El Valle de los lobos (19 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: El Valle de los lobos
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Dana sintió que se ahogaba de rabia y frustración. ¡Había estado tan cerca!

—Lo ha hecho a propósito —le dijo Kai—. El unicornio no se le ha aparecido a él, pero tenía a Fenris para que le librase de los lobos, y te tenía a ti para que le guiases hasta aquí. Como la primera vez no lo lograste, ha mandado al elfo contigo para asegurarse de que le llevabas a donde él quería.

Dana lo miró sorprendida. Era una idea que le rondaba por la cabeza desde hacía rato, pero no había podido expresarla con tanta claridad, quizá porque le dolía admitir que Fenris los había traicionado.

Sacudió la cabeza, evitando mirar al elfo, que con toda seguridad estaría unido telepáticamente al Maestro. ¿Cómo si no los habría seguido hasta allí? «Me han utilizado», pensó, y se sintió estúpida.

El Maestro se volvió hacia ella.

—Voy a comenzar con el ritual —dijo—. Creo que Fenris y tú deberíais sacar a los caballos de aquí.

Dana se resistía a dejar al mago a solas en el templo, con el tesoro del unicornio. Pero, ¿cómo iba a desobedecerle? Él podría inmovilizarla con un rayo azul y estaría en su derecho. En cuanto a magia se refería, la palabra del Maestro debía ser ley para un aprendiz.

Miró a Fenris y comprobó que ya caminaba hacia la puerta, llevando a Alide consigo.

—Ve con él —le ordenó el Maestro.

Dana cruzó una mirada con Kai: él tampoco parecía muy convencido. La chica pensaba ya en poner cualquier excusa, cuando sintió de pronto una imperiosa necesidad de seguir a Fenris y, antes de que se diera cuenta, había cogido a Lunaestrella de las riendas y caminaba hacia el umbral del templo.

Kai se quedó sorprendido de verla marchar tan dócilmente, pero se apresuró a irse también.

Dana volvió a la realidad en el pasillo exterior, y se preguntó cómo había llegado ella hasta allí. Vio entonces a Kai, que la miraba preocupado.

—¡Condenado mentalista! —dijo el muchacho—. Has hecho lo que él quería que hicieras.

—¿Por qué...? —empezó ella, pero se interrumpió cuando una súbita oscuridad invadió el corredor.

Se sintió desorientada al principio. No veía absolutamente nada, no oía absolutamente nada y no tocaba absolutamente nada. No sentía ya el suelo bajo sus pies, pero tampoco caía; era como si estuviese suspendida en el aire. Gimió angustiada y alargó la mano, tratando de tocar algo, cualquier cosa.

—¿Dana?

Ella contuvo el aliento.

—¿Fenris? ¿Estás aquí?

—Y yo también —se apresuró a contestar la voz de Kai—. Estamos los tres atrapados.

Dana oyó a Fenris susurrando con suavidad tres palabras mágicas. Algo chisporroteó y un pequeño fuego mágico estalló en el aire. Su titubeante luz bañó los rostros de los tres amigos.

—¿Dónde estamos? —quiso saber Dana.

Fenris suspiró y miró a su alrededor.

—Es un agujero.

—Eso ya lo veo. Pero, ¿dónde?

—Un agujero en ninguna parte. Un lugar donde no hay espacio. Una prisión mágica.

Dana sintió que el alma se le caía a los pies. Había oído hablar de aquel tipo de hechizos. Eran muy avanzados y, desde luego, ella no sabía neutralizarlos.

—Podrías caminar durante toda la eternidad y no llegar a ninguna parte —concluyó el elfo—. Por eso es mejor quedarnos donde estamos.

Dana asintió, sombría. Después lo miró con curiosidad:

—¿Y tú qué haces aquí?

—¿Cómo que qué hago aquí? Estoy contigo. Lo desafiamos, ¿recuerdas? Escapamos de la Torre para buscar por nuestra cuenta al unicornio.

