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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (72 page)

BOOK: El valle de los caballos
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El día no se había hecho tan largo como temía. Cuando ya se iniciaba el crepúsculo todavía no había acabado de recoger cuidadosamente sus nuevos utensilios para trabajar el pedernal y las nuevas herramientas que había hecho con ellos, envolviéndolo todo en la piel que había tomado prestada entre las de Ayla. Cuando regresó a la cueva, el potro comenzó a darle golpecitos con el hocico solicitando su atención, y supuso que el animalito tendría hambre. Ayla había dejado grano cocido en unas gachas ligeras que el potro había rechazado al principio y que se comió después. Pero eso fue hacia el mediodía. ¿Dónde andaría la joven?

Al caer la noche, Jondalar estaba muy preocupado. El potro necesitaba a Whinney, y Ayla debería estar de vuelta. Se quedó de pie en el extremo del saliente, vigilando; entonces decidió encender una fogata pensando que podría verla de lejos si se había extraviado. «No se extraviará», se dijo, pero, de todos modos, encendió la hoguera.

Era tarde cuando, por fin, llegó. Jondalar oyó a Whinney y bajó el sendero para ir a su encuentro, pero el potro llegó antes que él. Ayla puso pie a tierra en la playa, quitó un cadáver de animal de la angarilla, ajustó los palos para que pudieran pasar por el estrecho sendero y condujo a la yegua cuesta arriba mientras Jondalar llegaba abajo y se hacía a un lado. Ayla regresó con un leño ardiendo para alumbrarse. Jondalar se lo quitó de la mano mientras Ayla cargaba otro cadáver en la angarilla; el hombre llegó cojeando para ayudar, pero la mujer ya lo había cargado. Verla manejar el peso muerto del ciervo le dio una idea de la fuerza que tenía y le fue fácil comprender cómo la había adquirido. La yegua y la angarilla resultaban útiles, tal vez indispensables, pero de todas maneras ella era una sola persona.

El potro buscaba afanosamente la ubre de su madre, pero Ayla lo apartó hasta que llegaron a la cueva.

–Tú razón, Jondalar –dijo, al llegar al saliente–. Grande, grande incendio. No ver antes fuego tan grande. Lejos. Muchos, muchos animales.

Había algo en su voz que le hizo mirarla más de cerca. Estaba agotada; la carnicería que había presenciado había dejado su huella en las pronunciadas ojeras de sus ojos hundidos. Tenía las manos negras, su rostro y su manto estaban manchados de sangre y hollín. Desató el arnés y la angarilla, rodeó el cuello de Whinney con el brazo y apoyó la cabeza en la yegua; ésta tenía las patas delanteras separadas mientras su potro vaciaba la plenitud de sus ubres, y gacha la cabeza; sin duda estaba igualmente fatigada.

–Ese incendio tiene que estar muy lejos. Es tarde. ¿Has cabalgado el día entero? –preguntó Jondalar.

Ayla levantó la cabeza y le miró; se había olvidado por un instante de su presencia.

–Sí, el día entero –dijo, y respiró profundamente. Todavía no podía abandonarse a su fatiga, tenía demasiado que hacer–. Muchos animales morir. Muchos vienen buscar carne. Lobo. Hiena. León. Otro que no veo antes. Dientes grandes –y para ilustrar sus palabras abrió la boca y aplicó a ésta sus dos dedos índices a guisa de largos colmillos.

–¡Has visto un tigre dientes de sable! ¡No sabía que fueran reales! Un viejo solía contar historias a los muchachos durante las Reuniones de Verano, y decía haber visto uno de joven, pero no todos le creían. ¿Viste realmente uno? –deseaba haber ido con ella.

Ayla asintió y se estremeció, crispando los hombros y cerrando los ojos.

–Hace Whinney asustada. Acecha. Honda hace ir. Whinney, yo, correr.

Los ojos de Jondalar casi se desorbitaron mientras escuchaba el relato sincopado del incidente.

–¿Rechazaste a un tigre dientes de sable con la honda? ¡Buena Madre!... ¡Ayla!

