El umbral (39 page)

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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

BOOK: El umbral
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Sin dejar de mirar el suelo, el padre Lemay abre lentamente las manos, como si volviera a ver la escena. Y no llora, pero su voz sigue quebrada.

—El padre Pivot se hallaba de pie, detrás del altar, pero vacilaba… Estaba cubierto de sangre y tenía la túnica hecha jirones… Parecía hacer un esfuerzo sobrehumano para mantenerse en pie… Pero lo más espantoso era… que había una mujer tumbada sobre el altar, boca arriba… Se encontraba desnuda y su vientre, hinchado, sangraba… ¡Estaba embarazada y le habían…, le habían abierto la barriga!

Cierro los ojos, asqueado. Dios mío, ¿cómo pudo ocurrir una cosa así?

—El padre Pivot nos miró… y a pesar de la sangre que cubría sus rasgos, lo vi sonreír… Una sonrisa terrible… También habló… Su voz era débil, la voz de un hombre a punto de morir, aunque consiguió articular: «Demasiado tarde… He triunfado…». Entonces, sosteniéndose apenas de pie, él…, él…

El padre Lemay levanta unas manos temblorosas:

—Metió sus manos en el vientre abierto de la mujer.

—¡Dios mío!

—No…, no sé si estaba muerta en ese momento… En todo caso, no gritó… No emitió ningún sonido… Quizá sólo había perdido el conocimiento y murió unos instantes después… No lo sé…

Las manos del sacerdote tiemblan cada vez más.

—El padre Boudrault y yo soltamos el mismo grito, pero… no nos movimos, paralizados por este último ultraje… Recuerdo los ruidos atroces, la sangre que brotaba a ambos lados del vientre, el…, los…

Se cubre el rostro y suelta un grito agudo, de dolor.

—¿Sacó al bebé del vientre de la mujer?

Me sobresalto, sorprendido por oír esta voz, y comprendo que acabo de hablar.

El padre Lemay levanta al fin la cabeza. Entre sombras cada vez más voraces, distingo su rostro. Es una máscara de miseria, de la indecible miseria humana.

—Sí —continúa con una voz ronca—, sacó al bebé de las entrañas de la mujer… El pequeño lloraba a pleno pulmón, entre las manos rojas del padre Pivot. Luego, con una sonrisa tan tierna como maléfica, inclinó la cabeza… y pegó su boca a la del niño.

Frunzo el ceño.

—¿Lo besó?

—Es lo que yo creí… Pero con la distancia, no estoy tan seguro… Se hubiera dicho que…, que soplaba en la boca del recién nacido…

Una chispa ilumina de pronto mi cerebro confuso y siento que se me abren unos ojos como platos mientras balbuceo:

—Era… ¿El niño era… Roy?

El padre Lemay no responde, pero su mirada lo dice todo. Me llevo una mano a la boca y mi respiración se vuelve sibilante.

Las piezas del puzle encajan. La imagen se forma. Pero el resultado es tan disparatado, tan demencial.

Además, algo no cuadra… Roy nació el 22 de junio, y la masacre tuvo lugar la noche del 15 al 16… Pero el sacerdote prosigue:

—En cuanto el padre Pivot pegó su boca a la del bebé, Boudrault saltó lanzando un grito terrible. Esto me despertó y me precipité también hacia el altar. Cuando llegamos al púlpito, Pivot había separado sus labios de los del pequeño y, mirándolo a los ojos, murmuró algo… De todas formas, creo que comprendí muy bien lo que dijo…

Me dirige una mirada tan profunda que siento sus ojos hundirse hasta el fondo de mis entrañas.

—Dijo: «El Mal nunca muere».

Mi mano sigue en mi boca. Si la quito, tengo la sensación de que mi respiración invadirá la estancia.

Demasiado disparatado… Demasiado demencial…

El padre Lemay baja de nuevo la cabeza.

