El valle de los caballos (19 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: El valle de los caballos
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–Bueno –replicó el mayor sonriendo–, la verdad es que el invierno sería mucho más frío sin una mujer, bella o no bella.

Thonolan miró a su hermano con expresión intrigada.

–A menudo me lo he preguntado –dijo finalmente.

–¿El qué?

–A veces hay una auténtica beldad y la mitad de los hombres zumban a su alrededor, pero te mira a ti. Yo sé que no tienes un pelo de tonto, desde luego..., y sin embargo, pasas a su lado y te vas a buscar alguna ratoncita que está sola en un rincón. ¿Por qué?

–Yo qué sé. A veces la «ratoncita» sólo cree que no es bella porque tiene un lunar en la mejilla o piensa que su nariz es demasiado larga. Cuando hablas con ella, suele tener mucho más de lo que tiene aquella a la que todos buscan. En ocasiones las mujeres que no son perfectas resultan más interesantes; han hecho más o han aprendido algo.

–Es posible que tengas razón. Algunas de esas tímidas parecen florecer tan pronto como les dices algo.

Jondalar se encogió de hombros y se enderezó.

–No encontraremos mujeres ni caverna si seguimos así. Vamos a levantar el campamento.

–¡Eso es! –asintió en el acto Thonolan, y se puso de espaldas al fuego... quedándose paralizado–. ¡Jondalar! –susurró en un jadeo, esforzándose después por mostrarse indiferente–. No te des por enterado, pero si miras por encima de la tienda, verás a tu amigo de esta mañana o por lo menos uno de su misma especie.

Jondalar miró por encima de la tienda. Justo en el extremo opuesto, oscilando de un lado a otro mientras cargaba su enorme tonelaje ora sobre una pata, ora sobre otra, se encontraba un voluminoso rinoceronte lanudo de dos cuernos. Con la cabeza vuelta de costado examinaba a Thonolan. De frente era casi ciego; sus ojillos estaban colocados muy atrás y, en cualquier caso, era corto de vista. Un oído muy agudo y un olfato de gran sensibilidad compensaban de sobra su deficiente visión.

Evidentemente era una criatura del frío. Tenía dos pelajes: un forro de piel peluda y suave como plumón y una capa de pelo desgreñado de un marrón rojizo; y debajo de su áspero cuero había una capa de casi un centímetro de grasa. Llevaba baja la cabeza, colgándole desde los hombros, y el cuerno largo de la frente se inclinaba hacia delante formando un ángulo que apenas evitaba el suelo mientras oscilaba; lo usaba para desplazar la nieve de los pastizales... si no estaba demasiado alta. Y sus patas, cortas y gruesas, se hundían con facilidad en la nieve profunda. Visitaba los prados herbosos del sur sólo durante una corta temporada: para alimentarse en sus más abundantes pastos y almacenar más grasa en las postrimerías del otoño y principios del invierno, pero antes de que nevara fuerte. No podía soportar el calor, con aquellas capas de piel, lo mismo que tampoco podría sobrevivir en la nieve profunda. Su hogar eran la tundra y la estepa, de un frío feroz y seco.

El largo cuerno frontal, afiladísimo, podía emplearse en una tarea mucho más peligrosa que apartar nieve, y entre el rinoceronte y Thonolan sólo había una corta distancia.

–¡No te muevas! –siseó Jondalar. Se agachó para entrar en la tienda y cogió la mochila a la que estaban sujetas las lanzas.

–Esas lanzas ligeras no servirán de mucho –dijo Thonolan, a pesar de que estaba de espaldas a la tienda. El comentario detuvo un instante la mano de Jondalar, sorprendido por la perspicacia de Thonolan–. Tendrías que atinarle en un punto vulnerable, por ejemplo el ojo, pero es un blanco demasiado pequeño. Te haría falta una lanza pesada para rinocerontes –prosiguió Thonolan, y su hermano comprendió que adivinaba sus pensamientos.

