Le explico el caso Roy, sus sueños y nuestros descubrimientos sobre el padre Pivot y el padre Boudrault. El sacerdote me escucha atentamente, los dedos de las manos apoyados unos contra otros, bajo el mentón. Al final, me pregunta:
—¿Y por qué el señor Roy sueña con el padre Pivot?
—¿Me lo pregunta para ponerme a prueba o de verdad ignora la respuesta?
Se calla un momento.
—Tengo una ligera idea de la respuesta, pero… espero no estar en lo cierto… Es lo que me permite seguir después de todos estos años: la esperanza de equivocarme…
Está mucho más calmado que antes. Ya no lucha.
Suspiro.
—No sé si está equivocado, pero lo que le voy a decir no le tranquilizará en absoluto…
Continúa inmóvil, con sus ojos azul claro fijos en mí. Me rasco la oreja, un poco incómodo, y le comento:
—Roy parece creer que… Dice que cada vez que se le ocurre una escena de horror…, cada vez que empieza a escribir sobre ello, el padre Pivot se le aparece en sueños para guiarlo al lugar donde su idea sucede… en la realidad.
Me callo y observo la reacción de mi interlocutor. La penumbra me impide distinguirlo con claridad, pero creo percibir que sus rasgos se crispan ligeramente y su cuerpo se pone rígido.
—Y usted, ¿qué cree? —pregunta con una voz monocorde, pero algo más fuerte que antes.
Durante un momento, tengo la impresión de encontrarme en un confesionario y ahuyento esta imagen desagradable.
—Sé que es descabellado… Mi trabajo no me autoriza a creer en cosas así, pero… hemos descubierto detalles que son, hay que reconocerlo, bastante inquietantes… Por ejemplo, que Roy se encontró, a lo largo de los veinte últimos años, en los lugares donde sucedieron varios dramas sangrientos…, dramas que siempre utilizaba para sus libros… Y hemos podido probar que, efectivamente, había pensado en estas tragedias antes de que ocurrieran en la realidad…
Muevo la cabeza, apurado:
—Le confieso que no sé qué pensar, padre… Pero esta historia es lo bastante perturbadora como para dedicarme a ella en cuerpo y alma… No sólo desde el punto de vista profesional, sino también personal. Algo que nunca había hecho antes…
Veo que el sacerdote levanta una mano en dirección a su cara. Con la punta de los dedos, se acaricia la frente en un gesto pausado, pero lleno de angustia.
—¡Dios mío! —murmura de forma apenas audible.
Su reacción me asusta. Todo mi cuerpo, hasta la punta de las uñas, se encuentra en tensión.
—¿Es verdad? ¿Lo que cuenta Roy es verdad?
Mi cuestión es un poco pueril, como un niño que pregunta si Papá Noel existe. Pero me da igual. Es la única cuestión, la única importante.
La mano del sacerdote vuelve al reposabrazos del sillón. Él apenas se mueve, su rostro permanece en la sombra.
—¿Piensa realmente que tengo una respuesta para eso?
—En cualquier caso, usted sabe más que yo.
—No lo sé todo…
Pronuncia cada una de las palabras con su dicción perfecta.
—¡No me diga eso! —exclamo—. ¡No me diga que he venido hasta aquí para nada!
Ladea la cabeza, intrigado.
—¿Por qué se empeña en encontrar una respuesta? ¿Porque busca la verdad o porque sólo desea disipar sus dudas?
Acuso mal el golpe. De nuevo, esta impresión de confesionario… Pero respondo con lo que me parece más sincero:
—Por ambas cosas.
Un corto silencio. Oigo suspirar al viejo sacerdote.
—Es una situación un poco irónica, ¿no? La religión y la ciencia que se consultan… Hace cincuenta años, cuando las personas querían encontrar la verdad, acudía a la religión. Luego, poco a poco, por frustración, acudió a la ciencia. Y aquí estamos nosotros, uno enfrente del otro…, sin una respuesta clara.
Le escucho con inquietud y le pregunto:
—Entonces, ¿quién conoce la verdad según usted?
