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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (73 page)

BOOK: El valle de los caballos
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–En el Clan la mujer no puede cazar y el hombre no puede... hacer comida –intentó explicar.

–Pero tú cazas.

Esa declaración produjo en Ayla un sobresalto inesperado. Se le había olvidado que compartía con él las diferencias entre el Clan y los Otros.

–Yo..., yo no soy mujer del Clan –dijo, desconcertada–. Yo... –no sabía cómo explicarlo–. Yo soy como tú, Jondalar. Una de los Otros.

Capítulo 23

Ayla se detuvo, se bajó de Whinney y entregó la vejiga chorreando agua a Jondalar, quien la cogió y bebió largos tragos para aplacar su sed. Se encontraban valle adentro, casi en la estepa, y bastante alejados del río.

La hierba dorada ondulaba al viento en torno de ellos. Habían estado recogiendo granos de mijo, sorgo y centeno silvestre en un grupo mixto que también abarcaba las semillas agitadas de cebada verde, carraón y trigo escandia. La tarea tediosa consistente en pasar la mano a lo largo del tallo para arrancar las duras semillas, era un trabajo duro; el mijo, pequeño y redondo, que se metía en uno de los dos compartimentos del canasto que colgaba de una cuerda pasada alrededor del cuello, para dejar libres las manos, se soltaba fácilmente, pero tendría que pasar nuevamente por el proceso de aventamiento. El centeno que se ponía en el otro compartimento se trillaba solo.

Ayla se pasó la cuerda del canasto por el cuello y se puso a trabajar. Jondalar no tardó en alcanzarla. Fueron recogiendo granos uno al lado del otro un buen rato, hasta que, de pronto, Jondalar se volvió hacia ella.

–¿Qué se siente al montar a caballo, Ayla, me lo podrías explicar? –preguntó.

–Es difícil de expresar –contestó ella, deteniéndose a pensar–. Cuando avanzas a todo galope es excitante. Pero también lo es si cabalgas despacio. Es una sensación agradable montar a Whinney –volvió a su tarea, pero se paró de repente–. ¿Te gustaría probar?

–¿Probar qué?

–Montar a Whinney.

La miró, tratando de adivinar lo que realmente pensaba al respecto. Había deseado montar a caballo desde hacía algún tiempo, pero la joven parecía tener una relación tan personal con el animal que no había sabido cómo pedírselo con delicadeza.

–Sí, me encantaría. ¿Pero me dejará Whinney?

–No lo sé –Ayla lanzó una ojeada al sol para comprobar si era tarde, y se echó la canasta a la espalda–. Vamos a ver.

–¿Ahora? –preguntó Jondalar, y Ayla asintió con la cabeza, mientras tomaba el camino de regreso–. Creí que ibas a buscar agua para que pudiéramos recoger más grano.

–Así era. Se me olvidaba que la recolección va más aprisa con dos manos. Sólo miraba mi canasto..., no estoy acostumbrada a que me ayuden.

La serie de habilidades que poseía aquel hombre era una fuente constante de asombro para Ayla. No sólo estaba deseoso de hacer lo que pudiera, sino que sabía lo mismo que ella o podía aprenderlo. Era curioso y se interesaba por todo, y le gustaba en particular probar todo lo que fuera nuevo. Ella podía verse en él. Eso le permitió apreciar mejor lo insólita que debió parecerles a los del Clan. Y, sin embargo, la habían adoptado y tratado de insertarla en su forma de vida.

Jondalar se echó a la espalda su canasta y se puso a caminar junto a ella.

–Estoy más que dispuesto a renunciar a esto por hoy. Ya tienes mucho grano. Ayla, el trigo y la cebada ni siquiera están maduros. No comprendo para qué quieres más.

–Es por Whinney y su potrillo. También necesitarán hierba. Whinney come fuera en invierno, pero cuando la nieve es profunda, muchos caballos mueren.

La explicación bastaba para eliminar cualquier objeción por parte del hombre. Caminaron de regreso entre las hierbas altas, gozando del sol sobre la piel desnuda... ahora que ya no estaban trabajando. Jondalar sólo llevaba el taparrabos, y tenía la piel tan tostada como la de ella. Ayla se había puesto su manto corto de verano, que la cubría desde la cintura hasta el muslo, pero, lo que era más importante, tenía bolsas y pliegues para llevar herramientas, honda y demás objetos. Aparte de esta prenda, sólo llevaba la bolsita de cuero colgada del cuello. Jondalar había admirado su cuerpo firme y flexible más de una vez, pero sin hacer ademanes visibles, y ella no provocaba ninguno.

