Read El Valle de los lobos Online
Authors: Laura Gallego García
Dana iba a detener a Maritta, pero la mano incorpórea de Kai se lo impidió con un gesto, y la aprendiza lo miró, intrigada. En la expresión del chico había algo que le llamó la atención: una mezcla de regocijo, comprensión y curiosidad, mientras no le quitaba ojo a la enana que ya franqueaba la puerta de la sala de la Madre Tierra.
—¡Vamos con ella! —dijo Kai, y echó a correr tras Maritta.
Dana abrió la boca para protestar, pero el entusiasmo de su amigo siempre había sido una enfermedad extremadamente contagiosa, de modo que lo siguió.
—¡Eh! —dijo Fenris—. ¿Adónde vas?
Dana no lo escuchó; el mago elfo dudó un momento entre la puerta del templo y la escalera que llevaba a la cabaña, y finalmente su intuición le dijo que siguiera a Dana.
Maritta se había deslizado hasta el interior de la sala y ahora ocupaba el lugar que había abandonado antes para correr en auxilio de Dana. El Maestro acababa en aquel momento la primera parte del ritual, sin haberse percatado de su escapada. Se volvió hacia ella, sonriente.
—¿Aún sigues ahí, querida?
Maritta le dirigió una sonrisa encantadora. El Maestro notó algo raro y sondeó su mente... pero se tropezó con una barrera impenetrable.
Gruñó algo, y se dijo que seguramente estaba demasiado cansado y que no era nada importante. Hizo un gesto con la mano para deshacer el hechizo de parálisis, sin darse cuenta de que ya hacía rato que estaba desbaratado.
—Acércate —dijo, y Maritta obedeció.
El Maestro se frotó un ojo. Estaba cansado, sí, pero debía concluir el ritual para que el Alma de Cristal acudiera voluntariamente a él.
Ello incluía un sacrificio humano.
El Maestro suspiró. En un principio había pensado en Dana, pero el unicornio parecía apreciarla, y habría sido contraproducente sacrificarla a ella. En cuanto al elfo, aún podía serle útil.
Suspiró de nuevo. Suponía que no habría problema en sacrificar a una cocinera enana vieja y cabezota, puesto que no tenía otra cosa mejor.
La daga ceremonial, con la empuñadura cuajada de piedras preciosas, yacía en el suelo frente a él. La cogió y alargó la otra mano para agarrar a su víctima y paralizarla de nuevo, pero ella dijo:
—Suren, has caído muy bajo. No imaginaba que olvidarías tan pronto todo lo que yo te enseñé.
El Maestro se puso rígido. Hacía más de medio siglo que nadie le llamaba por su nombre, un nombre maldito que estaba seguro había muerto con la persona que se lo había puesto tanto tiempo atrás.
Miró a Maritta; los ojos de aguilucho de la enana estaban clavados en él con firmeza, resolución... y una pizca de compasión.
—¿Ya te has olvidado de mí? —prosiguió ella, con voz suave y clara—. Te crié como a un hijo y te enseñé la magia. No tenías hogar ni familia y yo te di ambas cosas. Y no sólo te levantaste contra mí, sino que, además, has usurpado la Torre, y ahora vas en busca de algo que tu miserable corazón no merece.
Los labios del hechicero escupieron una sola palabra:
—¡Aonia!
La enana sonrió con amargura.
—¿Te sorprende encontrarme aquí? Tú sabías quién era tu alumna, y querías que yo le mostrase el camino hasta el templo; sabías que lo haría porque la elegiría a ella para entregarle el poder del unicornio. Pero pensaste que no lo lograría, ¿verdad? Has subestimado a tu discípula, Suren. Pensabas que ella no estaba preparada para traerme de vuelta a casa.
El hechicero gritó algo ininteligible y descargó la daga contra Maritta, aquella molesta enana que lo atormentaba con las voces del pasado. Pero ella, con la rapidez del relámpago, alzó las manos y de sus labios salieron, altas y seguras, las palabras de un conjuro. El Maestro salió violentamente despedido hacia atrás; su espalda chocó con estrépito contra la pared de la caverna.