–Mucha carne. Tigre... no necesita Whinney. Honda hace ir –habría querido decir más, describir lo sucedido, expresar su temor, compartirlo con él, pero no podía hacerlo. Estaba demasiado cansada para recordar los movimientos y pensar cómo encajar las palabras.

«No es de extrañar que esté agotada», pensó Jondalar. «Tal vez no debería haberle sugerido que fuera al foco del incendio, pero ha conseguido dos ciervos. Pero vaya si tiene valor: hacerle frente a un tigre dientes de sable. Es toda una mujer.»

Ayla se miró las manos y echó a andar camino abajo hasta la playa. Cogió la antorcha que había dejado Jondalar clavada en la tierra, se la llevó hasta el río y la sostuvo en alto para mirar a su alrededor. Arrancando un tallo de quenopodio blanco, aplastó hojas y raíces entre sus manos, las humedeció y agregó algo de arena. Con esta mezcla frotó sus manos, limpió de su rostro la suciedad acumulada durante el viaje y subió de nuevo.

Jondalar había comenzado a calentar piedras de cocer, y Ayla se lo agradeció: una taza de infusión era precisamente lo que más falta le hacía. Había dejado alimentos en casa para él, y esperaba que no contara con verla preparar la cena. Ahora no podía pensar en comidas. Tenía que desollar dos ciervos y cortarlos en trocitos para ponerlos a secar.

Había buscado animales que no estuvieran chamuscados, puesto que necesitaba las pieles. Pero cuando comenzó a trabajar recordó que había pensado en hacer unos cuchillos afilados. Los cuchillos se ponían romos por el uso..., chispitas que se desprendían del filo. Por lo general resultaba más fácil hacerlos nuevos y dejar los viejos para otros fines, por ejemplo, para rascar.

El cuchillo romo acabó con su paciencia: se puso a machacar la piel mientras lágrimas de cansancio y desaliento le llenaban los ojos y le corrían por la cara.

–¿Ayla, pasa algo malo? –preguntó Jondalar.

Ella se limitó a golpear con mayor violencia al ciervo; no podía explicar. Jondalar le quitó el cuchillo romo de las manos y la puso en pie.

–Estás cansada. ¿Por qué no te acuestas y descansas un rato?

Meneó negativamente la cabeza, aunque deseaba hacerlo con desesperación.

–Desollar ciervo, secar carne. No esperar, hiena viene.

Él no quiso molestarla con la sugerencia de que metieran el ciervo; en aquellos momentos la joven era incapaz de pensar con claridad.

–Yo vigilaré –dijo el hombre–. Necesitas algo de descanso. Entra y acuéstate, Ayla.

Se sintió llena de gratitud. ¡Él vigilaría! No se le había ocurrido pedírselo; no estaba acostumbrada a contar con la ayuda de nadie. Entró con pie inseguro en la cueva, temblando de alivio, y se dejó caer entre sus pieles. Quería decirle a Jondalar lo agradecida que estaba, y sintió que se le llenaban nuevamente los ojos de lágrimas, pues bien sabía que su intento estaba condenado al fracaso. ¡No podía hablar!

Jondalar entró en la cueva y volvió a salir varias veces durante la noche, quedándose a veces quieto para mirar a la mujer dormida, y la preocupación le hacía arrugar la frente. Ayla estaba agitada, movía los brazos de un lado a otro y murmuraba cosas incomprensibles entre sueños.

Ayla caminaba entre la niebla pidiendo ayuda a gritos. Una mujer alta, envuelta en bruma, cuyo rostro no podía distinguir, le tendió los brazos. «Dije que tendría cuidado, Madre, pero, ¿dónde has estado?», murmuraba Ayla. «Por qué no viniste cuando te llamaba? ¡Llamé y llamé y no viniste! ¿Madre? ¡Madre! ¡No te vayas de nuevo! ¡Quédate aquí! ¡Madre, espérame! ¡No me dejes!»

