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Authors: Dalai Lama
En cuanto a cuál podría ser el mecanismo con que el karma plasma su rol causativo en la evolución de la vida sensible, encuentro interesantes algunas de las explicaciones de las tradiciones Vajrayana, que los autores modernos califican a menudo de budismo esotérico.
Según el tantra Guhyasanmja, tradición principal dentro del budismo Vajrayana, en el nivel más fundamental no hay distinción absoluta entre la mente y la materia. En su forma más sutil, la materia es
prana
, una energía vital que no se puede separar de la conciencia. Son dos aspectos de una realidad indivisible.
Prana
es el aspecto de movilidad, dinamismo y cohesión, mientras que la conciencia es el aspecto de cognición y la capacidad de pensamiento reflexivo. Según el tantra Guhyasamaja, por lo tanto, cuando un sistema cósmico llega a la existencia somos testigos del juego entre esta energía y la realidad de la conciencia.
Debido a esta indivisibilidad de la conciencia y la energía, existe una honda relación mutua entre los elementos de nuestros cuerpos y los elementos naturales del mundo exterior. Esta conexión sutil es perceptible por individuos que han alcanzado cierto nivel de realización espiritual o que poseen de forma natural un grado más elevado de percepción. Por ejemplo, Taktsang Lotsawa, el pensador budista del siglo XV, condujo un experimento consigo mismo y halló una concordancia total entre su experiencia personal de los cambios que ocurren de forma natural en la respiración y aquellos que describe el tantra Kalachakra durante un evento celestial, como puede ser un eclipse lunar o solar. De hecho, según el pensamiento budista Vajrayana, nuestros cuerpos son imágenes en miniatura del gran cosmos macroscópico. Debido a esta concepción, el tantra Kalachakra presta tremenda atención al estudio de los cuerpos celestiales y sus movimientos. De hecho, esos textos contienen un elaborado sistema de astronomía.
Del mismo modo que nunca me ha convencido la cosmología Abhidharma, jamás me ha parecido persuasivo el relato Abhidharma de la evolución humana como proceso de «degeneración». Uno de los mitos tibetanos de la creación cuenta que el pueblo tibetano nació de la unión de un mono con una ogra salvaje. ¡Por descontado, esto tampoco me convence!
En términos generales, creo que la teoría de la evolución de Darwin, al menos con los descubrimientos adicionales de la genética moderna, nos ofrece una explicación bastante coherente de la evolución de la vida humana sobre la Tierra. Al mismo tiempo, creo que el karma puede desempeñar un papel fundamental para la comprensión del origen de aquello que el budismo denomina «sensibilidad», por medio de la energía y la conciencia.
A pesar del éxito del relato darwiniano, no creo que todos los elementos de la historia estén en su sitio. Para empezar, aunque la teoría de Darwin ofrezca una explicación coherente de la evolución de la vida en este planeta y de los varios principios que la sostienen, como el principio de selección natural, no estoy convencido de que pueda responder a la pregunta fundamental sobre el origen de la vida. Me imagino que el propio Darwin no dio importancia a este aspecto. Además, parece haber cierta circularidad en la noción de la «supervivencia del mejor dotado». La teoría de la selección natural sostiene que, de las mutaciones aleatorias que ocurren en los genes de una especie determinada, es más probable que se impongan aquellas que garantizan mayores posibilidades de supervivencia. Sin embargo, la única manera de verificar esta hipótesis es observando las características de las mutaciones supervivientes. En cierto sentido, pues, afirmamos lo siguiente: «Puesto que estas mutaciones genéticas han sobrevivido, son las que tenían las mayores probabilidades de sobrevivir».
Desde la perspectiva budista, para ser una teoría que pretende explicar el origen de la vida, la idea de las mutaciones como hechos puramente aleatorios resulta altamente insatisfactoria. Karl Popper comentó en cierta ocasión que, desde su punto de vista, la teoría de la evolución de Darwin no puede explicar ni explica el origen de la vida en la Tierra. Según él, la teoría de la evolución no es una teoría científica comprobable sino una teoría metafísica, altamente beneficiosa para las investigaciones científicas subsiguientes.
Además, la teoría de Darwin, aun reconociendo la distinción crítica entre materia inánime y organismos vivos, no logra identificar diferencias I cualitativas apropiadas entre organismos vivos como los árboles y las plantas, por un lado, y los seres sensibles, por otro.
Uno de los problemas empíricos que cuestionan el énfasis darwiniano en la supervivencia competitiva de los individuos, que se define en términos de la lucha de un organismo dado por su éxito reproductivo individual, ha sido desde siempre la explicación del altruismo, sea en el sentido de un comportamiento colaborador, como a la hora de compartir la comida o de resolver conflictos entre animales como los chimpancés, o como acto de sacrificio abnegado.
