El vampiro de las nieblas (43 page)

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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, Infantil juvenil

BOOK: El vampiro de las nieblas
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—Son las puertas de Barovia —repuso Sasha en tono solemne—, y dicen que Strahd las abre y las cierra sólo con el pensamiento.

Leisl las miró otra vez y no pudo evitar un escalofrío, al igual que Sasha, cuya inquietud aumentaba al acercarse a su destino. Azuzó al caballo con más energía de la necesaria, y el animal emprendió el galope.

Poco después, el siniestro castillo apareció ante sus ojos. Se elevaba, negro e imponente contra el claro cielo invernal, como símbolo de todos los males de Barovia y origen de todos los temores de los aldeanos. Allí moraba el monstruo responsable del asesinato de la familia del clérigo, el espeluznante señor del reino. Y él, Sasha Petrovich, se dirigía hacia allí por voluntad propia. Aquello no parecía tener sentido, pero el joven sabía que estaba haciendo lo que debía.

Se acercaron más y vieron las dos torres vigías y el desvencijado puente levadizo tendido sobre el enorme abismo. Sasha dudó que los caballos pudieran cruzarlo.

—So —musitó; detuvo el caballo y se quedó quieto pensando. Había muchos tablones podridos, y las fijaduras de hierro estaban muy viejas y oxidadas.

—¿Qué hacemos ahora? —inquirió Leisl al tiempo que detenía su montura. Contempló las vacías garitas de piedra y las gárgolas que miraban a los viajeros sañudamente.

El sacerdote suspiró, desmontó y comenzó a descargar.

—Me parece peligroso hacer cruzar a los caballos. Es preferible dejarlos marchar.

—¿Dejarlos marchar?

—Si los atamos, serán presa fácil para cualquiera que se acerque por aquí, pero, si los dejamos libres, es posible que lleguen al pueblo sin contratiempos. Además —añadió con pesimismo mientras bajaba otro bulto—, si hacemos bien el trabajo, saldremos de aquí con total impunidad, y, si no, los caballos no nos harán falta.

Leisl no contestó y procedió también a bajar los paquetes. Sasha hizo un solo hato con todas las herramientas, aunque tuvo que prescindir de algunas a su pesar, ya que no le servirían de nada si el exceso de peso lo hacía caer hacia la muerte. Se enderezó y lanzó una ojeada a la pasarela, pero parecía tan peligrosa como antes. Sacudió la cabeza y se cargó el fardo al hombro.

—Adelante —dijo con una seguridad que estaba lejos de sentir.

—Sería mejor que fuera yo delante. Peso menos y soy bastante ágil; tal vez te ayude a cruzar.

Sasha vaciló un momento; no le convencía la idea pero Leisl tenía razón.

—De acuerdo, pasa tú primero.

La Zorrilla
tanteó con cuidado el primer tablón, que crujió pero soportó la carga; sujetó la cadena de hierro con fuerza y se deslizó otros dos tanteando siempre antes de descargar el peso. Procuraba pisar en los lados siempre que era posible, porque estaban mejor asegurados, pero examinaba atentamente cada tabla antes de poner el pie.

—Pisa en los mismos puntos que yo —le advirtió.

«Por la gloria del Señor de la Mañana, esto tiene muy mal aspecto», pensaba el sacerdote, con el saco bien aferrado en una mano y sujetándose a la oxidada cadena con la otra. Dio el primer paso y, al comprobar que no se hundía, dijo una rápida oración de gracias, que repetiría a cada nuevo avance.

Cuando levantó la vista de nuevo, Leisl ya había cruzado tres cuartos del puente, lo cual le hizo perder concentración. Miró ceñudo al siguiente tablón, sin recordar ya en qué lado había pisado la joven.