La visión de la mujer alta se esfumó, y se aclaró la niebla. En su lugar había otra mujer, robusta y baja. Sus piernas fuertes y musculosas eran ligeramente estevadas, pero caminaba erguida. Tenía la nariz ancha, aguileña, un caballete alto y prominente, y su mandíbula, muy pronunciada, no tenía barbilla. Su frente era baja e inclinada hacia atrás, pero tenía la cabeza grande, un cuello corto y grueso. Cejas pobladas y un arco ciliar pesado protegían unos ojos oscuros, grandes e inteligentes, llenos de amor y de pena.

Le hizo señas: «Iza», le gritó Ayla. «Iza, ayúdame. ¡Por favor, ayúdame!» Pero Iza sólo la miraba con curiosidad. «Iza, ¿no me oyes? ¿Por qué no me puedes entender?»

«Nadie te puede entender si no hablas debidamente», dijo otra voz. Vio un hombre que caminaba con un bastón. Era viejo y estaba tullido. Le habían amputado un brazo desde el codo. La parte izquierda de su rostro estaba horriblemente cubierta de cicatrices y le faltaba el ojo izquierdo, pero su ojo bueno encerraba fuerza, sabiduría y compasión. «Debes aprender a hablar, Ayla», decía Creb con sus gestos de una sola mano, pero ella podía oírle: tenía la voz de Jondalar.

«¿Cómo puedo hablar? ¡No puedo recordar! ¡Ayúdame, Creb!»

«Ayla, tu tótem es el León Cavernario», dijo entonces el viejo Mog-ur.

Con un destello rojizo, el felino brincó hacia el bisonte y derribó la vaca salvaje y pelirroja, que mugía de terror. Ayla abrió la boca y el tigre dientes de sable la amenazó, con colmillos y dientes chorreando sangre; se dirigió hacia ella y sus largos colmillos agudos crecían y se afilaban. Ella se encontraba en una diminuta cueva tratando de hundirse en la roca sólida que tenía contra la espalda. Un león cavernario rugió.

«¡No! ¡No!», gritó.

Una zarpa gigantesca con las garras extendidas entró y la arañó el muslo izquierdo dejándole cuatro heridas paralelas.

«¡No! ¡No!», gritó Ayla. «¡No puedo! ¡No puedo!» La niebla la envolvía. «¡No puedo recordar!»

La mujer alta le abrió los brazos: «Yo te ayudaré»... Por un instante la niebla se disipó y Ayla vio un rostro no muy diferente del suyo. Una náusea dolorosa la sacudió y un hedor repulsivo a humedad y podredumbre surgió de una grieta que se abría en la tierra.

«¡Madre! ¡Madre!»

–¡Ayla! ¡Ayla! ¿Qué pasa? –y Jondalar la sacudió. Estaba fuera, en el saliente, cuando la oyó gritar y hablar un idioma desconocido. Llegó cojeando más aprisa de lo que creía posible.

Ayla se sentó y él la cogió en sus brazos.

–¡Oh, Jondalar!, ¡fue mi sueño, mi pesadilla! –sollozó.

–Está bien, Ayla. Ya está bien todo.

–Fue un terremoto. Eso fue lo que sucedió. Murió en un terremoto.

–¿Quién murió en un terremoto?

–Mi madre. Y también Creb, mucho después. ¡Oh, Jondalar!, odio los terremotos –y se estremeció entre sus brazos.

Jondalar la cogió por los hombros y la echó un poco hacia atrás... para poder mirarle a la cara.

–Cuéntame tu sueño, Ayla –rogó.

–Tengo esos sueños desde que recuerdo algo..., siempre vuelven. En uno me encuentro en una caverna pequeña, y una garra me araña. Creo que fue así como me marcó mi tótem. El otro nunca puedo recordarlo, pero despierto temblando y enferma. Pero no esta vez. Ahora la he visto, Jondalar. ¡He visto a mi madre!

–Ayla, ¿oyes lo que dices?

–¿Qué quieres decir?

–Estás hablando, Ayla. ¡Estás hablando!