Hay muchos ejemplos, no solo entre los seres humanos sino también de otras especies, de individuos que se exponen a peligros para salvar a otros. Por ejemplo, la abeja picará para proteger a la colmena de un intruso aunque el hecho de picar le tenga que acarrear la muerte. Y la cotorra árabe —una especie de ave— arriesgará la propia seguridad para advertir al resto de la bandada de un ataque.
La teoría posdarwiniana ha intentado explicar estos fenómenos argumentando que, en determinadas circunstancias, el comportamiento altruista, incluido el sacrificio propio, promueve las probabilidades del individuo de pasar sus genes a las generaciones futuras. No creo, sin embargo, que este argumento se pueda aplicar a aquellos casos de altruismo entre especies. Podríamos ofrecer el ejemplo de las aves hospitalarias que crían a los pequeños cucos que son abandonados en sus nidos, aunque algunos hayan intentado explicarlo únicamente en términos del beneficio egoísta obtenido por los cucos. Es más, puesto que este tipo de altruismo no siempre parece ser voluntario —algunos organismos actúan como si estuvieran programados para el comportamiento abnegado— la biología moderna básicamente vería el altruismo como instintivo y dictado por los genes. El problema se complica mucho más si in-cluimos la cuestión de las emociones humanas, especialmente, de los numerosos ejemplos de altruismo que se dan en la sociedad humana.
Algunos de los darwinianos más dogmáticos sostienen que la selección natural y la supervivencia del mejor dotado se comprenden mejor en el nivel de los genes individuales. Podemos apreciar aquí el reduccionismo debido a la honda creencia metafísica en el principio del interés propio, que sugiere que, de alguna manera, los genes individuales muestran un comportamiento egoísta. No sé cuántos científicos actuales defienden posiciones tan radicales. En el punto en que se encuentra actualmente, el modelo biologicista no admite la posibilidad de un verdadero comportamiento altruista.
En una de las conferencias de Mente y Vida celebradas en Dharamsala, Anne Harrington, historiadora de la ciencia de la Universidad de Harvard, hizo una memorable presentación de cómo y, hasta cierto punto, por qué la investigación científica del comportamiento humano no ha podido ofrecer, hasta el momento, una explicación sistemática de la poderosa emoción de la compasión.
La psicología moderna, que tan tremenda atención dedica a las emociones negativas, como la agresividad, la ira o el miedo, ha estudiado muy poco las emociones más positivas, como la compasión y el altruismo. Puede que el énfasis en lo negativo haya surgido porque el objetivo principal de la psicología moderna es comprender las patologías humanas, por razones terapéuticas. No obstante, no me parece admisible rechazar el altruismo argumentando que los actos abnegados no concuerdan con la actual explicación biologicista de la vida o que, sencillamente, se deben redefinir como expresión del interés propio de la especie. Este posiciona- miento es contrario al mismo espíritu de la indagación científica. A mi modo de ver, la aproximación científica no consiste en modificar los hechos empíricos para que encajen con nuestra teoría, sino que es la teoría la que debe ser adaptada a los resultados de la indagación empírica. Lo contrario sería como querer remodelar los pies para que entren en los zapatos.
Creo que esta incapacidad o esta resistencia a afrontar la cuestión del altruismo humano posiblemente represente el mayor inconveniente de la teoría de la evolución darwiniana, al menos, en su versión más popular. Del mismo modo que en el mundo natural, supuesta fuente de inspiración de la teoría de la evolución, observamos la competición interespecie por la supervivencia, también advertimos importantes niveles de cooperación, aunque no necesariamente en el sentido consciente de este término. Y, de la misma manera que observamos actos de agresión en los humanos y en los animales, también apreciamos actos de altruismo y de compasión. ¿Por que la biología moderna admite únicamente la competitividad como principio operativo fundamental y solo la agresividad como tendencia fundamental de los seres vivos? ¿Por qué rechaza la cooperación como principio operativo y por qué no considera el altruismo y la compasión como posibles rasgos del desarrollo de los seres vivos?
Supongo que el grado en que fundamentamos en la ciencia nuestra concepción de la naturaleza humana y de la existencia depende de qué concepto tenemos de la ciencia. Para mí, esta no es una cuestión científica sino de persuasión filosófica. Puede que un materialista radical prefiera apoyar la tesis de la teoría de la evolución como única explicación de todos los aspectos de la vida humana, incluida la moralidad y la experiencia religiosa, mientras otros opinan que la ciencia no alcanza a comprender todos los campos de la existencia humana. Es posible que la ciencia no consiga nunca explicar todos los aspectos de la existencia humana, ni siquiera descifrar el enigma del origen de la vida. Con esto no pretendo negar que la ciencia tiene mucho que decir sobre el origen de la enorme diversidad de formas de vida. Creo, sin embargo, que, como sociedad, debemos admitir con cierta humildad las limitaciones del conocimiento científico de nosotros mismos y del mundo en que vivimos.
