Dudo. Mientras espero a que llegue mi paciente, ¿por qué no? Voy al final del cuaderno y leo rápidamente el artículo: dos punks se pelearon a navajazos, en mayo pasado, y los encontraron muertos en un callejón. Exactamente lo que nos contó Monette.
¿Por qué Roy utilizó todos los artículos excepto éste? ¿Por qué lo conservó?
Monette parecía saberlo…
Muevo la cabeza exasperado. Roy guardaba probablemente este artículo para una futura novela… Sin duda, la que estaba escribiendo cuando lo encontraron. Precisamente, le pedí a Josée que se informara al respecto… Tendría que saber cómo va con el tema.
Suena el interfono. La secretaria me anuncia que mi primer paciente ha llegado. Guardo el cuaderno en un cajón.
Antes de salir del hospital, sobre las cuatro y media de la tarde, decido pasarme por la habitación de Roy. Le pido a Lise, una enfermera, que me acompañe.
Roy está acostado en la cama, boca arriba. Cuando entramos, vuelve ligeramente la mirada hacia nosotros y nos observa unos instantes; por fin, me fijo en el ojo de cristal, que permanece inmóvil. Luego, sin expresión, se sume de nuevo en la contemplación del techo.
Me coloco delante de él y lo examino con atención.
—No tiene que sentirse culpable, señor Roy. Que se inspire en tragedias de la vida real no lo convierte en un malhechor. Aunque haya presenciado cinco de esos dramas, es una casualidad. Una simple casualidad. No tiene que castigarse por eso.
Después de unos segundos, Roy gira la cabeza despacio y posa su mirada en la mía. Siento que me recorre un largo escalofrío: por primera vez, tengo la impresión de que me ve de verdad. En su ojo bueno, titila un resplandor de emoción, pero es demasiado impreciso, furtivo y lejano. Me inclino hacia él y, con una voz baja y tranquila, le pregunto:
—¿Comprende lo que digo, señor Roy?
Su mirada, que sigue puesta en mí, oscila entre el vacío y la emoción; luego su cabeza recupera lentamente su posición inicial. Si ha habido algún destello en su ojo, ahora ha desaparecido.
Cuando salgo de la habitación, casi me doy de bruces con una paciente que estaba plantada delante de la puerta. Reconozco a la señora Chagnon. Me sorprendo: ¿no tenía Louis la intención de darle el alta la semana pasada? Tal vez haya sufrido una recaída.
—Vaya, ¿aún está con nosotros, señora Chagnon?
En sus ojos, se ve ese miedo familiar que ella siente cuando está a punto de sufrir una crisis. La miro con cierta inquietud.
—¿Se encuentra bien, señora Chagnon?
No me responde. Mira hacia la habitación de Roy, cuya puerta aún está abierta.
—Thomas Roy está ahí dentro, ¿verdad? —me pregunta con su voz un poco ronca, esa voz extraña que nunca pone los acentos tónicos en su sitio.
Cierro la puerta, pero la señora Chagnon sigue mirando en esa dirección, como si esperara ver a través de la madera.
—Es él, ¿verdad?
Hago una seña a la enfermera para que nos deje solos y se retira.
—Sí, es él —digo mientras observo con atención a esta mujer menuda e inquieta—. ¿Lo conoce?
Parece que no me escucha, lo que es muy mala señal. Sigue con los ojos clavados en la puerta y la boca apretada. Al final, suelta:
—No puede quedarse aquí.
—¿Ah, no? ¿Y eso por qué?
Por fin, me mira. Sus ojos algo desorbitados y esa mirada llena de confusión contrastan curiosamente con sus cabellos grises recogidos con esmero en un moño; su vestido amarillo, demasiado grande, pero limpio y sus manos tranquilamente cruzadas por delante de su cuerpo.
—Está lleno de mal —dice a toda velocidad—. Lleno de mal.
