El último teorema (37 page)

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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

BOOK: El último teorema
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Los tres se hallaban en el jardín, recreándose con un ocioso desayuno dominical. Ranjit estaba repasando en una pantalla algunas ideas para sus clases; Myra seguía sin demasiada atención las noticias en otra, y Natasha, a la que faltaba poco para cumplir doce años, perfeccionaba en la piscina su técnica de natación a espalda.

—Parece ser —anunció Myra a su esposo, levantando la mirada con un suspiro— que Kenia, Egipto y los demás países que dependen de las aguas del Nilo están llegando a un acuerdo.

—Sabía que lo harían —dijo Ranjit con una sonrisa de oreja a oreja. En realidad, había expresado con contundencia tal parecer seis meses antes a lo sumo, en el momento en que cada uno de los dos estados más prominentes había movilizado sus ingentes fuerzas militares a fin de intimidar al otro y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas los había obsequiado con una de sus advertencias, expresada en términos de gran firmeza.

—El miedo al Trueno Callado ha hecho que tengan más respeto al Consejo de Seguridad —reflexionó Myra.

Él demostró ser un marido inteligente al omitir un: «Te lo dije», y responder, en cambio, con un:

—Me alegra que lo estén solucionando. Oye —agregó a continuación—, ¿qué pensarías si te dijese que mi próximo seminario va a estar dedicado a la hipótesis de Collatz?

Ella adoptó una expresión perpleja.

—Creo que de ésa no he oído hablar nunca.

—Quizá no —convino él—; como la mayoría de la gente, de hecho. El bueno de Lothar Collatz jamás recibió la publicidad que merecía. Mira —y diciendo esto, orientó la pantalla de tal manera que quedase a la vista de los dos—. Di un número. Que tenga menos de tres dígitos: funciona también con números mayores, pero con ellos se alarga la cosa demasiado. ¿Lo tienes?

—Sí. ¿Qué tal el ocho? —tanteó ella.

—Estupendo. Ahora, divídelo entre dos, y sigue dividiéndolo mientras el resultado sea un número entero.

—Ocho, cuatro, dos, uno. ¿Así?

—Sí, exactamente. Espera, que lo escribo… Bien; esto es lo que vamos a llamar regla número uno: si se trata de un número par, deberá dividirse entre dos mientras se obtenga un número entero. Ahora, dime uno que sea impar.

—Mmm… ¿El cinco?

—De acuerdo —repuso él con un suspiro—: vamos a hacerlo con números facilitos. Aplicamos la regla número dos: si es impar, deberá multiplicarse por tres y sumar uno al resultado.

—Quince… Dieciséis —calculó Myra.

—Bien. Volvemos a tener un número par; de modo que podemos aplicarle la primera regla. Deja que lo escriba…

Mientras introducía con ligereza los números ocho, cuatro, dos y uno al lado del resultado, Myra arqueó las cejas.

—Ajá… —dijo—. La serie es casi idéntica.

Él respondió con una amplia sonrisa:

—Ahí está la gracia. Da igual el número que tomemos, que puede ser el mayor que seas capaz de imaginar; si seguimos esas dos reglas de dividirlo entre dos en caso de ser par y multiplicarlo por tres y añadir uno si impar, llegaremos al uno siempre al final. Da igual que el número con el que empieces sea enorme. Espera y verás.

Acto seguido, tecleó una secuencia de instrucciones e introdujo el número veintisiete para comenzar. Entonces, aplicando las reglas primera o segunda según la que procediese en cada momento, la pantalla fue mostrando lo siguiente: «81… 82… 41… 123… 124… 62… 31… 93… 94… 47… 141… 142… 71… 213… 214… 107…»; hasta que la apagó.

—¿Ves que los números van oscilando arriba y abajo? Resulta hermoso de ver, y en ocasiones se hacen de veras largos (en la Carnegie Mellon hay quien los ha obtenido de más de cincuenta mil dígitos); pero a fin de cuentas, siempre se resuelven en la unidad.

—Seguramente —señaló ella sin más—. ¿Por qué no?

Ranjit le lanzó una mirada encendida.

—Los matemáticos no traficamos con obviedades intuitivas. ¡Queremos pruebas! El bueno de Collatz formuló en 1937 la hipótesis según la cual todos los números, sean cuales sean, hasta el infinito, responden igual a estas dos reglas; pero jamás se ha llegado a demostrar.

Myra asintió con gesto ausente.

—Parece prometedor. —Y luego, colocando la palma de la mano a modo de visera mientras miraba hacia la piscina, alzó la voz para decir—: ¡Será mejor que hagas un descanso, Tashy! Si no, vas a acabar agotada.

Ranjit corrió a ofrecer una toalla a su hija, aunque sin apartar la vista de su esposa.

—Myra —dijo al fin—. Pareces distraída. ¿Te pasa algo?

Ella respondió con una mirada cariñosa y una carcajada.

—No; nada, Ranj. Es sólo… Bueno, todavía no he ido al médico; pero estoy casi segura de estar embarazada otra vez.

