El último teorema (38 page)

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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

BOOK: El último teorema
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La otra razón que lo movía había sido una sorpresa para él. Los Subramanian no tenían coche propio: Ranjit y Myra iban en bicicleta a casi todas partes, acompañados en ocasiones de Natasha, que pedaleaba feliz delante de ellos, y Robert, que viajaba en un asiento fijado a la silla de su padre, y cuando necesitaban algo más, siempre podían recurrir a los taxis. Sin embargo, la universidad había prometido prestarles un automóvil para hacer el trayecto.

—Lo ha enviado expresamente para vosotros —le comunicó, sonriente, el doctor Davoodbhoy mientras le entregaba las llaves—. Pax per Fidem. Se trata de un diseño nuevo de la Corea transparente: como los genios que fabricaban armas nucleares tienen ahora la posibilidad de dedicar sus cabezas a la creación de proyectos civiles, tienen de todo.

Cuando le explicó lo que era capaz de hacer aquel vehículo de cuatro plazas de aspecto atractivo, Ranjit no pudo por menos de regresar a casa con la misma sonrisa satisfecha del rector.

—Dame una jarra de agua —pidió a Myra tras parar el motor ante la casa.

Ella obedeció, aunque algo desconcertada, y quedó aún más perpleja cuando lo vio abrir con no poca ceremonia el depósito de combustible y verter el líquido en su interior. Su asombro llegó al máximo cuando él arrancó y escuchó con deleite el ronroneo del capó. A continuación, Ranjit le dio la misma explicación que había recibido de Davoodbhoy:

—Va con boro. Motor Ab Hamad lo llaman, aunque no me preguntes por qué; tal vez por el que lo inventó. ¿Sabías que el boro es un elemento tan sediento de oxígeno que es capaz de extraerlo de compuestos como el agua? Y si dejas sin oxígeno una molécula de agua, ¿qué te queda?

—Hidrógeno —respondió ella arrugando un poco la frente—; pero…

Ranjit, sonriendo de nuevo, llevó un dedo a los labios de su esposa.

—Pero el boro es carísimo, y quemar combustible carbónico resulta tan barato en comparación que nadie se había molestado siquiera en estudiarlo. Sin embargo, han acabado por dar con el modo de regenerarlo para que pueda volver a utilizarse una y otra vez, y como resultado, el coche que vamos a conducir no es que produzca pocas emisiones: ¡es que no emite nada en absoluto!

—Pero… —repitió ella, y esta vez, él la acalló sellándole los labios con los suyos propios.

—Ve por Natasha y Robert, ¿vale? —le pidió con voz melosa—. ¿Tienes el equipaje? ¡Venga! Vamos a ver cómo se le da a este fogón de hidrógeno.

El resultado fue, dicho sea de paso, excelente: aunque tuvieron que parar dos veces para rellenar de agua el depósito, lo cual provocó no pocas miradas de escándalo entre cuantos trabajaban en las gasolineras en las que se detuvieron, el cochecito se portó tan bien como cualquiera de los que empleaban combustibles fósiles.

Se hallaban aún a diez kilómetros de la terminal cuando Robert dejó escapar uno de aquellos alaridos suyos capaces de cortar el aliento al más pintado. Myra frenó en seco, aunque enseguida comprobaron que no había peligro alguno: el pequeño sólo estaba emocionado ante la escena que se desplegaba ante él.

—¡Araña! ¡Sube, sube! ¡Un montón, un montón, un montón! —gritaba mientras agitaba los brazos al ver el cable del Skyhook, que apenas se vislumbraba como un hilo brillante que descendiera del sol.

Para quien sabía lo que debía esperar de aquella construcción, no resultaba difícil distinguir las cápsulas de transporte, que se sucedían en dirección al firmamento para desaparecer tras la primera capa de nubes.

—¡Ajá! —exclamó Ranjit—. Parece que han conseguido hacerlo funcionar, ¿no?

* * *

Sí: lo habían logrado. La carretera que desembocaba en la terminal corría paralela a una vía férrea, y de hecho, antes de llegar a ella los adelantó un tren de mercancías (dotado de cuarenta y dos furgones, según contó Natasha con entusiasmo) que no tardó en desaparecer en el interior de uno de los gigantescos muelles que conformaban la estación. La entrada de automóviles estaba custodiada por guardias que hicieron pasar con gesto amigable a los Subramanian y les indicaron cuál era el aparcamiento reservado a las personalidades.

Allí los recibió una mujer asiática de no poco atractivo que se presentó como ayudante de Joris Vorhulst.

—El ingeniero Vorhulst está deseando verlos —les comunicó—; pero no los esperaba hasta mañana. De todos modos, está por llegar. ¿Desean comer algo?

Ranjit abrió la boca para responder que le encantaba la idea; pero Myra se le adelantó.

—Más tarde, gracias. Si es que se nos permite antes echar una ojeada a las instalaciones…

Por supuesto que sí. Sólo se les advirtió que debían mantenerse alejados de los muelles de carga y descarga, y claro está, tener cuidado con los camiones y tractores que acarreaban de un lado a otro piezas inidentificables de objetos sin duda interesantes. Ranjit contempló con creciente perplejidad el ajetreo reinante.

