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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

El umbral (19 page)

BOOK: El umbral
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—Por tu parte… ¿crees que Monette ha vaciado su saco del todo o…?

Ella se ríe y me tranquiliza:

—Me ha contado todo lo que sabía. Le he dado las gracias y le he dicho que podría sernos útil. Parecía decepcionado. Creo que le hubiera gustado impresionarnos más. Habría querido convencernos plenamente de sus ideas paranoicas…

—Le queda mucho camino por andar…

—Tiene intención de descubrir lo que ocurrió en realidad con los dos punks apuñalados…

Muevo la cabeza, suspirando. Jeanne levanta los brazos y los deja caer.

—Bueno, imagino que la próxima etapa empezará cuando Roy recupere el habla. Hasta entonces, no esperamos nada interesante…

—Tal vez sí, tal vez no. Quizá no descubramos nada más…

Esta eventualidad no alegra mucho a Jeanne, pero sabe que es posible.

Conversamos aún brevemente y la acompaño hasta la puerta. Cuando me quedo solo, vuelvo a mi sillón y me sumerjo en el vacío de la pantalla del televisor.

Debería sentirme tranquilo y contento, pero no lo consigo.

Pienso en mi sueño.

Testigo por séptima vez… y tal vez incluso implicado en el caso de los dos punks…

Casualidades…

Suspiro. Jeanne tiene razón, esta historia nos ha trastornado un poco. Recuerdo las palabras de Goulet.

«El expediente está cerrado», ha dicho.

Sí, el expediente está cerrado. Ya no habrá más sorpresas, ni más casualidades… Eso desafiaría toda lógica, iría en contra del sentido común… Hemos alcanzado los límites de lo verosímil.

Ha terminado. De verdad.

Cojo el mando a distancia y enciendo la televisión. Pero, mientras miro los personajes desconocidos que se mueven por la pantalla, una imagen se superpone en mi mente y, a pesar de mis esfuerzos, no consigo ahuyentarla del todo.

La imagen de Monette que sigue hurgando, buscando, incansable…

Capítulo 9

É
DOUARD Villeneuve está sentado delante de mí, con los codos apoyados en la mesa. Se muerde las uñas mientras mira por la ventana.

—Édouard, no se encuentra bien, ¿verdad?

Gira la cabeza hacia mí. Sus grandes ojos de perro apaleado, eternamente inquieto… Sólo tiene veintiocho años, pero cuando tenga cuarenta o cincuenta conservará esa cara de niño aterrorizado por este mundo de adultos que no llega a comprender ni a controlar…

—¿Por qué dice eso?

Su voz es frágil y aguda. Sus ojos azules me suplican. Pero ¿qué exactamente?

—¿Cuánto tiempo lleva aquí, Édouard?

Reflexiona un momento mientras cuenta con los dedos.

—¿Seis años? —responde con la angustia del alumno que tiene miedo de haber dado la respuesta equivocada.

Sonrío conciliador.

—No, no le pregunto cuánto hace que le trato, Édouard, si no cuánto tiempo ha pasado desde su ingreso.

Reflexiona de nuevo.

—¿Casi cuatro semanas?

—Exactamente. ¿No le parece que es un periodo más prolongado que sus visitas habituales? ¿Por qué, según usted?

Suspira y su mirada regresa a la ventana. Se muerde de nuevo las uñas. La crisis de llanto es inminente. Su estado no sólo no mejora, sino que parece empeorar desde hace dos semanas.

—¿Le gustaría salir de aquí, Édouard?

—Fuera, nadie se preocupa por mí —gime el joven.

—Vamos, Édouard, los Beaulieu le quieren mucho y usted lo sabe, ya se lo he dicho…

Mueve la cabeza mientras se muerde los labios. Sus ojos, fijos en el cristal, se llenan de lágrimas.