Si la historia del siglo XX —con su fe generalizada en el darwinismo social y las muchas y terribles consecuencias de los intentos de aplicación de la eugenesia que de esa fe resultaron— nos puede enseñar algo, es que nosotros, los humanos, tenemos una peligrosa tendencia a convertir nuestra visión de nosotros mismos en una profecía autocumplida. La idea de la «supervivencia del mejor dotado» se ha utilizado de forma aviesa para perdonar y, en algunos casos, para justificar los excesos de codicia e individualismo humanos y para dejar de lado los modelos éticos de relación con nuestros semejantes, ( en un espíritu más compasivo. De modo que, al margen de I cuál sea nuestra concepción de la ciencia, puesto que esta ocupa en la actualidad un lugar de autoridad relevante en la sociedad humana, es extremadamente importante que los que operan dentro de la profesión sean conscientes de su poder y sepan valorar sus responsabilidades. La ciencia debe actuar como correctivo de las malas interpretaciones y las apropiaciones populares equivocadas de ideas que pueden tener consecuencias desastrosas para el mundo y la especie humana.
Por muy persuasivo que resulte el relato darwiniano de los orígenes de la vida, como budista, creo que deja un área crucial sin examinar. Me refiero al origen de la sensibilidad, a la evolución de seres conscientes, dotados con la capacidad de experimentar dolor y placer. A fin de cuentas, desde el punto de vista del budismo, la búsqueda humana del saber y la comprensión de la propia existencia nace de la profunda aspiración a la felicidad y la superación del sufrimiento. Hasta que nos ofrezca una explicación creíble de la naturaleza y el origen de la conciencia, el relato científico de los orígenes de la vida y del cosmos no será completo.
La alegría de reunirse con un ser querido, la tristeza de perder a un amigo íntimo, la riqueza de un sueño vivido, la serenidad de un paseo por un jardín en un día de primavera, la absorción total de un estado de meditación profunda, son estas cosas, y otras parecidas, que constituyen la realidad de nuestra experiencia de la conciencia. Al margen del contenido individual de cualquiera de estas experiencias, nadie en su sano juicio pondría en duda su realidad. Cualquier experiencia de la conciencia, desde la más mundana a la más elevada, posee cierta coherencia y, al mismo tiempo, un alto grado de intimidad, es decir, existe siempre desde un punto de vista personal. La experiencia de la conciencia es completamente subjetiva. La paradoja, sin embargo, consiste en que, a pesar de la indudable realidad de nuestra subjetividad y de los miles de años de análisis filosófico, hay poco consenso en torno a la naturaleza de la conciencia. La ciencia, con su método característico en tercera persona —la perspectiva objetiva vista desde fuera— ha avanzado sorprendentemente poco hacia esta comprensión.
Existe, no obstante, un reconocimiento creciente del estudio de la conciencia como un área de investigación científica cada vez más apasionante. Al mismo tiempo, se va generalizando la admisión de una falta de metodología científica plenamente desarrollada para la investigación de los fenómenos de la conciencia. Esto no significa que no ha habido teorías filosóficas sobre el tema o intentos de «explicar» la conciencia en términos de paradigmas materialistas. En uno de los extremos se situaba el conductismo, que pretendía definir la conciencia en términos del lenguaje del comportamiento externo, así reduciendo los fenómenos mentales a los actos verbales y físicos. En el otro extremo se encontraba el denominado dualismo cartesiano, la idea de que el mundo comprende dos magnitudes sustancialmente reales: la materia, caracterizada por cualidades como la extensión, y la mente, definida en términos de una sustancia inmaterial, como es el «espíritu». Entre estos dos extremos ha habido todo tipo de teorías, desde el funcionalismo (que intenta definir la conciencia en términos de sus funciones) a la neurofenomenología (que pretende definir la conciencia en términos de correlatos neurales). La mayoría de estas teorías explican la conciencia a través de diversos aspectos del mundo material.
Pero ¿qué hay de la observación directa de la propia conciencia?
¿Cuáles son sus características y cómo funciona? ¿Participan de ella todas las formas de vida, las plantas tanto como los animales? ¿Existe nuestra vida consciente únicamente cuando nos damos cuenta de ella, de modo que, cuando dormimos sin soñar, por ejemplo, la conciencia ha de considerarse latente o, incluso, inexistente? ¿Se compone la conciencia de momentos seriados de fluctuaciones mentales o es continua aunque continuamente cambiante? ¿Es la conciencia una cuestión de grado? ¿Precisa la conciencia siempre de un objeto, de algo del que ser consciente? ¿Cuál es su relación con el inconsciente, no solo con los eventos electroquímicos inconscientes del cerebro, que están relacionados con los procesos mentales, sino también con los deseos inconscientes más complejos y, posiblemente, más problemáticos, con los recuerdos y las expectativas? Dada la naturaleza altamente subjetiva de nuestra experiencia de la conciencia ¿será alguna vez posible su comprensión científica, en el sentido de un discurso objetivo en tercera persona?