Me meto las manos en los bolsillos y adopto un aire tranquilo, aunque en mi interior se encienden las luces de alarma. Temo que la paciente estalle de un momento a otro. En un tono cordial, pregunto:
—¿Lleno de mal? ¿Qué quiere decir, señora Chagnon?
Ella mira de nuevo la puerta, sin responder.
—¿Habla de sus libros? ¿Sus libros están llenos de mal?
—No lo sé. No leo.
Ahora parece más relajada, pero no quita los ojos de la puerta.
—Sabe de quién se trata… ¿Lo ha visto en la televisión?
—Sí, con frecuencia.
Monosilábica. La señora Chagnon nunca ha sido muy habladora. Su mirada permanece clavada en la puerta, sus manos se agitan.
—Lleno de mal —repite vagamente, como para sí misma.
Ladeo un poco la cabeza, en un intento de llamar su atención.
—¿Qué quiere decir?
Ninguna respuesta.
—¿Que sufre? ¿Que está lleno de dolor?
Me mira de nuevo con una expresión curiosa, como si yo le resultara estúpido. Es evidente que no voy por el buen camino. Insisto con paciencia, aunque siempre alerta.
—¿Qué quiere decir, señora Chagnon? Explíquemelo.
De repente, sin avisar, agarra el cuello de mi camisa con las dos manos, haciendo alarde de un vigor sorprendente. Sus ojos miran enloquecidos y, durante un instante de pavor, recuerdo una vieja escena, un antiguo pero terrible recuerdo… Cuando trabajaba en Léno, me atacó un loco furioso… Boisvert… La impresión es lo bastante potente para que yo permanezca paralizado de terror.
—¡Lleno de nada bueno! —escupe la señora Chagnon con la boca torcida de rabia—. ¡Lleno de maldad! ¡Lleno de mal!
Me pongo tenso, pero me obligo a relajarme. En el fondo, sólo se trata de una mujer menuda de cincuenta años. Nada que ver con el asesino psicópata que era Boisvert…
—¡Tiene que irse! ¡Lleno de mal! ¡Tiene que irse!
Levanto las manos a ambos lados del cuerpo para intentar apaciguarla.
—Cálmese, señora Chagnon. Vamos, cálmese.
Con el rabillo del ojo, veo que se acercan dos enfermeras dispuestas a intervenir, pero tranquilas. Si algo aprendemos todos aquí, es a permanecer siempre imperturbables. Siempre.
De repente, la señora Chagnon adopta una expresión curiosa, casi enfurruñada, y me suelta al fin. Pongo despacio las manos sobre sus hombros.
—Eso es. ¿Se encuentra mejor ahora? ¿Está más calmada?
—Tiene que irse.
Ahora su tono de voz es bajo.
—Ya veremos, señora Chagnon… Nosotros le ayudaremos y luego se marchará. Vaya a descansar un poco…
A continuación, hago una seña a las dos enfermeras, que están muy cerca de mí. Cogen suavemente a la señora Chagnon del brazo, sin brusquedad, y esperan con paciencia a que camine de motu proprio. La mujer permanece inmóvil un instante, con la cabeza dirigida de nuevo hacia la puerta; luego me lanza una curiosa mirada, donde se mezclan el miedo y la decepción. Por fin, empieza a andar y las dos enfermeras la acompañan con amabilidad a su habitación. Alcanzo a decirle:
—Confíe en nosotros, señora Chagnon, y descanse un poco.
A mi vez, observo la puerta de Roy.
«Lleno de mal».
Curiosa expresión.
Al final, me marcho.
Al día siguiente, doy una conferencia en la universidad, ante un centenar de estudiantes de psiquiatría. Se supone que debo alabar las virtudes y beneficios de mi profesión.
En mitad de la presentación, me callo de repente.
Delante de mí, no hay estudiantes. Sólo veo su ropa. Vacía. Una multitud de pantalones, camisas y chaquetas de lana, en posición sentada, sin nadie en su interior.
