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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (71 page)

BOOK: El valle de los caballos
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El cielo nocturno estaba pasando imperceptiblemente de la negrura a un azul profundo que sólo se percibía en un nivel inconsciente. Sin saber por qué, Ayla decidió no volver a acostarse. Vio cómo se oscurecía el color de la luna antes de que se la tragara la orilla negra de la muralla de enfrente. Sintió un estremecimiento ominoso cuando desapareció el último atisbo de luz.

Poco a poco fue aclarándose el cielo y las estrellas se fundieron en el luminoso azul. En el extremo más lejano del valle, el cielo era de color púrpura. Ayla observó el arco claramente definido de un sol rojo sangre que asomaba por el horizonte y proyectaba un haz de luz tenue sobre el valle.

–Debe de haber un incendio en la pradera al este –dijo Jondalar.

Ayla se volvió rápidamente; el hombre estaba bañado por el resplandor lívido del globo flamígero, que daba a sus ojos un matiz color lavanda que nunca aparecía a la luz del fuego.

–Sí, gran fuego, mucho humo. Yo no sé tú te levantas.

–Llevaba un rato despierto esperando que regresaras. Al ver que no volvías, pensé que podía levantarme. Se apagó el fuego.

–Ya sé. Yo descuidada. No dejé bien para arder la noche.

–Cubrirlo, no cubriste para que no se apagara.

–Cubrir –repitió–. Voy a encender.

La siguió adentro, agachando la cabeza al entrar; era más aprensión que necesidad. La entrada de la cueva era suficientemente alta para él, aunque por escasos centímetros. Ayla sacó la pirita ferrosa y el pedernal, y reunió yesca y astillitas.

–¿No dijiste que habías encontrado esa pirita en la playa? ¿Hay más?

–Sí. No mucho. Agua viene, lleva.

–¿Una inundación? El río creció y se llevó piritas. Tal vez podamos ir a recoger todas las que encontremos.

Ayla asintió, distraída. Tenía otros planes para ese día, pero necesitaba la ayuda de Jondalar y no sabía cómo explicarlo. Se estaba terminando la reserva de carne, y no sabía si tendría algo en contra de que ella fuera de cacería. En ocasiones había salido con la honda, y él no había preguntado de dónde venían las marmotas, las liebres y los jerbos. Pero hasta los propios hombres del Clan le habían permitido cazar animales pequeños con la honda. Ella necesitaba cazar animales más grandes, y eso significaba que tendría que salir con Whinney y cavar una zanja para armar la trampa.

No le gustaba la idea. Habría preferido cazar con Bebé, pero ya no estaba. La ausencia de su socio de cacerías era, sin embargo, la menor de sus preocupaciones; Jondalar la preocupaba más. Sabía que si él ponía objeciones, no podría detenerla. No era como si ella formara parte de su clan: ésta era su caverna, y él no estaba restablecido del todo. Pero parecía gozar en el valle, con Whinney y el potrillo; hasta parecía que ella le agradaba. No quería que aquello cambiara. Su experiencia le había demostrado que los hombres no gustaban de mujeres que cazaran, pero no le quedaba más remedio.

Y deseaba algo más que su aceptación: necesitaba su apoyo, su ayuda. No quería llevarse al potro de cacería. Tenía miedo de que quedara atrapado en la estampida y resultara lastimado. Se quedaría en la cueva cuando ella se marchara con Whinney si Jondalar le hacía compañía, no le cabía la menor duda. No estaría mucho tiempo ausente. Podría acechar una manada, abrir una zanja y regresar; y volver a cazar al día siguiente. Pero ¿cómo pedirle al hombre que cuidara de un potro mientras ella iba de caza a pesar de que él no podía cazar aún?

