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Authors: Manuel Mújica Láinez

El viaje de los siete demonios (4 page)

BOOK: El viaje de los siete demonios
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—Ya veremos de qué se trata, Excelencias… y usted, compañero Excelencia.

Pausadamente, iniciaron el descenso, entonando la «Marcha de las juventudes Demonistas». Para divertirse, Asmodeo se metamorfoseaba en doncel, en doncella, ambos desnudos, ambos voluptuosos. Bajo ese influjo, se besaron el toro y la sirena. Aquietáronse por fin las alas motrices, y los trotamundos se detuvieron en un hueco de un pálido bosque secular, que arropaba la bruma.

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e árbol en árbol se estiraban los flecos de niebla, de suerte que los demonios tuvieron la impresión —para ellos nada novedosa— de moverse entre sombras espectrales. Ondulaban en la espesura desvaída los que en algunas partes llaman hilos de la Virgen y en otras babas del Diablo, según el humor variable de la gente, y que se cuenta que son tejidos por las hadas, y los viajeros, al avanzar con pausado tranco, se enredaban en su encaje gris. El otoño tapizaba de amarillo las sendas indecisas, sobre las cuales las hojas no cesaban de caer. Desde ciénagas y estanques ocultos, se interpelaban, croadores, plañideros, los anfibios; de vez en vez, una rama seca se desprendía, arrastrando simulacros de follaje, y entonces un vuelo de pájaros absortos tijereteaba la bruma. Los siete cabalgaban como a través de un sueño, sin hablar. Cuando las ruedas del Vellocino, las patas del grifo, de los monos, del sapo y del toro, las colas de la sirena y de la serpiente, se hundían en la alfombra de hojarasca, producían apenas un rumor similar al de los largos vestidos, al arrastrarse por los corredores cortesanos. Y la brisa ponía doquier su liviano temblor. Adelante, oyeron pasos, y de golpe se tornaron invisibles. Venía un aldeano por la vaguedad de la arboleda.

Lucifer mudó su traza en la de un viejo y preguntó al campesino con voz cascada:

—Buen hombre, apiádate de un peregrinante que extravió el rumbo, e infórmame de a dónde conduce este sendero.

—Buen viejo —le replicó el interrogado—, por aquí derecho, a un cuarto de legua, encontrarás el castillo de Tiffauges, en la diócesis de Maillezais, pero no te aconsejo que vayas, porque es un lugar maldito.

—Allá debo ir.

—Vé con Dios.

Tapándolos, el demonio apuntó el meñique y el índice y recogió los demás dedos:

—¡Vete tú con él!

Sopló y el hombre se convirtió en una azucena. Impetuosamente, Lucifer le orinó encima; luego le devolvió su aspecto natural. El aldeano se sacudía el remojón.

—¿Cómo te sientes buen hombre?

—No sé… empapado…

—Hasta la vista, buen hombre. Cuídate del rocío.

—Hasta la vista, buen anciano.

Separáronse así, y no bien se esfumó el manso receptor del caudal de la vejiga diabólica, reaparecieron los seis andariegos restantes y sus medios de transporte.

—¿Oyeron Sus Excelencias? —inquirió Lucifer.

—Oímos —respondió Asmodeo— y sé perfectamente de qué se trata. Detengámonos aquí y lo comunicaré a Sus Excelencias.

Hicieron alto en un claro del bosque. El día se insinuaba, eliminando veladuras. Comenzaron a piar las aves. Sentáronse en redondo los demonios, y Satanás, el más enérgico, pues nada se compara con el dinamismo de la ira, en segundos encendió una fogata. La necesitaban los siete, congelados por el clima de los espacios siderales. Antes de ubicarse en el césped mustio, desuncieron sus bestias: la serpiente se enroscó al cogote del grifo, que se puso a pastar; los simios saltaron en la fronda, en pos de rezagadas nueces; el sapo se dedicó a cepillar su casaca púrpura, sumando su canción a la de los batracios fraternos; quedó gruñendo el desprovisto motor del Vellocino; y la sirena se acomodó sobre la grupa del toro, como Europa en las mitológicas versiones, y se perdió con él al amparo de los matorrales. Abrió su cesta sin fondo el voraz Belcebú y distribuyó en torno algunos confites de chocolate y azúcar. Entonces Asmodeo dio principio a su relato.