Interrumpo la conferencia alegando encontrarme mal.
Por la noche, le cuento el incidente a mi mujer. Estamos en el salón y ella me escucha en silencio.
—Sencillamente, me he dado cuenta de que no podía contarles nada, Hélène. Ya no creo en ello.
Doy una calada al cigarrillo y suspiro mientras expulso el humo.
—En verdad, es una buena idea que deje todo esto dentro de unos meses.
—¿En qué no crees ya, Paul? —me pregunta de pronto mi mujer.
—Pues… en mi trabajo.
—¿Es eso todo?
Permanece absolutamente impasible.
—¿Es en lo único en lo que ya no crees?
Aplasto el cigarro en el cenicero de arcilla, un recuerdo que nos trajimos de nuestro viaje a Guatemala, hace diez años.
Diez años…
Entrecruzo las manos, con los codos sobre las rodillas.
—No sé…
—Yo creo que sí lo sabes…
Me vuelvo hacia ella, desconcertado. Esta vez, algo triste flota en sus ojos. Triste y resignado.
—Hélène…
—Te quiero, Paul —se limita a decirme.
La miro. Abro la boca, pero no sale nada.
¿Por qué? Dios mío, ¿por qué no sale nada? ¿Por qué este vacío?
¡Este vacío, este maldito vacío!
Ella se levanta y, sin decir una palabra, sale del salón. Contemplo el cenicero, con las manos entrecruzadas.
Cierro los ojos.
J
UEVES. Hospital. Ronda de pacientes. Villeneuve: crisis de llanto. Simoneau: un poco mejor, ya no me toma por un agente a sueldo del gobierno enemigo. Julie Marchand: está convencida de que pronto va a rodar una película. Roy: nada. Rutina.
Estoy de un humor sombrío.
En la reunión interdisciplinaria, decidimos cambiar la medicación de Roy. Pasamos al Haldol, dos miligramos, tres veces al día. Nos presentan a la nueva ergoterapeuta, Manon Thibault. Al final, pregunto a Josée si ha podido conseguir lo que Roy estaba escribiendo cuando lo encontraron en su casa.
—Quería ocuparme de ello esta semana, pero la policía tiene el disquete.
—¿La policía? ¿Por qué razón?
—No lo sé. Hace dos días, los agentes volvieron a registrar la casa de Roy. Me dijeron que se iban a poner en contacto con usted para hablar de este tema.
Pero ¿la policía no había cerrado este caso? Me encojo de hombros. Ya veremos cuando me llamen…
Precisamente, un poco más tarde, la secretaria me anuncia que el sargento detective Goulet ha llamado. Le gustaría que me comunicase con él lo antes posible.
Marco el número escrito en el bloc de notas. Al cabo de un momento responde una voz indolente:
—Goulet.
—Buenos días, sargento, el doctor Lacasse al aparato.
—¡Ah, sí! Buenos días, doctor. No sé si se acuerda de mí…
—Sí, desde luego. Usted se encontraba en casa de Thomas Roy. ¿Cómo va todo?
—Tirando. ¿Y el señor Roy? ¿Ha recuperado el habla?
—Ni una palabra. No avanzamos.
—Vaya… Es una contrariedad…
Dudo. Me siento en una esquina de la mesa.
—Me han dicho que tiene el disquete del ordenador de Roy… ¿Vuelve a interesarse por el caso?
—No se trata de mí. Digamos que a unos investigadores les habría gustado tener el testimonio de Roy; yo sirvo de intermediario.
—¿Su testimonio? ¿Sobre qué?
—Ya sabe, esa espantosa matanza de la calle Sherbrooke…
Una especie de escalofrío desagradable me recorre todo el cuerpo. Sé lo que va a decir Goulet y, durante un segundo, me cuestiono con angustia sobre los límites de la casualidad. Como si quisiera convencerme a mí mismo, me sorprendo:
—¡Pero Roy no tiene nada que ver con esa historia!