Avanzó con tiento pero la madera cedió sin remisión bajo su peso, y la pierna derecha se le hundió hasta la cadera. Se revolvió frenéticamente hasta alcanzar las cadenas y el saco cayó cientos de metros rebotando hasta las puntiagudas rocas del fondo. No se había dado cuenta del grito que se le había escapado, pero la garganta le dolía y, de pronto, Leisl estaba allí sujetándolo por un brazo. La miró fijamente, atemorizado, y le clavó los dedos en los pecosos brazos.

—No va a pasarte nada, tranquilízate —murmuró la ladrona con tono sereno y seguro—. Agárrate a esa madera; está entera —añadió con más apremio. Soltó a Leisl y obedeció enseguida y, poco a poco, siguió las instrucciones de la joven hasta ponerse en pie; entonces se dio cuenta de que había perdido la carga—. Más vale perder el saco que el cura —le dijo Leisl—. Tus poderes son más importantes que todos los símbolos sagrados. Vamos.

—Leisl, gracias… —comenzó, tras completar la travesía con todo tipo de precauciones.

—Olvídalo —replicó ella, aunque el agradecimiento que reflejaba su mirada le infundió alegría. Prosiguieron por un túnel hasta salir a un patio empedrado; al fondo asomaba la entrada al castillo con sus magníficos portones de madera tallada—. Fíjate qué puertas —musitó, llena de admiración—. No había visto nada tan espléndido en mi vida.

—Sí, son una maravilla —admitió Sasha, paseando la vista sobre los magníficos dibujos—, pero recuerda lo que habita en este lugar.

Se adelantó hacia la cerradura. Jander le había advertido que no podría salir a recibirlos a la puerta por la luz del sol, pero que la dejaría abierta. Tal como estaba previsto, las hojas se abrieron y ambos se apresuraron a entrar; Sasha cerró después y el interior quedó completamente a oscuras.

—Me alegro de que hayáis llegado bien hasta aquí —los saludó la voz de Jander, que apareció en el umbral. Sasha ya había adaptado la visión a la penumbra y comprobó que se hallaban en una sala pequeña escasamente iluminada por temblorosas antorchas—. ¿Habéis sufrido algún percance? Llegáis tarde —añadió el elfo.

—¿Pensabas que no vendríamos? —inquirió Sasha mirándolo con pesadumbre. Jander se limitó a levantar una ceja, y Sasha se encogió de hombros—. Tenía que despedirme de Katya.

—Sólo estaba preocupado. Strahd tiene espías por todas partes.

Leisl, que permanecía observando en silencio, jadeó de pronto al descubrir los cuatro dragones de piedra colgados sobre la entrada, que la miraban siniestramente con ojos brillantes.

—Son de piedra. No te asustes —le dijo Jander, aunque a él también lo acobardaban aquellas miradas refulgentes—. ¿Venís armados?

—Traíamos muchos amuletos sagrados —repuso Sasha—, pero perdí el saco en el puente; así que sólo queda lo que tenga Leisl.

—Me he pasado la mañana afilando estacas —les informó el elfo satisfecho—. ¿Tenéis algo más?

—Solamente un martillo y un hacha, por si hay pelea, pero esperemos que no. ¿Y tú, Leisl?

Con un gesto de complicidad, la joven se tanteó la bota donde tenía escondido un puñal.

—Esto es lo único que me hace falta si la ocasión lo requiere.

—En ese caso, tengo un regalo para ti —dijo Jander al tiempo que le ofrecía una pequeña daga de aspecto terrible.

La hoja brillaba incluso a la luz de las antorchas; la funda le pareció inusual, y la tomó con curiosidad.

—¡Jander! ¡Eso es un puñal
ba’al verzil
! —exclamó Sasha con repulsa—. ¿Por qué le das esa cosa tan horrorosa?

—Porque —respondió fríamente, mirándolo a los ojos— es de plata pura. Yo también voy armado, por si acaso —añadió, refiriéndose a la espada corta ceñida a un lado.

—¿Es mágica? —preguntó Leisl.

