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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (17 page)

BOOK: El último merovingio
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me hace raro que seas tú quien pregunte eso. Es que me he metido en un buen lío.

—Ya lo sé —asintió Max.

Sacó una botella medio vacía de Becherovka y un par de va-sitos.

Dunphy lo miró, sorprendido.

—¿Que ya lo sabes?

—¡Pues claro! Llamé a tu oficina, hace meses, y… ¿adivinas qué?

Max sirvió una copa para cada uno y se sentó.

—Que no funcionaba el teléfono.

El ruso negó con la cabeza.

—Prozit —dijo, haciendo chocar su vaso con el de Dunphy. Un sorbito. Una gran sonrisa. Y de nuevo al grano—: No, al teléfono no le pasaba nada. Me contestó un hombre: «El señor Thornley se ha ausentado del despacho —me comunicó—. ¿Quiere dejarme el recado para que más tarde lo llame él?» Bueno, ¿por qué no? Así que le di mi número de teléfono. Dos horas después se presentó aquí un gilipollas de la embajada británica, acompañado-de unos inspectores checos, y empezó a aporrear mi puerta…

—Dios mío, Max, lo siento. ¿Qué querían?

—Te buscaban a ti.

Dunphy soltó un gruñido.

—¿Y qué les dijiste?

—Nada —respondió el ruso, encogiéndose de hombros—. Les expliqué que había sacado tu número de teléfono de un ejemplar atrasado del Herald Tribune.

—¿Y te creyeron?

—¡No! Claro que no. —Max hizo una pausa y, sin cambiar del todo de tema, centró la conversación—. Bueno, ¿entonces qué, amigo mío?

—¿Cómo que qué?

—Que qué puedo hacer por ti. Te encuentras muy lejos de tu casa.

Dunphy sonrió. Le gustaba la franqueza con que hablaba aquel hombre.

—Pues, para empezar, necesito un pasaporte… y un par de tarjetas de crédito —le explicó mientras dejaba un sobre pequeño encima de la mesa y lo señalaba con un gesto—. Ahí tienes, me he hecho unas fotos en el aeropuerto.

El ruso asintió con la cabeza.

—Muy bien. ¿Qué nacionalidad quieres?

—Con tal de que no sea nigeriana o japonesa… —sonrió Dunphy.

—Canadiense. Tengo pasaportes en blanco. Puede ir al nombre que tú quieras. Totalmente legal.

—Eso sería estupendo.

—Lo que pasa es que no sale barato… pero es limpio. Y las tarjetas de crédito también puedo conseguírtelas; no hay ningún problema.

—Fantástico.

—Pero primero necesito un depósito. En efectivo… no para mí… ¡para Visa! ¿De acuerdo?

—Sí, muy bien. —Dunphy bebió un sorbo de Becherovka y sintió que se le erizaban las cejas—. ¿Se puede saber de qué está hecha esta pócima?

—Pues en realidad nadie lo sabe. Es un secreto. Los checos aseguran que hacen falta veinte hierbas para fabricarlo, pero nunca han dicho cuáles son.

—Bueno, pues me gusta.

—A mí también. Volviendo al asunto del pasaporte, no me has preguntado cuánto cuesta. —Dunphy se encogió de hombros, indiferente—. ¡Eso significa que andas metido en un lío muy gordo! O, tal vez… tal vez signifique que no has venido sólo a buscar el pasaporte.

—Exacto.

Max sonrió.

—¿Cuál de las dos cosas es?

—Ambas.

—Ah, ya. —El ruso bebió un sorbo del licor, aspiró profundamente por la nariz y después le preguntó a Dunphy—: Bueno, ¿y de qué se trata?

—De esto.

Sacó el pase Andrómeda de Gene Brading del portafolios y se lo entregó.

Max se puso unas gafas para ver de cerca y le dio la vuelta a la tarjeta de identidad, observándola con detenimiento. Estuvo casi un minuto sin decir nada y luego miró a Dunphy y preguntó:

—¿Sabes qué es esto?

