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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood (45 page)

BOOK: El viaje de Hawkwood
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Pero lo dudaba. Sus escarceos eran demasiado reales, demasiado sólidos y genuinos para ser el producto de ningún hechizo. Era casi como si ella hubiera sido madera seca a la espera de una chispa. Cobraba vida en sus brazos, y su apareamiento era como una batalla nocturna, un duelo por el dominio. La había dominado, estaba seguro. Sonriendo en dirección al techo, revivió la satisfacción de hundirse en ella y sentir la respuesta de su cuerpo. Era un animalito delicioso. Le encontraría un puesto cuando la colonia estuviera establecida, y la mantendría a su lado. Nunca podría casarse con ella (la idea era lo bastante absurda para hacerlo reír en voz alta), pero la trataría bien.

Debía tenerla a su lado. La necesitaba. Ansiaba aquellas batallas nocturnas, y a veces se preguntaba si alguna otra mujer volvería a interesarle.

¿Por qué se marchaba siempre justo antes del amanecer? Y aquel anciano… ¿qué era para ella? No podía ser su amante.

Tensó los labios y apretó los puños sobre la manta.

«Es mía», pensó. «No le permitiré estar con otros. Debo tenerla conmigo.»

Pero aquellos sueños… Llegaban todas las noches, y todas las noches eran iguales. Aquel calor sofocante, el peso y el pelaje de la bestia encima de él. Aquellos ojos que lo estudiaban sin parpadear y con malevolencia. ¿Qué podía significar?

Siempre tenía sueño aquellos días, siempre estaba cansado. Había sido estúpido al enfrentarse al inceptino de aquel modo; el hombre tendría que morir. Era un enemigo demasiado poderoso. Abeleyn lo comprendería.

Se frotó las oscuras órbitas de los ojos, sintiéndose incapaz de eliminar la fatiga que los atormentaba. Quería tenerla allí, moviéndose cálidamente entre sus brazos. Durante un segundo, la intensidad de su deseo lo anonadó.

Volvió a incorporarse. Había algo extraño en el barco, y tuvo que pensar un momento antes de darse cuenta de lo que era.

El galeón había dejado de moverse.

Saltó de la hamaca con tanta fuerza que ésta se balanceó y chocó con el mamparo; se vistió apresuradamente y tomó el estoque con su vaina. Cuando llegaba a la puerta, alguien llamó ruidosamente. La abrió de golpe para encontrarse con el grumete, Mateo, mirándolo muy pálido.

—Los respetos del capitán Hawkwood, señor, y os pide que os unáis a él en la bodega. Hay algo que deberíais ver.

—¿Qué es? ¿Por qué hemos dejado de movernos?

—Ha dicho que… Tenéis que verlo, señor. —El muchacho parecía a punto de vomitar.

—Acompáñame pues, maldito seas. Más vale que sea importante.

Todo el barco estaba conmocionado, con los pasajeros concentrados en la cubierta inferior y soldados apostados en todas las escotillas y escaleras con la mecha lenta encendida y las espadas desenvainadas. Durante el trayecto hacia las entrañas del galeón, Murad se encontró con un nervioso sargento Mensurado.

—Sargento, ¿quién ha dado la orden de apostar a esos centinelas?

—El alférez Sequero, señor. Está en la bodega. Tenemos órdenes de no dejar pasar a nadie más que a los oficiales.

Murad estuvo a punto de preguntarle qué había ocurrido, pero aquello arrojaría una duda sobre su capacidad de controlar la situación. Se limitó y asentir y dijo:

—Continuad.

Siguió a Mateo por las oscuras escotillas hacia la bodega.

Había algo de agua moviéndose entre las altas pilas de barriles, cajas y sacos. Ratas correteando por el suelo. La oscuridad era total, salvo por la pequeña linterna de mano que llevaba Mateo, pero al cruzar uno de los mamparos, Murad vio otra mancha de luz parpadeando ante ellos, y un grupo de hombres concentrados en su resplandor.

