Michaud también me telefoneó el mismo día de la masacre. Estaba llorando. Me llamó de todo, dijo que era culpa mía, me exigió una explicación, incluso me acusó de ser el asesino de su amigo. Afirmó que me llevaría ante la justicia y todo eso. No se lo reprocho. Está roto, como yo, pero por otras razones. Además, no he vuelto a oír hablar de él después.
No he tenido noticias de Claudette Roy. Y no me sorprende en absoluto.
Llamé al padre Lemay unos días después. Sin duda, se encontraría al corriente de todo el asunto por la televisión. Quería oír su voz, estaba preocupado por él. Me dijeron que se había suicidado. Pregunté qué había sido de su sirvienta, Gervaise. Me contestaron que, después de la muerte del padre Lemay, ella se había marchado por fin a una residencia de ancianos.
Unas semanas después de la tragedia, fui por última vez al ala de psiquiatría del hospital. La dirección, para borrar el pasado, tiene intención de transformarlo en departamento de cardiología. Necesitaba volver a ver el lugar con un ambiente más normal para deshacerme de estas imágenes atroces que no cesan de atormentarme. Mientras los arquitectos se paseaban y hablaban entre ellos de las diferentes posibilidades de reforma, yo deambulaba por los pasillos, reconfortado ante la ausencia de sangre y cadáveres. Por supuesto, no pude evitar la visita a la habitación de Roy. Y allí, por casualidad, en la pared, cerca de su cama, descubrí unos garabatos. Eran palabras escritas con dificultad, incomprensibles. Entonces me acordé del lápiz que estaba encima de su mesa. Ahí se encontraba el soporte donde había vuelto a escribir. Me lo imaginé tendido de lado, en la cama, sosteniendo el lápiz entre las manos y escribiendo de forma febril, a su pesar, sobre esta pared. Esta imagen me dio escalofríos. Y, aunque se trataba de garabatos indescifrables, creí reconocer las palabras «hospital», «locura» y «masacre».
«Tengo nuevas ideas, ¿comprende lo que eso significa?».
De inmediato, lamenté haber ido y salí a toda prisa de allí sintiendo un súbito malestar.
Estoy jubilado. Ya no vivo con Hélène. Intenté empezar de cero con ella e hice todo lo posible por conseguirlo. Fue inútil. Ella se cansó y se marchó. Triste, decepcionada, pero firme. La comprendo muy bien. Yo no podía más, eso es todo. Nunca podré más, creo…
Siete meses. Aún se habla de esta historia en los periódicos y en la televisión. Mucho menos que las primeras semanas, pero aún la mencionan. Los expertos proponen varias explicaciones, a cual más descabellada. Sin embargo, dentro de poco, este caso engrosará las filas de las grandes matanzas inexplicables, que se recuerdan una vez al año. La gente, sin olvidarse del todo, acabará por no pensar más en ello.
Yo no.
Me dije que si no encontraba una explicación sobre Roy, no podría vivir en paz. Por supuesto, he encontrado algunos fragmentos. Sé que sucedió algo el 16 de junio de 1956 y que eso se repitió cuarenta años después.
Pero ese hecho ¿qué explica exactamente?
Mi jubilación está muy lejos de ser apacible. Es peor de lo que podía imaginar. No esperaba la felicidad, pero tampoco deseaba un tormento como éste.
Porque ya no veo a nadie. Vivo solo en un lujoso apartamento y no salgo. Me quedo en casa leyendo, viendo la tele o no haciendo nada. Mis dos hijas vienen a veces a visitarme (les impresiona verme en este encierro), pero nada más.
En realidad, eso no es del todo cierto. Veo a otra persona: a Marc, el «churri» de Jeanne. Le ha puesto al niño Antoine, como quería ella. Marc se ha convertido en un desecho humano, pero educa a su hijo lo mejor que puede. Está un poco resentido conmigo, creo. Nos hemos visto unas diez veces hasta ahora. Hemos hablado mucho. De Jeanne. De Roy. Él estaba al corriente de muchas cosas; Jeanne le había contado todo lo que sabía. Por mi parte, no le he ocultado nada tampoco. Y, aunque todavía siento rencor, él me escucha e intenta comprender. Como yo. Nos ayudamos en la medida que podemos.
Pero lo que de verdad me interesa de estas visitas es el niño. Se arrastra por la alfombra, sonríe y balbucea sonidos. Es encantador, como todos los bebés. Aunque yo lo observo cada vez con atención. Deseo seguir viéndolo de forma regular. Deseo verlo crecer y seguirlo en su desarrollo.
No perderlo nunca de vista.
Porque a veces se me ocurren cosas que me hacen temblar.
Casi todas las noches, desde hace siete meses, sueño con las dos puertas. La que estaba entornada se abre ahora lentamente, por completo. Camino por fin hacia ella.
Sin embargo, detrás, sólo está la nada. Un precipicio sin fondo que se hunde en las tinieblas.
Entonces, en mi sueño, me detengo, angustiado, en el umbral.
Q
UIERO dar las gracias a Sophie Dagenais por su amor, su apoyo y sus críticas tan acertadas.
También agradezco a Suzanne Bélair, Marc Guénette, Jean-François Houle, Mélanie Ouellette y Martin Tétreault sus lecturas del texto y sus críticas.
Por último, quisiera mostrar mi gratitud de forma particular a la señora Carole Dagenais, enfermera; al señor Benoît Dassylva, médico psiquiatra, y a la señora Johanne Hamel, ergoterapeuta, por sus preciosos consejos sobre cuestiones médicas.
PATRICK SÉNECAL
[1]
CÉGEP: Colegio de Enseñanza General y Profesional. Establecimiento del sistema educativo de Quebec donde se imparte formación técnica y preuniversitaria. (
N. de la T.
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[2]
El duplessismo fue la doctrina política defendida por Maurice Duplessis, primer ministro de Quebec de 1936 a 1939 y de 1944 a 1959, que se caracterizaba, entre otras cosas, por una ideología arraigada en el catolicismo ultraconservador. (
N. de la T.
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