Estaba pensando en cabalgar, preguntándose lo que haría Whinney. Podría apartarse rápidamente, en caso de necesidad. Fuera de una leve cojera, su pierna marchaba muy bien, y estaba convencido de que la cojera desaparecería con el tiempo. Ayla había hecho un trabajo milagroso al curarle la herida; tenía mucho que agradecerle. Había empezado a pensar en marcharse –ya no había razón para que permaneciera allí–, pero ella no parecía tener prisa en que se fuera, y él lo aplazaba constantemente. Deseaba ayudarla a prepararse para el próximo invierno; era lo menos que podía hacer.

Y ella tenía que ocuparse, además, de los caballos. A él no se le había ocurrido.

–Hace falta trabajar mucho para reunir las provisiones con que alimentar a los caballos, ¿verdad?

–No tanto.

–Se me ocurre una cosa; has dicho que también necesitan hierba. ¿No podrías cortar los tallos y llevártelos a la cueva? Entonces, en vez de recolectar el grano de éstos –y señaló los canastos– podrías sacar las semillas sacudiéndolas en una canasta. Y así tendrías hierba para ellos.

Ayla se detuvo, con la frente arrugada, sopesando la idea.

–Tal vez... si se dejan secar los tallos después de cortarlos, las semillas se soltarán sacudiéndolas. Algunas mejor que otras. Todavía hay trigo y cebada..., vale la pena probar –una amplia sonrisa apareció en su rostro–. Jondalar, creo que puede resultar.

Estaba tan sinceramente entusiasmada que también él tuvo que sonreír. Se sentía atraído por ella, estaba encantado con ella, resultaba evidente en sus ojos maravillosamente seductores. La respuesta de ella fue abierta y espontánea:

–Jondalar, me gusta tanto cuando sonríes... a mí, con tu boca, y con tus ojos.

Jondalar rió..., era una carcajada espontánea, inesperada, exuberantemente jovial. «Es tan honrada», pensó, «no creo que haya dejado nunca de ser absolutamente sincera. ¡Qué mujer tan excepcional!»

Ayla se sintió contagiada por la carcajada: su sonrisa cedió al contagio de su contento, se convirtió en risa ahogada y creció hasta una expresión de deleite sin inhibiciones.

Ambos se habían quedado sin aliento cuando terminaron de reír, recayendo en nuevos espasmos, respirando a fondo y enjugándose los ojos. Ninguno de los dos podía decir qué les había resultado tan tremendamente divertido; su risa se había alimentado sola. Pero era tanto un relajamiento de las tensiones que se habían estado acumulando, como una consecuencia de lo divertido de la situación.

Cuando comenzaron a andar nuevamente, Jondalar le pasó el brazo por la cintura; era un reflejo afectuoso de la risa compartida. Notó entonces que se ponía rígida y apartó inmediatamente el brazo. Se había prometido, y a ella también, aunque Ayla no lo entendiera entonces, que no la obligaría a aceptarle contra su voluntad. Si ella había pronunciado votos para apartarse de los Placeres, él no se iba a colocar en una situación en que se viera obligada a rechazarle. Había tenido buen cuidado de respetarla.

Sin embargo, había aspirado la esencia femenina de su piel caliente, sentido la plenitud turgente de su seno en su costado. Recordó súbitamente cuánto tiempo hacía que no había estado con una mujer, y el taparrabos no hizo nada para disimular la evidencia de sus pensamientos. Se dio la vuelta para tratar de ocultar su tan evidente hinchazón, pero era lo único que podía hacer para evitar arrebatarle el manto. Alargó el paso hasta casi correr delante de ella.

–¡Doni! ¡Cuánto deseo a esta mujer! –murmuró mientras corría.

Las lágrimas se le saltaron a Ayla al ver que se alejaba a todo correr. «¿En qué me he equivocado? ¿Por qué se aparta de mí? ¿Por qué no me hace su señal? Puedo ver su necesidad, ¿por qué no quiere aliviarla conmigo? ¿Tan fea soy?» Se estremeció al recordar la sensación de su brazo alrededor de ella; tenía los poros de la nariz llenos de su olor masculino. Arrastró los pies, reacia a la idea de enfrentársele de nuevo, y se sentía como cuando era pequeña y sabía que había hecho algo que estaba mal..., sólo que esta vez no sabía lo que era.

Jondalar había llegado a la franja arbórea cerca del río. Su urgencia era tan grande que no pudo dominarse. Tan pronto como se encontró oculto por una cortina de denso follaje, espasmos de un blanco viscoso chorrearon sobre la tierra y, sosteniéndoselo aún, apoyó la cabeza en el tronco, temblando. Era un alivio y nada más, pero, por lo menos, podía enfrentarse a la mujer sin tratar de derribarla y poseerla.

Encontró una vara para remover la tierra y cubrir la esencia de sus placeres con la tierra de la Madre. Zelandoni le había dicho que derramarlo era un derroche de la Dádiva de la Madre, pero si no quedaba más remedio, había que devolvérselo a Ella, regarlo por el suelo y cubrirlo. «Zelandoni tenía razón», pensó. Era un derroche y no le había producido placer.