—¡Lo que daría por saber lo que son algunos de estos trastos! —señaló.

La joven Natasha apretó los labios.

—Pues mira —anunció—: aquel bulto irregular es el propulsor de un cohete iónico, y creo que el que hay a su lado es una lámina de nanotubos de carbono, supongo que parte de una vela solar…

—¿Por qué estás tan segura? —quiso saber él boquiabierto.

—Mientras estabais hablando con esa señorita —confesó la niña con una sonrisa—, Robert y yo hemos estado curioseando, y he leído los albaranes de embarque. ¡Yo diría que están construyendo naves espaciales!

—¡Y tienes toda la razón, Tashy! —dijo, procedente del muelle de descarga, una voz que conocían bien—. Ya tenemos un par de ellas funcionando.

* * *

Joris Vorhulst no estaba dispuesto a admitir objeción alguna: quería comer, disfrutar de un almuerzo ceilanés como estaba mandado. Y si ellos no tenían hambre, podían limitarse a mirar mientras él daba cuenta de todo. Porque, tal como les explicó, llevaba cinco semanas en el cuerpo mismo del montacargas espacial, y acababa de volver después de supervisar el funcionamiento de los aparatos cuya existencia había deducido Natasha.

—El ascensor está empezando a marchar como es debido —los hizo saber con gesto alegre.

Los dos cohetes autómatas que se hallaban ya en servicio estaban haciendo las veces de rebuscadores de basura, pues debían registrar la órbita terrestre baja en busca de astronaves abandonadas o incluso depósitos de combustible de vehículos espaciales rusos y estadounidenses. Cuando daban con alguno, les instalaban velas solares dirigidas por ordenador y las programaban para que los llevasen a la Gran Central, en donde debían ser transformados. Aquellos aparatos a la deriva, temidos hasta entonces por el peligro que suponían para las naves que surcaban el espacio, se habían convertido en la materia prima de la que surgiría cualquier cosa que hiciese falta construir.

—Podemos, claro, subir el material desde la superficie terrestre —declaró Vorhulst con la boca llena de un curri cuya excelencia hubo de admitir hasta Myra—; pero ¿qué sentido tiene desaprovechar lo que ya tenemos ahí arriba?

—¿Y eso es lo que estáis haciendo en la órbita terrestre baja? ¿Recoger desechos para construir cosas nuevas?

—En realidad —respondió el anfitrión con cierto embarazo—, lo que estaba haciendo yo ahora era asegurarme de que el tercer cohete estuviera listo para partir. Su destino será la Luna. ¿Sabías que hay allí robots exploradores desde hace varios años ya? Han encontrado un montón de túneles volcánicos de los que hablaba en mis clases.

—Pues no —protestó Ranjit—: los informes que recibimos los del consejo consultivo son más bien escuetos.

—Sí —reconoció Vorhulst—, ya lo sé. Tenemos la esperanza de que los tres grandes se relajen un tanto ahora, porque esos túneles lo van a cambiar todo. Uno de ellos se encuentra debajo justo del
sinus Iridum
, o bahía de los Arco Iris. Es impresionante. Tiene mil ochocientos metros de longitud, y el tercer cohete va a transportar la maquinaria necesaria para sellarlo, porque Explotaciones Lunares le tiene ya asignada una función. Los tres grandes quieren llevar turistas, ¿sabéis?

—¿Turistas? —preguntó Myra con gesto escéptico—. Lo último que he oído al respecto es que había unas once personas viviendo en la colonia lunar, y que estaba costando una fortuna el simple hecho de proporcionarles alimentación y aire que respirar.

—Eso era antes —sonrió Vorhulst—, cuando había que suministrarlo todo desde la superficie terrestre por medio de cohetes. Pero ahora tenemos el ascensor espacial. Habrá turistas. ¡Vaya, si los habrá! Además, para darles un buen motivo para subir allí arriba, los tres grandes han movido unos cuantos hilos… y han logrado que los del Comité Olímpico se avengan a hacer un acuerdo.

Natasha, que hasta aquel momento se había mantenido en silencio pese a su costumbre, se animó entonces.

—¿Qué clase de acuerdo? —quiso saber.

—Van a celebrar allí el género de acontecimientos que no pueden hacer sobre la faz de la Tierra, Tashy. ¿Sabes? La gravedad lunar es de sólo de un metro y seiscientos veintidós milímetros por segundo al cuadrado; así que…

Natasha levantó las manos.

—¡Por favor, doctor Vorhulst! —exclamó.

—Vale, vale: equivale aproximadamente a una sexta parte de la que hay en la superficie terrestre, lo que significa que en el instante mismo en que a alguien se le ocurra practicar cualquier deporte de competición en la Luna, las plusmarcas de todos los corredores y saltadores serán agua pasada. Eso sí: no sé yo si el techo del túnel del
sinus Iridium
será lo bastante elevado para que los de salto de altura puedan pavonearse.

Ranjit no parecía muy convencido.