Cuando hizo un caldo para el desayuno, un examen concienzudo de su menguante provisión de carne seca la convenció de que debería hacer algo, y pronto. Decidió que la manera de comenzar sería haciéndole una demostración de su habilidad con la honda, su arma predilecta. La reacción que experimentara Jondalar al verla cazar con honda le daría cierta idea de si podría solicitar su ayuda o no.

Habían adquirido la costumbre de caminar juntos por la mañana siguiendo la maleza que bordeaba el río. Era un buen ejercicio para él, y ella disfrutaba compartiéndolo. Aquella mañana deslizó al salir la honda en la correa del cinturón. Lo único que necesitaría era la cooperación de alguna criatura que se pusiera a tiro.

Sus esperanzas se vieron más que satisfechas cuando su paseo por el campo, más allá del río, levantó un par de urogallos. Al verlos, Ayla cogió la honda y piedras; al derribar al primero, el segundo se echó a volar, pero la segunda piedra lo derribó también. Antes de ir a buscarlos, miró a Jondalar: vio asombro, pero, más importante aún, vio una sonrisa.

–Eso ha sido formidable, mujer. ¿Así es como has atrapado los animales? Yo creí que pondrías trampas. ¿Qué arma es ésa?

Le pasó la tira de cuero con una bolsa en medio y se fue por las aves.

–Creo que esto se llama honda –dijo, al verla volver–. Willomar me había hablado de un arma así. No podía comprender muy bien de lo que hablaba, pero tenía que ser esto. Y la usas muy bien, Ayla. Tiene que hacer falta muchísima práctica, incluso si se posee cierta habilidad natural.

–¿Te gusta yo cazar?

–Si no cazaras tú, ¿quién lo haría?

–Hombre del Clan no gusta mujer cazar.

Jondalar la estudió: parecía ansiosa, preocupada. Tal vez a los hombres no les agradaba que las mujeres cazaran, pero eso no le había impedido a ella aprender. ¿Por qué habría escogido ese día para demostrar su habilidad? ¿Por qué tenía la impresión de que estaba deseando que él la aprobara?

–La mayoría de las mujeres Zelandonii cazan, por lo menos cuando son jóvenes. Mi madre era famosa por su habilidad de rastreadora. No veo por qué razón no deberían cazar las mujeres, si así lo desean. A mí me gusta que las mujeres cacen, Ayla.

Pudo comprobar que la tensión desaparecía; obviamente, había dicho lo que ella quería oír, y era verdad. Pero se preguntaba por qué sería tan importante para ella.

–Necesito ir cazar –dijo–. Necesito ayuda.

–Me gustaría, pero no creo que pueda todavía.

–No ayuda caza. Yo llevo a Whinney, ¿tú guardar potro?

–¿De modo que eso era? –dijo–. ¿Quieres que yo cuide al potro mientras te vas de cacería con la yegua? –le dio risa–. Eso representa un cambio: por lo general, después de tener uno o dos hijos, la mujer se queda en el hogar para cuidarlos; al hombre le corresponde la responsabilidad de cazar para ellos. Sí, me quedaré con el potro. Alguien tiene que cazar, y no quiero que el pequeño sea lastimado.

La sonrisa de Ayla reveló el alivio que experimentaba: no le importaba, era cierto, no parecía importarle nada.

–Podrías investigar ese incendio en el este antes de pensar en tu cacería. Uno tan grande podría cazar para ti.

–¿Fuego caza? –preguntó.

–Manadas enteras han muerto a veces por el humo solamente. A veces encuentras la carne asada. Los que cuentan historias tienen una muy graciosa del hombre que encontró carne asada después de un incendio en la pradera, y los problemas que tuvo al tratar de convencer al resto de su Caverna de que probara la carne que él quemó a propósito. Es una vieja historia.

Una sonrisa de comprensión pasó por el rostro de Ayla: un incendio rápidamente propagado podía atrapar una manada entera. Tal vez no fuera necesario cavar una zanja.

Cuando Ayla sacó la angarilla con su complemento de postes y canastos, Jondalar se quedó perplejo, sin poder comprender el propósito de un equipo tan complicado.

