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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (21 page)

BOOK: El último merovingio
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—¿Es suyo este coche, señora? —La mujer negó con la cabeza—. Entonces, lo mejor que puede hacer es meterse en casa.

Ella asintió y dio un paso atrás buscando a tientas el pomo de la puerta. Lo encontró, entró en la casa, cerró la puerta sin hacer ruido y soltó un gritito, un grito tenso que apenas se oyó. Dunphy se volvió de espaldas, encendió una cerilla, se inclinó y prendió con ella el extremo inferior del trapo. Luego echó a correr en di­rección al edificio de Clementine, preguntándose cuánto tiempo pasaría antes de que…

¡Buuuutamm! El ruido fue parecido al que se produce al sacudir una alfombra; luego se oyó un sonido como el del celofán cuando cruje y un chillido procedente de algún lugar más arriba de la misma calle. De repente, el aire se tornó muy caliente.

El apartamento de Clem se hallaba en el primer piso de un dúplex Victoriano con un pequeño porche a la entrada y columnas blancas. Había un cubo de basura de hierro galvanizado junto al bordillo, y Dunphy cogió la tapadera al pasar corriendo por su lado. Subió los escalones de tres en tres hasta la puerta del edificio, la abrió de un empujón y se hizo a un lado. Para entonces el coche estaba envuelto en llamas. El cartero corría arriba y

abajo por la calle gritando como un loco, voceando con acento cockney.

Dunphy se quedó esperando con todo el cuerpo en tensión y con la camisa empapada a causa del sudor y la adrenalina. En cualquier momento, los hombres que se encontraban en el piso de Clementine oirían el alboroto que había en la calle, se acercarían a la ventana y…

—¡Mierda! ¡Mierda! Nuestro coche está ardiendo!

Las palabras estallaron en el aire como un cohete disparado desde las ventanas del apartamento de Clem. Tres segundos más tarde, una puerta se abrió violentamente en el primer piso y Dunphy oyó el ruido sordo de las pisadas de un hombre que bajaba la escalera a toda prisa. Poco después el sonido llegaba al vestíbulo, y entonces Dunphy, orgulloso de lo bien que había calculado el tiempo, giró sobre sus talones, balanceó la tapa del cubo de basura y la estampó con todas sus fuerzas en la cara del hombre que corría. Un objeto que parecía una Walther le salió despedido de la mano al tiempo que perdía pie y movía las piernas al caer. Por un momento, el hombre quedó suspendido en el aire con la cabeza al mismo nivel que los pies, a un metro del suelo, como si de un truco de magia se tratara; después cayó cuan largo era sobre el porche del edificio y se quedó allí tendido, retorciéndose en silencio. «Bueno —pensó Dunphy—, ha funcionado.» Se inclinó a recoger la pistola (se trataba de una Walther, en efecto) y le echó una breve ojeada al hombre que estaba en el suelo. Tenía la nariz rota y sangraba en abundancia, pero todavía respiraba… y Dunphy lo reconoció: era el mismo muchacho de las muñecas tatuadas, el mensajero sarcástico que había ido al aeropuerto con un letrero en el que figuraba el nombre de señor Torbitt. (¿Qué era lo último que le había dicho? «¿Que tenga un buen día?»)

Dunphy se quitó de la suela del zapato un diente que había pisado y entró con mucha cautela por la puerta del edificio.

—¿Freddy? ¿Freddy?

La quejumbrosa voz de Jesse Curry le llegó desde el primer piso.

—¡Estoy aquí abajo! —gritó Dunphy con voz sorda y tensa, entrecortada, imitando de manera poco convincente el acento cockney.

—¿Eres tú, Freddy? ¿Dónde estás?

Dunphy no contestó. Temía que, si pronunciaba más de un par de palabras seguidas, Curry le reconociese la voz. Entró en el

vestíbulo, se escondió en el hueco de la escalera y contuvo la respiración. Pensó que si Curry era un chico listo se quedaría donde estaba.