—Nadie. Y siempre será así.
Hago una mueca. Parece un curso elemental de filosofía y tengo la impresión de que nos estamos desviando. Vuelvo a nuestro asunto con más fuerza:
—¡Dígame al menos lo que sabe, estoy seguro de que… que eso me ayudará!
Se calla un segundo.
—En todo caso, eso me ayudará seguramente a mí —precisa—. Me ayudará a purificar mi alma… Porque si lo que Roy dice es verdad, estoy condenado. Y el padre Boudrault, también… Tal vez, ésta sea la última prueba antes de la muerte. Tengo sesenta y ocho años, pero mi alma tiene mil…
¡Sesenta y ocho años! ¡Por su cara parece mucho más viejo! Repito en tono de súplica:
—¡Dígame lo que sabe! ¿Qué relación hay entre Roy y el padre Pivot? Es su hijo, ¿verdad?
Mueve la cabeza.
—No. Si fuera tan simple…
Me sorprendo, decepcionado.
—Pero usted conoce la relación, estoy seguro…
Silencio. El sacerdote respira un poco más fuerte. Continúo con impaciencia:
—Pivot dirigía una secta, ¿es eso? El padre Boudrault y usted lo sabían…
El sacerdote mira a un lado, hacia la ventana pequeña y pálida de la pared. Por fin, se confiesa, sin quitar los ojos de esta ventana. Empieza a contar. Por su voz serena pero afligida, comprendo que es la primera vez que lo hace.
—Llegué aquí en agosto de 1955, unos diez meses antes del gran horror… Tenía veintisiete años y me acababa de ordenar sacerdote. Antes de ejercer en una parroquia, quería realizar una amplia investigación sobre las prácticas religiosas de la gente de los pueblos pequeños. Como campo de estudio, elegí Mont-Mathieu. El arzobispado, entusiasmado con el proyecto, me presentó al padre Boudrault, que aceptó sin vacilar darme alojamiento durante todo el tiempo de mi investigación, que se prolongaría alrededor de un año. Aquí, en la casa parroquial, vivíamos los cuatro: el padre Boudrault, la sirvienta Gervaise, un servidor… y el padre Pivot…
»En esa época, el padre Boudrault tenía cuarenta y cuatro años y llevaba diez ejerciendo de párroco en Mont-Mathieu. Era un poco fanático, como algunos sacerdotes de su tiempo. Estábamos en pleno duplessismo
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y el poder de la religión era total. El padre Boudrault creía en la omnipotencia de la Iglesia y, para él, todos los que no venían a misa el domingo estaban condenados a quemarse en el infierno. En resumen, pensaba que la religión católica era la única vía de salvación. Confieso que me parecía un poco intransigente…, pero yo lo quería mucho porque tenía un alma muy caritativa y siempre se encontraba dispuesto a ayudar a cualquiera que lo estuviera pasando mal.
»Gervaise es un enigma… Ella es muda, como sin duda ya se ha dado cuenta. Era la asistenta del padre Boudrault desde que llegó a Mont-Mathieu. Ni siquiera él sabía gran cosa de ella. El arzobispado la encontró errando por un pueblo, sin padres ni amigos ni casa… Los religiosos la tomaron bajo su protección y ella se convirtió en la sirvienta de los sacerdotes. En esa época, ya era adulta, aunque nadie conoce su edad exacta. Pongamos que tuviera entre cuarenta y cincuenta años. De manera que hoy debe de tener entre ochenta y noventa…
—¿Y sigue siendo sirvienta?
—En efecto. Puede imaginar que llevo años intentando convencerla de que lo deje, de que termine sus días tranquilamente en una residencia…, pero ella se niega. Siempre ha servido a los curas de Mon-Mathieu y lo hará hasta que se muera, creo… Además, es de una santidad sorprendente, mucho más que yo, en cualquier caso…
Su mirada se vuelve lejana.
