El vampiro de las nieblas (45 page)

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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, Infantil juvenil

BOOK: El vampiro de las nieblas
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—¿Todo este maldito lugar? —protestó Leisl sin darle crédito. Jander asintió y los tres se pusieron en marcha, aplastados por el peso de semejante tarea.

Salieron de las siniestras catacumbas por las mazmorras, un camino aún más terrorífico.

—Algunos de los antiguos prisioneros dejaron tesoros en las celdas, de modo que nada perderemos con echar una ojeada.

El elfo recordó su primera visita a los calabozos y los desagradables gritos y lamentos que había oído allí; ahora, en cambio, todo estaba en silencio. Las esclavas de Strahd eran depredadoras hambrientas e impacientes, y en la despensa quedaban pocas provisiones. El elfo abrió las celdas con la llave que el esqueleto dejaba en un gancho en el exterior de la celda central, y, junto con Leisl, inspeccionó los cubículos uno por uno mientras Sasha miraba horrorizado.

—Nada de todo esto te conmueve, ¿verdad? —increpó el sacerdote con la voz teñida de repugnancia.

—Todo me conmueve —repuso el elfo sin querer enfadarse, mientras rebuscaba entre las cadenas de oro de un pecho putrefacto—, sobre todo lo que aguarda en la última celda. —Sasha, movido por la curiosidad, se acercó a mirar; había un niño acurrucado, dormido sobre un montón de paja—. No lo molestes —le dijo al oído—. Bien saben los dioses cuánto necesita evadirse de este lugar horrendo.

—¿Por qué no lo has dejado en libertad? —susurró Sasha, furioso.

—Porque no soy yo quien manda aquí, sino Strahd; hago lo que puedo y cuando tengo ocasión. Siempre he liberado prisioneros, pero él no deja de traer más —le espetó—. Cuando terminemos con el amo, los liberaremos, pero no antes. Vamos.

—Pero…

—Sasha —terció Leisl bruscamente—, déjalo en paz. Vamos a cumplir con nuestra tarea y después ya nos dedicaremos a la salvación del mundo, ¿de acuerdo?

Sasha la miró dispuesto a responder airadamente, pero no dijo nada al ver la expresión de la joven y del elfo. Leisl tenía razón: Jander también lamentaba el estado de aquellos desgraciados; además su plan podía resolver todo lo que se habían propuesto, y ponerlo en cuestión en esos momentos carecía de sentido.

Miró por última vez al muchacho dormido y siguió al vampiro. Leisl cerró la marcha, todavía inquieta por dentro. El hedor putrefacto de la cámara de torturas asaltó a Sasha y casi lo hizo vomitar, pero el guía no-muerto avanzaba entre los instrumentos con paso seguro en dirección al balcón. Sasha se quedó atónito; no podía dejar de mirar el espeluznante retablo de los zombis en movimiento, que recreaban su propia muerte mientras los esqueletos acariciaban con cariño los instrumentos de tortura.

Sintió entonces un leve roce en la espalda y, al volverse, encontró los ojos de Leisl.

—No mires —le recomendó—. Sigue adelante. —Sasha obedeció como hipnotizado por la impresión.

Jander se detuvo bajo el balcón de observación, que sobresalía a unos tres metros por encima de sus cabezas.

—Sujetaos a mi cuello, los dos. —Obedecieron confundidos—. No os soltéis —les dijo; se balanceó un poco, se agachó y dio un salto hasta el saliente.

Se dirigieron después hacia la capilla, registrando en el camino todas y cada una de las habitaciones y nichos que encontraron, pero todo fue inútil. Llegaron por fin a la capilla, apartaron suavemente al esqueleto y siguieron buscando con mayor premura. La luz del sol comenzaba a disminuir; el ocaso se acercaba.

—Estoy seguro —dijo Sasha en voz alta y lleno de esperanza— de que un objeto sagrado tiene que estar en un lugar sagrado.

Sin embargo, no hallaron nada. Sasha y Leisl estaban ya muy cansados, e incluso el vampiro comenzaba a acusar cierta fatiga. El clérigo rellenó la lámpara de aceite y, tras encenderla otra vez, se acostó sobre un banco y se restregó los párpados con los puños, Leisl hurgaba en su saco y tomó un trozo de pan, que comenzó a masticar sin dejar de mirar a todas partes con sus inquietos ojos de color avellana, como si no lograra encontrarse a gusto allí.

—Entonces, ahora ¿qué hacemos? —inquirió con la boca llena.

Jander no respondió. Los miró, deprimido por el fracaso, sin dejar de dar vueltas mentalmente a la situación. Los desamparados prisioneros, niños en su mayoría, todavía languidecían en las mazmorras; Anna no había sido vengada; Strahd podía regresar de un momento a otro… La osada incursión contra el vampiro aristócrata no había dado más frutos que la muerte de unas cuantas esclavas y la santificación de unas pocas tumbas. Juró en voz baja mientras la pregunta de Leisl le resonaba todavía en la cabeza: «Entonces, ahora ¿qué hacemos?».