Caminó a lo largo del río, molesto por la idea de que podía haber sido descubierto. La vio que esperaba junto al bloque de roca con el brazo rodeando al potro y la frente apoyada en el cuello de Whinney. ¡Parecía tan vulnerable, aferrándose a los animales en busca de apoyo y consuelo! Pensó que debería recostarse en él en busca de apoyo, debería ser él quien la reconfortara. Estaba seguro de haberle causado angustia y se avergonzó como si hubiera cometido un acto reprensible. Salió remiso del bosquecillo.

–A veces, un hombre no puede esperar para hacer aguas –mintió, con débil sonrisa.

Eso sorprendió a Ayla. ¿Por qué pronunciar palabras que no respondían a la verdad? Ella sabía lo que había hecho él: se había aliviado solo.

Un hombre del Clan habría sido capaz de solicitar a la compañera del jefe antes que aliviarse solo. Si no podía controlar su necesidad, incluso ella, con lo fea que era, podía haber recibido la señal, ya que no había otra mujer. Ningún varón adulto se aliviaría solo; si acaso los adolescentes, que habían alcanzado la madurez física, pero aún no habían matado el primer animal. Pero Jondalar había preferido aliviarse solo en vez de hacerle la señal; Ayla estaba más allá de la ofensa, se sentía humillada.

Ignoró sus palabras y evitó la mirada directa.

–Si quieres montar a Whinney, la sujetaré mientras te subes a la roca y le pones la pierna encima. Le diré a Whinney que quieres cabalgar. Tal vez te lo permita.

Recordó que aquélla era la razón por la que habían dejado de recoger grano. ¿Qué había pasado con su entusiasmo? ¿Cómo podía cambiar tanto en su recorrido de un extremo al otro del campo? Tratando de crear la impresión de que todo era normal, trepó a la hendidura que parecía un asiento en la roca, mientras Ayla le acercaba la yegua, pero también él rehuyó la mirada.

–¿Cómo consigues que vaya adonde quieres? –preguntó.

Ayla lo pensó un poco antes de responder.

–Yo no consigo: ella quiere ir donde quiero ir yo.

–Pero ¿cómo sabe ella adónde quiere ir?

–No lo sé... –era cierto; no había reflexionado nunca acerca de ello.

Jondalar decidió que no importaba. Estaba dispuesto a ir adonde quisiera la yegua, si estaba dispuesta a llevarle. Le puso una mano encima para afirmarse y montó prudentemente a horcajadas.

Whinney echó las orejas hacia atrás: sabía que no era Ayla, y la carga era más pesada y carecía de la sensación inmediata de dirección, de la tensión muscular de las piernas y los muslos de Ayla. Pero ésta estaba cerca, sujetándole la cabeza, y el hombre no era un desconocido para ella. La yegua corveteó, indecisa, pero se calmó poco después.

–Y ahora, ¿qué hago? –preguntó Jondalar sentado en la yegua con sus largas piernas colgando a ambos lados... sin saber exactamente lo que debía hacer con las manos.

Ayla acarició a la yegua, tranquilizándola, y se dirigió entonces a ella, en parte con palabras gestuadas del Clan y en parte en zelandonii.

–Jondalar quiere que le des un paseo, Whinney.

Su voz tenía el tono que incitaba a avanzar, y su mano ejercía una suave presión; era una indicación suficiente para el animal, tan habituado a las directrices de la mujer. Whinney se puso en marcha.

–Si tienes que agarrarte, rodéale el cuello con los brazos –aconsejó Ayla.

Whinney estaba acostumbrada a llevar a cuestas a una persona. No brincó ni se encabritó, pero sin dirección, avanzaba vacilante. Jondalar se inclinó para acariciarle el cuello, tanto para tranquilizarse a sí mismo como al caballo, pero el movimiento era semejante a la indicación de Ayla para avanzar más aprisa. El brinco inesperado de la yegua obligó a Jondalar a seguir el consejo de Ayla: se abrazó al cuello de la yegua, inclinándose hacia delante. Para Whinney, aquélla era la señal para aumentar la velocidad.

La yegua se lanzó a galope tendido, a campo traviesa, con Jondalar agarrado a su cuello con todas sus fuerzas y su larga cabellera flotando tras él. El viento le azotaba el rostro, y cuando por fin se atrevió a entreabrir los ojos, que instintivamente había cerrado, vio que la tierra corría a velocidad alarmante en sentido contrario. Era espantoso... ¡y magnífico! Comprendía que Ayla no hubiera podido describir la sensación. Era como deslizarse por una colina helada en invierno, o cuando le arrastró por el río el gran esturión, pero todavía más excitante. Un movimiento borroso a la izquierda le llamó la atención: el potro bayo corría junto a su madre, al mismo paso.

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