Pero no lo era. Hubo un breve ruido de refriega y se oyó la voz de Clem…

—¡Ay! ¡Gilipollas!

—¡Cierra la boca! —masculló Curry.

—¡Ay!

—¿Freddy? Vamos, tío… dime algo.

Dunphy oía las sirenas de los bomberos que acudían a Collingham Road para sofocar el incendio, y también las pisadas de Curry, que bajaba despacio por la escalera empujando a Clementine delante de él. Poco después Dunphy alcanzó a verlos. Curry mantenía a Clem apretada contra sí sujetándola por el pelo, que empuñaba con fuerza con la mano izquierda mientras tiraba hacia atrás para obligarla a mantener la posición que él deseaba. En la mano derecha sostenía una pistola con la que apuntaba hacia la puerta principal.

Por lo que Dunphy sabía, no era así como había que hacer aquello: cuando se tiene un rehén, hay que apuntarle con el cañón directamente a la cabeza. De lo contrario, alguien como Dunphy podía sorprender al propietario de la pistola por la espalda y golpearlo en la cabeza con la culata de la Walther, justo detrás de la oreja. Y eso mismo hizo Dunphy.

Clem emitió un grito de sorpresa al tiempo que Curry se tambaleaba de un lado a otro y acababa cayendo contra la pared al tiempo que soltaba la pistola. Se agarró la parte posterior de la cabeza con la mano derecha y se dobló por la cintura mientras dejaba escapar un gemido suave y triste.

Dunphy. se volvió hacia Clementine.

—¿Estás bien?

Clem asintió con la cabeza, pero Dunphy vio que no era cierto. Tenía hinchado el ojo izquierdo y una magulladura en un lado de la cara.

—Oh, Dios mío —masculló.

Curry levantó la mirada e hizo una mueca de dolor.

—No se lo he hecho yo —le dijo—. Ha sido Freddy. Pregúntaselo a ella…

—Me importa un carajo Freddy —gritó Dunphy—. Quiero saber cómo me habéis encontrado.

Curry apretó los dientes para aguantar el dolor y se incorporó trabajosamente.

—Pues… le seguimos la pista a una de tus tarjetas de crédito.

—Mentira.

—¿Por qué iba a mentirte? ¿Qué cono gano yo mintiéndote en eso?

—No lo sé.

—Me parece que tengo conmoción cerebral.

—Me da lo mismo. Cuéntame cómo me habéis encontrado.

—Ya te lo he dicho. Le seguimos el rastro a una de tus tarjetas. Menudo tonto estás hecho. Vaya manera de meter la pata…

—¡No he utilizado ninguna tarjeta, Jesse!

—Pero ella, sí. Compró una chaqueta.

—¿Qué?

Curry miró a Clementine y sonrió con desdén.

—Compró una chaqueta en Camden Town. Tu muñeca se compró una…

Clem se abalanzó hacia el hombre, pero Dunphy la sujetó por un brazo.

—Vamonos —dijo—. Tenemos que irnos.

—¿Y él? —preguntó Clem—. ¿Nos seguirá?

Dunphy se detuvo a considerar la idea. Al cabo de unos instantes, declaró:

—No, no nos seguirá.

—¿Por qué no?

—Porque voy a pegarle un tiro.

Clem abrió los ojos de par en par y Curry palideció de repente.

—Oye, tío —dijo retrocediendo hacia la pared.

Dunphy se encogió de hombros.

—No tengo más remedio. No me queda otra elección.

—¡Pues átame!

—No tengo cuerda.

—¡Utiliza un cinturón, por el amor de Dios!

—No serviría —repuso Dunphy, negando con la cabeza—. Te escaparías.

—Pero es que no puedes dispararle así, por las buenas —intervino Clem.

—¿Por qué no me esperas fuera? —le sugirió él.

—¡No! Le dispararás.

