Read El Valle de los lobos Online
Authors: Laura Gallego García
—¿Y Aonia? ¿Qué quiere de mí?
—Eso tampoco lo sé. Aonia no está aquí; te habla desde mi mundo, y yo, desde que crucé el umbral para acudir a tu lado, no he vuelto a tener contacto con otros espíritus. Aunque pienso que tiene una cuenta pendiente en el mundo de los vivos. Por eso trata de comunicarse contigo.
—¿Y la anciana ciega del pueblo?
—Era simplemente un fantasma demasiado acostumbrado a vivir allí como para cruzar el umbral.
Dana no dijo nada. Su cabeza seguía siendo un hervidero de preguntas, pero la más acuciante era la que no se atrevía a formular en voz alta.
—He cometido un error —dijo Kai, adivinando sus pensamientos—. Se suponía que no debía implicarme, pero... te he tomado demasiado cariño, Dana. No debí dejar que pasara.
Dana cerró los ojos. Kai había puesto un especial énfasis en la palabra «demasiado».
—¿Y qué va a pasar ahora con nosotros? —preguntó por fin en voz baja.
Kai no respondió enseguida, y Dana supo que era mala señal.
—Creo que me habría enamorado incluso sí tú no fueras la única persona en el mundo que puede escucharme —susurró el joven por fin—. Así que muchas veces he pensado que ninguno de los dos ha tenido la culpa, y que era inevitable —la miró a los ojos—. Cuando se acabe el plazo tendré que volver al Otro Lado. Mis poderes se están agotando rápidamente; pronto ni siquiera seré capaz de coger objetos.
—¿El plazo? —repitió Dana, enderezándose rápidamente.
—Fallecí a los dieciséis años —respondió él con voz ronca—. Mi vida como Kai no puede durar más.
Dana sintió que se mareaba. Ella ya tenía dieciséis años. ¿Cuánto le quedaba para estar con Kai? ¿Unos días, unas semanas, unos meses?
—Me dijiste que nunca me abandonarías —le recordó—. ¿No hay ninguna solución?
—No la hay.
Dana quiso abrazarse a él, enterrar el rostro en su hombro y llorar allí, pero reprimió su impulso porque supo que abrazaría aire una vez más.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—¿Para qué? Era mejor disfrutar de este tiempo juntos. Si hubieras sabido que yo me iba a marchar, nunca habrías llegado a ser del todo feliz. Y la vida hay que aprovecharla al máximo, Dana. Te lo digo por experiencia.
—Me dijiste que nunca... —insistió Dana, resistiéndose a escucharle, pero él la interrumpió:
—Nunca, y eso es cierto. Estaremos separados un tiempo cuando yo me vaya. Pero algún día nos reuniremos al Otro Lado, y esta vez sí será para siempre... si todavía me recuerdas entonces.
—Nunca te olvidaré.
Kai sonrió con tristeza.
—Eso es lo que dices ahora. Pero eres joven, y conocerás a otros...
Dana iba a replicar, cuando un estruendo sacudió la cabaña, y un enorme bulto peludo se precipitó en el interior por un agujero que había abierto en la barrera vegetal.
—¡Fenris! —exclamó Dana, poniéndose en pie de un salto.
—¿No se suponía que estábamos a salvo? —protestó Kai.
Dana no replicó. Rápidamente reforzó el hechizo para cerrar el boquete y acto seguido lanzó un conjuro de aturdimiento sobre Fenris, que quedó tendido en el suelo semiinconsciente.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó Kai.
Dana se acercó al elfo—lobo y se arrodilló junto a él. Conectó su aura a la de la criatura e intentó calmarla. Comprendió, en alguna recóndita parte de su mente, que la parte racional de Fenris luchaba agónicamente contra su lado salvaje, sin resultado. La aprendiza sintió lástima por el sufrimiento sin sentido de su amigo y trató de infundirle ánimos, sin saber si él podría percibirlo o no.