—Naturalmente. Es un holograma… como esos que tienes encima del escritorio. Por eso he venido a verte. Porque he pensado que si hay alguien capaz de fabricar uno de éstos, tú también puedes hacerlo.

Max negó con la cabeza.

—No es un holograma cualquiera; se trata de un holograma multicolor…

—¿Y eso qué es?

—Pues que puede verse con luz normal, con luz blanca… como la que hay ahora.

—¿Es difícil de copiar?

—El año pasado era muy difícil. Hoy en día no lo es tanto. Pero sale realmente caro. —Max empezó a darle vueltas a la tarjeta mientras la miraba con los ojos entornados—. ¿Sabes cómo se componen estas cosas?

—No —respondió Dunphy.

—Pues no intentes hacerlo en casa. Se necesitan rayos láser. Los míos se los encargo a un instituto de Kiev. Allí disponen de los mejores científicos. Y son rápidos… hacen los prototipos en dos o tres días.

—Pues perfecto —dijo Dunphy, que no tenía mayor interés en conocer los detalles.

Max lo miró con desaprobación.

—Esto te va a costar mucho dinero, amigo mío. Yo, en tu lugar, querría saber por qué.

—Perdona —se disculpó Dunphy como un niño al que pillan hablando en clase.

—Conoces los rayos láser, ¿verdad? ¡Supongo que sabes lo que es el láser!

—Claro.

Max meneó la cabeza.

—No, no lo sabes; sólo crees que lo sabes. Bueno, pues es un rayo de luz de frecuencia única, de un solo color. Muy intenso. Cuando hacen el holograma dividen el rayo. —Dunphy asintió—. De manera que se obtienen dos rayos con una única fuente. El primero es como un flash. ¡Zas! Da en el objetivo y… ¿qué le ocurre a la luz?

—No lo sé —contestó Dunphy, encogiéndose de hombros—. Que se va. Penetra en el espacio exterior o algo así.

—Por favor —lo reprendió Max con voz cargada de paciencia—. Cuando la luz se encuentra con un objeto… ¿qué sucede?

—Que se refleja.

—¿Y qué pasa con la luz reflejada?

—No lo sé. Sale disparada hacia alguna parte.

—No: deja expuesta la película para hacer el holograma —explicó Max.

Dunphy trató de excusarse:

—No habías dicho nada de que hubiera una película de por medio.

Al ruso se le escapó un resoplido de desprecio.

—¿Qué te crees, que los hologramas viven en el espacio? ¡Son imágenes en películas!

—Vale, así que…

—Así que con los hologramas obtenemos dos rayos de luz, porque hemos dividido el rayo. Y el segundo rayo no se refleja en los objetos, sino que se enfoca directamente sobre la película. De manera que los dos rayos convergen sobre la superficie y forman un dibujo de interferencias que crean un mapa, el mapa codifi­cado de un objeto. Se trata de espirales y rayas que dan cierta sensación de profundidad. Es un lío visual, pero cuando el láser se refleja desde cierto ángulo, la imagen se reconstruye en tres dimensiones. ¡Por arte de magia! Como si el objeto estuviera delante de tus narices.

—Espeluznante —murmuró Dunphy al tiempo que cambiaba de posición; se sentía bastante incómodo—. ¿Qué será lo siguiente que inventen?

—¡Vaya el señor Sarcasmo! Tú ríete, pero la cosa es más espeluznante aún —replicó Max—. Si se pasa la película por una batidora y se hace picadillo, la imagen permanece intacta. Eso no lo sabías, ¿a que no?

Dunphy negó con la cabeza.

—Pues eso es debido a que la imagen está distribuida por toda la película. Así que cada uno de los fragmentos sigue conteniendo la imagen entera. Funciona igual que la memoria y las células cerebrales. —Max se recostó en el respaldo y esbozó una sonrisa—. Cósmico, ¿no?