No tenía respuesta. En ese momento se oyó el leve entrechocar de huesos que anunciaba la llegada del guardián de la capilla. ¿Sería la hora de cerrar el recinto?, se preguntó guasonamente. Agotado y desanimado, se giró a mirar al guardián. De pronto percibió algo que lo hizo ponerse en pie de un brinco con todo el cuerpo en tensión.

Había observado melancólicamente a ese esqueleto mil veces, y estaba seguro de que sabía de memoria todos los detalles de aquel montón de huesos andante, pero jamás había
reparado
de verdad en lo que tenía al alcance de la mano desde hacía décadas. Jirones de un traje de gala perteneciente al pasado le colgaban ahora de las escápulas, y aún conservaba las desgastadas botas de cuero, que le entorpecían los movimientos. Un colgante pendía del cuello igual que siglos atrás.

Era de platino y reproducía la forma del sol, con un fragmento de cristal de cuarzo engarzado en el centro, y se mecía con los movimientos del esqueleto golpeando las costillas con un sonido hueco, al tiempo que lanzaba un rayo cada vez que captaba la luz de la antorcha.

De pronto, Jander recordó las cubiertas de los libros de la biblioteca decoradas con el mismo motivo solar, y enseguida, la inscripción del fresco, descifrada ya, le llegó a la mente: EL REY GOBLIN HUYE ANTE EL PODER DEL SANTO SÍMBOLO DEL LINAJE DEL CUERVO. Ahora, todo comenzaba a encajar: el comentario mordaz de Strahd sobre la ordenación sacerdotal de su hermano (
«El clero le ha concedido permiso para adornarse con el colgante sacerdotal, una bonita chuchería a la que Sergei atribuye un gran valor emocional, tal vez demasiado.»
); la estatua sin cabeza de la sala de los héroes, con el mismo colgante tallado en torno al cuello de piedra; el retrato de los tres hermanos, donde el más joven lucía el mismo adorno; el grito de Strahd al inclinarse sobre el cuerpo del hermano al que acababa de matar («Tendrías que haber seguido el sacerdocio»)…

—«El que más ha amado tiene el corazón de piedra» —dijo en voz alta.

La verdad resplandecía de pronto como el sol del mediodía. El cristal de cuarzo era el fragmento del sol, y el esqueleto que tenía delante era todo lo que quedaba del noble y enamorado Sergei.

—¿Jander? —lo llamó Sasha, vacilante.

El elfo se puso en acción al instante; se abalanzó sobre el esqueleto con un grito, asió el montón de huesos secos y lo sacudió como un loco. Las costillas cayeron al suelo con un traqueteo, los huesos de los brazos resbalaron hasta las esquinas y la calavera fue rebotando hasta hacerse añicos sobre las losas del suelo.

El violento ataque de Jander liberó el alma atrapada. Sergei y él estaban relacionados en cierto modo, pues el vampiro no podía evitar amar a quien había amado a Tatyana, Anna, tan profundamente. El frenesí cesó de improviso, y se quedó mirando los huesos esparcidos por la capilla. Sabía que la próxima vez que alguien se acercara a la estatua del menor de los Von Zarovich, contemplaría sólo una escultura de piedra.

Sergei descansaba en paz por fin, y dejaba tras de sí lo que Jander buscaba: el instrumento para vengarse de Strahd por los dos, para castigarlo por la destrucción de la mujer a la que ambos habían amado.

—Allí —dijo con voz ronca, señalando trémulamente hacia el medallón que brillaba en el suelo—. Ahí lo tenéis; eso es el fragmento de sol.

Sasha, sin comprender, recogió el colgante con mano temblorosa, y el frío metal pareció animarse y calentarse al contacto. Leisl observó por encima de su hombro la forma en que el clérigo repasaba las runas grabadas en el platino. El clérigo reconoció algunas: verdad, compasión, perdón, justicia, luz… El Santo Símbolo del linaje del cuervo parecía contener un auténtico fragmento de sol, y era la cosa más preciosa que Sasha hubiera contemplado en su vida.

—¡Caramba! Por eso te darían unas buenas monedas en cualquier parte —comentó Leisl, aunque en un tono impregnado de respeto y temor.

Sasha sonrió levemente y se volvió al vampiro con los ojos brillantes de lágrimas. Sabía cuánto apreciaba el elfo la belleza y de pronto deseó compartir con aquella alma torturada la gloria encerrada en el amuleto.

—¡Oh, Jander! ¡Tócalo! ¡Tócalo por favor!

Jander también estaba maravillado con la perfección de la joya y extendió la mano enguantada para acariciarla como poseído, pero la retiró bruscamente, ennegrecida y humeante, y se la puso sobre el pecho con un gemido.

—¡Cuánto lo siento, Jander! ¡Perdona, perdona! ¡Sólo pretendía compartirlo contigo! —exclamó Sasha, contrito.