—Es un testigo —corrige Goulet—. Estaba allí cuando el policía mató a los once niños…
Observo a una pareja joven sentada en una mesa, no lejos de la nuestra. Rebosan juventud y se miran a los ojos continuamente. No paran de sonreír. De vez en cuando, se besan. Se susurran palabras tiernas. Están muy enamorados. Mucho.
Parecen creérselo…
—¿Estaba allí?
Mi mirada se vuelve hacia Jeanne. Me observa con una expresión sinceramente incrédula.
—¿Estaba allí? —repite más alto.
—Sí, estaba allí. Cuatro testigos pueden asegurarlo.
No hay mucha gente en la terraza del Maussade; hace un poco de fresco esta tarde. Sin embargo, Jeanne afirma que se asfixia de calor (¡ah, los antojos de las mujeres embarazadas!) y ha insistido en que charlásemos fuera.
—Y no hables tan alto, por favor. No olvides que se trata de un caso profesional…
Enciendo un cigarrillo y sigo contándole la llamada de Goulet:
—La policía está interrogando a los testigos que presenciaron el tiroteo. Ya han tomado declaración a dieciséis…
—¡Dieciséis! —exclama mi compañera.
—Ocurrió en la esquina de Sherbrooke y Pie-IX, no lo olvides… Sin duda, habría más, pero sólo han localizado a dieciséis. Les han preguntado si observaron algo particular justo antes del tiroteo, un detalle que pudiera anunciar lo que iba a pasar… No notaron nada anormal, pero cuatro de ellos han afirmado que vieron a Thomas Roy justo antes de que se produjeran los disparos. Se acuerdan porque les pareció curioso encontrarse con una gran estrella en persona… Luego empezó el tiroteo…
—Pero ¿dónde estaba exactamente? ¿Qué hacía?
—Tres de los cuatro testigos coinciden en afirmar que se encontraba en la acera oeste de Pie-IX, al otro lado de la entrada del jardín botánico. No caminaba, permanecía inmóvil y miraba hacia el jardín, mientras los niños se colocaban en fila para entrar. El cuarto testigo dice lo mismo, aunque no ha podido concretar hacia dónde miraba Roy…
Jeanne se encoge de hombros.
—¡No me sorprende que estuviera inmóvil! ¡Durante el tiroteo, todo el mundo debía de estar petrificado!
—Me has entendido mal, Jeanne. Él se encontraba en esa posición justo antes del tiroteo. Inmóvil en la acera. Dos testigos han declarado que se le notaba nervioso. Otro ha dicho que parecía buscar algo en dirección al jardín. El cuarto no ha comentado su expresión.
Sonrío.
—Hay que ver en los detalles que se fijan algunas personas cuando reconocen a un personaje famoso…
—Hay contradicciones en sus testimonios, ¿no?
—En realidad, no. Diferentes percepciones, tal vez, pero los cuatro coinciden en señalar que Roy estaba allí, delante del jardín botánico, al otro lado de Pie-IX y que no se movía…
Jeanne hace girar su vaso entre las palmas de las manos, pensativa.
—Y durante el tiroteo, ¿qué hacía?
—¡Nadie se fijó, por supuesto! Como acabas de decir, la matanza captó toda la atención. En cualquier caso, cuando los policías llegaron y tomaron los nombres de los testigos que se encontraban en el lugar, Roy ya no estaba allí. Sin duda, no fue el único que se marchó.
—¿Y qué cree la policía?
—Si los testigos están en lo cierto, Roy miraba desde el otro lado de la calle, en dirección al jardín, más o menos en el momento en que Archambeault, el asesino, llegó. Se cree que Roy habría visto a Archambeault sacar el fusil o hacer un gesto extraño, lo que explicaría su aspecto nervioso…