—Lord Murad —dijo Hawkwood, enderezándose. Sequero estaba allí, y Di Souza, y el segundo de a bordo herido, Billerand, con el brazo fijado a un costado y el rostro contraído por el dolor.

Los hombres se apartaron, y Murad vio la silueta que yacía en el agua, el resplandor oscuro de la sangre y las vísceras, las extremidades deformes y sin vida.

—¿Quién es?

—Pernicus. Billerand lo ha encontrado en mitad de la guardia.

—Estaba husmeando por aquí —dijo el bigotudo segundo de a bordo—, inspeccionando el cargamento. Es para todo lo que sirvo últimamente.

Murad se arrodilló y examinó el cadáver. Los ojos de Pernicus estaban muy abiertos, y la boca inmóvil en un último grito.

¿Lo había oído? ¿O formaba parte de su sueño?

El cuello del hombre había sido prácticamente arrancado de un mordisco; Murad pudo ver el tubo reluciente de la tráquea, los extremos desiguales de las arterias, la astilla blanca de una vértebra.

Más abajo, los intestinos se habían derramado como pliegues de cuerda grasienta. Al cadáver le faltaban trozos enteros. Las marcas de dientes eran evidentes.

—¡Dulce Ramusio! —susurró Murad—. ¿Qué ha hecho esto?

—Alguna clase de bestia —dijo Hawkwood con firmeza—. Algo ha bajado aquí durante la guardia media; a un miembro de la tripulación le ha parecido verlo. A Pernicus le gustaba hacer su magia en la bodega, porque estaba más tranquilo que en la batería o el combés. La bestia ha bajado detrás de él.

—¿Ha dicho el hombre cómo era? —preguntó Murad.

—Grande y negra. Es todo lo que ha podido decir. Creía que lo había imaginado. No hay nada parecido a bordo del barco.

Un sueño o pesadilla, y el peso de algo grande y cubierto de pelaje negro encima de él.

Murad dominó su confusión y se incorporó, alejándose de aquella agua repugnante.

—¿Creéis que aún está a bordo?

—No lo sé. Quiero un registro completo del barco. Si lo que ha hecho esto está a bordo, lo encontraremos y lo mataremos.

Murad recordó el diario de a bordo del
Halcón de Cartigella
. No podía ser. No podía estar ocurriendo otra vez. Tales coincidencias no eran posibles.

—He pedido que venga el mago, Bardolin. Tal vez pueda darnos algo de información —añadió Hawkwood.

—¿Saben los pasajeros lo que ha pasado?

—Saben que Pernicus ha muerto. No he podido evitar que eso se filtrara, al haber cesado el viento y todo eso. Pero no saben cómo ha muerto.

—Que siga así. No queremos pánico a bordo.

Los cuatro permanecieron un instante en silencio en torno al cadáver. Se les ocurrió a todos al mismo tiempo que la bestia podía estar allí con ellos en aquel momento, acechando entre las sombras. Di Souza se removía inquieto, con la espada desenvainada parpadeando a la luz de la linterna.

—Alguien viene —dijo. Se acercaba otro globo de luz, y dos hombres avanzaban hacia ellos por entre el cargamento.

—¡Basta, Masudi! —gritó Hawkwood—. Regresa. Bardolin, acercaos solo.

El mago chapoteó en dirección a él, y pudieron distinguir cómo la linterna de Masudi se empequeñecía mientras éste regresaba por donde había venido.

—Y bien, caballeros —empezó Bardolin, y se inclinó hacia el cuerpo como había hecho Murad.

—¿Y bien, mago? —preguntó Murad fríamente, tras recobrar la compostura.

El rostro de Bardolin estaba tan pálido como el de Mateo.

—¿Cuándo ha ocurrido esto?

—Creemos que poco después de amanecer —le dijo Billerand secamente—. Lo he encontrado aquí, tal como está.