—Me derrotaste una vez, pero no volverás a hacerlo —anunció Maritta lúgubremente—. Ya he aprendido que, cuando se trata de ti, no cabe la compasión.
Desde la puerta, Fenris y Dana miraban la escena sin poder creer lo que veían. Dana no había imaginado que su amiga fuera una hechicera tan diestra.
—Aonia ha vuelto a casa —explicó Kai, con una sonrisa—. Tú le permitiste el paso a este mundo; después sólo necesitaba un cuerpo para poder enfrentarse al traidor... y encontró a Maritta.
Dana lanzó una exclamación ahogada. El rostro de Fenris presentaba una expresión sombría, y ella supo que él también había adivinado lo que estaba pasando.
Maritta avanzaba aproximándose cada vez más al viejo Maestro, que se encogía contra la pared.
—La maldición de Aonia lleva mucho tiempo acosándote —dijo ella—. Ya es hora de que te alcance y se cumpla tu destino, que sellaste con sangre el día en que me mandaste al mundo de los muertos.
Súbitamente cuatro enormes lobos grises se materializaron detrás de Maritta. Dana, en la puerta, se encogió de miedo y se arrimó a Fenris; pero los lobos tenían los ojos fijos en el Amo de la Torre. Sus largas lenguas colgaban entre unos colmillos afilados como puñales.
El Maestro gimió de terror y comenzó a conjurar.
—Los lobos saben que el elfo no es el único que no duerme en la Torre —dijo Maritta—. Que sus aullidos pueblan tus peores pesadillas, y que no dejas de oírlos ni siquiera cuando pasas las noches en vela. En el fondo has sabido siempre cuál iba a ser tu final.
El Maestro terminó su hechizo y alzó las manos sobre la cabeza. De sus dedos brotaron chispas azules... que se desvanecieron al instante. Él se miró las manos, aturdido.
—¡La magia no...! —empezó, pero enmudeció cuando los lobos comenzaron a gruñir.
—Ya no tienes poder sobre mí —le aseguró Maritta—. Tu magia no funciona porque ha llegado tu hora. Los espíritus de los muertos claman venganza.
El mago, acorralado contra la pared, se dejó caer sobre sus rodillas y hundió la cabeza y los hombros, derrotado. Dana contenía el aliento; conocía el inmenso poder del Maestro y se le hacía extraño verlo así, indefenso como un niño.
Pero Maritta lo observaba ahora con una mezcla de curiosidad y compasión.
—Ven —le ordenó—. Asómate al pozo y dime lo que ves.
El mago la miró, receloso. Pero los lobos se apartaron para dejarle paso, y Maritta repitió:
—Acércate y mira en el pozo.
El Maestro obedeció por fin. Se acercó al Pozo de los Reflejos, se arrodilló junto a él y se asomó.
—Veo el Alma de Cristal —dijo al cabo de un rato.
—Sólo ves lo que quieres ver. Mira mejor.
El Maestro se pasó la lengua por los labios y volvió a asomarse.
Tras una larga pausa el viejo mago dio un grito desgarrador y se apartó del pozo cubriéndose la cara con las manos.
—¿Qué habrá visto? —murmuró Dana, estremeciéndose, pero sus amigos no respondieron.
El poderoso Amo de la Torre yacía ahora en el suelo, encogido sobre sí mismo, sollozando. Sus delgados hombros temblaban como si un frío glacial se hubiera apoderado de todos sus huesos.
Maritta se inclinó sobre él.
—¿Quieres saber qué es lo que has visto? —y le susurró algo al oído.
El Maestro apartó el rostro de las manos, con una expresión de absoluto terror.
—Ahora ya lo sabes —le dijo Maritta—. Ahora ya comprendes cuál es el tesoro del unicornio, y por qué no te estaba destinado a ti.
Pero, mientras la enana hablaba, Dana percibió un cambio en la cara del Maestro.