Dunphy permaneció en silencio durante unos instantes pensando en la buena didáctica de que hacía gala Max. Finalmente dijo:

—Estoy metido en un embrollo muy grave, Max. Quiero decir que es grave de verdad. Y el tiempo es…

Max asintió enérgicamente con la cabeza.

—Lo comprendo —y se inclinó hacia adelante con aire confidencial—. Pero lo que te he explicado es un holograma convencional. Se mira a oscuras o con luces especiales. Pero para hacer uno igual que éste, para hacer un holograma multicolor, tenemos que aumentar el brillo de la imagen.

—Y ahora vas a explicarme cómo se hace eso, ¿verdad?

—Sí, desde luego, porque no quiero ocultarte nada. —Max

respiró profundamente y luego preguntó—: ¿Qué es lo que ocurre entonces? Que fotografiamos el objeto a través de una ranura, de una ranura horizontal. Esto concentra la luz aún más, así que la imagen resulta más brillante. Y se trata de un holograma multicolor porque la ranura funciona igual que un prisma. Si movemos la cabeza, la tarjeta de crédito, la caja de Microsoft o cualquier objeto donde se encuentre el holograma, la luz se descompone en el espectro.

—En colores…

—Exacto. Es como el arco iris.

—Bueno, gracias por la clase de física, pero… a lo mejor no necesito que me hagan un holograma. Lo único que quiero en realidad es una identificación igual que ésa pero con la huella de mi pulgar. Así que, ¿por qué no nos olvidamos de Kiev… quitamos la huella de este tipo y ponemos la mía?

Max hizo un gesto de impotencia.

—Eso no es posible. Si quito la plastificación, el holograma se echará a perder.

—Pero podrías copiarlo, ¿verdad?

—Sí, sí, desde luego, pero… para eso se necesita mucho trabajo. Tendría que rehacerlo todo…

—Te pagaré lo que sea.

—Sí, ya lo sé. Me pagarás. ¡Es muy caro! Necesitaré una copia de la Virgen… de esta Virgen, lo que significa que tendré que viajar a Suiza.

—¿De qué hablas? —preguntó Dunphy.

—De Einsiedeln. —Le indicó con un movimiento de la cabeza el holograma—. Y de ella.

Dunphy frunció el ceño, perplejo.

—¿Es una virgen?

Max levantó las manos.

—¿Tú eres cristiano y preguntas eso? ¿De qué crees que estamos hablando? Si digo la palabra «Madonna», a ti lo primero que te viene a la cabeza es la cantante, ¿no?

Dunphy cogió la identificación.

—La verdad es que nunca la había mirado bien. Me pareció que estaba algo borrosa, como manchada. Es decir… ¡Santo Dios, si es negra!

—Claro que es negra. Es famosa por eso, la Vierge Noire. Todo el mundo lo sabe.

Como un destello acudió a su mente la postal que había visto en casa de Brading. ¿Qué era lo que decía? Protectrice de la ville,

«protectora de la ciudad», pero… ¿de qué ciudad? Dunphy bebió de un trago lo que le quedaba del Becherovka y se sirvió un poco más. Después preguntó:

—¿Y por qué es negra?

Max resopló.

—¿Quién sabe? Tal vez sea por el humo. Lleva quinientos años soportando velas e incienso.

Dunphy se quedó pensando en aquello durante unos instantes y luego negó con la cabeza.

—No creo. Quiero decir… si la miras bien, sólo son negras las manos y la cara. Si la causa fuera el humo, ¿por qué no se ha puesto también negra la túnica?

Max suspiró.

—¿A un judío le haces preguntas sobre imaginería cristiana? ¿Cómo quieres que yo sepa eso? ¿Estamos hablando de pases de seguridad o de cultos misteriosos?

Dunphy sacudió la cabeza, como para despejarse.

—Vale. Así que vas a ese sitio…

—A Einsiedeln. Se encuentra en las montañas.

—Vas allí y… ¿luego qué?