—Parece como si estuviera drogado —comentó Kai al oírle gemir.
—No se quedará así mucho rato. El hechizo no es ninguna maravilla, ¿sabes?
—Entonces deberíamos atarlo, o inmovilizarlo de alguna forma.
Dana se fijó en una vieja mesa de madera que había en un rincón.
—Puedo hacer una jaula con eso. Si la refuerzo con magia aguantará; podría convertirla en piedra. Sólo tengo que mover a Fenris hasta allá.
Extendió la mano hacia el elfo—lobo y pronto la criatura comenzó a levitar dos palmos por encima del suelo. Lo guió hacia la mesa del rincón, bajo la aprobadora mirada de Kai; pero calculó mal el peso y la distancia, la energía mágica le falló y el elfo—lobo cayó al suelo con estrépito.
—¡Vaya! —se lamentó Dana, y corrió para ver si la criatura seguía tranquila.
—Espera —la detuvo Kai—. ¿No has oído? Suena a hueco.
Dana lo miró y golpeó con el pie sobre el suelo de madera, cerca de Fenris.
—Ahí abajo hay algo —comentó.
—Será un sótano. Quizá podamos escondernos en caso de que los lobos lleguen a entrar.
Dana juzgó que era buena idea, y examinaron el suelo a la luz del fuego mágico.
—Una trampilla —observó Dana; trató de abrirla, pero recibió una especie de calambre—. ¡Magia! —exclamó sorprendida, y se apresuró a dibujar con el dedo una runa de apertura sobre ella.
La trampilla se abrió, dejando libre el acceso hacia una cámara bajo el suelo. Dana se asomó, pero todo estaba tan oscuro que no logró ver nada. Miró a Kai, que asintió. Entonces apagó todos los fuegos mágicos menos uno, y lo hizo internarse en el sótano. La débil luz dejó al descubierto unas amplias y bellas escaleras de mármol.
—¡Vaaaya! —comentó Dana.
Despertaron a los caballos y los arrastraron escaleras abajo. Después cerraron la trampilla, dejando a Fenris en el piso superior, conscientes de que no corría ningún peligro.
Bajaron un tramo hasta que vieron que la escalera desembocaba en un amplio y elegante corredor. Al pisar el suelo dos filas de antorchas se encendieron por arte de magia a ambos lados del pasillo.
Lo siguieron durante un rato; finalmente vieron que al fondo se alzaba una enorme y majestuosa puerta flanqueada por dos esbeltas columnas.
—Yo diría que es una especie de templo —susurró Dana, sobrecogida—. ¿Qué crees que habrá ahí?
—Lo que hemos venido a buscar —dijo Kai—. Lo que Aonia quería que encontráramos.
Dana hizo desaparecer al ya inútil fuego mágico y avanzó con decisión hacia la puerta.
Kai, llevando a Alide y Lunaestrella de las riendas, la siguió en silencio.
En la oscuridad de la cabaña protegida por la barrera arbórea, Fenris yacía sobre el suelo polvoriento. Mientras la luna llena ejerciese su influjo sobre él, el elfo—lobo no podría pensar en otra cosa que no fuera su propia debilidad, que le impedía levantarse y correr a dar caza a la joven y tierna humana y a sus sabrosos caballos. Los aullidos de sus compañeros de manada le llegaban muy lejanos, y apenas era consciente de sus inútiles intentos por abrir un hueco en la protección vegetal de la cabaña.
De pronto un rayo de luz hirió su mente. Al principio jadeó y movió las peludas zarpas, asustado; luego gruñó y después, cuando la luz iluminó un resquicio de su dormida conciencia racional, se abandonó y se dejó llevar por él.
Pronto abrió los ojos y logró levantarse un poco. Se miró las garras, justo para ver cómo el vello y las uñas desaparecían rápidamente para dejar asomar unas manos de elfo, finas y de largos dedos.