—Cuando llegamos al altar, Pivot dejó caer al niño sobre el cuerpo de la madre y, finalmente, se desplomó en el suelo. El padre Boudrault me gritó que me ocupara del bebé. El pequeño yacía entre las tripas de la mujer, era repugnante. Lo cogí. Lloraba entre mis manos, pero apenas lo oía. Boudrault zarandeaba a Pivot. Chillaba injurias, bramaba que ardería en el infierno…, pero el coadjutor ya estaba muerto. Por sus múltiples heridas, era evidente que había recibido varias puñaladas.

»Enseguida nos ocupamos del bebé. Le cortamos el cordón umbilical (no faltaban cuchillos) y lo llevamos a la casa parroquial lo más rápidamente posible. Entonces… el padre Boudrault hizo una cosa que nos habría podido costar muy caro… Despertó a Gervaise… y le ordenó que cuidara del niño. Sin darle la menor explicación. Ella vio perfectamente nuestras manos cubiertas de sangre, pero no reaccionó de ningún modo, no manifestó ninguna sorpresa. Con toda tranquilidad, preparó leche, le puso al bebé unos pañales y lo alimentó, como si fuera la cosa más normal del mundo. Al final, el bebé se durmió en los brazos de la sirvienta. El chiquillo parecía sano y tenía buen tamaño. Luego Gervaise lo llevó con ella a su cuarto… y todo sin expresar la menor emoción.

El sacerdote se calla, pero no parece experimentar la liberación de haberse desahogado. No se le ha borrado esa expresión atormentada, como si no hubiera terminado, como si le quedara por confesar algo terrible.

De repente, recuerdo un detalle: la policía había descubierto los diecisiete cadáveres en el bosque…

Una idea loca cruza mi cabeza y pregunto con una voz sin timbre:

—Padre Lemay… ¿qué hicieron después Boudrault y usted?

El sacerdote se masajea la frente despacio. Se me eriza el vello de los brazos y susurro, incrédulo:

—¡Dios mío, no…!

De nuevo, él vuelve la cabeza hacia la ventana. De perfil, su rostro queda escondido por completo en la oscuridad.

—Sé que me arriesgo a ir a la cárcel por lo que voy a decirle…, pero no puede ser peor que el infierno en el que llevo viviendo todos estos años…, ni peor que lo que me espera…

Vacila, pero se lanza, casi con agresividad:

—¡Quería llamar a la policía! ¡Yo quería llamarla! Incluso me dirigía al teléfono cuando el padre Boudrault me detuvo. Me cogió del brazo y me prohibió tocar el aparato. Yo no entendía nada. ¡Le dije que debíamos avisar a las autoridades, que no teníamos elección! Pero él… Parecía haberse vuelto loco… Lo comprendí luego, en ese momento, no… Yo estaba tan confuso que… Él hablaba a toda velocidad, casi deliraba. ¡Me soltó el mismo discurso que la vez anterior, pero entonces adquiría proporciones apocalípticas! Dijo que el pueblo no se recuperaría nunca de un suceso como ése, que el mal saldría victorioso, que la reputación de la Iglesia quedaría mancillada para siempre… Que nosotros estaríamos malditos y que nos desterrarían… Me asustaba… Me agarraba de los hombros y me suplicaba y amenazaba al mismo tiempo, me decía que debía hacer todo lo necesario para salvaguardar la imagen de Dios… Pero yo no lo comprendía. ¿Qué quería que hiciera exactamente? Al final, se lo pregunté y…

El sacerdote suelta un gemido. El resto, lo adivino sin dificultad. Podría incluso decirle que se callara, que conozco cómo continúa la historia, pero sería inútil. Seguiría hablando de todas maneras. Él debe llegar hasta el final y, en cierto modo, yo debo escuchar también hasta el final.