—¿Qué ha hecho esto? —quiso saber Murad.

El mago dio la vuelta a las extremidades, y examinó la carne lacerada con una intensidad que resultó repugnante para los más sensibles entre ellos. Sequero apartó la vista.

—¿Cómo estaban los caballos anoche? —preguntó Bardolin.

—Algo inquietos —dijo Sequero con el ceño fruncido—. Nos costó mucho tranquilizarlos.

—Porque lo olían —dijo el mago. Se incorporó con un leve quejido.

—¿Qué olían? —preguntó Murad con impaciencia—. ¿Qué ha hecho esto, Bardolin? ¿Qué clase de bestia? No ha sido un hombre, eso está claro.

Bardolin parecía reacio a hablar. Contemplaba el cuerpo mutilado con el rostro lúgubre como una lápida.

—No ha sido un hombre, y sí ha sido un hombre. Las dos cosas, y ninguna.

—¿Qué estupidez es ésa?

—Ha sido un hombre lobo, lord Murad. Hay un cambiaformas a bordo de este barco.

—¡Que los santos nos protejan! —dijo Di Souza en el consternado silencio.

—¿Estáis seguro? —preguntó Hawkwood.

—Sí, capitán. He visto heridas como éstas. —Bardolin parecía abatido y extrañamente amargado, pensó Murad. Y no tan sorprendido como hubiera debido estar.

—De modo que no es un simple animal —dijo Hawkwood—. Cambia continuamente. Podría ser cualquiera, cualquier persona de a bordo.

—Sí, capitán.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Di Souza en tono plañidero. Nadie le respondió.

—Habladnos, mago —gruñó Murad—. ¿Qué podemos hacer para encontrar a la bestia y matarla?

—No hay nada que podáis hacer, lord Murad.

—¿Qué queréis decir?

—Ahora habrá recuperado su aspecto humano. Simplemente tenemos que estar alerta, y esperar a que vuelva a atacar.

—¿Qué clase de plan es ése? —espetó Sequero—. ¿Acaso somos ganado esperando la matanza?

—Sí, lord Sequero, lo somos. Eso es exactamente lo que somos para esa cosa.

—¿No hay forma de saber quién es el hombre lobo? —preguntó Billerand.

—No que yo sepa. Simplemente tendremos que vigilar, y también hay ciertas precauciones que podemos tomar.

—Y entre tanto ha vuelto la calma chicha —dijo Hawkwood—. El viento de Pernicus ha muerto con él. El barco está otra vez inmovilizado.

Permanecieron en silencio, contemplando los restos del brujo del clima.

—No creo que haya sido un asesinato casual —dijo finalmente Bardolin—. Pernicus fue elegido para morir. Cualesquiera que sean las razones de esa cosa, no quiere que esta expedición llegue al oeste.

—¿De modo que es racional, incluso en su forma de bestia? —preguntó Hawkwood, sobresaltado.

—Oh, sí. Los hombres lobo conservan la identidad de su forma humana. Es sólo que sus… impulsos se vuelven incontrolables.

—Bardolin, capitán, deseo hablar con ambos en mi camarote —dijo bruscamente Murad—. Alféreces, ocupaos del cadáver de Pernicus. Aseguraos de que nadie más lo vea. El hombre ha sido asesinado, eso es todo lo que la gente de a bordo necesitan saber. Sequero, que los guardias sigan apostados en todas las escotillas que conducen a la bodega. Puede que continúe aquí abajo.

—¿Tenéis balas de hierro para los arcabuces? —preguntó Bardolin.

—No, usamos plomo. ¿Por qué?

—El hierro y la plata son los metales que más daño le harían. Incluso el acero de vuestra espada resultaría inútil. Lo mejor sería fabricar balas de hierro lo antes posible.

—Pondré al herrero del barco a trabajar —dijo Billerand.