—Todo lo que hago me sale mal… Estoy cansado de luchar, de hacer esfuerzos… Es tan… tan… inútil…

Entonces se vuelve hacia mí con las mejillas inundadas de lágrimas silenciosas.

—¿No tiene a veces esta sensación, doctor? ¿No tiene la impresión de que lo que hace es inútil?

Encajo mal el golpe, hasta el punto de que no sé cómo responder. Al final, balbuceo un consejo ridículo:

—Sí, también me pasa, por supuesto… Pero hay que luchar contra esa sensación, Édouard…

Nunca me he visto tan poco convincente. ¡Luchar! ¿Contra qué? ¿Y con qué finalidad? Como si comprendiera la estupidez de mis palabras, él mira de nuevo la ventana con las uñas en la boca; sus lágrimas ya no desbordan sus ojos, pero la tristeza emana de él como el calor de un horno.

—No saldré de aquí —murmura con una voz rota y lejana.

—Claro que sí, Édouard… Las estancias siempre son de corta duración, ya lo sabe… Nadie puede quedarse aquí mucho tiempo.

—No saldré —repite obstinado—. Nunca.

Continúo la ronda, un poco afectado por esta visita. De pronto, creo descubrir al fin por qué este muchacho es el único paciente que aún me conmueve: su lucidez inconsciente me toca el corazón. Édouard lo percibe todo, sabe que lo rechazan, que siempre lo rechazarán. Se siente enfermo sin entenderlo.

Édouard Villeneuve me conmueve porque es la prueba de mi fracaso…

Roy está sentado en una silla, con las manos sobre las rodillas. Lleva un pantalón negro y una camiseta gris. Delante de él, la televisión emite un documental sobre animales salvajes. Es una idea de Manon, la nueva ergoterapeuta: instalar un televisor en cada habitación y dejarlo siempre encendido. Roy contempla la pantalla con la boca entreabierta, aunque le presta la misma atención que a una grieta de la pared.

Me acerco a él y lo observo durante un rato. Me ignora por completo.

—¿Ningún cambio, Julie?

—Ninguno —me responde la enfermera con aire aburrido.

Al principio, Roy fascinaba a todo el mundo, pero ahora se ha convertido en una especie de mueble que hay que mantener todos los días. El personal se ha olvidado de que se trata del gran escritor quebequés.

Me inclino sobre él doblando las rodillas, que crujen con fuerza. Hago una mueca. No hay duda: estoy envejeciendo.

Le hago algunas preguntas y le hablo en diferentes tonos. Nada. Salgo de la habitación. En la reunión del jueves, nos plantearemos aumentarle el Haldol…

En el pasillo, me encuentro con Louis Levasseur, el tercer psiquiatra de la unidad. Nos saludamos. No lo conozco mucho, pero es bastante simpático, a pesar de su aspecto estirado.

—Es raro que vengas un martes, Louis…

—Se me había olvidado un expediente.

Al verlo, me acuerdo de la señora Chagnon, de la extraña actitud que tenía el otro día…

—Dime, Louis, la señora Chagnon… ¿qué tal está?

Mi compañero suspira.

—No muy bien. Hace dos semanas que debería haberse marchado, pero su estado ha empeorado últimamente… Incluso se ha vuelto paranoica y esto me desconcierta un poco…

Ladea la cabeza.

—¿Te interesa su caso?

Hay un ápice de condescendencia en su voz. Lo comprendo: debe de resultar sorprendente que yo, el gran escéptico del hospital, me interese por un paciente que no es mío. Yo mismo me sorprendo, pero recuerdo lo que la señora Chagnon dijo el otro día, delante de la puerta de Roy…

«Lleno de mal…».

—No, sólo es que…

¿Que qué exactamente?

—Me sorprendió verla aún por aquí, nada más…

Seguimos charlando un poco. Me pregunta si he preparado mi conferencia, que será dentro de quince días. Le contesto que sí, que sólo me queda revisar algunas cosas. Nos separamos.