—No.

—Sí que lo hará —gritó Curry—. ¡No te vayas!

Dunphy no le quitó la vista de encima a Curry, pero las palabras que pronunció a continuación no iban dirigidas a él, sino a Clem.

—Tú sal y asegúrate de que no hay moros en la costa. No le haré daño.

Clementine lo miró a los ojos.

—¿Lo prometes?

—Palabra de boy scout.

De mala gana y con cautela, Clem salió al porche de la casa. Al cerrarse la puerta a su espalda, Dunphy dio un paso hacia Curry y luego otro. Pronto se encontraba tan cerca de él que los pies de ambos se tocaban; Dunphy empuñaba la Walther con el brazo pegado al costado.

Curry tenía la espalda apoyada contra la pared, y Dunphy vio el cuello de su camisa que estaba empapado de sangre del golpe que le había propinado con la pistola.

—Se trata de una broma, ¿verdad? —le preguntó Curry. Dunphy negó con la cabeza—. Hace mucho tiempo que nos conocemos. Mucho tiempo —continuó Curry en tono de súplica. Dunphy dejó escapar un resoplido suave y lleno de desprecio—. Sé lo que buscas —insistió Curry—. Yo podría contarte muchas cosas que quieres saber.

—Sí, pero me mentirías. Y, de todos modos, en cualquier momento aparecerán por aquí un montón de policías, así que… bueno…

—Pero…

A Curry se le redondearon los ojos al notar la presión del cañón de la pistola contra la rótula.

—Aguanta; sólo será un segundo.

—Por el amor de Dios, Jack…

—Deja de lloriquear… esto no va a matarte.

Y disparó.

19

Echaron a correr cogidos de la mano por Oíd Brompton Road, volviendo la cabeza de vez en cuando para mirar atrás, desesperados por encontrar un taxi. Por la calle pasaban coches de policía a toda velocidad en medio del estridente ruido de bocinas de los demás automóviles. Finalmente encontraron un taxi delante de una tienda pakistaní que parecía especializada en maletas y bolsas de viaje.

—A la estación Victoria —le indicó Dunphy al chófer antes de subir.

Y abrió la puerta de un tirón. Acto seguido, ambos se desplomaron en los ajados asientos de cuero del taxi, se recostaron en el respaldo y se quedaron allí escuchando los latidos del corazón, que les aporreaba el pecho. Por una abertura situada en el respaldo del asiento del conductor salía un chorro de aire caliente que les calentaba los pies.

Transcurrió casi un minuto antes de que Clem se decidiese a mirar a Dunphy.

—¿Adonde vamos? —preguntó con voz apagada.

Dunphy negó con la cabeza y le señaló al taxista; no quería hablar delante de él.

—No llevo el pasaporte encima —apuntó Clem.

—No te preocupes.

Perdidos en medio del cada vez más intenso tráfico de hora punta, continuaron circulando en silencio mientras Dunphy se esforzaba por ignorar las lágrimas que rodaban por las mejillas de su novia. Al cabo de un rato no fue capaz de soportarlo más.

—Mira, no podía hacer otra cosa —explicó. Clem mantuvo los ojos fijos en la calle, no dejó de mirar por la ventanilla. Dunphy continuó hablando—: Y de todos modos no es como si… —Los

ojos del taxista acechaban desde el espejo retrovisor. Dunphy bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. No va a palmarla, es un tipo duro. —Clem volvió la cabeza al oír esto y miró a Dunphy con incredulidad; luego apartó la vista. Él sonrió—. Bueno, con un poco de escayola y un bastón… quedará como nuevo. —Clem se echó a llorar y Dunphy puso los ojos en blanco—. Es la verdad. No es que me importe una mierda, pero ese hijo de puta estará de maravilla dentro de poco tiempo.

Clementine lo miró como si estuviera loco.

—¿Y el otro? ¿Qué me dices del otro? ¿También va a ponerse bien?