Fenris se incorporó un poco más y sacudió la cabeza. «Soy yo de nuevo», pensó, y se aferró a esa idea. Sintió que los colmillos recobraban su tamaño normal, que su hocico se encogía, que el pelo que cubría su rostro retrocedía hasta dejar al descubierto su fina piel broncínea.
El elfo se estiró como un gato y se pasó una mano por la melena cobriza. Después abrió los ojos de par en par... y vio que frente a él se erguía la figura del Amo de la Torre.
—¿Es de día? —fue todo lo que pudo decir el hechicero elfo.
El Maestro negó con la cabeza. Sus ojos grises estudiaban a Fenris con atención.
—¿Adónde han ido? —preguntó suavemente.
Fenris se levantó, tambaleándose. La transformación había mermado considerablemente su fuerza vital. Estaba pálido, cansado y ojeroso, le dolían todos los huesos y le costaba respirar. Se apoyó sobre la mesa y miró al Maestro. Fue entonces cuando descubrió que estaba en la vieja cabaña de los cazadores, y decidió no preguntarse qué estaba haciendo él allí. Pero sí miró a su alrededor en busca de Dana, y comprobó que con él sólo estaban el Maestro y una pequeña figura que aguardaba tras él en la sombra.
—¿Adónde han ido? —repitió el mago.
Fenris no se planteó si debía responder o no. Estaba demasiado cansado para pensar pero, aun así, se llevó una mano a la cabeza y se esforzó por recordar.
Iban por el bosque siguiendo al unicornio. Los efectos del círculo de purificación no habían aguantado mucho, así que él le había dicho a Dana que echara a correr... y después...
Se estremeció. No recordaba más. ¿Había logrado escapar la chica? ¿O él, cegado por la furia irracional del licántropo, la había alcanzado y...?
—Ella está viva —lo tranquilizó el Maestro.
Fenris cerró los ojos y se concentró en las sensaciones que había experimentado más recientemente. Recordó una persecución salvaje, como todas sus correrías bajo la luna llena; recordó un par de golpes fuertes y un sentimiento de paz cuando ella...
Entornó los ojos. Dana se había acercado a él y había usado su magia para calmarle. Después...
Se concentró en su presencia... y casi involuntariamente miró hacia abajo, a sus pies. El perspicaz Maestro siguió la dirección de sus ojos y descubrió la trampilla.
—Buen trabajo —dijo.
Fenris no respondió, demasiado aturdido como para preguntarse qué estaba pasando exactamente.
La enorme puerta se abrió con un chasquido. Dana y Kai se quedaron plantados en el sitio, boquiabiertos, mientras un haz de luz dorada los bañaba de la cabeza a los pies. El resplandor era tal que les impedía ver lo que había más allá.
Dana se armó de valor y entró. Kai avanzó con ella, siempre a su lado, y advirtió con sorpresa que los caballos, que habían estado nerviosos todo el tiempo, parecían ahora totalmente tranquilos.
—Esto es un lugar sagrado —musitó Dana, maravillada.
Los ojos de ambos ya se iban acostumbrando al resplandor, y descubrieron que la luz provenía de una enorme escultura de oro que se alzaba en el centro de la sala. Representaba un gigantesco árbol; bajo su sombra había esculpidas innumerables criaturas que buscaban cobijo junto al tronco: mamíferos, reptiles, diversas flores y plantas... en sus ramas se ocultaba un gran número de aves doradas, y debajo del árbol, entre las raíces, había tallados varios peces y anfibios de oro.
—¿A quién se rendirá culto en este lugar? —preguntó Dana a media voz.
—A la Madre Tierra —respondió Kai en el mismo tono.
Cuando Dana logró apartar sus ojos del árbol de oro, echó un vistazo a alrededor. El templo se había habilitado en una pequeña cueva natural, cuyas paredes de piedra se habían embellecido con adornos de plata y oro. El suelo estaba revestido de baldosas de mármol. Aparte de la estatua, no había nada más a excepción de un pequeño pozo a los pies del árbol de oro.