—Ya —gruñó ella—. Y él lo sabía desde el principio. Quería que lo trajésemos hasta aquí.

Fenris la miró con sus ojos almendrados abiertos al máximo.

—Debí haberlo supuesto —dijo finalmente, abatido.

—Embustero —soltó Dana—. Tú lo sabías. El Maestro no ha podido atravesar el bosque solo, y tampoco ha podido teletransportarse hasta la cabaña sin un punto de referencia. Tú eras su espía.

Fenris la observó fijamente, sin una palabra. Luego dijo:

—Te ha utilizado. No te creas especial por eso. Yo llevo cincuenta años así.

Kai gruñó algo, pero Dana percibió un tono abatido en la voz de Fenris, y dijo:

—Deja que nos cuente su historia, Kai. Quizá saquemos algo en claro de todo esto.

Fenris suspiró, y se echó un poco hacia atrás.

—Tal vez hayas... —empezó, pero se corrigió al recordar que Dana no estaba sola—. Tal vez hayáis oído hablar de la tierra de los elfos. Está muy lejos, en oriente, al otro lado del mar. Es un país de hermosos bosques y suaves colinas, donde todo es armonioso y la naturaleza se venera y se respeta.

»Allí nací yo, hace casi doscientos años. Soy pues un elfo joven, de acuerdo con los cánones de mi raza. Pero nunca fui un elfo normal.

»Son pocos los humanos que nacen con la maldición de la licantropía. En los elfos esta alteración es más rara aún, y por eso, cuando dejé atrás mi infancia y empecé a sufrir mutaciones las noches de luna llena, supe que mi tiempo entre los míos había terminado. Mi comportamiento, mi presencia, mi mera existencia... rompían radicalmente la paz de la tierra de los elfos.

»No hubo compasión para mí. Me expulsaron de mi hogar y me condenaron a vagar por el mundo, como ser racional o como bestia cuando la luna llena me reclamase como posesión suya. Busqué por todos los medios una solución a mi mal, pero nadie podía darme una respuesta, deshacer mi maldición o concederme al menos un poco de paz espiritual... hasta que conocí al Maestro.

»Él era entonces un hombre joven, pero conocía la magia, y me ofreció aprender a su lado el arte de la hechicería y llevarme a un lugar cuyo poder me protegería de las transformaciones. A cambio...

—A cambio, tú debías mantener a raya a los lobos —completó Dana—. Así fue como tomó posesión de la Torre. ¿Puede él realmente controlar tus cambios?

—En la Torre sí. Yo protejo la Torre, y la Torre me protege a mí. Y, gracias al poder de la Torre, el Maestro puede protegerme a mí a veces, si salgo, durante un corto espacio de tiempo... o invertir el proceso si estoy transformado. Pero también puede provocar mi transformación si le apetece.

—Te tiene en sus manos —comprendió Dana de repente.

—La Torre es mi refugio, pero también mi prisión. Cuando llegué a ella era mucho más joven y estaba ansioso por ser libre. No se me ocurrió pensar que el Maestro no me ofrecía una cura definitiva, sino una solución temporal que me ataría a su poder para siempre. Porque sabía que yo nunca tendría valor para escapar de la Torre y enfrentarme a mi lado salvaje.

—Pero lo has hecho —observó Dana.

Él la miró con ojos brillantes.

—Eres una
Kin—Shannay,
te has puesto en contacto con una archimaga fallecida y el unicornio pretendía entregarte su tesoro. Estás destinada a hacer grandes cosas, Dana. Quizá a tu lado pueda aprender a librarme de esta maldición que me atormenta y me tiene prisionero de mí mismo.

Sus palabras se perdieron en un susurro apenas audible. Dana lo contempló un momento, conmovida, pero aún sin atreverse a confiar en él.

—Tú has conducido al Maestro hasta aquí —le recordó.

Fenris esbozó una amarga sonrisa.