–No hables tanto, vas a atraer su atención –le previno Jondalar–. Tal vez yo no tenga lanza, pero tú no tienes ningún arma. Voy a pasar por detrás de la tienda y trataré de abatirlo.

–¡Espera, Jondalar! Le vas a poner furioso con esa lanza; ni siquiera le harás daño. ¿Recuerdas, cuando éramos niños, cómo solíamos provocarles? Alguien corría, conseguía que el rinoceronte le persiguiera y entonces le esquivaba mientras otro atraía su atención. Le hacíamos correr hasta que estaba demasiado cansado para moverse. Tú prepárate para despertar su atención..., yo correré para que se lance a la carga.

–¡No! ¡Thonolan! –gritó Jondalar, pero ya era demasiado tarde: Thonolan había echado a correr a toda velocidad.

Nunca era posible adivinar el impredecible comportamiento de la bestia. En vez de correr tras el hombre, el rinoceronte se dirigió rápidamente a la tienda que el viento agitaba. La embistió, abrió un agujero, hizo saltar las correas y se enredó en ellas. Cuando logró liberarse, decidió que no le gustaban los hombres ni su campamento y se marchó, alejándose inofensivamente al trote. Mirando por encima de su hombro, Thonolan se dio cuenta de que el animal se había marchado y regresó a grandes zancadas donde estaba Jondalar.

–¡Ha sido una estupidez! –gritó éste clavando su lanza en la tierra con tanta fuerza que el asta se quebró justo bajo la punta de hueso–. ¿Estabas tratando de que te matara? ¡Gran Doni, Thonolan! Dos personas no pueden provocar a un rinoceronte. Es menester rodearlo. ¿Y si te hubiera perseguido? En el nombre del reino subterráneo de la Gran Madre, ¿qué habría podido hacer yo si te hubiera herido?

Sorpresa primero y enojo después cruzaron por el rostro de Thonolan. Sin embargo, una sonrisa traviesa acabó dibujándose en sus labios.

–Veo que te has preocupado en serio por mí. Grita todo lo que quieras, a mí no me engañas. Tal vez no debería haberlo intentado, pero no iba a permitir que tú hicieras ninguna tontería como la de perseguir a un rinoceronte con esa lanza ligera. En el nombre del reino subterráneo de la Gran Madre, ¿qué habría podido hacer yo si te hubiera herido? –su sonrisa se ensanchó con el deleite de un muchachito que ha conseguido salir con bien de alguna diablura–. Además, ni siquiera me persiguió.

Jondalar miró sin reaccionar la sonrisa en el rostro de su hermano. Su estallido había sido más de alivio que de enojo, pero tardó unos instantes en comprender que Thonolan estaba sano y salvo.

–Has tenido suerte. Supongo que ambos la hemos tenido –dijo finalmente, exhalando un profundo suspiro–. Pero será mejor que confeccionemos un par de lanzas, aunque de momento nos contentemos con afilar las puntas.

–No he visto tejos por acá, pero podemos buscar fresnos o alisos mientras caminamos –observó Thonolan, comenzando a recoger la tienda–. Servirán.

–Cualquier cosa servirá, incluso la madera de sauce. Tenemos que hacerlas antes de ponernos en camino.

–Jondalar, vámonos de aquí. Hemos de llegar a esos montes, ¿o no?

–No me gusta viajar sin lanzas en vista de que hay rinocerontes por aquí.

–Podemos detenernos temprano. De todos modos, necesitamos reparar la tienda. Si nos vamos, podemos buscar un buen palo, encontrar un lugar mejor para acampar. Ese rinoceronte podría regresar.

–Y también podría seguirnos –Thonolan tenía siempre prisa por ponerse en camino y se impacientaba con los retrasos; Jondalar lo sabía muy bien–. Quizá deberíamos alcanzar esas montañas cuanto antes. Está bien, Thonolan, pero nos detendremos temprano, ¿entendido?