¿Cómo me ha dado por hablarle de la señora Chagnon? Actuó de un modo extraño el otro día. ¿Y qué? ¿Acaso esta unidad no está precisamente llena de seres extraños?

Salgo a comer.

Solo en el restaurante, termino sin apetito una frugal comida. La pregunta de Édouard Villeneuve me ronda en la cabeza.

«¿No tiene la impresión de que lo que hace es inútil?».

Por una curiosa carambola mental, las últimas palabras de Boisvert vuelven a atormentarme.

«¡Lo veo! ¡Lo veo».

¿Qué vio? Y Archambeault, cuando disparó contra los niños, ¿qué vio? ¿Qué vio Roy cuando se cortó los dedos y quiso matarse? ¿Qué veía en ese momento?

¿Qué vieron ellos que yo nunca he conseguido aprehender en toda mi carrera? ¿Que apenas vislumbré a través de la extraña sombra de sus ojos, furtiva pero tenaz?

Si Roy pudiera hablar…

Juego con el tenedor. Aunque hablara, ¿diría algo más que Boisvert? ¿O que Archambeault? ¿O que los demás enfermos que me he encontrado en esta caverna sin luz? ¿Sería más claro?

Testigo, siete veces…

Suspiro y miro hacia la derecha. Una pareja está comiendo cerca de mí y charla en voz baja, sin dejar de sonreír. Me recuerda a los jóvenes tortolitos del Maussade. Todos los enamorados se parecen, es evidente…

Enciendo un cigarrillo y observo a la pareja unos instantes. Y ellos, ¿qué ven? ¿Qué ven todos estos grandes ingenuos llenos de esperanza en la vida?

Sin embargo, yo he visto lo mismo que ellos. Pero hace tanto tiempo que ya no me acuerdo…

Tal vez mi experiencia no me lo permite. Hay personas que ven cosas tan diferentes…

Me froto la cara. Estoy delirando. Soy demasiado pesimista. Mi trabajo me ha desgastado, blanqueado, se ha comido todos mis colores…

Aunque deje de trabajar dentro de unos meses, ¿no será demasiado tarde?

Hélène…

Ocultos por mis manos, mis ojos se cierran con fuerza. Una terrible amargura forma una bola de dolor agudo en mi garganta.

«Dime lo que ves, Roy… Dime lo que veis tú y los tuyos; si no, toda mi vida habrá sido en vano…».

Permanezco así unos minutos, con los ojos cerrados e irritados; luego me vuelvo hacia la pareja.

Ya no está. Ya no la veo.

Cuando subo a mi consulta, la secretaria me tiende una caja rectangular que trajeron ayer por la mañana para mí: el último texto de Thomas Roy. Además, me informa de que Michaud ha llamado y quiere verme.

Suspiro. Una auténtica gallina clueca, este… En el fondo, nos viene bien. El texto de Roy le gustará. Le digo a mi secretaria que le llame y lo cite para las cuatro.

Veo a mis pacientes externos. Después, sobre las tres y media, abro la caja de cartón y saco una pila de hojas impresas. En la primera, se leen estas simples palabras:

«BORRADOR DE NOVELA, por THOMAS ROY».

Las páginas están numeradas: setenta y tres. Las recorro con rapidez, leyendo un párrafo de aquí y de allá. Este vistazo de quince minutos me permite captar el contenido general: exactamente lo que Goulet nos había dicho. La última frase de la última página está incompleta:

«Incluso con el revólver, pasaba desapercibido, gracias a su…».

—A su uniforme de policía —digo en voz baja.

Leí esta frase inacabada en la pantalla de Roy, hace siglos.

Dejo el texto sobre la mesa y me quito las gafas suspirando. Todas nuestras hipótesis se confirman. Levanto la cabeza y miro el interruptor de la pared. Un profundo hastío se apodera de mí.