CAPÍTULO XXXI

El ascensor espacial

P
ara Myra de Soyza Subramanian, criar al segundo hijo fue aún más fácil que a la primogénita. Su marido, por ejemplo, ya no llegaba a casa deprimido por una ocupación que consideraba irrelevante: sus alumnos lo querían, y él quería a sus alumnos, y el doctor Davoodbhoy no cabía en sí de contento. También el mundo exterior se había vuelto más amable, y aunque seguía habiendo naciones que no abandonaban la costumbre de molestar a sus vecinos, ya apenas moría gente.

Además, a despecho de las protestas de Beatrix Vorhulst, habían acabado por mudarse a una casita propia (el diminutivo sólo se justifica en comparación con la mansión de su anfitriona), situada a pocos pasos de una de las playas de la isla, hermosa y extensa, y de aguas tan cálidas y acogedoras como siempre. Cuando se hubieron instalado en su nuevo hogar, el mundo exterior dejó de parecerles tan amenazador. El pequeño Robert chapoteaba en la parte menos honda de la piscina, en tanto que Natasha desplegaba en la más profunda sus considerables habilidades natatorias (y de cualquier otra índole), cuando no iba a aprender a navegar con un vecino dueño de un modesto velero Sunfish. Con todo, la circunstancia que más agradable hacía el hecho de vivir en su propia casa era que
mevrouw
Vorhulst se hubiera desprendido de su cocinera favorita y de la criada preferida de Natasha para evitar a Myra los inconvenientes propios de las labores domésticas.

Otro de los factores que hicieron diferente su segundo embarazo respondía al nombre de Natasha (o más frecuentemente, Tashy). Ésta no constituía problema alguno, pues cuando no estaba ganando medallas de natación (hasta entonces sólo en competiciones infantiles, aunque ya la habían visto observar las de adultos con los ojos entrecerrados e intenciones más que evidentes), se ocupaba en hacer de ayudante, suplente y lugarteniente de su madre. Con semejante colaboración, Myra disponía de un gratificante número de horas al día para informarse de cuanto estaba ocurriendo en el ámbito de la inteligencia artificial y en el de las prótesis autónomas.

Todo parecía ir sobre ruedas, y cuando llegó el momento de comenzar a evaluar cada uno de sus dolores musculares con la esperanza de poder reincorporarse, ya estaba más que puesta al día. Sin embargo, huelga decir que tal situación no iba a durar: una vez nacido, destetado, habituado a hacer sus necesidades de forma autónoma y matriculado en la escuela el pequeño, Myra habría vuelto a quedar rezagada. Tal cosa resultaba inevitable.

Pero ¿se sentía furiosa por aquella ley tiránica de la maternidad, inicua a todas luces, que dictaba que cualquier mujer que desease tener un hijo había de aceptar el decreto inflexible de la Madre Naturaleza en virtud del cual debía relegar a un segundo plano, durante cierto período de tiempo nada desdeñable, las funciones cognitivas de su cerebro, amén de postergar su carrera profesional? Parecía injusto, y sin embargo, el mundo lo era, de manera crónica, de tantos otros modos más infaustos, que Myra de Soyza Subramanian no podía soportar perder el tiempo con resentimientos. Si la realidad era así de inamovible, ¿qué sentido podía tener quejarse? Llegaría el día en que los dos estuviesen en la universidad, y entonces podría sentirse tan libre como jamás hubiese sido ningún otro ser humano, y aún tendría ante sí veinte, treinta o quizás aún cincuenta años de vida productiva para desenmarañar los enigmas de la profesión que había escogido.

Lo consideraría una gratificación diferida. Se trataba de un juego cuyas reglas debía acatar, le gustasen o no, y en el que, de un modo u otro, podía incluso resultar vencedora.

* * *

Tanto Myra como Ranjit creyeron, de hecho, haber ganado el premio gordo cuando nació Robert Ganesh Subramanian. Después de aquellos dos hijos, no podían pedir más a la fortuna. Aquel recién nacido proclamaba a gritos su salud e iba adquiriendo peso y fuerza a la medida del deseo de sus padres. Trató de volverse en la cuna antes aún que Natasha, y aprendió a ir al baño sólito teniendo casi los mismos meses que ella. Todos sus amigos declararon que era el niño más guapo que habían conocido, y es de reconocer que no mentían, pues Robert pertenecía al género de criaturas por cuya imagen habrían pagado con esplendidez los fabricantes de alimentos infantiles a fin de hacerla figurar en el etiquetado de sus productos.

Si había alguien que quisiese al chiquitín más aún que sus padres, se trataba, sin lugar a dudas, de la pequeña Natasha, quien ya apenas podía calificarse de tal y comenzaba a demostrar una aptitud considerable para el atletismo, los estudios y el arte de conseguir de sus padres cuanto pudiera proponerse. También, claro, su aprobación para cuidar a su hermano. No, por supuesto, en todas las situaciones, y menos todavía en las que olían mal de veras; pero sí a la hora de vestirlo, empujar la sillita de paseo, jugar con él… Natasha solicitó que le fuese concedido el privilegio de ocuparse de dichos quehaceres, y tras vacilar un tanto, Myra acabó por dar su consentimiento.