Ayla había sabido hablar en otros tiempos, y aunque el idioma era diferente, había aprendido el tono, el ritmo y el sentido del lenguaje hablado. Se le había olvidado hablar porque su supervivencia dependía de otro modo de comunicación, y porque quería olvidar la tragedia que la había dejado sola. Si bien no se trataba de un esfuerzo consciente, había estado oyendo y memorizando bastante más que el vocabulario del lenguaje que hablaba Jondalar. La sintaxis, la gramática, el acento: todo ello formaba parte de los sonidos que ella oía cuando hablaba él.

Como el niño que empieza a aprender a hablar, había nacido con la aptitud y el deseo, y sólo necesitaba oírlo constantemente. Pero su motivación era más fuerte que la del niño, y su memoria estaba más desarrollada. Aun cuando no podía reproducir algunos de los tonos e inflexiones de él con exactitud, se había convertido en una hablante natural de su lenguaje.

–¡Me oigo, Jondalar! ¡Puedo!, ¡puedo pensar con palabras!

Ambos se dieron cuenta de que la tenía cogida, y ambos se sintieron intimidados al notarlo. Jondalar apartó sus brazos.

–¿Es ya por la mañana? –dijo Ayla, observando la luz que penetraba a raudales por la entrada de la cueva y por el agujero de la chimenea. Apartó las mantas–. No creí que dormiría tanto. ¡Madre Grande! Tengo que poner la carne a secar –también había captado las exclamaciones del hombre, que sonrió. Era algo pasmoso oírla hablar súbitamente, pero oír sus propias frases salir de la boca de ella, expresadas con su acento peculiar, resultaba divertido.

Ayla corrió a la entrada y se detuvo en seco al mirar: se frotó los ojos y miró de nuevo. Hileras de carne cortada en trozos regulares como lenguas estaban colgadas desde un extremo a otro de la terraza, con varias hogueras pequeñas en medio. ¿No estaría soñando aún? ¿Habrían aparecido de repente todas las mujeres del Clan para ayudarla?

–Hay un poco de carne de un anca que he puesto en el asador, si tienes hambre –dijo Jondalar con fingida indiferencia y una enorme sonrisa que revelaba lo contento que estaba de sí mismo.

–¿Tú? ¿Tú has hecho esto?

–Sí. Yo lo hice –su sonrisa se amplió todavía más. La reacción de la mujer ante la sorpresa que le había preparado era mejor aún de lo que esperaba. Tal vez no estaba todavía en condiciones de cazar, pero por lo menos podía desollar los animales que ella trajera y empezar a secar la carne, especialmente ahora que tenía cuchillos nuevos.

–Pero... ¡eres un hombre! –exclamó, asombrada.

La sorpresa que le había proporcionado Jondalar era mucho más asombrosa de lo que él podía suponer. Sólo echando mano de sus recuerdos adquirían los miembros del Clan los conocimientos y habilidades necesarios para sobrevivir. Para ellos, el instinto había evolucionado de tal manera que podían recordar las habilidades de sus antepasados y transmitírselas a su progenie, almacenadas en su subconsciente. Las tareas que realizaban hombres y mujeres habían estado diferenciadas desde tantas generaciones atrás que los miembros del Clan tenían su memoria diferenciada según el sexo. Un sexo era incapaz de realizar las funciones del otro: carecía de la memoria necesaria para ello.

Un hombre del Clan habría cazado o encontrado un ciervo, y lo habría traído a la caverna. Incluso podría haberlo desollado aunque no tan bien como una mujer. Si le apremiaban, hasta podría haber sacado algunos trozos de carne a hachazos. Pero nunca habría considerado la posibilidad de cortar la carne para ponerla a secar, y en el caso de que se le hubiera ocurrido, no habría sabido por dónde empezar. Desde luego, jamás habría sido capaz de hacer trozos bien cortados y perfectamente formados que se secarían de manera uniforme, como los que tenía Ayla ante sus ojos.

–¿No se le permite a un hombre cortar un poquito de carne? –preguntó Jondalar. Sabía que diferentes pueblos tenían distintas costumbres en relación con el trabajo de la mujer y el trabajo del hombre, pero él sólo había querido ayudar. No creía que eso la ofendiera.

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