—No —replicó el elfo—, pero es práctica; la magia la dejo en manos de Sasha. Ahora quisiera hacerte una pregunta, Sasha. ¿Crees que localizarías a Strahd si estuviera en el castillo? —Leisl abrió los ojos desmesuradamente, y también la boca; el elfo terminó de rematar la enrevesada pregunta con un comentario aún peor—: He dicho «si estuviera en el castillo», porque no creo que esté; no obstante, me gustaría comprobarlo una vez más.

—No estoy seguro, pero voy a intentarlo. —Sasha se sentó en el suelo, buscó una postura cómoda y cerró los ojos; entonces comenzó a musitar suavemente una letanía y después se quedó en silencio. Los ojos se le movían con rapidez bajo los párpados cerrados; al cabo de un rato los abrió y se encontró con la mirada interrogativa de Jander—. No he encontrado nada, aunque no estoy completamente seguro.

—Gracias por intentarlo. Ya es suficiente. —Se acercó a las antorchas alineadas en la pared y sacó dos mientras Sasha se ocupaba de encender la linterna de aceite de Leisl—. En primer lugar, vamos a ir a las catacumbas —les dijo, pasándole una antorcha a la joven—. Tenemos que matar a las esclavas antes de que se haga de noche. Vamos.

Salió del vestíbulo y abrió la marcha a un paso tan rápido que los dos mortales tuvieron que esforzarse para no rezagarse demasiado. Leisl agradecía en silencio no tener tiempo de pararse a examinar las cosas de cerca, porque lo poco que percibía a medida que avanzaban a toda prisa por los silenciosos pasadizos era suficiente para ponerle los nervios de punta. No dejaba de repetirse que las gárgolas que acechaban desde lo alto eran meras piedras, y que las hermosas y frías estatuas que dejaban atrás no podían seguirlos con la mirada
en realidad
.

No era una persona miedosa en absoluto, pero jamás se había enfrentado a una situación semejante. Una cosa era robar alimentos, acuchillar a un enemigo en una pelea callejera o incluso asesinar vampiros en medio de la noche, y otra muy diferente encontrarse en aquel oscuro e imponente edificio de piedra y sombras a la luz de las antorchas… No lograba sacudirse la insistente sensación de mal presagio. Avanzaba sin apartar los ojos de Sasha y el vampiro élfico, y atenta al menor ruido.

A Sasha también le afectaba la opresiva oscuridad de las salas. Estaba acostumbrado a las calles y pasajes cortos de la aldea, y la iglesia, a pesar de haber sufrido un prolongado abandono, nunca había tenido, en horas de luz diurna, la sofocante atmósfera nocturna que irradiaba la mansión del Strahd. Incluso la casa del burgomaestre habría parecido una cabaña acogedora comparada con la inmensa y decadente grandeza del castillo de Ravenloft.

No obstante, lo que más le impresionaba mientras atravesaban las oscuras salas era lo fuera de lugar que estaba Jander allí. El vampiro era todo color —piel dorada, túnica azul, calzas rojas— y contrastaba vivamente con la monotonía opresora de la piedra gris. Los bosques donde se habían visto, e incluso la iglesia, parecían ambientes más apropiados para aquel curioso ser. De pronto se acordó de la forma tan apasionada en que le había explicado la desdicha de ser vampiro, y comprendió cuan amargo debía de resultarle semejante sino. Jander había nacido para habitar verdes forestas bajo la luz del sol, y no para llevar esa oscura y sombría existencia de muerto viviente.

Se detuvieron por fin frente a unas puertas, tan bellamente trabajadas como las de la entrada.

—Aquí está la capilla —les indicó—, y debo advertiros que Strahd tiene muchos criados por aquí; la mayoría son entidades sin raciocinio y han recibido instrucciones para no atacarme a mí ni a quien me acompañe, de modo que no creo que nos encontremos con nada peor que unos esqueletos o unos zombis. Al menos —puntualizó—, no durante el día.