–Whinney trae carne a cueva –explicó, mostrándole la angarilla mientras ajustaba las correas a la yegua–. Whinney te trae a ti a cueva –agregó.

–Entonces, ¡así fue como llegué aquí! Me he estado preguntando todo el tiempo... No creía que hubieras podido tú sola. Pensé que otras gentes me habrían encontrado y me dejarían aquí contigo.

–No... otra gente. Yo encuentro... tú..., otro hombre.

La expresión de Jondalar se volvió tensa y sombría. La referencia a Thonolan le cogió por sorpresa, y el dolor de la pérdida se apoderó de él.

–¿Tenías que dejarle allí? ¿No podías haberle traído también? –preguntó en tono agrio.

–Hombre muerto, Jondalar. Tú, herido. Mucho herido –dijo, sintiéndose profundamente frustrada. Habría querido decirle que sepultó al hombre, que lamentó su muerte, pero no podía comunicárselo. Podía intercambiar información pero no era capaz de exponer ideas. Le habría querido hablar de pensamientos que ni siquiera sabía si podrían expresarse por medio de palabras, pero no se atrevió. Él había pasado su pena con ella aquel primer día, y ahora ni siquiera podía compartir su tristeza.

Ansiaba tener la misma facilidad que él con las palabras, su capacidad para decirlas espontáneamente en el orden correcto, su libertad de expresión. Pero había una barrera indefinida que no podía cruzar, una carencia que a menudo le parecía que iba a poder superar, y que otras veces resultaba poco menos que insuperable. La intuición le decía que debería saber... que el conocimiento estaba encerrado en ella, pero que debería hallar la clave.

–Lo siento, Ayla. No debería haberte gritado así, pero Thonolan era mi hermano... –la palabra fue casi un sollozo.

–Hermano. Tú y otro hombre..., ¿tener misma madre?

–Sí. Teníamos la misma madre.

Ayla asintió con la cabeza y se volvió hacia la yegua, deseando poder decirle que comprendía lo cerca que estaban dos hermanos y el vínculo especial que podía existir entre dos hombres nacidos de una misma madre. Creb y Brun habían sido hermanos.

Terminó de cargar sus canastos, cogió sus lanzas para llevarlas afuera y cargarlas una vez que salieron de la cueva. Mientras Jondalar la veía hacer sus últimos preparativos, comenzó a darse cuenta de que la yegua era algo más que una extraña compañera de la mujer. El animal le proporcionaba una clara ventaja. No se había percatado de lo útil que podía ser un caballo. Pero se sentía intrigado por otra serie de contradicciones que la mujer le planteaba: utilizaba un caballo para ayudarla en su cacería y traer la carne a casa –progreso que nunca había oído mencionar anteriormente–, y no obstante, utilizaba la lanza más primitiva que había visto en su vida.

Había cazado con muchas personas; cada grupo tenía su variante particular de la lanza de caza, pero ninguna de ellas era tan radicalmente distinta como la de Ayla. Y, sin embargo, presentaba un aspecto familiar. Su punta era aguda y estaba endurecida al fuego, y el asta era recta y suave, pero incómoda. No cabía la menor duda de que no se trataba de una lanza para arrojarla; era más grande que la que empleaba él para cazar rinocerontes. ¿Cómo cazaría con eso? ¿Cómo podía acercarse lo suficiente para manejarla? Cuando Ayla regresara le preguntaría; ahora llevaría demasiado tiempo. Ayla estaba aprendiendo el idioma, pero todavía le resultaba difícil expresarse.

