Dentro, hay cadáveres por el suelo. Sobre la mesa, una mujer cuyos rasgos no distingo, está atada con vendas, claramente inconsciente. Un hombre se encuentra junto a ella, de pie. Él es el que llora. Antes de que vuelva su cabeza hacia mí, adivino que se trata de Roy. Como también adivino quién es la mujer que está encima de la mesa.
—¡Jeanne!
El escritor se gira a la velocidad del rayo. Su aspecto es tan terrible que contengo el aliento. Tiene la ropa hecha jirones y está manchado de sangre, pero no parece herido de gravedad. Su rostro es lo que da miedo. Sus cabellos se encuentran desordenados, su semblante es blanco como la nieve y su ojo sano está desorbitado a causa de la demencia. Pero lo más terrible es que ha perdido su ojo artificial… Tiene la cuenca izquierda abierta, ensangrentada y negra a la vez.
—Dios mío, Roy…
Doy un paso en la habitación, pero el escritor levanta de repente los dos brazos sobre Jeanne. Porque se trata de ella, ahora la reconozco, tendida de espaldas, sujeta por vendas que la atan los brazos y las piernas a la mesa. Por suerte, se encuentra inconsciente, pero mueve ligeramente los labios.
¡Está viva! ¡Hay esperanza!
Dirijo de nuevo mi atención a Roy y veo que tiene un cuchillo entre las manos, un cuchillo de carne del comedor. Lo mantiene sobre el vientre de Jeanne, ese vientre hinchado que surge de su camisa desgarrada. La horrible idea que se me pasó por la mente en la autopista era cierta…, atrozmente cierta…
Cuarenta años después…
«Porque el Mal nunca muere…».
¡Pero no es demasiado tarde!
Animado por este pensamiento, camino hacia Roy levantando una mano.
—¡No lo haga, Thomas!
Mi voz está llena de miedo y de odio a la vez. El escritor acerca el cuchillo al vientre.
—¡Deténgase! —grita con una voz sibilante—. ¡Deténgase ahora mismo!
Me paro en el acto. Aunque Roy no tenga dedos, estoy convencido de que sus manos sujetan el arma con suficiente fuerza como para…
—¡Se lo ruego, no lo haga!
Se pone a jadear, con la respiración entrecortada por los gemidos. Lloriquea, desesperado y atormentado.
—¡No he sido yo! ¡No he sido yo quien la ha atado! ¡La…, la he encontrado así!
Sé que no miente. ¿Cómo habría podido atarla sin dedos? Seguramente, han sido los otros pacientes que…
—¡No soy yo quien ha hecho todo esto! ¡Sale de mí, pero no soy yo! ¡No soy yo! ¡Es él! ¡Es él!
—¡Le creo! —digo con una calma y una suavidad que me sorprenden en medio de tantas atrocidades—. ¡Lo sé todo! ¡Pero no es demasiado tarde, Thomas! Aún puede… recuperarse…
Apenas me doy cuenta de lo que digo. Sólo pienso en Jeanne y, mientras hablo, no le quito ojo de encima. Tengo los nervios a flor de piel. Veo que gime ligeramente en su inconsciencia.
Dios mío, nada está perdido… Aún puedo salvarla… Aún puedo evitar lo peor, el mayor de los horrores…
—Todavía puede salvarse, Thomas —digo al tiempo que doy unos pasos hacia él.
Una luz de esperanza cruza su ojo sano, una luz que borra por un momento toda la locura y la angustia de su rostro. Pero la luz disminuye con rapidez y desaparece. Su ojo vuelve a ser el de un loco y la demencia desfigura su rostro.
—¡No! —solloza dolorosamente—. ¡No, es demasiado tarde! ¡Demasiado tarde! ¡Se lo dije, joder! ¡Le dije que tenía más ideas! ¡No quería, pero tenía más ideas!
Al tiempo que grita estas últimas palabras, levanta de nuevo el cuchillo sobre el cuerpo de Jeanne y yo siento que mi corazón deja de latir.
—¡Thomas, no!