—¿Sabes de alguien que haya logrado ocultarle algo al Maestro? No tengo muy claro cómo he llegado hasta aquí; no sirvo de mucho cuando salgo de la transformación, así que imagino que ha hecho conmigo lo que ha querido..., como de costumbre.

Dana lo miró de nuevo. La piel del mago presentaba un tono ceniciento, y él respiraba con dificultad. Parecía agotado y tenía los hombros hundidos.

—No tienes muy buen aspecto —reconoció—. Está bien, supongo que no puedo culparte. ¿Y ahora qué hacemos?

—Es obvio que el Maestro quería que lo guiases hasta aquí. Y sospecho que por eso... y sólo por eso... te trajo a la Torre hace seis años.

—Pero me borró la memoria después de mi primera escapada —recordó Dana—. Para que no recordase que tú podrías ayudarme.

—Porque se dio cuenta de que aún no estabas preparada —dedujo Fenris—. El Maestro no quería correr ningún riesgo; es un hombre minucioso y paciente. Por eso él está ahora ahí fuera, y nosotros aquí dentro —suspiró—. Lo que no comprendo es el papel que juega la archimaga de tus visiones en todo esto.

Ella le contó entonces lo que había averiguado sobre la identidad de la dama de la túnica dorada.

—Aonia —dijo el elfo pensativo cuando Dana finalizó—. No conozco ese nombre. Así que es una antigua Señora de la Torre, que murió hace tiempo y se comunica contigo porque desea que encuentres tú, y sólo tú, al unicornio. ¿Por qué?

—No lo sé. ¿Qué es exactamente eso que hay en el fondo del pozo, Fenris?

—No estoy seguro. Existe un antiguo libro que habla de estas cosas; es el único que describe el Pozo de los Reflejos, y dice que en su fondo el unicornio guarda su alma en una figurilla de cristal. Aquel que la posea controlará la voluntad del unicornio para siempre.

»Parece una historia inverosímil porque, además, ningún otro sabio habla del Pozo de los Reflejos, o del Alma de Cristal. Por eso pocos magos y eruditos se toman en serio las afirmaciones de ese libro, y lo consideran pura fábula.

—Pues parece que es más que fábula —comentó Dana—. ¿Y para qué quiere el Maestro...?

—¿...Tener al unicornio bajo su control? —completó Fenris—. Sé más sagaz, Dana. Cualquier mago sería el doble de poderoso con un cuerno de unicornio entre sus manos.

Dana se imaginó al unicornio moribundo y con su cuerno en las garras del Maestro, y se quedó horrorizada.

—¡Pero no puede hacer eso! —exclamó—. ¡El unicornio es una criatura sagrada!

—Según para quien —replicó él, encogiéndose de hombros.

—No lo entiendo. ¿Por qué iba a guiarnos el unicornio hasta el lugar donde guarda su alma?

—Las criaturas sobrenaturales tienen sus propias razones para hacer lo que hacen. Nadie puede comprenderlas.

Dana temblaba de miedo, rabia y frustración.

—Tenemos que hacer algo —dijo—. ¿Qué es ese ritual que ha de celebrar el Maestro?

—No he estudiado a fondo el tema, pero probablemente se trate de un conjuro que se describe en el libro al que me refiero. Su anónimo autor afirmaba que era la única forma de conseguir el alma del unicornio. Creo recordar que precisaba un sacrificio humano, o algo así...

Otra pieza más que encajaba, comprendió Dana con horror.

—¡Maritta! La ha engañado para que le acompañe. ¡Ella es la víctima! ¡Tenemos que escapar de aquí e ir a avisarla! —le urgió al elfo, pero él sacudió la cabeza.

—Yo puedo salir de aquí —dijo Kai inesperadamente.

Dana soltó la túnica de Fenris y se volvió hacia él.

—¿Cómo dices?

—Que puedo escapar de aquí, porque no estoy sometido a las leyes de lo material.

—¿Y por qué no lo has dicho antes?

