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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood (43 page)

BOOK: El viaje de Hawkwood
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Pero las hileras volvieron a formar, y los merduk empezaron a avanzar al trote, dejando atrás las carretas. Corfe pudo ver que los líderes de aquellas tropas llevaban media armadura y reluciente cota de malla. Eran los
hraibadar
, las tropas de asalto de Shahr Baraz.

La formación se dividió y desplegó, de modo que los proyectiles empezaron a causar menos víctimas. A medida que se acercaba el enemigo, Corfe empezó a dar órdenes, levantando la voz para que se oyera por encima de las continuas explosiones de la artillería toruniana.

—¡Preparad las piezas!

Los hombres encajaron las mechas lentas en los mecanismos de rueda de sus arcabuces.

—¡Presentad las piezas!

Levantó el sable. Podía distinguir los rostros individuales en las hileras de enemigos que se acercaban, los penachos de crin de caballo y las bocas jadeantes bajo los altos yelmos.

Bajó el sable bruscamente.

—¡Fuego!

Las murallas estallaron en una línea de humo y llamas cuando casi quinientos arcabuces dispararon al unísono. El enemigo, apenas a cien yardas de distancia, fue empujado hacia atrás como por una repentina ráfaga de viento. Las hileras delanteras se disolvieron en una masa de hombres que se arrastraban y retorcían, y las de detrás vacilaron un instante antes de seguir avanzando.

—¡Recargad! —gritó Corfe. Era el turno de Andruw.

Los cinco cañones restantes de la batería toruniana esperaron a que los merduk estuvieran a cincuenta yardas, y entonces dispararon al mismo tiempo sus letales explosivos de metralla: latas huecas de metal fino llenas de miles de balas de arcabuz. Aparecieron cinco surtidores de humo, y los merduk volvieron a ser aplastados en una terrible matanza.

El humo era demasiado denso para apuntar. Corfe gritó con toda la potencia de sus pulmones, agitando el sable:

—¡Fuera de las murallas! ¡A la segunda posición, muchachos! ¡Seguidme!

Los torunianos descendieron de las arruinadas murallas y formaron una línea doble debajo. Los sargentos y alféreces los situaron en sus posiciones y se mantuvieron preparados.

Los artilleros estaban abandonando sus piezas, tras haber bloqueado los oídos de los cañones. Corfe vio a Andruw, riendo mientras corría. Cuando los últimos artilleros se encontraron tras la línea de arcabuceros, dio la orden.

—¡Preparad las piezas!

Una línea de figuras apareció por las aberturas de las murallas, cientos de hombres que gritaban al correr.

—¡Primera línea, presentad piezas!

Treinta yardas de distancia. ¿Podrían detenerlos? Parecía imposible.

—¡Fuego!

Una ráfaga estremecedora que ocultó al enemigo entre nubes de humo oscuro.

—Primera línea, atrás. Segunda línea, ¡fuego!

Los hombres de la primera línea habían echado a correr por la fortaleza en dirección al puente, donde esperaban Baffarin y sus ingenieros. Tendrían el tiempo muy justo.

La segunda ráfaga agitó el humo y derribó a más enemigos, pero los hombres de Corfe también estaban cayendo, pues los merduk tenían arcabuceros en las murallas, disparando a ciegas contra las hileras torunianas.

Una hilera de figuras que gritaban apareció entre la nube de humo como diablos catapultados del infierno.

Unas cuantas armas dispararon una ráfaga irregular. Y luego empezó el combate cuerpo a cuerpo. Los arcabuceros que tuvieron tiempo soltaron las armas y desenvainaron los sables. Otros repartían golpes con las culatas de los arcabuces.

Corfe destripó a un merduk, cruzó el rostro de otro con su pesado sable, y golpeó con la empuñadura la mandíbula de un tercero.

—¡Atrás! ¡Atrás, hacia el puente!

Los estaban arrollando. No dejaban de llegar más enemigos, tal vez ya había miles de ellos. Por todo el patio de maniobras, lleno de escombros y agujeros, Corfe vio cómo sus líneas se convertían en grupos de hombres aislados cuando los merduk chocaban contra ellas. Los que podían se estaban retirando; otros caían bajo las centelleantes cimitarras sin dejar de blandir sus armas.

Desvió una cimitarra, derribó al hombre de un codazo, lanzó una estocada contra otro, se volvió contra el primero y le hirió en el brazo. Estaba rodeado. Empezó a moverse, golpear y herir sin voluntad consciente. El grupo se separó. Tuvo espacio de nuevo, y vio unas cuantas figuras gritando y corriendo junto a él; había muertes a cada instante, y tanta sangre por todas partes que parecía otro elemento.

Alguien le estaba tirando frenéticamente del brazo. Se volvió y estuvo a punto de decapitar a Andruw. El oficial de artillería tenía un corte en la cara que le había dejado un trozo de carne colgando sobre un ojo.

—Es hora de irse, Corfe. No podemos contenerlos por más tiempo.

—¿Cuántos hombres hay en el puente?