—¡Salga! ¡Salga ahora mismo!
Si no obedezco, la va a matar, es evidente. Retrocedo sin dejar de implorarle, sin poder creer que no atenderá a razones. Cuando por fin salgo de la habitación, camina hacia mí y me suelta a la cara:
—¡Debería haberme escuchado! ¡Debería haberme creído! ¡Debería haber dejado que muriera!
Lo dice con una desesperación espantosa, una desesperación mucho más horrible que todos los cadáveres que acabo de encontrarme.
Pero su rostro desaparece de inmediato porque cierra la puerta de una violenta patada. Oigo un chasquido: ha pulsado el botón que bloquea la puerta. Es un simple botón de presión, se puede accionar perfectamente sin dedos.
Cojo el picaporte con las dos manos y lo muevo en todos los sentidos. Es inútil. Una oleada de pánico hace que pierda el sentido de la prudencia y arremeto contra la puerta con el hombro.
—¡Roy! ¡Roy, no lo haga! ¡Por el amor de Dios, no lo haga!
—¡No se mueva! ¡Manos arriba!
Me vuelvo rápidamente, estupefacto. Cuatro policías acaban de entrar en el pasillo y me apuntan con sus armas. El pánico también se ha apoderado de ellos, están pálidos y con unos ojos desorbitados de espanto. El entrenamiento en la policía no les ha preparado para semejante espectáculo. En todo caso, ¿quién puede estar preparado para esto?
—¡Trabajo aquí! —grito con una rabia loca que no puedo reprimir—. ¡Abran esta puerta, dense prisa!
—¡Lo reconozco! —grita un policía—. Los chicos le han permitido entrar antes…
Sin embargo, no se mueven porque se encuentran atrapados entre el miedo y el deber. Mi enfado adquiere proporciones peligrosas y, olvidando sus fusiles, camino hacia ellos furioso, sin dejar de gritar:
—Van a matar a una mujer dentro de dos segundos si no…
Un alarido me corta la palabra. Un alarido horrible, lleno de sufrimiento y de angustia, un grito que reconozco y que me atormentará de noche durante años. Hasta que me muera.
—¡No! ¡No, no, eso no, no, Jeanne no, no!
Golpeo la puerta, doy puñetazos y patadas, me niego con toda el alma a aceptar lo que acabo de oír, lo que sucede detrás de este estúpido trozo de madera.
Mientras chillo y golpeo, oigo que uno de los policías vocifera:
—¡Agrúpense, vamos a tirar la puerta!
Dos manos me empujan sin contemplaciones y dos pares de hombros vigorosos chocan contra la puerta. Al segundo envite, la madera cruje y la puerta se abre de golpe.
Entramos todos en completo desorden para detenernos de inmediato. Nos quedamos petrificados. Paralizados.
Durante un breve, un brevísimo segundo, tengo la extraña impresión de estar en una iglesia. De ver un altar delante de mí. De distinguir un sacerdote calvo, que se inclina sobre una mujer con la barriga abierta. Sí, durante ese minúsculo instante, creo realmente que contemplo esa escena.
Pero la imagen se desvanece y reconozco a Roy, que hunde sus manos en el vientre de Jeanne, abierto y ensangrentado. Roy que rebusca en esas entrañas entre ruidos húmedos y repugnantes. Aunque separara los labios para gritar ante esta abominación, nada saldría de ellos, ni siquiera aire.
Porque no hay palabras ni sonidos que puedan expresar lo que siento.
El universo sonoro se transforma, como si me encontrara en una masa espesa y elástica. Oigo cuatro chasquidos metálicos, cuatro revólveres que apuntan a Roy, mientras una voz, glauca y líquida, grita:
—¡Detente! ¡Levanta las manos, puto maniaco!
Roy saca despacio las manos del vientre de Jeanne, que ya no grita y tiene los ojos extraviados. El escritor sostiene entre las manos a una pequeña criatura, roja y húmeda, que chilla, llora y patalea. Percibo toda la escena con una nitidez increíble, como si mi visión nunca hubiera sido tan precisa.