—Quizás recuerden o no recuerden ustedes, que tres años atrás del que ahora vivimos por la gracia del Diablo, o sea en 1440, el Barón Gilles de Rais, Conde de Brienne, señor de Laval, Pouzauges, Tiffauges, Machecoul, Champtocé y muchos lugares más, Mariscal de Francia, Teniente General de Bretaña, Consejero y Chambelán del Rey Carlos VIII, fue ajusticiado en Nantes.

—Imposible no recordarlo —dijo Leviatán, con envidia—: Gilles de Rais ha sido el único rival auténtico del Marqués de Sade. Es cierto que también hubo una condesa húngara… que tenía dientes de lobo en el escudo…

—¿Sade? ¿El Mariscal de Sade? —demandó la ignorancia del tragón Belcebú.

—Ese es Saxe, el Mariscal de Saxe —replicó la furia de Satanás—. Será mejor que Su Excelencia Asmodeo resuma cuanto antes la historia de Rais, para iluminación de atrasados.

Frunció la trompa, ofendido, el goloso. Por segunda vez, desde que partieran, lo agraviaban: se habían burlado de él, cuando propuso, cordialmente, que depusieran su título y se llamasen «compañeros», y ahora se mofaban de su incultura. ¡Y él los obsequiaba con dulces!

El demonio de la fornicación retomó su discurso:

—Repito que es un tema que conozco bien, porque el abultado expediente que suscitó esta causa pasó por mi departamento, y varios de sus folios llevan mi sello copulante. No me encargué yo mismo del asunto, pero mis subordinados me notificaron día a día de su evolución, y a mi vez di parte al Diablo, quien aprobó el procedimiento seguido.

Hizo una pausa, para desbandar las moscas verdes que lo aturdían, y continuó.

—El señor de Rais pertenecía a la ilustre familia de Laval, emparentada con los Montmorency. Era primo de Juan V, Duque de Bretaña, y descendía de gente tan famosa como Bertrand du Guesclin y Olivier de Clisson. Nació en la Torre Negra del Castillo de Champtocé. Sus padres murieron cuando era niño, dejándole una fortuna inmensa, y su abuelo materno, Craon, pasó a administrar sus bienes y a educarlo. Se mentaba a ese abuelo por su avaricia sórdida…

—No veo —interrumpió Mammón, quien se empeñaba en remendar una de sus alas miserables— qué puede tener Su Excelencia contra la avaricia, ni por qué la califica de sórdida. Gracias a ella se ha poblado buena parte del Infierno.

—Nada tengo contra la avaricia, que respeto; me limito a referir los hechos objetivamente. Por avaricia… o por parsimonia… Craon permitió que Gilles creciese a su antojo, pues lo único que en verdad le interesaba era añadir más y más tierras y castillos a sus propiedades, y amontonar más y más monedas de oro en sus cofres. De esa suerte, la riqueza del joven Gilles llegó a ser colosal y a provocar la baja envidia de muchos grandes señores de Francia.

—La envidia —proclamó el cocodrilo— resulta, si bien se mira, una virtud, y perdónenme Sus Excelencias. Merced a la envidia se han realizado obras muy importantes. Es deuda cercana de la emulación, de la competencia y, consecuentemente, del progreso. La ciencia y el arte cuentan con su eficaz apoyo.

—Asimismo —afirmó Lucifer—, una justa soberbia es necesaria para el artista, en cualquiera de las artes.

—Su Excelencia —arremetió el cocodrilo— plagia a Edith Sitwell. Lo he leído en el «Sunday Times».