—Me dijo que podíamos…, que podíamos esconderlos en algún sitio… En el bosque… Que la policía acabaría por descubrirlos de todas maneras, pero que al menos no estaríamos implicados… Lo escuchaba con horror, me negaba, le decía que había perdido la razón… Intentaba llegar al teléfono, pero él me sujetaba y me repetía todos sus argumentos… Dijo que todos esos cadáveres eran de pecadores, de criaturas del diablo, ¿por qué exponerse al escándalo por su causa? No quería escucharlo, aunque no tenía elección… Yo caminaba de un lado a otro, destrozado, angustiado… Él acabó por decir: «¿Qué diferencia hay entre que encuentren a los muertos aquí o los encuentren en el bosque, dentro de unos días?». Yo flaqueaba, pero aún me negaba a hacerlo… Él me repetía que era lo que Dios quería, que Su reputación era más importante que la ley de los hombres… Era tan convincente, tan apasionado, sus ojos brillaban tanto… Se había vuelto loco, lo sé, pero creo que…, que yo también lo estaba en aquel momento… Loco de terror, ¿me comprende? Me daba pánico volver a la iglesia, me daba pánico llamar a la policía y también me daba pánico no llamarla… ¡Tenía miedo del padre Boudrault y, sobre todo, tenía miedo de Dios! ¿Nos castigaría si mentíamos a las autoridades? Y, por otro lado, ¿nos castigaría si permitíamos que semejante escándalo salpicara a su Iglesia?

El cura recobra el aliento. Luego añade con una voz resignada y triste:

—Cuando le pregunté qué íbamos a hacer con el bebé, comprendí que había cedido a sus argumentos…

Le miro con espanto, pero él continúa contemplándose las manos, que retuerce nervioso:

—Teníamos una furgoneta… La utilizábamos para hacer peregrinaciones con los feligreses o para organizar jornadas pastorales con los niños… Cabían ocho personas sentadas… Usamos…, usamos esa furgoneta para…, para llevar los cuerpos… Los amontonamos y transportamos diez de una vez… Eran diecisiete, tuvimos que hacer dos viajes… Como la casa más cercana se encuentra a quinientos metros, pudimos… actuar sin que nadie nos viera…

Un frío terrible me invade el cuerpo, los miembros y el corazón.

—Pero ¿cómo pudieron hacerlo?

Sonríe con amargura.

—Está pensando que usted nunca habría sido capaz de hacer algo así, ¿verdad? Se sorprendería de ver todo lo que se puede hacer cuando se tiene miedo, se está desesperado… o se es un sacerdote joven e ingenuo, demasiado influido por su superior, que consigue instalar en su alma el miedo a Dios… No intento justificarme… Habría podido decir que no. Pero por las razones que acabo de darle, buenas o malas, dije que sí…

Su voz se vuelve temblorosa, está a punto de estallar en sollozos.

—Y apenas me acuerdo… Creo que mi cerebro borró expresamente estos recuerdos… También creo que…, que yo estaba medio inconsciente mientras lo hacía… Como fuera de la realidad, aturdido por el miedo, los remordimientos y el horror… Conservo retazos de recuerdos… Como de haber… —se le escucha un gemido— transportado cadáveres en mis brazos… Me acuerdo un poco de circular hasta el bosque, a la salida de la población… Era de noche. En un pueblo, las calles están desiertas a esas horas, nadie pudo vernos… El padre Boudrault conocía un pequeño sendero que conducía al bosque… ¿Cómo lo conocía?, no lo sé… Recuerdo sobre todo la sangre… en la iglesia, en la furgoneta, en el bosque, en mi cuerpo…, por todas partes.

Ahora tiene el rostro oculto, pero le oigo llorar mansamente. Me doy cuenta de que me muerdo la falange del dedo índice, con los ojos horrorizados, fijos en mi interlocutor.

Él levanta la cabeza hacia mí. Entre los cientos de arrugas profundas de su rostro, las lágrimas forman arroyos.

—Hay una cosa de la que me acuerdo perfectamente, de la que estoy convencido: durante todo ese tiempo, yo rezaba… Rezaba… ¡Rezaba!

Esconde de nuevo la cara entre las manos y sus sollozos se vuelven ruidosos, patéticos. La imagen de este anciano destrozado, llorando como un niño me conmueve hasta tal punto que siento también cómo mis ojos se llenan de lágrimas, mientras mantengo los dientes clavados en el dedo. No puedo censurarlo. El horror que ha vivido es sin duda el peor de los castigos.

El padre Lemay se calma y se seca los ojos.