—Voy allí y hago una réplica de la estatua, o compro una. Y cuando la tenga duplico el holograma. Pero incluso entonces sigue habiendo un problema.

—Cuál —Dunphy lo dijo sin entonación, como si fuera una exigencia, en lugar de una pregunta.

—La huella.

—¿Y por qué iba a suponer eso un problema? Si piensas fabricarlo todo de nuevo, lo único que tienes que hacer es poner una huella mía en el pase. Es decir… bueno, en realidad de eso se trata, ¿no?

—Desde luego, pero… tal vez no funcione.

—¿Por qué no?

—Porque…

Max guardó silencio.

—¿Por qué? —insistió Dunphy

El ruso se removió incómodo en el asiento.

—Es que estoy pensando… ¿por qué han puesto la huella en el pase?

—Pues para la identificación —respondió Dunphy—. Es obvio.

Max negó impaciente con la cabeza, como si Dunphy no comprendiera de qué le hablaba.

—Desde luego, pero… ¿cómo funciona?

Dunphy se quedó pensando en ello.

—Comparan la huella del pase con…

—¿Con qué?

Dunphy frunció el ceño.

—Pues con la huella de mi pulgar —dijo, y se frotó el pulgar con el dedo índice—. Probablemente tendrán un escáner junto a la puerta por la que se entra. De manera que si la huella que se encuentra en el pase coincide con la del dedo pulgar, todo arreglado.

—Sí —respondió Max—. Eso espero.

Durante unos instantes, ambos se sumieron en sus propios pensamientos. Finalmente Dunphy preguntó:

—¿Cómo que «eso esperas»?

El ruso asintió.

—Sí, porque… es posible… bueno, tal vez sea algo más complicado.

—¿Qué podrían hacer para complicarlo más?

—Puede que tengan un archivo de huellas.

—Ah… ¿Y entonces qué?

—Si es así, tal vez no comparen dos huellas, sino tres: la del dedo, la del pase y la del archivo.

Dunphy lo pensó.

—Bueno, pues si hacen eso me han jodido.

—Sí, completamente.

Siguió un largo silencio. Finalmente Dunphy preguntó:

—¿Entonces qué hacemos?

El ruso alzó los hombros y luego los dejó caer.

—¿Quieres arriesgarte?

—No —respondió Dunphy negando con la cabeza—. El riesgo es muy grande.

—¡Vale! Entonces te hago un pase nuevo… y una huella especial.

—¿A qué te refieres?

Max hizo caso omiso a la pregunta.

—Ya sabes, las huellas son algo muy interesante. —Dunphy entornó los ojos, pero Max no entendió el gesto—. Son como los surcos de los neumáticos. Las huellas proporcionan tracción a los dedos… para que no resbalen. —Max tomó un sorbo de Becherovka—. Creo que la policía de Buenos Aires fue la primera en utilizarlo —continuó diciendo—. Hace unos cien años. Y nada de pruebas para ver si son falsas… ¡nunca! No hacen falta. Estas

huellas son más fiables que el ADN o el iris de los ojos… ¡Son más fiables que cualquier otra cosa! Se trata de la mejor biometría, sin lugar a dudas.

—Bueno, eso es estupendo —comentó Dunphy—. Pero ¿qué tiene que ver conmigo y con el tipo del pase?

Max echó una ojeada al pase y señaló:

—Yo podría copiar la huella del señor Brading en el pase nuevo; eso haría que coincidiera con la huella del archivo. Después haría un guante pequeño…

—¿Un guante? —repitió Dunphy.

—Un guante pequeño. Sólo para el pulgar. Podría darle valores numéricos a la huella de ese hombre y luego usar el láser para grabarla en… no sé, en lo que fuera. En látex… o en piel de cordero…

—No he venido aquí a comprar un condón, Max.

—O sobre plástico blando, ése que utilizan para fabricar las lentes de contacto. ¡Podríamos pegártelo al pulgar! Y, ¿sabes qué? —El ruso sonrió de oreja a oreja—. ¡Lo más probable es que funcione!

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