—Está bien —logró responder—; desde luego no estaba destinado para un ser como yo. —Sonrió, pero el dolor trocó el gesto en una mueca—. Ahora ya sabes por qué necesitaba que vinieras, Sasha. Si me ha hecho esto a mí, sólo con tocarlo, imagínate lo que ocurrirá cuando se lo presentes a Strahd.

—El corazón de piedra —recordó Sasha con un jadeo mientras contemplaba de nuevo el objeto—, tal como dijo Maruschka.

—¿Maruschka? —repitió Jander levantando la cabeza.

Sasha asintió, demasiado ensimismado en la hermosura del objeto como para captar el tono alarmado en la voz del elfo. Leisl, en cambio, lo miró fijamente.

—Sí —repuso Sasha—. Cuando Leisl y yo fuimos a que la vistani nos leyera el porvenir. Fue ella quien nos dio todas las claves.

—¿Cuándo fuisteis?

Sasha lo miró con preocupación al percibir el temor en su voz.

—Pocas semanas después de que me pidieras ayuda contra Strahd. ¿Por qué? ¿Pasa algo malo? Ya sé que los gitanos engañan con frecuencia, pero esa mujer…

—Vamos —ordenó Jander, irguiéndose y mirando a todas partes—, tenemos que salir de aquí.

Leisl no necesitaba que se lo repitieran dos veces y ya se había levantado dispuesta a marchar. No se había equivocado al pensar que algo iba mal.

—¿Qué sucede?

—¡Sasha, eres un insensato! —exclamó Jander—. Los gitanos son espías de Strahd. Si fuiste a ver a Maruschka y le hablaste de esto, entonces sabe que estamos aquí, lo cual significa…

—Que Strahd también lo sabe —completó Leisl, con el rostro trastornado por el horror.

Incluso a la luz anaranjada de la antorcha, Jander vio palidecer a Sasha.

La tea y la lámpara de aceite se apagaron de pronto; una corriente de aire frío salida de alguna parte barrió la capilla y estuvo a punto de tirar a los compañeros por tierra. Jander no captaba nada con su visión infrarroja, pero sentía una presencia maléfica en el lugar que antaño había sido sagrado. Una risa grave y satisfecha comenzó a resonar hasta convertirse en un graznido de pavoroso júbilo, que contrastaba con el profundo rugido del viento; y, por encima de ellos, se oyó la espeluznante llamada de los lobos a la caza.

—Demasiado tarde —anunció la voz aterciopelada de Strahd.

VEINTISIETE

Los lobos llegaron de la misma forma en que habían caído sobre la aldea la generación anterior, con un propósito mortal, y se abalanzaron en la capilla desde el pasillo, los nichos y la puerta del jardín. Algunos incluso saltaron por las vidrieras rompiendo los cristales en miles de arco iris. Jander se concentró en una orden mental para hacerlos retroceder, pero ninguno lo escuchó; ni siquiera sentía sus cerebros.

—Ya me humillaste con ese truco en una ocasión —habló Strahd orgullosamente—, pero ahora no.

Sasha fue el primero en recuperarse y comenzó a recitar un encantamiento con voz clara, aunque aguda a causa del miedo, mientras trazaba un círculo con agua bendita alrededor de Leisl y él. Los lobos cargaron contra ellos, pero se detuvieron bruscamente en el límite de la sagrada circunferencia creada por el clérigo y aullaron de rabia.

Jander ya había localizado a Strahd, que ocupaba uno de los tronos del balcón del piso superior, semejante a una oscura figura de sombra con una mancha pálida en el lugar del rostro. Mientras lo miraba, el conde se puso en pie y se acercó al borde del mirador.

El elfo deseaba, más que ninguna otra cosa, saltar sobre su enemigo en ese mismo instante e inmovilizarlo sólo con las manos y los dientes. Sin embargo, sabía que al menor movimiento el conde lo destruiría sin piedad; ése era el destino de los maestros que dejaban de tener utilidad. Se armó de paciencia, reunida a lo largo de cinco siglos de existencia de no-muerto, y permaneció en su lugar. Cuando las miradas de los dos vampiros se cruzaron, el elfo sonrió despacio y se disolvió en una etérea neblina que enseguida se dispersó hasta la invisibilidad.

Aunque en estado gaseoso no tenía órganos, Jander «oía» y «veía» todo. El conde, desconcertado y furioso, se asomó al balcón.

—!Jander! ¡No te escaparás tan fácilmente! —tronó con los ojos inflamados de rojo. De pronto, su actitud cambió y se tornó lánguida; volvió la atención hacia Sasha y Leisl, que no se habían movido del círculo protector de agua bendita, como tampoco los lobos, que se agitaban alrededor aullando confusos—. Sasha Petrovich, sacerdote de Lathander —dijo con suavidad, casi en tono de conversación—, eres un clérigo muy valiente en verdad, para atreverte a entrar en la guarida de un vampiro, y más aún por haber trabado amistad con otro vampiro. ¡Pero todos tus esfuerzos han sido en vano! Tú y tu compañera ladrona moriréis por nada. Jander os ha abandonado; ya veis su proceder a la menor señal de alarma.

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