—Al principio, me parecía muy rara. No sólo porque fuera muda, sino por su actitud. Nunca la he visto sonreír, ni una sola vez en cuarenta años. Ni llorar. Ni expresar la más mínima emoción. Al margen de su rostro pétreo, era muy eficiente y realizaba todas las tareas sin manifestar el menor signo de fatiga o irritación. Como en la actualidad.
—Una auténtica bendición, en suma.
Un brillo extraño cruza la mirada del sacerdote.
—No estoy tan seguro…
Este comentario me intriga, pero el padre Lemay continúa de inmediato:
—En fin, a pesar de su extraña presencia y su cara poco afable, Gervaise había llegado a ser imprescindible en la casa parroquial. El padre Boudrault tenía pocas muestras de afecto hacia ella, pero yo sabía que la quería mucho… En cuanto al padre Pivot…
Lemay se calla un instante. Levanto el mentón con una atención renovada. El cura se aclara la garganta. Su voz es suave, pero sombría.
—El padre Pivot llevaba cinco años como coadjutor de Mont-Mathieu. Era la dulzura personificada. Durante las cenas, cuando Boudrault se enfadaba por la impiedad de algunos parroquianos y los condenaba a las llamas del infierno, Pivot, tranquilamente, salía siempre en defensa de los pecadores en cuestión. A mí era un hombre que me gustaba mucho, pero encontraba su relación con el padre Boudrault poco clara. Los dos se entendían bien, hablaban a menudo, jugaban al ajedrez… Sin embargo, Boudrault lo miraba a veces con un temor extraño…
»Para mi investigación, preguntaba con frecuencia a los vecinos, y pude comprobar hasta qué punto querían al padre Pivot. Sus sermones eran muy apreciados, y él se mostraba amable con todo el mundo. Tenía un físico impresionante: alto, grande, calvo…; pero emanaba mucha dulzura. Sonreía casi todo el tiempo, aunque me di cuenta de que en sus ojos verdes brillaba siempre un destello de insatisfacción, una luz atormentada que desentonaba con el resto de su personalidad…
El sacerdote se acaricia despacio la mejilla. Por la ventana, el cielo adquiere tintes de fuego. El padre Lemay prosigue:
—Recuerdo una noche de septiembre… El padre Boudrault estaba ausente… El padre Pivot y yo estábamos solos en el salón, aquí mismo… Fuera, había tormenta… Mi compañero parecía pensativo… La luz insatisfecha de sus ojos brillaba de una forma particular y le pregunté si algo no iba bien… Dudó un instante, pero al final habló. Se había hecho sacerdote porque creía en el poder del Bien. Siempre había querido adquirir este poder sirviendo al Bien lo mejor que podía. Pero me confesó que tenía dudas desde hacía unos meses… No sentía que este poder benéfico tuviera efectos reales: a su alrededor, veía desgracias, injusticias, personas que cada vez creían menos… Él había pensado que el Bien le daría el poder de resolver todos estos problemas, pero se daba cuenta de que la cosa era más complicada. Esto me pareció un poco soberbio, pero él me sonrió con su más cálida sonrisa y añadió: «Pero seguiré practicando el Bien…, seguiré esperando…». Y cambiamos de tema…
»Unos días después, le conté está conversación al padre Boudrault. Él se enfadó y me dijo: «¡No hable más de esto con él, André! ¿Me ha comprendido?». En definitiva, estaba al corriente de las dudas de su compañero y le parecían malsanas. Por eso, no insistí sobre el tema.
El padre Lemay hace una pausa y cierta tristeza invade su rostro.