—En cuanto el dentista le haga un pequeño trabajo quedará tan sano como una manzana para continuar haciendo lo que mejor sabe hacer.

—¿Y qué es?

—Causarle daño a la gente.

No hablaron más hasta llegar a la estación. Dunphy le dio al taxista diez libras y, con Clementine caminando detrás de él, se abrió paso entre la gente hasta alcanzar la salida del fondo del edificio, donde detuvo otro taxi para que los llevase a otra estación de ferrocarril, esta vez King's Cross. El tráfico era aún más denso que antes y el viaje fue más lento.

Esta vez no hablaron. Dunphy tenía mucho en que pensar… Además, debería darle explicaciones a Clem. Pero primero tenía que conseguir dinero en efectivo… y en abundancia, lo que significaba que había que hacer una visita a Jersey.

Miró por la ventanilla del taxi. Éste avanzaba muy despacio por la calle Victoria; pasaron por delante de Scotland Yard y se

dirigieron hacia la abadía de Westminster y Whitehall. Riadas de hombres de negocios, dependientas, policías, políticos y turistas

llenaban las aceras y se movían por ellas con sorprendente velocidad.

Dunphy pensó que era imposible que Blémont no se hubiese puesto en contacto con el banco. Seguro que los habría llamado hacía meses, les habría explicado lo del dinero, que en realidad era suyo, y… ¿y luego qué? Luego, nada. El banquero… ¿cómo se llamaba…? Ah, sí, Picard. El viejo Picard se habría encogido de hombros en un gesto de impotencia, luego le habría expresado su pesar a Blémont y lo habría acompañado hasta la puerta. «Lo siento, me temo que yo no puedo hacer nada por usted. ¡Sólo nos queda rezar para que su amigo aparezca!»

Y eso era exactamente lo que haría Blémont, esperar a que

Thornley apareciera. Lo habría buscado por todas partes, desde luego, pero debía de saber que sólo existía un lugar al que seguro que acabaría por acudir: el Banque Privat de St. Helier, en Jersey. Porque allí era donde se encontraba el dinero, y de eso se trataba, ¿no?

El taxi dio la vuelta a una pequeña plaza cuyo nombre Dunphy no tuvo tiempo de leer en el rótulo, torció a la izquierda y subió por Whitehall; pasó por el Almirantazgo y por la Oíd War Office. Clem lloraba, y se apartó cuando Dunphy trató de consolarla.

«Bueno —se dijo él—. Cada cosa a su tiempo.»

Jersey… Blémont… el francés no se habría pasado todos aquellos meses allí plantado vigilando el banco. Habría pagado a alguien para que lo avisara cuando apareciera Thornley, si es que aparecía. Pero… ¿quién sería ese alguien? Seguramente, una persona que trabajase en el banco, lo cual quería decir que tenía que ser el propio Picard, una secretaria o algún empleado. Sin embargo, no era probable que fuera Picard, pues su negocio consistía en mostrar siempre la menor discreción.

El taxi pasó por Charing Cross y subió por el Strand en dirección al Inner Temple. Durante un instante, Dunphy estuvo tentado de decirle al taxista que se detuviese para poder inspeccionar el lugar donde había empezado todo. El punto donde habían dejado caer a Schidlof (o, por lo menos, una parte del cuerpo de Schidlof). Pero el taxi torció antes de llegar al templo y se alejó en dirección al norte por Kingsway, hacia Bloomsbury y el Museo Británico.

Si habían sobornado a un empleado, le habrían dicho que llamase a alguien, a alguna persona que viviese en la isla, pensó Dunphy. Luego esa persona le notificaría a Blémont la presencia de Thornley en el banco y lo seguiría por toda la isla. Finalmente aparecería el propio Blémont y entonces las cosas empezarían a ponerse realmente feas.

Pero ¿y si había sobornado a Picard? ¿Y si Blémont le había pagado al viejo?

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