katie confirmaron en la abadía lo mucho que Charles Dickens creía en ellos. Mamie incluso declaró que el mesmerismo había dado buen resultado en ella. Si Dickens, intencionada o accidentalmente, transmitió a ese hombre más información sobre la novela, incluso aunque él no lo sepa de manera consciente, ésta podría ser nuestra oportunidad, la mejor oportunidad para marcharnos de Inglaterra con más información que cuando llegamos. La mente de este hombre, por muy perturbada que esté, puede contener en su interior las últimas hebras del hilo argumental de
El misterio de Edwin Drood
.

—¿Qué propone usted?

—Tratarle como si fuera Datchery. Dejar que continúe las investigaciones. Quiere que nos veamos esta noche en la abadía. Ha prometido llevarme a un lugar secreto donde dice que encontraremos las respuestas que buscamos.

Rebecca miró con los ojos entornados al paquete que había sobre la mesa.

—Eche un vistazo —dijo Osgood orgulloso—. Eso es lo que compré en la subasta antes de que se lanzaran tras de mí por preguntar dónde estaba la figura.

Ella abrió un lado del papel.

—¡La fuente de pie de cristal que estaba en la chimenea de Gadshill!

—Quería devolvérsela a la señorita Dickens, he pensado que sería una pequeña muestra de nuestra gratitud a la familia.

El corazón de Rebecca se aceleró ante aquel gesto de cortesía, pero experimentaba sentimientos contradictorios y tenía la boca seca.

—Es —tragó saliva— muy amable por su parte.

—Gracias, señorita Sand. Tengo que prepararme para la excursión. Este tipo de traje sería un fenómeno extraño donde iremos esta noche, según dice Datchery —citó a su nuevo amigo complacido—. Me temo que no he traído nada realmente apropiado. Pero usted ha estado sacudiendo tanto la cabeza que se le están soltando las cintas de la capota.

—¿Ah, sí? —respondió inocentemente—. Es sólo porque no me gusta no saber adónde va a ir. Con un hombre en un estado mental inestable y potencialmente perturbado como guía en una ciudad que no conoce… ¡Piénselo!

Osgood asintió.

—Había pensado ponerme en contacto con Scotland Yard para pedir escolta policial, pero lo más seguro es que eso espantase al hombre que me tiene que guiar. Soy editor, señorita Sand. Sé lo que eso significa. Significa que, con mucha frecuencia, tengo que encontrar el medio de creer en las personas que creen en otras cosas, cosas a las que a menudo puedo no ser en absoluto proclive. Una historia, una filosofía…, una realidad diferente a la que siempre he conocido o conoceré.

Mientras Osgood se preparaba para su expedición Rebecca permaneció sentada con la mirada fija en las hojas del té como si éstas también estuvieran dotadas de los atributos espirituales o proféticos que su patrón parecía querer encontrar en su nueva amistad. No podía evitar sentirse en cierto modo perdida por esa decisión y por cómo su jefe había llegado a ella.

Osgood regresó con un traje sólo un poco menos formal.

—Me temo que seguiré llamando la atención —dijo sonriendo—. Por cierto, hoy hemos recibido una carta de Fields —prosiguió Osgood cambiando de tema con un relajado tono comercial. Se llevó una mano inquieta a la nuca—. Ya sabe que Houghton y su esbirro Mifflin son como las dos hojas de una tijera. Han sacado una publicación para competir directamente con nuestra revista juvenil y están invirtiendo en ella. Y el Mayor anuncia que los hermanos Harper van a abrir oficinas en Boston, ¡sin duda para intentar ocasionarnos todavía más problemas! Harper no se equivoca. No puedo mantenerme al margen de la realidad del negocio, al menos si quiero continuar con lo que ha construido el señor Fields. Y demostrar que puedo ser un editor del mismo calibre, que puedo descubrir el último Dickens. Señorita Sand, tengo que intentar todo lo que se me ocurra.

—Tiene que hacerlo —dijo ella.

—Pero usted no está de acuerdo —dijo Osgood. Al verla titubear, añadió—: Por favor, señorita Sand, hábleme de esto con entera libertad.

—¿Por qué me pidió el otro día que le acompañara a Chapman & Hall, señor Osgood?

Él fingió no entenderla.

—Pensé que tal vez tendríamos que copiar documentos, en el caso de que nos hubiera dado alguno. ¿Qué tiene que ver con todo esto?

—Perdone que se lo diga, pero a mí me dio la impresión de que estaba allí sólo para ser, en fin, femenina.

Osgood parecía estar deseando hablar de otra cosa, pero la resuelta mirada de Rebecca no le iba a permitir cambiar de tema.

—Es cierto —respondió él por fin— que en mi visita anterior a la empresa había notado que no había mujeres empleadas y deduje que el señor Chapman era el tipo de hombre vanidoso que habla con mayor soltura en presencia de una mujer guapa. Usted me dijo que quería ser de utilidad en este viaje a Inglaterra.

El color de las mejillas de Rebecca se encendió indiscretamente ante el inoportuno cumplido.

—No por ser guapa.

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