—¿Estás diciendo que la gente va a recorrer doscientos mil kilómetros para ver a un puñado de deportistas saltando a más altura?

—Sí —insistió Vorhulst—. En realidad, no lo digo yo, sino Explotaciones Lunares. Sin embargo, ésa no es la atracción principal, ¿Qué te parece una competición que no sea posible en la Tierra, como una carrera de aparatos voladores impulsados por humanos?

Si esperaba una respuesta de él, debió de quedar defraudado. Con un estrépito de platos y cubiertos, Natasha se puso en pie gritando:

—¡A mí me parece estupendo! ¡Yo quiero participar! Ya veréis: voy a ganar.

CAPÍTULO XXXII

El oro de Natasha

Y
participó.

Aunque no de inmediato, claro: aún quedaba mucho camino antes de la celebración de los primeros juegos olímpicos lunares de la historia. Quedaba mucho por hacer en la Luna para que fueran posibles, y también en el ascensor espacial para que pudiese transportar pasajeros con cierta probabilidad de que llegasen vivos a su destino. Los textos informativos se habían vuelto más esclarecedores, y Ranjit los devoraba tan pronto los recibía, sintiendo renacer en su interior la fiebre de cadete espacial que había encendido en otro tiempo Joris Vorhulst.

Por fortuna para su paz espiritual, el mundo parecía haber mejorado. La segunda dosis de Trueno Callado había logrado refrenar a algunos de los dirigentes mundiales más revoltosos. Sus seminarios seguían siendo lo bastante prometedores para tener satisfecho al doctor Davoodbhoy, y su familia no había dejado nunca de ser una fuente inagotable de gozo; en particular, Natasha. El hecho de hallarse a escasos años de la universidad no parecía suponerle dificultad alguna, aunque los juegos olímpicos lunares que le había prometido el profesor Vorhulst eran otro cantar, pues el entrenamiento no era nada sencillo, y dejaba al de los atletas convencionales a la altura de los diez minutos de abdominales matinales destinados a mantener a raya los michelines.

Huelga decir que Natasha no era la única que se estaba preparando para aquella modalidad sin precedentes. En todo el planeta había deportistas jóvenes preguntándose si serían capaces de adquirir la forma física necesaria para participar en aquellas carreras de vuelo. Dado que los ejercicios preparatorios estaban sometidos a la tiranía de la inflexible gravedad terrestre, equivalente a
g
, se requería no poca inventiva para llevarlos a cabo.

Había dos modos de abordar el problema del vuelo con propulsión muscular: los partidarios de la «globística» apoyaban el uso de bolsas de gas de varias formas que permitiesen al atleta mantenerse en el aire sin esfuerzo y concentrar toda su fuerza en accionar la manivela que hacía funcionar el propulsor, en tanto que los «aerociclistas» preferían hacerlo todo sin más ayuda que la de sus músculos. Los fabricantes de material deportivo habían creado para ellos toda una colección de artilugios dotados de hélices. Merced a los nanotubos de carbono-60, las mismas moléculas que habían trocado, en el caso del montacargas espacial, un sueño infundado en un medio eficaz de transporte, se habían construido aparatos tan ligeros que bastaba una mano para levantarlos aun estando en la Tierra (o un simple dedo en caso de estar en la superficie lunar).

De lo que no disponía ninguno de aquellos ambiciosos atletas era de un verdadero estadio de un sexto de la gravedad terrestre en el que practicar. En consecuencia, debían ingeniárselas como pudiesen, lo que por lo común comportaba el uso de equipos diseñados para contrarrestar la diferencia. Dicho de otro modo: a la inventiva había que añadir una buena cantidad de dinero. Aunque algo así excedía el poder adquisitivo de un profesor universitario con un margen considerable, lo cierto es que las necesidades de Natasha gozaban del apoyo de determinados ceilaneses situados en puestos de relieve, siendo así que aun quienes no mostraban un interés particular en los acontecimientos deportivos se sentían inclinados a hacer notar el hecho de que Sri Lanka se hubiese convertido en el umbral que comunicaba el planeta con el espacio exterior. Por consiguiente, se concedieron los fondos necesarios para construir un gimnasio de gravedad lunar de grandes dimensiones en los aledaños de Colombo, y en él pudo practicar aerociclismo a su gusto.

Comoquiera que las instalaciones se hallaban a diez minutos en coche de su casa, no era extraño que sus padres y su hermano estuviesen presentes en calidad de espectadores. De hecho, en ocasiones adoptaban una función más activa, pues Robert, a quien cautivaba observar a su hermana mayor abriéndose paso a través del «cielo» del gimnasio, aprovechaba el menor instante en que quedaba libre alguna de las máquinas para probar también él a volar.

Y es que, claro está, Natasha no era la única que podía hacer uso de aquel gimnasio de gravedad baja: de toda la isla se habían recibido solicitudes firmadas por aspirantes esperanzados que ansiaban la oportunidad de poner a prueba sus habilidades en aquellos aparatos, y el número de admitidos rebasaba la treintena. Sin embargo, ninguno de ellos superaba de forma sistemática a sus adversarios como ella.

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