Abrió las puertas y, nada más tocarlas, oyó el acostumbrado entrechocar de huesos. El esqueleto que guardaba la capilla respondió a su presencia, tal como debía de haberlo hecho mil veces. Se acercó hasta los mortales y el vampiro, arrastrando los pies, enfundados en gastadas botas de cuero que retrasaban su avance. Jander lo consideraba casi un amigo y, desde luego, su presencia ya no le incomodaba en absoluto, pues el intento de impedirles la entrada no representaba la menor amenaza real.

Entonces, tal como Jander esperaba, el guardián se hizo a un lado, y el brillante medallón que le colgaba del cuello se meció suavemente con el movimiento. Jander pasó adelante y después lo siguieron Sasha y Leisl, pero sin perder de vista al esqueleto. Sasha lamentó en silencio la destrucción de aquel recinto al contemplar los maderos rotos que habían sido bancos de iglesia.

—Por aquí es —dijo Jander tras cruzar frente a un nicho. Ante ellos se abría el comienzo de una escalera de caracol; una corriente de aire frío les llevó un olor a putrefacción, como si llevara siglos allí encerrada—. Por aquí llegaremos a las catacumbas. Leisl, apaga las antorchas; es mejor dejarlas para después porque no sé cuánto tardaremos en llegar.

Emprendieron en silencio el descenso en espiral hacia el laberíntico corazón del castillo. El frío aumentaba a medida que bajaban, y los mortales comenzaron a tiritar. Leisl escuchaba el eco de los pasos sobre los escalones.

—¡Eh! —susurró de pronto, aunque su voz sonó increíblemente potente.

—¿Qué? —musitó Sasha, desde unos escalones más abajo.

—Jander, ¿has bajado alguna vez por aquí?

El elfo se detuvo y miró hacia atrás, con los rasgos desfigurados por la ondulante luz anaranjada de la única antorcha.

—No, pero sé adonde conduce.

—¿Y cómo sabes, en realidad, si no hay alguna trampa en el camino?

Se produjo un silencio sepulcral; Jander no tenía idea de si Strahd habría colocado algo peligroso en aquella escalera tan oportunamente situada, aunque sería propio de él.

—No lo sé, Leisl —respondió, sonriendo para sí—, pero has tocado un punto importante. ¿Prefieres ir delante y hacer saltar las trampas que encuentres?

—¿Te crees que…? ¡Oye! —Cortó la frase en seco al comprender la broma. Sasha lanzó una carcajada repentina que hasta a él lo sorprendió, y
la Zorrilla
también comenzó a reír, aunque sacudía la cabeza fingiendo exasperación. El elfo sonrió a la joven; la antorcha casi arrancaba destellos dorados a su piel, y el buen humor le hacía bullir los ojos cálidamente. De pronto, Leisl se dio cuenta de que, por extraño que pareciera, comenzaba a gustarle el vampiro—. En serio —dijo—, si quieres que vaya delante…

—No —replicó Jander—, sigo yo; si encontramos algún peligro siempre sería peor para vosotros. —Se volvió para proseguir la marcha y añadió—: ¡Ventajas de que gozamos los muertos!

Ninguno de los tres podría haber dicho el tiempo que pasaron descendiendo hasta llegar al final, pero la antorcha de Jander casi se había consumido por completo y, antes de entrar en las catacumbas, tomó la de Leisl y la encendió con la brasa que le quedaba.

—Contemplad la sala de los muertos —les dijo, y puso una mano sobre los hombros de Sasha—. No es apto para corazones débiles.

Sasha lo miró con fijeza. La antorcha lanzaba extrañas sombras sobre su rostro; el prolongado descenso le había dado tiempo a serenar los nervios y a afianzarse en el sentido de su propósito, y un fuego interior le iluminaba los rasgos. Jander reconocía aquellos síntomas, que también él había experimentado en una ocasión hacía mucho, mucho tiempo.

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