—¡Maritta! —gritó para avisarla, pero era demasiado tarde.
Con un aullido de rabia, el hechicero se irguió, y una explosión de magia barrió todo lo que había a su alrededor. Incluso Maritta fue lanzada hacia atrás, y Fenris y Dana apenas pudieron protegerse tras las columnas de la puerta del templo. Cuando Dana volvió a mirar, los lobos habían desaparecido, Maritta estaba sentada en el suelo y el Maestro, lleno de fuerzas, se alzaba en el centro de la estancia.
—Quieres jugar, ¿eh, Aonia? —dijo, y rió; estaba totalmente fuera de sí, y Dana temió que hubiera perdido la razón—. De acuerdo, pues; jugaremos. Dices que subestimé a Dana; tienes razón, querida Maestra. Pero también tú me subestimaste a mí una vez, y acabas de volver a hacerlo. Has pasado muchos años al Otro Lado, sin ejercitar tu magia, mientras que yo ya no soy aquel torpe aprendiz que conociste. Te desafío, Aonia. Pero no aquí. Jugaremos en mi terreno.
Miró hacia donde se ocultaban Dana y Fenris, y la chica sintió que le flaqueaban las piernas cuando la expresión del Maestro se torció con una malévola sonrisa.
—¡No! —gritó Fenris.
—Sí —dijo el Maestro—. Sí, mi buen aprendiz.
Hubo un fogonazo de luz, y Dana cerró los ojos.
Cuando los abrió, todo estaba en silencio. Dana miró a su alrededor. Vio a Kai, vio a Maritta, que se levantaba del suelo... pero no había ni rastro de los lobos, ni de Fenris, ni del Maestro.
—Él tenía razón —dijo Maritta a media voz—. Lo he subestimado. La desesperación le ha dado fuerzas, y ahora nos lleva ventaja.
—¿Que nos lleva ventaja? —repitió Dana—. ¿Dónde está?
—¿No lo adivinas? Ha vuelto a la Torre.
—¡Por eso se ha llevado a Fenris! —comprendió Dana—. ¿Pero qué ha pasado exactamente?
—¿De veras quieres saberlo? —replicó Maritta, mirándola fijamente—. Acércate.
Dana se aproximó a ella, intrigada, pero se detuvo en seco al entender lo que pretendía.
—Asómate al pozo y dime qué ves —ordenó la enana.
Dana la miró, sin comprender por qué su amiga la trataba igual que al Maestro.
—¿No me has oído? —insistió Maritta.
Como Dana no se movió, Maritta se plantó junto a ella en dos zancadas. Alzó la mano y le brillaron los ojos momentáneamente... y Dana cayó de rodillas frente a ella.
—No oses desafiarme, muchacha —dijo, con un tono peligroso en la voz—. Obedece.
Dana se sintió desfallecer cuando su cuerpo comenzó a moverse hacia el pozo contra su voluntad.
—¡No! —gritó Kai, y corrió para ayudarla, pero Maritta hizo otro gesto, y el chico se detuvo como si acabara de chocar contra una pared invisible—. ¡Dana! —gritó, furioso, y golpeó con los puños el muro mágico que le impedía avanzar.
Maritta no se inmutó. Dana se había inclinado sobre el pozo; no quería mirar, porque había visto lo que le había sucedido al Maestro, pero la magia de la enana la empujaba a abrir los ojos.
—Dime qué ves —repitió Maritta.
Dana, muerta de miedo, miró, y se concentró en aquel punto brillante del fondo del pozo. No podía distinguirlo bien ni saber de qué se trataba, pero se armó de valor, se esforzó en intentarlo y pronto las ondas del agua fueron tomando consistencia y formando una imagen.
Dana quiso retroceder, temerosa de ver algún terrible monstruo o demonio; pero descubrió con asombro que lo que el pozo le mostraba era la imagen del unicornio avanzando hacia ella...