Jondalar se llevó el potro a la cueva antes de que se marcharan Ayla y Whinney. Rascó, acarició y habló al caballito hasta que estuvo seguro de que Ayla y la yegua estaban ya lejos. Le resultaba raro quedarse solo en la cueva, sabiendo que la mujer estaría ausente la mayor parte del día. Se apoyó en el bastón para ponerse en pie y luego, cediendo a la curiosidad, buscó una lámpara y la encendió. Dejando atrás el bastón –no lo necesitaba en el interior– sostuvo la lámpara de piedra ahuecada para ver la cueva, sus dimensiones y adónde conducía. No se sorprendió por las dimensiones, era más o menos del tamaño que él había calculado y, exceptuando un nicho, no había corredores. Pero el nicho le reservaba una sorpresa: todos los indicios de haber sido ocupado recientemente por algún león cavernario, incluida la enorme huella de una pata.

Después de examinar el resto de la cueva, se convenció de que Ayla llevaba años allí. Tenía que estar equivocado en cuanto a la huella de león cavernario, pero cuando regresó para examinar más detenidamente el nicho, se convenció de que un león cavernario había habitado ese rincón durante algún tiempo el año anterior.

¡Otro misterio! ¿Lograría obtener respuesta a todas aquellas preguntas tan indescifrables?

Levantó uno de los canastos de Ayla –sin estrenar, por lo visto– y decidió buscar piritas ferrosas en la playa. Podía hacer algo útil, ya que estaba allí. El potrillo se le adelantó dando brincos, y Jondalar bajó por el empinado sendero ayudándose con el bastón, y después lo dejó junto al montón de huesos. ¡Qué alegría el día en que no lo necesitara más!

Se detuvo para rascar y acariciar al potro que buscaba su mano con el hocico, y soltó la carcajada al ver que el caballito se revolcaba con un aparatoso deleite en la depresión húmeda que usaban su madre y él. Dando chillidos de intenso placer, el potro, con las patas al aire, se revolvía en la tierra suelta. Se puso en pie y lanzó tierra por todos lados, después vio su lugar predilecto a la sombra de un sauce y se tendió a descansar.

Jondalar caminaba lentamente por la playa pedregosa, inclinándose para examinar las piedras.

–¡He encontrado una! –gritó excitado, sobresaltando al potro. Se sintió un poco tonto–. ¡Ahí hay otra! –volvió a gritar, y sonrió con un poco de vergüenza. Pero, al agacharse para recoger la piedra gris de brillo metálico, se detuvo al ver otra piedra, mucho más grande–. ¡Hay pedernal en esta playa! –exclamó.

»Aquí es donde consigue el pedernal para sus herramientas. Si pudiera hacer una cabeza de martillo, y un punzón y... ¡Puedes hacer algunas herramientas, Jondalar! Buenas hojas afiladas, y buriles...» Se incorporó y examinó con mirada experta el montón de huesos y desechos que el río había arrojado contra la muralla. «Parece que también hay buenos huesos por aquí, y cornamentas. Incluso podrías hacer una lanza decente.

»Tal vez ella no quiera una lanza “decente”, Jondalar. Puede tener alguna razón para usar la que tiene. Pero eso no significa que no puedas hacer una para ti. Sería mejor que estar sentado el día entero. Hasta podrías hacer algunas tallas. No tallabas tan mal antes de dejarlo.»

Revolvió entre el montón de huesos y madera del río apilado contra la muralla; luego pasó al otro lado del basurero, donde, entre la maleza que había crecido allí, encontró huesos desarticulados, calaveras y cornamentas. Descubrió varios puñados de piritas ferrosas, mientras seguía hurgando en busca de una buena piedra para hacer un martillo. Cuando rompió la corteza del primer nódulo de pedernal, se sonrió. No se había dado cuenta antes de la falta que le hacía practicar su oficio.

Pensó en todo lo que podría hacer, ahora que disponía de pedernal. Quería un buen cuchillo y un hacha, con sus respectivos mangos. Quería hacer lanzas, y además, ahora podría arreglar su ropa con buenas leznas. Y quizá le gustara a Ayla la clase de herramientas que él hacía; por lo menos se las podría enseñar.

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