—¿Y perderme todo lo que habéis contado? Además, aunque saliera de aquí, no podría hacer nada para avisar a Maritta, ni para liberarte a ti. Por tanto mi sitio está aquí, a tu lado.

—¿Qué dice tu amigo? —preguntó Fenris, que no podía ver ni oír a Kai.

Dana se lo explicó. El elfo frunció el ceño mientras su cerebro terminaba de abandonar el aturdimiento inicial para empezar a pensar a toda velocidad.

—Si Maritta viene hasta aquí podremos comunicarnos con ella y explicarle lo que pasa.

—¿Cómo va a avisarla Kai?

—Kai es un espíritu, pura energía sin cuerpo. En circunstancias extremas puede hacer acopio de fuerzas y dejarse sentir.

Dana recordó al punto la intervención de Kai en aquel claro del bosque, un año atrás, y cómo él la había salvado de los lobos.

—Es cierto —admitió, considerando la posibilidad—. Podría empujar a Maritta hasta aquí y...

—Se llevaría un susto de muerte y alertaría al Maestro —objetó Kai—. Suponiendo que siga viva.

—Tienes razón —murmuró Dana, pero enseguida se le ocurrió una idea.

Impulsivamente, se quitó del cuello la cadena con su colgante de la suerte.

—Toma —le dijo a Kai—. Llévasela. Ella entenderá.

Él alargó la mano para cogerla, pero el amuleto atravesó sus dedos fantasmales y flotó en el vacío. Dana no había previsto algo así; sin embargo, sus reflejos le permitieron atrapar de nuevo el colgante antes de que se perdiera en la oscuridad.

—¿Qué pasa? ¿Por qué no lo coges? Yo sé que puedes. Te he visto coger cosas, allá en la granja.

—Mis fuerzas disminuyen con el tiempo —explicó Kai—, según se acerca la hora de mi partida.

Ella se estremeció, pero le miró a los ojos.

—Por favor, haz un esfuerzo —le pidió—. Por ti, por mí. Porque, según dices, nos queda poco tiempo juntos; y no quiero pasarlo aquí, en medio de ninguna parte.

Kai entrecerró los ojos. Respiró hondo y luchó por concentrar sus energías en su mano. Dio un fuerte tirón y cogió la cadena.

—¡Bravo! —exclamó Fenris, al ver el colgante suspendido en el aire frente a él.

Kai se volvió hacia Dana.

—Volveré para buscarte —prometió, y la besó suavemente en la frente.

Dana quiso retenerlo a su lado, pero ni siquiera ahora logró cogerle la mano. Entre lágrimas, vio cómo Kai se perdía en la oscuridad.

Maritta estaba de pie, cerca de la puerta. Frecuentemente, lanzaba miradas nerviosas hacia atrás. ¿Por qué no regresaban Dana y el elfo? Le habría preguntado al Maestro, pero éste le había ordenado que no le molestara, porque, si el ritual se interrumpía, la magia se desbocaría y sucederían cosas terribles.

Ahora, el mago estaba sentado frente al pozo con las piernas cruzadas y los ojos cerrados. Recitaba una salmodia incomprensible y a veces lanzaba al aire polvos dorados que se difuminaban en una lluvia multicolor. Estaba claro que no iba a ayudarla, de modo que Maritta decidió salir ella misma a buscar a Dana.

Entonces descubrió con horror que no podía mover las piernas. Intentó gritar, pero tampoco pudo. ¿Qué era aquello? Estaba clavada en el suelo.

Cualquier otro enano se habría sentido aterrado al comprender que lo habían hechizado, pero Maritta llevaba muchos años en la Torre y había visto muchas cosas relacionadas con la magia. El Maestro la había embrujado para que no se moviera y no dijera nada, probablemente porque temía que no fuera capaz de quedarse quieta y callada para que el ritual marchara bien.

Pero, si sólo era eso, ¿por qué Dana no volvía? Allí se estaba cociendo algo muy feo.

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