—Los suficientes. Has cumplido con tu deber, de modo que sígueme. Se están preparando para volar las cargas.

Corfe permitió que Andruw se lo llevara. Salió tras él de la fortaleza, llamando a los últimos de sus hombres mientras corría.

El puente se sostenía sobre unos pocos soportes de piedra. El resto habían sido cortados y volados. Allí estaba Baffarin, sonriente.

—Me alegro de veros, teniente. Pensamos que os habíamos perdido. Sois casi los últimos.

Corfe y Andruw cruzaron a la carrera el puente largo y vacío. Los primeros enemigos se encontraban a menos de cincuenta yardas detrás de ellos, y las balas de arcabuz levantaban astillas de piedra en torno a sus pies mientras alcanzaban la orilla oeste. Los supervivientes de la unidad de Corfe estaban agazapados allí, entre los revestimientos de la isla. Los que aún tenían armas de fuego disparaban metódicamente contra la presión del avance enemigo. Al ver a Corfe y Andruw emitieron un vítor ronco.

Los ingenieros de Baffarin estaban encendiendo tiras de trapos atados entre sí con mechas lentas. Una culebrina disparaba metralla a la orilla opuesta, deteniendo el avance merduk. Corfe cayó de rodillas tras la protección de las trincheras del otro lado del puente, respirando con dificultad. Se sentía como si alguien hubiera encendido un fuego en el interior de su armadura, y el metal negro parecía insoportablemente pesado, aunque no lo había notado mientras corría.

—Sólo unos segundos —dijo Baffarin. Todavía sonreía, pero en su expresión no había humor; era como un rictus. El sudor le trazaba surcos sobre las sienes ennegrecidas.

Entonces estallaron las cargas.

No hubo ruido, sólo un resplandor y una inmensa… impresión. La sensación de un suceso tan enorme que el cerebro no podía asimilarlo. Corfe sintió que le arrebataban el aire de los pulmones. Cerró los ojos y se cubrió la cara con los brazos, pero oyó las explosiones secundarias en la distancia, como si un cristal grueso las separara de él. Entonces llegó la lluvia de escombros, madera y cosas peores cayendo a su alrededor. Un objeto pesado resonó contra la espalda de su armadura, y algo le golpeó la mano y la nuca con fuerza suficiente para aturdirlo. Explosiones continuas, un trueno en rápido movimiento. Una lluvia de agua, y hombres gimiendo. Los ecos de las detonaciones reverberaron en las laderas de las colinas, como truenos fragmentados que acabaron por extinguirse.

Corfe levantó la vista. El puente había desaparecido, y la misma tierra parecía haber cambiado. De la barbacana oriental, aquella fortaleza grande y de altas murallas, prácticamente no quedaba nada. Sólo muñones y montículos de piedra humeante entre una enorme sucesión de cráteres. Las catacumbas habían quedado abiertas al cielo. Percibió el resplandor de las llamas, y el olor a pólvora, a sangre y a tierra rota, un hedor más denso y sólido que ninguno de los que había experimentado antes, ni siquiera en Aekir.

—¡Dios mío! —dijo Andruw junto a él.

Las laderas que descendían hasta la barbacana estaban cubiertas de hombres, algunos vivos y encogidos, otros convertidos en cadáveres. Era como si hubieran experimentado una visión simultánea, o tal vez presenciado una aparición de su profeta. Las carcasas de elefantes yacían como montículos de roca gris, excepto los que habían quedado totalmente descuartizados. Todo el campo de batalla parecía helado por la conmoción.

—Me apuesto algo a que la explosión se ha oído en Torunn —dijo Baffarin, todavía sosteniendo el extremo de una mecha lenta con una mano de nudillos pálidos.

—Yo diría que la han oído en la mismísima Hebrion —dijo un soldado cercano, y se oyeron risas automáticas, un humor vacío. Los hombres estaban demasiado afectados.

El aire cliqueó en la garganta de Corfe. Recuperó la voz, y se sorprendió a sí mismo ante lo firme de su sonido.

—¿A quién tenemos aquí? Tove, Marsen, bien. Que los hombres se desplieguen en las trincheras. Quiero las armas preparadas. Ridal, ve a la ciudadela e informa a Martellus. Dile… dile que la barbacana oriental y el puente han volado…

—Por si no se había dado cuenta —interrumpió alguien.

—… y dile que tengo a unos… —Miró a su alrededor. ¡Dulces santos del cielo! ¿Tan pocos?—. A unos doscientos hombres a mi disposición.

Los supervivientes de la primera unidad de Corfe se dispusieron a obedecer sus órdenes.

—Están luchando en el río —dijo alguien, mirando hacia el norte.

El estampido de la artillería y el fuego de arcabuz habían interrumpido el silencio momentáneo.

—Ésa es su lucha. Nuestro trabajo está aquí —dijo Corfe con aspereza. Luego se sentó rápidamente, con la espalda apoyada en un revestimiento, antes de que sus piernas de goma lo traicionaran y se doblaran debajo de él.