–Entendido, Hermano Mayor.

Los dos hermanos avanzaban a lo largo de la orilla del río con paso regular, cubriendo mucho camino; ambos estaban acostumbrados a caminar juntos, así como a los prolongados silencios que se establecían entre ellos. Se habían hecho más íntimos, hablaban con sinceridad, comprobaban mutuamente sus debilidades y su fortaleza. Cada uno se encargaba de determinadas tareas por la fuerza de la costumbre, y cada uno contaba con el otro cuando algún peligro les amenazaba. Eran jóvenes, fuertes y saludables, y confiaban con toda naturalidad en que podrían enfrentarse a cualquier situación adversa.

Estaban tan compenetrados con su entorno que su percepción estaba a nivel subconsciente. Cualquier trastorno que representara una amenaza haría que se pusieran instantáneamente en guardia. Pero sólo tenían una vaga conciencia del calor del lejano sol, contrarrestado por un viento que susurraba entre las ramas deshojadas, de las nubes con fondo negro que abrazaban los blancos farallones de los contrafuertes montañosos hacia los que se dirigían, del río profundo y rápido.

Las sierras montañosas del inmenso continente imponían su configuración al Río de la Gran Madre, que nacía en las tierras altas al norte de la montaña cubierta por un glaciar y fluía hacia el este. Más allá de la primera cadena montañosa había una llanura nivelada –en una era anterior había sido la cuenca de un mar interior– y más al este, una segunda sierra formaba un gran arco. Allí donde el promontorio alpino más lejano del primer macizo se encontraba con las estribaciones del extremo noroccidental del segundo, el río irrumpía a través de una barrera rocosa y giraba bruscamente hacia el sur.

Después de descender desde las tierras altas kársticas, serpenteaba entre estepas herbosas, formaba recodos, se dividía en canales separados y volvía a reunirse abriéndose camino hacia el sur. El río perezoso, indolente, que discurría a lo largo de tierras planas, daba la impresión de inmutabilidad. Sólo era ilusión. Para cuando el Río de la Gran Madre llegaba a las tierras altas en el extremo sur de la planicie que lo lanzaba otra vez hacia el este y reunía de nuevo sus canales, había recibido en su caudal las aguas de las vertientes norte y este del primer macizo de montañas cubierto de hielo.

El caudaloso Río de la Gran Madre pasaba por encima de una depresión al describir una amplia curva en su camino hacia el este, en el extremo sur de la segunda cadena de cumbres. Los dos hombres habían seguido su margen izquierda, atravesando de cuando en cuando canales y ríos que corrían veloces para reunirse con el gran río en su camino. Al otro lado del río, hacia el sur, la tierra se elevaba a brincos dentados y abruptos; por el lado por donde ellos avanzaban, una serie de colinas ondulantes subían más gradualmente desde la orilla del río.

–No creo que lleguemos al final del Donau antes del invierno –observó Jondalar–. Empiezo a preguntarme si terminará en alguna parte.

–Claro que termina, y me parece que pronto llegaremos. Mira lo ancho que es –y Thonolan trazó con el brazo un amplio arco hacia la derecha–. ¿Quién hubiera pensado que se ensancharía tanto? Ya tenemos que estar cerca del final.

–Pero todavía no hemos alcanzado el Río de la Hermana, o por lo menos eso creo yo. Tamen dijo que es tan ancho como el de la Gran Madre.

–Debe de ser uno de esos bulos que aumentan cada vez que alguien los repite. No creerás que pueda haber otro río como éste, que corra en dirección sur por esta llanura.

–Bueno, Tamen no dijo haberlo visto con sus propios ojos, pero tenía razón en cuanto a que la Gran Madre vuelve hacia el este, y también acerca de la gente que nos cruzó el río en balsa. Podría tener razón en lo de la Hermana. Ojalá hubiéramos conocido el lenguaje de la Caverna de las balsas; es posible que supieran algo de un afluente de la Gran Madre, tan ancho como ella.