Oigo los clamores de horror de los policías, irreales. A continuación, uno de ellos brama de nuevo:
—¡Suelta al niño! ¡Suéltalo ahora mismo!
Roy levanta al fin la cabeza. Mira a los policías. Luego, a mí. Nos observamos un rato, como si el reloj cósmico se detuviera para permitirnos esta última mirada. Veo sus dos órbitas, la vacía y la llena. A través de la cuenca vacía, intento vislumbrar su alma…, su alma que fue tocada por el Mal hace cuarenta años. Pero sólo veo la nada.
En sus labios, se dibuja la sonrisa de la pérdida total. La sonrisa más triste y más resignada que he visto en toda mi perra vida.
En ese momento, algo muere dentro de mí.
Después, lentamente, el escritor inclina la cabeza… y pega su boca a la del bebé.
—¡Apuntad a las piernas! —grita uno de los policías, aunque su voz suena lejana, como si se encontrara a kilómetros de aquí.
Dos disparos. Roy levanta la cabeza haciendo una mueca y suelta al niño, que cae sobre las tripas de su madre. Pero, débilmente, dirige sus manos sin dedos hacia el bebé. De nuevo, suenan los revólveres. Varias veces. Esta vez no apuntan a las piernas. El cuerpo de Roy es proyectado hacia atrás, alcanzado por una docena de balas, y se desploma al fin en el suelo, detrás de la mesa.
Y, por primera vez desde que he entrado a la sala, respiro. Una espiración larga y dolorosa, donde se encuentran los efluvios de muerte que exhala el cadáver de mi alma.
Los policías se abalanzan. Algunos se inclinan sobre Roy; otros, sobre Jeanne. Despacio, me reúno con ellos.
—¡Aún vive! —grita uno.
Pero esto no me tranquiliza. Es demasiado tarde.
Desde hace cuarenta años, es demasiado tarde…
Me inclino sobre mi dulce, mi dulce y querida Jeanne. Dos policías le sostienen la cabeza, intentan tranquilizarla. Ella respira de forma irregular y sus ojos están agrandados por el sufrimiento y el espanto. De repente, me ve. Me duele, me duele mucho. Uno de los policías suelta su mano derecha. Enseguida, ella me agarra la muñeca con una fuerza sorprendente.
—¡Paul! —brama con una voz gutural.
Veo unas gotas que caen sobre su rostro. Comprendo que son mis lágrimas. Unas lágrimas que me duelen tanto como si llorara hierro fundido. ¿Por qué ella? Dios mío, ¿por qué ella? ¡Jeanne era la esperanza, la lucha, la vida! ¡Yo no soy nada desde hace mucho tiempo! ¡Estoy muerto desde hace años, soy yo el que debería morir, yo, yo, yo!
—Jeanne, yo…, yo…
Se me quiebra la voz. No puedo decir nada. Ella balbucea:
—¡Lo he visto, Paul!
Sus ojos me miran con una intensidad espantosa y percibo algo, más allá del sufrimiento. Este destello oscuro, familiar… que estuve a punto de ver perfectamente la otra noche, en mi sueño…
—¡Lo he visto! —exclama Jeanne en una última descarga de energía.
Y, de repente, su mano suelta mi muñeca. Su cabeza cae de lado y sus ojos llenos de horror se quedan fijos en su secreto.
La contemplo en silencio hasta que las lágrimas me nublan la vista y ya no distingo nada. Entonces tengo la convicción de que esas lágrimas serán las últimas que derramaré en toda mi vida.
Mi vida.
Al final, me vuelvo hacia Roy.
Los policías están inclinados sobre él. Está muerto. Lo miro y no siento nada. Absolutamente nada. La muerte de Jeanne ha creado un vacío dentro de mí. Un vacío que nunca podré llenar.
Deseo ver el ojo sano del escritor por última vez y me acerco a él.
Pero su ojo está cerrado.