Y, junto a él, se hallaba el unicornio, con sus ojos de estrella fijos en ellos.
Dana se sobresaltó. No había percibido su presencia hasta aquel momento, y se preguntó si el unicornio había estado realmente allí desde el principio. En cualquier caso, verle de nuevo la sobrecogió. Visto de cerca y a plena luz, la belleza del unicornio hería los ojos y conmovía profundamente el corazón.
—Acércate —dijo entonces Kai—. Parece que te está esperando.
Dana titubeó al principio, pero pronto se dio cuenta de que Kai tenía razón, de modo que avanzó, vacilante. El unicornio la dejó llegar hasta el borde del pozo, y entonces agachó la cabeza con un grácil movimiento. Su mágico cuerno rozó la superficie del agua por un breve momento. Luego el unicornio volvió a alzar la cabeza para mirarla...
...Y, súbitamente, desapareció.
Dana ahogó un gemido y, en un movimiento reflejo, alargó la mano hacia el lugar donde había estado la criatura. Pero de pronto oyó la voz de Kai a su lado.
—¿Qué hay en el pozo, Dana?
Ella reaccionó y se inclinó sobre el agua.
—No parece muy profundo —comentó después de inspeccionarlo—. Veo en el fondo algo que brilla.
—¿Será el tesoro del unicornio?
Dana consideró la posibilidad, y el corazón le latió más deprisa.
—¡Y nos lo ha mostrado a nosotros! —exclamó—. ¿Te das cuenta?
—Me doy cuenta —dijo suavemente una voz tras ellos—. Y vosotros me lo habéis mostrado a mí.
Kai y Dana se volvieron. En la puerta estaban el Maestro, Maritta y un indispuesto Fenris que, al menos, había recuperado toda su apariencia de elfo.
Dana se sintió inquieta. Aún no comprendía qué papel jugaba el Maestro en todo aquello.
—Has arriesgado tu vida de nuevo a pesar de mis advertencias, Dana —dijo el mago avanzando hacia ella—. Y no sólo has sobrevivido, sino que además has llegado donde nadie antes lo había hecho. Muy bien, discípula. Eres la aprendiza más prometedora que he visto jamás.
Dana se ruborizó ante los cumplidos de su tutor.
—Quizá no seas muy consciente de lo que has encontrado —prosiguió el Maestro—. ¿Has oído hablar del Pozo de los Reflejos? ¿No? Está bien, escucha: hay una antiquísima leyenda que dice que existe uno en todos los lugares donde habita un unicornio. En su fondo reposa una figurilla de cristal de gran poder, extremadamente difícil de controlar. Se trata de un artefacto sólo reservado a los grandes hechiceros.
Dana entornó los ojos, intuyendo adonde quería ir a parar el Maestro.
—Pero el unicornio me ha conducido a mí hasta aquí —objetó.
El viejo mago se encogió de hombros.
—De acuerdo. Coge tu premio, pues.
Dana titubeó un momento, pero luego alargó la mano y la introdujo en el agua, tratando de alcanzar el destello de cristal que percibía más abajo.
Sus dedos rasparon el mármol del fondo, pero nada más. La aprendiza abrió desmesuradamente sus ojos azules, al ver cómo su mano pasaba por la imagen de cristal como si ésta no existiese.
—Parece un espejismo —comentó.
—Efectivamente —el Maestro se había colocado a su lado, y su voz sonó tan inesperadamente cerca que la sobresaltó—. Puedes quedarte aquí una década intentándolo, pero no lo lograrás. Los unicornios guardan bien sus secretos.
—¿Entonces...?
—Existe un antiguo ritual —explicó el Maestro—. Si hubieras esperado a ser una hechicera completa antes de salir en busca del pozo, tal vez habrías podido realizarlo, pero ahora es algo que excede a tu capacidad. Así que me temo que tendré que tomar posesión de esto en tu lugar.