–Tú sabes lo fácil que es exagerar cuando se habla de grandes maravillas que están lejos. Yo creo que la «Hermana» de Tamen es otro canal de la Madre, más al este.

–Ojalá tengas razón, hermano menor. Porque si hay una Hermana, tendremos que cruzarla antes de llegar a esas montañas. Y no sé en qué otro sitio podríamos encontrar acomodo para pasar el invierno.

–Yo lo creeré cuando lo vea.

Un movimiento, que aparentemente no encajaba en el discurrir natural de las cosas y que llegó al nivel de la conciencia, atrajo la atención de Jondalar. Por el sonido, identificó a la nube negra que aparecía a lo lejos y avanzaba sin ningún miramiento para con el viento dominante, y se detuvo para observar la formación en V compuesta de gansos que lanzaban ensordecedores graznidos. Descendieron en picado como una masa compacta, ensombreciendo el cielo con su número, y se desparramaron cada cual por su lado al aproximarse al suelo con las patas pendientes y las alas agitadas, frenando hasta quedar inmovilizados. El río viraba bruscamente rodeando la abrupta elevación más adelante.

–Hermano mayor –dijo Thonolan sonriendo excitado–, esos gansos no se habrían posado de no haber algún pantano por ahí. Tal vez se trate de un lago o de un mar, y apostaría a que la Madre va a parar a él. ¡Creo que hemos alcanzado el final del río!

–Si trepamos a esa colina lo veremos mejor –el tono de Jondalar era intencionadamente neutro, pero Thonolan tuvo la impresión de que su hermano no lo creía así.

Treparon rápidamente y estaban casi sin aliento al llegar a la cima. Lo que divisaron desde allí les hizo contener la respiración. Se encontraban a suficiente altura para ver a una distancia considerable. Más allá del recodo, la Madre se ensanchaba agitándose; y al aproximarse a una amplia superficie, sus aguas hacían remolinos y espuma. El caudal más abundante estaba turbio a causa del barro arrancado al fondo, lleno de desechos: ramas rotas, animales muertos, árboles enteros que oscilaban y giraban, atrapados entre corrientes contrapuestas.

No habían llegado al final de la Madre: acababan de ver a la Hermana.

La Hermana había nacido en lo más alto de los montes que tenían enfrente entre arroyuelos y corrientes de agua que se convirtieron en ríos que saltaban rápidos, se desparramaban por encima de cataratas y caían raudos por la vertiente occidental del segundo macizo montañoso. Sin lagos ni depósitos que controlaran el flujo, las aguas tumultuosas iban cobrando fuerza e impulso hasta que confluían en la llanura. Lo único que podía dominar a la turbulenta Hermana era la propia Madre.

El afluente, de un tamaño casi igual, se fundía en la corriente del río principal, luchando contra la influencia dominante de la rápida corriente; retrocedía y volvía a surgir, con una especie de rabieta de contracorrientes y resacas, remolinos que aspiraban los desechos flotantes; en un girar peligroso, los lanzaba otra vez al fondo y los sacaban a flote de nuevo un poco más abajo. La confluencia congestionada se extendía formando un lago peligroso, demasiado ancho para poder cruzarlo.

Las crecidas otoñales habían culminado y un pantano de lodo se extendía sobre las márgenes donde las aguas habían retrocedido recientemente dejando una ciénaga de devastación: árboles arrancados con las raíces al aire, troncos impregnados de agua y ramas rotas, cadáveres de animales y peces moribundos varados en charcas que se estaban secando. Las aves acuáticas estaban dándose un banquete con los despojos fáciles de conseguir: la orilla próxima hervía de botín. Allí cerca, una hiena estaba empapuzándose con un ciervo, impávida a pesar del pesado aleteo de las cigüeñas negras.

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