Salgo. Apenas soy consciente de lo que me rodea. En el exterior, los periodistas me asaltan, pero les miro con ojos apagados. Los policías los apartan enseguida y hablan conmigo. Creo entender que debo dar mi versión de los hechos. Respondo evasivamente que sí…, pero no ahora… Me preguntan si quiero ver a un médico… Contesto que no…
Atravieso la multitud que se dirige a toda prisa al hospital. Me noto aletargado. Vislumbro cámaras de televisión y periodistas… La confusión es total. Pero yo estoy desconectado de todo esto. Me siento muy lejos de aquí. Aún sufro por el horror vivido, pero éste también parece aletargado.
Y, de repente, veo a un hombre con barba. Es Monette. No me invade ningún sentimiento de desprecio ni de irritación. Está sonrojado, excitado y estupefacto. ¡Una vez más, me doy cuenta de que le gusta esto! Como si se encontrara en pleno orgasmo.
—¡Doctor Lacasse! ¿No estaba en Quebec? Joder, ¿qué ha pasado ahí dentro? ¡He visto salir un montón de cuerpos, docenas de cuerpos! ¿Ha muerto Roy?
Lo miro despacio, incapaz de enfadarme. De repente, con voz neutra, le digo:
—Se acabó, Monette. Ya no tenemos nada que decirnos. Se acabó.
—¿Qué? ¿Qué quiere decir?
Sin añadir una palabra, me alejo. Él me llama varias veces; luego su voz desaparece en el alboroto de la multitud.
Camino en un estado de ingravidez. Tengo la impresión de dar vueltas, como si buscara algo.
De repente, veo al enfermero de una ambulancia que atraviesa el gentío. En sus brazos, sostiene a un bebé. El niño de Jeanne. Están evacuando el hospital, a él también lo llevan a otro sitio.
«Todo ha acabado», le he dicho a Monette.
Miro un buen rato a este niño prematuro que llora a pleno pulmón mientras lo trasladan a una ambulancia, perseguido por una horda de periodistas.
Por fin, mi insensibilidad se desmorona, se resquebraja, y el Horror, mi nuevo compañero, resurge lentamente.
E
L número de muertos total asciende a cuarenta y tres. Veintiún pacientes, nueve miembros del personal y trece policías. Ningún superviviente. Nadie para contar lo ocurrido.
Han pasado siete meses. Por supuesto, la historia ha dado la vuelta al mundo.
Los días siguientes fueron agotadores. Di mi versión de los hechos a la policía. Les dije que pasaba por el hospital para reunirme con una compañera y les conté lo que había visto. Nada más. Cuando me preguntaron lo que pensaba, emití la hipótesis de una crisis de histeria colectiva. Me objetaron que eso no explicaba el hecho de que algunos policías, una vez dentro del edificio, hubieran participado en la matanza. Respondí que la histeria podía contagiarse a cualquier persona. No se quedaron muy satisfechos. Lo comprendo.
Me llamaron docenas de periodistas. No quise hablar con ninguno. Monette se puso rápidamente en contacto conmigo. Ante mi negativa a decirle nada, tuvo un ataque de rabia.
—¡Escribiré el libro de todas maneras, entérese! ¡Ya sé muchas cosas! ¡No debo de estar lejos de la verdad!
—Nadie conoce la verdad —me limité a replicar.
Me volvió a telefonear varias veces, pero filtré sus llamadas. Acabó por cansarse. Aunque no perdió el tiempo. Su libro ha salido hace un mes. Lleva el sutil título de
Thomas Roy: cuando el horror se hace realidad
. Está a la cabeza de los libros más vendidos. No lo he leído. Debe de contar algunos detalles verídicos, por supuesto (Monette nos informó de muchas cosas), pero hay tanto que ignora… Lo vi en la televisión hace dos días y no nos nombró ni a Jeanne ni a mí. Se atribuye todo el mérito. Esto me viene muy bien. Los periodistas y cronistas más serios lo acusan de oportunismo y sensacionalismo. Él se ríe: su libro le estará reportando mucho dinero. Ahora lo desprecio más que nunca. De todas maneras, este libro interesará a la gente durante un tiempo y luego se aburrirá del tema.