Encabritóse Lucifer, puesto que nada embravece tanto a un soberbio como que lo tachen de falta de originalidad. Sin embargo, como Leviatán tenía razón y él también era lector asiduo del «Sunday Times», el insuperable presuntuoso se limitó a clavar los ojos en su contendor, despreciativamente, y a doblar el brazo izquierdo, aplicando sobre su coyuntura la palma derecha.

—Si me interrumpen de continuo con reclamos de la susceptibilidad —protestó Asmodeo— no podré proseguir. Declaro, de una vez por todas, que respeto, que admiro a los siete pecados capitales, pues no existe invención que con ellos se pueda comparar. Son la obra maestra del Diablo. Y vuelvo a mi historia. Gilles de Rais sobresalió pronto por su belleza viril. Cuando despuntó su barba, todavía adolescente, se advirtió el extraño reflejo azul de sus pelos rojos. De ahí proviene que, siglos más tarde, al escribir Perrault su cuento de «Barba Azul», ciertos eruditos sostuvieran que había sido inspirado por los anales de Gilles. Yo no comparto la idea.

—A ese cuento —acotó el demonio comilón, feliz de saber algo— lo conozco. «Ana, hermana Ana ¿qué ves venir? No veo más que el polvo del sol y el verde de la hierba.»

—¡Basta —resopló Asmodeo—, o me callo!

Le suplicaron que prosiguiese, y el erótico cronista se desembarazó de una baba del Diablo (o hilo de la Virgen), metida en su hocico:

—Al tiempo que se señalaba por su hermosura y su opulencia, el doncel aterró a los servidores de sus castillos con su indiscutible y bella crueldad. Torturaba gatos, coleccionaba escarabajos y mariposas, y se refiere que, iracundo, despanzurró a un negro palafrén para calmar sus nervios.

—La ira —murmuró Satanás—, la maravillosa ira, el único relax auténtico…

—El muchacho, aparte de tales diversiones, aprendía a iluminar manuscritos, estudiaba latín, oía música, leía a Suetonio…

—Ese escritor —dijo Lucifer— ha sido un excelente aliado nuestro. El ejemplo de los emperadores romanos nos fue muy útil. Los déspotas calcan sus biografías.

—¡No hablo más! —gritó Asmodeo.

Volvieron a rogarle, prometiendo no quebrar el relato, y Belcebú le ofreció unas pastas. Cruzó una cabra salvaje, brincando, delante de ellos, y como procedía del sector derecho del camino. Asmodeo lo imputó buen augurio. Siguió, pues, el demonio:

—A la edad de dieciséis años, su abuelo valoró la conveniencia de casar a Gilles con una hembra rica. Tras dos tentativas infructuosas, el joven contrajo enlace con una niña de su edad, Catalina de Thouars. Era la niña (como todo lo que más o menos provocaba la atención entonces) prima suya y vástago de la antigua casa de los vizcondes de Thouars. Además —se entusiasmó Asmodeo—, rubia, de ojos acerados, de largo cuello fino y talle cimbreante. Una delicia. Sin embargo, los gustos de Gilles iban por otro rumbo. Desde que empezó a hacer funcionar los artilugios sensuales, optó por emplearlos en favor de gente de su mismo sexo. No soy yo, ciertamente, por múltiple, el indicado para criticar su predilección. Cada uno es como es, y las posibilidades que hay con referencia a esta materia, se bifurcan, como todo el mundo sabe, en varios y opuestos sentidos. Por desgracia, existen pocos. Craon había descubierto, en hora temprana, la singularidad de su nieto, pero entendió que no le correspondía interferir. Siempre que Gilles no interviniese en el manejo de su economía vasta, él no se opondría a sus hábitos. Algunos considerarán culpable a este abuelo: yo no lo juzgo. Fue un superintendente, un hombre de libros de caja, de máquinas de calcular. En cambio abrió los ojos desmesurados ante la nómina de las propiedades de Catalina, que lindaban con el señorío de Rais y que incluían los espléndidos castillos de Pouzauges y de Tiffauges… el castillo de Tiffauges que, según parece, en breve visitaremos. Para llevar a cabo el casamiento, fue menester raptar a la novia, ya que el lazo de sangre se oponía a la alianza. Catalina se prestó de buen grado y se casaron en secreto. La autorización papal llegó cuando era prácticamente superflua. El abuelo Craon había asumido la responsabilidad de organizar el rapto. No pudo, por supuesto, tomar a su cargo también lo que después sucedió entre los esposos. Ya entienden Sus Excelencias a qué me refiero. Y el Barón de Rais no despidió a sus pajes… al contrario… tenía pajes y pajes doquier… bonitos pajes.