La muchacha siguió mirando, maravillada. La imagen se difuminó para dar paso a una brillante aureola irisada que relumbraba con todos los colores del arco iris y muchos más. Era algo tan hermoso que se le llenaron los ojos de lágrimas. Sintió de pronto una inefable sensación de paz y felicidad, y sonrió mientras aquella luz llegaba hasta ella y la envolvía por completo.
Entonces una mano tiró de su hombro suavemente y la separó del pozo. Dana se apartó de mala gana y se encontró con los ojos de Maritta, que ahora la miraban con cariño, alegría y esperanza.
—¿Qué es lo que he visto en el pozo? —se atrevió a preguntar Dana.
Los labios de Maritta se curvaron en una sonrisa.
—Tu propia alma —dijo.
Dana se quedó sentada en el suelo, anonadada. No se dio cuenta de que Kai se acercaba a ella.
—La has enseñado bien —le dijo Maritta al chico; nada escapaba ahora a sus ojos, porque el espíritu de la poderosa Aonia miraba a través de ellos—. Te felicito; no sería ahora la misma persona de no haber recibido tu influencia.
—¿Qué está pasando? —musitó Dana, y agradeció la presencia de Kai, que se inclinó a su lado—. ¿No está el Alma de Cristal en el fondo del pozo?
—Tu Maestro interpretó mal las palabras de los sabios —dijo Maritta—. No hay nada en el fondo del pozo. Sólo el reflejo del alma de la persona que se asoma a él. Lo que ha visto el Amo de la Torre ha sido terrible para él, y lo ha trastornado completamente. En cambio tú...
—Yo he visto cosas maravillosas —susurró Dana.
—Bueno es —asintió Maritta—. Todos hemos aprendido algo hoy, y yo he aprendido que no puedo vencerle sola. Voy a necesitar tu ayuda, Dana.
—¿Mi ayuda? —repitió ella sorprendida y algo asustada—. Sólo soy una aprendiza.
—Serás mucho más que eso cuando el unicornio te dé su poder. Por eso quise que te trajera aquí.
Dana sacudió la cabeza.
—No entiendo... —empezó, pero sí entendía.
—Pero antes —añadió Maritta—, debemos ir a la Torre y enfrentarnos a él. Y, después, ya veremos.
Dana calló un momento. Luego miró a Kai y dijo, a media voz:
—Yo no quiero matar al Maestro. Pero sí quiero rescatar a Fenris, porque es mi amigo. Sólo por eso iré contigo a la Torre y lucharé contra él.
—No esperaba menos de ti —dijo Maritta, sonriendo con aprobación.
Hizo un pase mágico con la mano. Inmediatamente, los tres desaparecieron de allí y el templo de la Madre Tierra volvió a quedarse en silencio.
En lo alto de la Torre, el Maestro trabajaba incansablemente. Su enorme estudio se hallaba en un gran desorden; objetos mágicos, hierbas de distintos tipos y amuletos protectores se desparramaban por las estanterías, y una pila de volúmenes encuadernados en piel se amontonaba sobre el escritorio. El fuego crepitaba en la chimenea, iluminando parcialmente la estancia, sobre la cual flotaba una niebla mágica procedente de un pequeño incensario que, abandonado en un rincón, dejaba escapar volutas de humo que cambiaban de color a cada instante: azul, rojo, amarillo, violeta, verde, negro...
El Amo de la Torre estudiaba unos manuscritos con gran interés. De vez en cuando, sus labios dejaban escapar alguna palabra mágica. Al fondo, el gran ventanal estaba abierto de par en par, y Fenris se hallaba asomado al exterior, de espaldas al estudio. Fuera había estallado una tormenta de nieve, pero el elfo no parecía notarlo, concentrado en su tarea de mantener alejados a los lobos que rondaban cerca de la verja. Podía ver sus ojos amarillos clavados en lo alto de la Torre, y sabía que lo miraban a él y que, mientras él estuviese allí, no se atreverían a aproximarse más. «Quizá debería dejar que entraran», se dijo Fenris amargamente. «Al menos así haría algo útil.»