Dejaron a Sequero y Di Souza con su siniestra tarea y volvieron arriba.

—¿Estás seguro de que puedes estar levantado? —preguntó Hawkwood a Billerand. El segundo de a bordo gemía y jadeaba mientras ascendía por las escalerillas.

—Hace falta algo más que unos cuantos huesos rotos para apartarme de mi deber, capitán. Además, tengo la sensación de que pronto necesitaremos a todos los oficiales que podamos reunir.

—Sí. Habla con el artillero, Billerand. Quiero que todos los hombres tengan algún arma. Arcabuces, hachas de abordaje, machetes, cualquier cosa. Si alguien se pone demasiado curioso, cuéntale una historia de piratas.

Billerand sonrió ferozmente bajo su descuidado mostacho.

—¡Ojalá fuera verdad!

—Mejor que llames a acuartelarse también, para completar el cuadro. Si conseguimos que todo el mundo piense que el peligro es de origen humano y externo, hay menos posibilidades de que cunda el pánico.

—Diremos que hay un espía a bordo —intervino Bardolin—, y que ha sido él quien ha matado a Pernicus.

—Es que hay un espía a bordo —dijo Murad con una carcajada amarga.

Hawkwood, Bardolin y Murad se reunieron en el camarote del noble, mientras detrás de ellos la conmoción se apoderaba del barco. Las cubiertas se llenaron de estruendo cuando se soltaron los cañones, se repartieron armas a los marineros y se condujo al pasaje a los rincones libres. A los oficiales de Murad les resultaría fácil arrojar discretamente el cuerpo de Pernicus por la borda en medio del tumulto.

—Tomad asiento, caballeros —dijo Murad sombríamente, indicándoles el camastro y el taburete sobrante. El calor empezaba a notarse tras la desaparición del viento, y sus rostros brillaban de sudor. Pero Murad no abrió las ventanas de popa.

—El ruido cubrirá nuestra conversación —dijo, indicando con el pulgar el estruendo de fuera del camarote—. Mejor así.

Abrió un cajón del escritorio y extrajo un paquete envuelto en piel engrasada. Era rectangular, y con la tapa muy desgastada. Lo desenvolvió para revelar un libro grueso y maltrecho.

—El libro de rutas —jadeó Hawkwood.

—Sí. He decidido que es el momento de revelaros su contenido a vos, capitán, y a vos, Bardolin, ya que parece que sois un experto en esta materia.

—No comprendo —dijo el mago. El duende se retorció en el interior de su túnica, pero pasó desapercibido.

—No somos la primera expedición en buscar el Continente Occidental. Hubo otra, mejor dicho, hubo otras dos que zarparon antes que nosotros, y ambas acabaron en desastre; la segunda porque el barco llevaba un hombre lobo a bordo.

Hubo una pausa. El bullicio del galeón continuaba resonando en el exterior.

—No se me informó de ello —dijo fríamente Hawkwood.

—No lo consideré necesario, pero lo ocurrido me ha hecho cambiar de opinión. Parece ser que las expediciones al oeste tienden a acabar de modo similar.

—Explicaos, por favor —dijo Bardolin. El sudor le resbalaba por las sienes y la nariz rota.

Brevemente, Murad les informó de lo sucedido más de un siglo atrás al
Halcón de Cartigella
. También les habló de las referencias en el libro de rutas a un viaje al oeste aún más antiguo, emprendido por un grupo de magos que huían de la persecución en los reinos ramusianos.

—La información es fragmentaria y poco clara, pero he intentado deducir unas cuantas cosas —dijo—. Lo que me inquieta son las similitudes entre las tres expediciones. Hombres lobo y practicantes de dweomer. Asesinatos a bordo.

—Y el desastre final —añadió Hawkwood—. Debemos poner rumbo a Abrusio, sacar los botes y remolcar el barco hasta encontrar el viento. El inceptino tiene razón: este viaje esta maldito.

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