En este momento, Jeanne entra en mi consulta y me lanza un radiante «¡buenas tardes!».

—Llegas a tiempo. Mira, el último escrito de tu ídolo…

—¿De verdad? —pregunta mi compañera, pasmada.

La admiradora está de regreso. Se sienta, coge el texto y lo hojea febrilmente. ¡Está tocando una obra inédita de Roy y debe de sentirse en trance! Sonrío, divertido a pesar de mi cansancio.

—¿Lo has leído? —me pregunta sin levantar los ojos del papel.

—En diagonal. Las setenta y tres páginas describen el estado psicológico de un policía obsesionado con la idea de matar a unos niños, como nos dijo Goulet. En la última hoja, se dirige al lugar de la matanza, creo.

Jeanne me mira por fin. Continúo:

—Esta vez, todos los lectores establecerán la relación. La masacre cometida por Archambeault es una tragedia tan espantosa que nadie la olvidará en los próximos veinte años. Cuando Roy se inspiraba en incendios, descarrilamientos o asesinatos familiares, podía pasar. ¡Pero utilizar la matanza de once niños! Apuesto a que hasta sus más fieles lectores no le habrían perdonado esta falta de gusto…

Jeanne observa el texto, pensativa. Luego lo vuelve a dejar sobre la mesa con una especie de aprensión inesperada.

—Sí… Creo que tienes razón…

—Además, el mismo Roy debió de comprenderlo. Sin duda, pensó que esta vez había ido demasiado lejos y…

Ella asiente. Abro el cajón, saco el cuaderno de artículos y lo tiro sobre la mesa, al lado del texto inédito.

—Todo está aquí. Ya hemos cerrado el círculo. Michaud debería llegar de un momento a otro. Se los voy a devolver. Después de todo, es el agente de Roy, estos documentos le pertenecen a él más que a nosotros.

Mi compañera está sorprendida.

—¿No quieres conservarlos? Los podríamos necesitar para…

—Ya no hay nada que buscar, Jeanne. Nada. Sólo tenemos que esperar a que Roy se despierte. Y aunque se despierte…

—¿De verdad piensas que no descubriremos nada nuevo, Paul? ¿Ni aunque Roy vuelva a hablar?

Dudo un momento.

Esperanza… Vana esperanza…

—No, no lo creo.

Jeanne no parece muy convencida.

En este momento, la secretaria anuncia a Michaud.

Apenas entra el agente de Roy, nos suelta, sin saludarnos:

—¡Figúrense que la policía me llamó la semana pasada! ¡Me dijo que Thomas había presenciado la matanza de la calle Sherbrooke! ¡Es espantoso!

Se deja caer en una silla. Se quita las gafas, las limpia y se las vuelve a poner. Me apresuro a tranquilizarlo.

—La policía no llevará su investigación más lejos, señor Michaud. Considera que el señor Roy está fuera de toda sospecha.

—¡Eso espero!

Por fin, parece vernos y nos saluda con torpeza.

—¿Ha experimentado alguna mejora Thomas?

—No, lo siento.

Añado para consolarlo:

—Usted es el único que se interesa por el estado del señor Roy… Hay muchos periodistas que vienen a vernos de vez en cuando, pero no cuentan…

—Se lo dije: ¡Tom no veía a sus amigos desde hacía varios meses! ¡Además de su editor y yo, me pregunto quién va a venir a su cumpleaños, el día veintidós!

Cambio de tema:

—Me gustaría entregarle esto.

Señalo el texto inédito.

—Es la novela que Roy estaba escribiendo cuando lo encontraron.

La expresión del agente cambia por completo. Coge el paquete de hojas como una persona hambrienta se abalanzaría sobre un trozo de pan. Su reacción se parece tanto a la de Jeanne que me recuerdan a dos actores en una audición para la misma obra. Añado:

—Es justo lo que pensábamos: la historia de un policía que quiere matar a unos niños.

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