—Cuando terminamos, serían las tres de la mañana. Sólo quedaba un cuerpo en la iglesia: el del padre Pivot. Pero Boudrault me dijo que se ocuparía él mismo de él, sin mi ayuda. Me dirigí al cuarto de baño de la casa parroquial y vomité. Mi superior me miraba en silencio. Su imagen era terrible. Estaba cubierto de sangre, como yo, pero mostraba una calma increíble, un rostro duro y unos ojos dementes. Parecía un ángel destructor… Al final, me dijo que me lavara y me acostara, que él se encargaría del resto. «¿Y el cuerpo del padre Pivot?», le pregunté. «No se preocupe de eso», me respondió. Luego se marchó. Entonces Gervaise se acercó a mí y me tendió el jabón y una toalla. Por primera vez, me pregunté cuánto sabía ella. ¿Nos había visto transportar los cadáveres por la ventana? ¡Seguramente! ¡Y nuestros cuerpos cubiertos de sangre! ¡Y el bebé! ¡Señor, ella haría algo, avisaría a la policía! Mientras me ofrecía el jabón y la toalla, intentaba leer sus pensamientos en su cara, pero, como de costumbre, su rostro permanecía impasible. Sus ojos brillaban sombríos. Quise decirle algo, justificarme, explicar… Ningún sonido salió de mi boca. Ella me miró un buen rato y se marchó… Me di una ducha. Cuando salí del cuarto de baño, vi a Gervaise en el salón, alimentando al bebé por segunda vez, sin ternura ni rudeza. Lo hacía, simplemente. Me fui a la cama, con la mente más confusa que nunca… y, aunque creí que no conseguiría pegar ojo, dormí como un tronco… Tuve unas pesadillas terribles… Soñé que me ahogaba en sangre y que los cadáveres me arrastraban por los pies al abismo…

»Cuando me levanté, bien avanzada la mañana, el padre Boudrault entraba en la casa. Llevaba un cubo en una mano, una bolsa de trapos sucios en la otra y una fregona bajo el brazo. Estaba todo manchado, pálido y tenía ojeras… No dijo nada y fue a darse una ducha. Mientras se lavaba, Gervaise seguía cuidando del bebé. Fui a ver la furgoneta. Limpia. El sol me dio ánimos y, temblando, entré en la iglesia. Impecable. Como si no hubiera pasado nada. Ni rastro de los horrores de la noche pasada. Cuando salí, el padre Boudrault caminaba hacia mí, vestido y aseado. Parecía perfectamente normal. Sólo sus ojeras delataban que no había dormido en toda la noche y aún tenía un destello de locura en la mirada. No sé cómo pudo hacerlo, limpiar todo solo… Me lo imagino en la oscuridad de la iglesia, de rodillas, frotando con furia toda la sangre… Esta visión me da escalofríos. Pero él estaba tan convencido de lo que hacía, tan seguro de que actuaba por la gloria de Dios… Esto seguramente multiplicó su energía, le impidió derrumbarse…

No digo nada. ¿Boudrault estaba loco, como sugiere el padre Lemay? Tal vez. El fanatismo religioso puede ser una especie de locura. No faltan ejemplos en la historia que nos lo recuerdan.

—Quise comentar algo, pero él no me dejó tiempo. Me dijo que íbamos a coger al bebé y que lo llevaríamos al hospital. Su determinación me impedía replicarle. Volví a la casa. Gervaise parecía esperarme. Ella simplemente me tendió al niño dormido. Lo cogí mientras examinaba a la sirvienta con atención: sus ojos me penetraban el alma, pero era imposible leer nada en ellos… Incómodo, me reuní con el padre Boudrault, que me esperaba en la furgoneta.

»Por el camino, me enseñó una carta que acaba de redactar. Parecía que la había escrito una muchacha. Decía que sentía mucho abandonar a su hijo, pero que era demasiado joven para ocuparse de él. También decía que era inútil buscarla, que viajaba por el país desde hacía semanas y que, cuando encontrásemos al bebé, ella estaría muy lejos. El padre Boudrault explicó: «Afirmaré que he encontrado al niño esta mañana, abandonado en la puerta de la iglesia, con esta carta junto a él». No comenté nada. Me parecía que era lo mejor que podíamos hacer.

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