Y lo cierto es que no se le daban nada mal, y así, cuando Robert lloraba, o bramaba, era ella quien mejor sabía poner fin a sus protestas. Luego, cuando se lo llevaba su madre, siempre tenía cosas que hacer: si no estaba en el colegio ni acudía a su entrenamiento diario de natación, solía pasar el tiempo con sus amigos. Eso si no optaba, como solía, por combinar sus intereses, lo que suponía invitar a sus amistades a la piscina o dejar que Robert durmiese a su lado mientras estudiaba verbos ingleses o la historia de la India y sus naciones satélites.

Todo esto, huelga decirlo, resultaba muy beneficioso para Myra, pues al relevarla Natasha de buena parte del trabajo de criar a Robert, podía evitar quedarse atrás respecto de los más sabiondos del campo de la inteligencia artificial con tanta rapidez como había temido. Y si lo era para Myra, lo era también (¿qué duda cabe?) para Ranjit, quien profesaba a su esposa el mismo amor que el día de su casamiento y seguía teniendo, como entonces, la de vivir con ella por una experiencia emocionante por lo impredecible.

En general, la vida sonreía a Ranjit Subramanian. El doctor Davoodbhoy sólo le pedía que se hiciera cargo de un seminario al semestre; pero se había asegurado, de igual modo, de que fuera memorable. En consecuencia, mudó su aula por el mismo coliseo monumental en el que se había entusiasmado él con las historias de los mundos que conformaban el sistema solar expuestas por Joris Vorhulst. Tampoco tenía ya a esas alturas veinte alumnos, sino un centenar, lo que, según el rector, le daba derecho a contar con una ayudante (que no era otra que Ramya Salgado, la joven que tanto había hecho por enriquecer su segundo seminario y que había obtenido ya la titulación que le permitía ejercer como tal) y con la libertad de llevar a término su propia «investigación» durante el resto de cada semestre. Davoodbhoy dio a entender que esta última medida tenía por objeto dejarle el tiempo necesario para obtener cierta ventaja sobre los alumnos del curso siguiente en cualquiera que fuese la demostración que tuviera pensado asignarles.

Ranjit no ignoraba que tenía ante sí la oportunidad perfecta de explorar su país nativo tal como había deseado hacer desde que Myra le había censurado su excesivo provincianismo. La idea resultaba más atractiva que años atrás, pues hasta el turismo exterior se había vuelto más seductor en el mundo que había surgido tras la irrupción del Trueno Callado. Tal circunstancia les permitía, por ejemplo, emprender un crucero por el Nilo, tal como había anhelado Myra desde los diez años, pues tanto Egipto como Kenia habían licenciado a buena parte de sus militares, en tanto que los ecologistas de todos los países que bebían del río habían dado con medios de reducir el gasto de agua. Los Subramanian tenían la oportunidad de llevar a sus hijos a Londres (o a París, Nueva York, Roma…) para enseñarles lo que era una gran ciudad. También podían decidirse por los fiordos noruegos, los montes suizos o las selvas de la Amazonia, o de hecho, por casi cualquier rincón del planeta. Sin embargo, aún estaban estudiando folletos de agencias de viaje cuando recibieron un texto de Joris Vorhulst que decía:

Me he enterado por mi madre de que os dan vacaciones. Voy a estar en la terminal al menos una semana a partir del primero del mes que viene. ¿Por qué no venís a ver lo que estoy haciendo?

—Quizá resulte divertido —apuntó Myra, a lo que Natasha repuso:

—¡Y que lo digas!

Y hasta Robert, que escuchaba cada palabra aferrado a la silla de su hermana, dejó escapar un gritito que, al decir de ella, quería decir que sí. En consecuencia, los cuatro se dispusieron a emprender su primer viaje largo en familia.

* * *

Además de la invitación de Vorhulst, Ranjit tenía dos motivos más para ansiar visitar la terminal del Skyhook. El primero era la junta consultiva a la que le había pedido que se uniese años antes. Hasta el momento, había sido una ocupación tan poco exigente como había prometido Joris, sin reuniones a las que ir y sin siquiera tener que hacer votación alguna, por cuanto, de haber asunto alguno lo bastante conflictivo para requerir una decisión al respecto, quienes se encargaban de tomarla en su lugar eran quienes llevaban, en realidad, las riendas del proyecto: los gobiernos de China, Rusia y Estados Unidos. Aun así, había recibido un informe mensual de los progresos logrados. En él también se hacía patente la onerosa mano de los tres grandes, ya que la mayor parte de su contenido debía mantenerse en el secreto más estricto, en tanto que aún era mayor la porción de lo que se eludía mediante el críptico procedimiento de denominarlo, sin más,
avance.
Sólo había visitado el lugar en un par de ocasiones, y de un modo más bien expeditivo. Y aunque ignoraba si una estancia más prolongada le iba a permitir conocer mejor el proyecto, no veía la hora de averiguarlo.

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