—Un mes después, en octubre, ocurrió una tragedia. Los padres de Pivot fallecieron en un accidente de circulación. Con ellos, iba también Christine, su ahijada, que tenía cinco años. Él estaba loco con esta niña, la quería como si fuera su propia hija. La pequeña murió después de horas de agonía dentro del coche. Según la policía, los padres de Pivot también sufrieron mucho. Al parecer, el padre, en el colmo del sufrimiento, había muerto maldiciendo a Dios por abandonarlos. Esta espantosa tragedia lo destrozó. Se sintió más impotente que nunca frente a la desgracia y la injusticia que azotaban a las personas todos los días. Se encerró en sí mismo, desconsolado, y una noche nos dijo en un arrebato de cólera: «¿De qué sirve esperar el Bien último si esto no me da ningún poder?». Esta frase me impresionó mucho… Le dije que, bien al contrario, su poder era enorme porque reconfortaba a los desdichados y les hablaba de Dios… Miró un buen rato a la calle y luego añadió: «Palabras… Palabras que vienen después del sufrimiento y de la ira… Quizás el verdadero poder no reside en el Bien… Quizá se encuentra en otra parte…». El padre Boudrault se enfadó mucho y le conminó a que dejara de blasfemar. Gervaise no reaccionó. Aunque oyera estas discusiones, permanecía imperturbable. Al final, el padre Pivot se fue a acostar sin decir una palabra.
»Pasaron los meses. Yo avanzaba de forma satisfactoria en mi trabajo de investigación. El padre Pivot se mostraba taciturno, sombrío y de mal humor. Los parroquianos se daban cuenta. Después, en el mes de febrero, su humor mejoró, sonrió de nuevo y, aunque conservaba ese reflejo atormentado en la mirada, su época negra parecía haber terminado. Los feligreses estaban encantados, al igual que el padre Boudrault y yo mismo.
»Acabó el invierno y llegó la primavera… Yo tenía la impresión de que el coadjutor estaba cambiando. Cada vez visitaba menos a los feligreses, sus sermones no eran tan apasionados como antes… Parecía…, ¿cómo decirlo?, menos entregado… Se ausentaba a menudo y durante mucho tiempo. Pero seguía sonriendo y su amabilidad no cesaba. Más adelante, una tarde de abril…
El sacerdote se mira las manos y, cuando retoma la narración, su voz suena más grave.
—Debo aclararle que todos los martes por la tarde, el padre Boudrault iba a Quebec para ayudar al director de una obra de caridad. Yo lo acompañaba siempre, porque de ese modo podía visitar la gran ciudad una vez por semana para realizar consultas en la biblioteca y ver a los amigos. Salíamos alredor de las siete y volvíamos bastante tarde, sobre la una de la mañana. Pero un martes de abril, no sé por qué razón, regresamos antes y llegamos a la casa parroquial hacia las once y media. El padre Pivot no estaba, lo que nos sorprendió dada la hora que era. Gervaise dormía desde hacía tiempo: siempre se acostaba a las nueve en punto.
»De repente, oímos un grito. Casi inaudible, pero era claramente un grito. Salimos fuera. La carretera está despoblada, como sin duda habrá observado, y la primera casa se encuentra a varios cientos de metros de aquí, en la calle principal. Sin embargo, habíamos oído un grito, amortiguado. Sólo podía provenir de la iglesia…
Se calla y yo digo, jadeante:
—¡La secta! Era la secta que estaba reunida en la iglesia, ¿verdad?
El padre Lemay me mira por primera vez desde que ha empezado a hablar y su rostro se contrae de angustia.
—¡Le juro, doctor Lacasse, que antes de aquella noche nosotros ignorábamos que el padre Pivot dirigiera una secta! ¡No teníamos ni la menor idea! Hasta que no entramos en la iglesia no…
Suspira de nuevo.
—Serían unas quince personas, de pie, en las primeras filas de bancos, igual que los fieles en misa. En el púlpito, un hombre con el torso desnudo estaba atado a una estatua de la Virgen y…, detrás de él, el padre Pivot lo… azotaba. ¡Sí, lo flagelaba con un largo látigo! El pobre hombre tenía la espalda cubierta de sangre y, a cada golpe, lanzaba un grito, pero parecía que…, que aceptaba esta tortura, ¡que se encontraba en esa situación por propia voluntad! Y, después de cada latigazo, todo el mundo exclamaba al unísono una frase, una terrible frase… «El poder del Mal… El poder del Mal…». Creo que el hombre torturado también la repetía…