Martellus contempló el clímax de la batalla desde su punto de observación habitual en las alturas de la ciudadela. Lo de intentar dirigir a sus hombres desde el fragor del combate no era para él. John Mogen sí lo había hecho. No, Martellus prefería permanecer en la retaguardia y estudiar la evolución del conflicto, basar sus decisiones en la lógica y en los despachos que recibía minuto a minuto, traídos por mensajeros sucios y ensangrentados. Un general dirigía mejor desde la distancia, alejado de los gritos y el estruendo de su batalla. Cierto que algunos hombres eran capaces de dirigir un ejército mientras luchaban casi en la primera línea, pero eran genios muy escasos. Inevitablemente, volvió a pensar en Mogen.

El rugido de la explosión fue un trueno distante que reverberó hasta las colinas más lejanas. Una enorme columna de humo se elevó en el centro del campo de batalla, donde había estado la barbacana oriental. El asalto había sido dañado, tal vez incluso interrumpido. El joven Corfe había hecho un buen trabajo. Era alguien a quien tener presente, a pesar de la nube que flotaba sobre su pasado.

Pero al norte y al sur de la humareda, dos nuevas formaciones merduk, cada una de unos veinticinco mil hombres, se habían acercado al río. La artillería de las Murallas Largas y la isla las había bombardeado incesantemente con proyectiles, pero habían seguido avanzando. A la sazón, estaban descargando aquellos botes casi planos de las carretas tiradas por elefantes, y preparándose para enfrentarse a la furiosa corriente del río Searil.

«En cuanto crucen el río con el grueso del ejército», pensó Martellus, «será sólo cuestión de tiempo. Podemos destrozarlos por millares cuando crucen el dique, pero lo cruzarán. El río es nuestra mejor defensa, al menos mientras llegue tan crecido.»

Se volvió hacia un asistente.

—¿Está listo Ranafast con su grupo de salida?

—Sí, señor.

—Entonces ve a verle. Transmítele mis respetos y dile que tiene que llevar a sus hombres a la isla de inmediato. También puede llevarse a uno de cada cuatro hombres de la muralla, excepto a los artilleros, y todos deben llevar arcabuces. Deben impedir que crucen el río. ¿Está claro?

—Sí, señor.

Entre tanto, un escriba garabateaba furiosamente. La orden escrita fue confiada al asistente en cuanto Martellus hubo trazado en ella su firma, y el asistente partió a la carrera hacia las Murallas Largas.

Ranafast no tendría mucho tiempo para reunir a sus hombres y ponerse en posición. Martellus se maldijo a sí mismo. ¿Por qué no había pensado en un cruce masivo con botes? Los ingenieros merduk habían estado muy ocupados durante las semanas que permanecieron detenidos en Aekir.

Los primeros botes habían empezado a meterse en el río. Eran artilugios grandes y toscos, empujados por los remos de sus pasajeros. Al menos había ochenta hombres en cada uno, y Martellus contó mas de un centenar de botes alineados en la orilla este como lagartos de río bajo el sol tropical. Entre ellos brotaban surtidores como hongos momentáneos, destrozando botes, derribando hombres y sembrando el pánico entre los elefantes.

El Searil medía trescientas yardas de anchura delante del dique, un río caudaloso y rápido que trazaba remolinos blancos en muchos lugares y que bajaba lleno de escombros. No era fácil cruzarlo a remo en sus mejores momentos. Y hacerlo bajo el fuego de los cañones… Aquellos hombres despertaron la admiración de Martellus, incluso mientras planeaba cómo destruirlos.

La primera oleada se había puesto en marcha. Al norte y al sur del puente en ruinas, el Searil se llenó de repente de botes grandes y planos, como un riachuelo en cuyos bancos se acumularan las hojas de otoño.

Atronaron unos cascos, y Ranafast, a la vanguardia de su dotación, cruzó los puentes del dique en dirección a la isla. Una columna de hombres a pie seguía a la caballería. Con suerte, habría más de siete mil hombres en la orilla oeste para tratar de impedir el cruce, apoyados por la artillería de las murallas.

Y, sin embargo, al contemplar la cantidad de enemigos agolpados en la orilla este, Martellus no pudo evitar sentir desesperación. Durante millas, el borde del Searil hervía de soldados, botes, elefantes, caballos y carretas. Y aquélla era sólo la fuerza de asalto. Tras las colinas, los soldados de reserva de caballería y artillería y sus innumerables seguidores oscurecían la faz de la tierra como una extensa plaga. Era inconcebible que la voluntad colectiva de aquella multitud pudiera ser doblegada.

Pero Martellus tenía que conseguirlo… y lo conseguiría. Desafiaría a los agoreros, a los generales aficionados y a todos los demás. Defendería la fortaleza hasta su último aliento, y desangraría a las huestes merduk mientras lo hacía.

Por toda la longitud de las murallas aparecieron globos de humo, diminutos en la distancia. A los pocos segundos, el sonido de las salvas de los cañones llegó a la ciudadela, donde la artillería también entró en funcionamiento. El ruido estaba por todas partes, junto con el electrizante olor de la pólvora.

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