—Permítame Su Excelencia —exclamó Leviatán— que lo felicite. Ha planteado el caso con real elegancia. Dada su especialidad, uno hubiera pensado que iba a solazarse con descripciones minuciosas. Es envidiable.

Sonrió Asmodeo:

—Dichas actividades y su maldad magnífica, no distraían al de la barba azul del ejercicio de las armas. Presto, el bisnieto de du Guesclin se distinguió como un paladín cabal. Nadie domeñaba como él el fuego de los corceles, ni revestía una armadura, ni levantaba un escudo, ni sostenía una lanza, con tan segura destreza. Y, simultáneamente, se multiplicaba la cifra de sus íntimos pajes. Por entonces, Gilles de Rais me comenzó a interesar. Uno de mis agentes privados, en gira de inspección por los castillos de la provincia de Poitou, me transmitió detalles significativos, y luego de analizarlos sesudamente deduje las ventajas de ocuparme de él. Las perspectivas se mostraban halagüeñas. ¡Y el Diablo opina que uno no trabaja! Nada menos que a treinta de mis funcionarios escogidos, confié la tarea. A partir de aquel momento y hasta el final de su vida, lo acompañaron siempre, de batalla en batalla, de fortaleza en fortaleza, mimándolo, aprobándolo, aguijándolo, excitando su alerta imaginación. Debo afirmar que estoy muy satisfecho. Son idóneos colaboradores.

—Parece —atajó Lucifer— que nos vamos por las ramas, y que Su Excelencia aspira a la condición de soberbio. Se enfurruñó el narrador:

—Soberbios somos todos. Es el más común de los pecados.

—¡Cómo! ¡el pecado de los ángeles! ¡el del Diablo! ¡el de la caída! Supriman a la soberbia y no nos quedaría más remedio que vivir en el Paraíso.

Púsose de pie el grueso Belcebú; se aproximó al letárgico Belfegor y ahuyentó las moscas que lo cubrían con uniforme verdoso.

—Duerme como un párvulo… como una párvula —susurró—. Sosiéguense Sus Excelencias.

Asmodeo reanudó, en voz más baja:

—Andaba el Barón de Rais por los veinte años y ya descollaba con la dignidad de formidable guerrero. A eso se unió su parentesco con La Trémoille, favorito del Rey sin corona, para otorgarle una posición única dentro de la corte ambulante. Carlos VIII de Francia y Juan V de Bretaña, de quienes era feudatario por lo gigantesco de sus posesiones, que cubrían tres provincias, se desvelaban por agasajar al joven jefe. Entonces se produjo la campaña de Juana de Arco, que aspiraba a liberar al país. Prefiero no reseñarla prolijamente, porque este monólogo no terminará nunca. Lo cierto es que Gilles eclipsó en su transcurso a los capitanes eximios que peinaban y despeinaban canas. Se le adeuda, en proporción trascendente, la salvación de Orleáns. Adoraba a la Doncella. No se apartaba de su lado. Fue, a su diestra, el doncel que socorre a la virgen de los cuentos.

—La tal Doncella —refunfuñó Lucifer— nos ha incomodado bastante.

—Y el día de la solemne coronación de Carlos, en Reims, tocóle a Rais ingresar a caballo en la catedral, escoltando la Santa Ampolla. Una invención: no hay tal Santa Ampolla. Desmontó y se puso a un costado del altar, con su armadura negra; Juana, la pastora, estaba en la parte opuesta, con su armadura blanca…

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